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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (57 page)

BOOK: La dama del castillo
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—Lo que me han contado de los husitas no me inspira demasiada confianza en que podamos lograrlo. Los fanáticos como ellos no se detendrán hasta que vuestro castillo haya caído o el último de ellos se haya desangrado frente a sus muros.

No era la primera vez que Heinrich von Hettenheim debía luchar contra un ataque de desánimo, ya que se veía a sí mismo y a su gente como víctimas que el emperador había cedido con mano muy suelta para poder sentirse bueno y noble.

Marek notó la expresión abatida en el rostro del caballero y se echó a reír.

—¡Arriba ese ánimo, señor Heinrich! Aún tenéis una espada afilada guardada en la vaina, y vuestros guerreros están confiados. Pasado mañana, cuando estemos en Falkenhain sentados a la mesa del conde y tengáis la oportunidad de probar un jarro de nuestra excelente cerveza y el delicioso ganso asado que prepara Wanda, veréis el mundo con otros ojos. Vosotros los alemanes tenéis una tendencia a complicaros la vida solitos. Lo mismo noto en nuestro Frantischek, que ya no sabe quién es ni de dónde viene y se pasa el día tratando de recordar, desesperado, en lugar de alegrarse de que aún sigue vivo.

El caballero Heinrich lo miró con curiosidad.

—¿Tenéis a un compatriota mío en el castillo?

—Sí, desde hace más de dos años.

—¿Un hombre que perdió la razón? Es un gesto muy generoso por parte del conde Sokolny hacerse cargo de un enemigo.

—No, no, no perdió la razón, sino solamente la memoria. Salvo eso, tiene la cabeza muy lúcida, y además es el hombre más valiente que yo haya conocido hasta el día de hoy, ya que liquidó a un oso adulto enfrentándose a él con solo un cuchillo en la mano.

El caballero Heinrich hizo una mueca incrédula.

—Entonces era un loco fanfarrón o estaba en una situación desesperada.

Marek echó el mentón hacia delante.

—Se interpuso entre el oso y Janka, la hija de mi señor, para salvar la vida de la muchacha.

El caballero levantó los brazos en un gesto conciliador.

—No quise ofenderte, ni a ti ni a él. Tratándose de la vida de una dama, el hombre actuó con valentía y nobleza.

—Sí, es cierto, y además es un entendido en cuestiones de guerra. Cambió totalmente la forma de adiestrar a nuestros hombres y nos mostró los puntos débiles de nuestra fortaleza. Creo que ese hombre es más valioso para nosotros que todos los vuestros juntos.

—Me muero por conocerlo, aunque también estoy intrigado por vuestra cerveza. Labunik me ha hablado maravillas de ella. En nuestro país, sólo los campesinos beben cerveza, y es un caldo inmundo que mi caballo se negaría a sorber. Pero una bebida que sea del gusto de un hombre noble es siempre bienvenida para mí.

El caballero Heinrich le dio una palmada en el hombro a Marek, riéndose con una alegría que no había experimentado en semanas.

En el rostro de Marek se dibujó una amplia sonrisa.

—¿Lo veis? Finalmente he podido haceros reír.

El caballero Heinrich se puso de pie y miró hacia donde estaban sus hombres, que se habían reunido alrededor de un fogón pequeño, casi sin humo, y conversaban con voz apagada.

—Espero que ésta no sea la última noche en la que podamos reírnos juntos. Pero ahora deberíamos acostarnos. Ya es tarde y, tal como vos mismo habéis dicho, aún tenemos un largo camino por delante.

Marek señaló hacia el este y suspiró.

—Seré feliz cuando pueda volver a estar en mi hogar. No tengo nada contra vuestras dos vivanderas, ¡pero nuestra Wanda cocina mucho mejor!

El caballero Heinrich asintió.

—¡Bueno, eso espero! Después de un jarro de cerveza y una rica comida, tal vez mis hombres te perdonen por los senderos insólitos que les has hecho atravesar.

Marek lo miró, pestañeando de forma inocente.

—Jamás os prometí una calle de procesión, sino un camino por el cual no nos toparíamos con un solo taborita. Y decidme, ¿habéis visto siquiera uno solo?

—Tenéis razón. Debería daros las gracias en lugar de burlarme.

El caballero lo palmeó por segunda vez en el hombro y luego regresó al campamento. Marek se quedó sentado un rato más, pensando. En Núremberg no había tenido una impresión favorable de aquellos alemanes que lo acompañarían a Falkenhain por orden del emperador. Sin embargo, su opinión había ido modificándose en el transcurso del viaje. Heinrich von Hettenheim era un buen líder, y la mayoría de su gente había dado lo mejor de sí por él. Había aprendido a apreciar las bromas toscas de los helvecios, a pesar de que le costaba comprender su dialecto, y ahora también comprendía al joven Seibelstorff, que al principio le había parecido un mocoso engreído. El hidalgo sufría por su honor ofendido y probablemente no le perdonaría jamás al emperador el hecho de que se hubiese quitado de encima a su padre gravemente herido como si se tratase de un perro viejo e inservible. Pero lo que más le impresionaba era el odio cuidadosamente cultivado del joven hacia Falko von Hettenheim. Si ese merodeador con traje de caballero llegaba a tener en el imperio más enemigos de esa clase, probablemente no podría sacrificar bohemios fieles al rey durante mucho tiempo más.

Marek se sacudió el recuerdo del caballero Falko con un movimiento ofuscado de su cabeza. Si bien había logrado levantarle el ánimo a Heinrich von Hettenheim, el suyo se hundía cada vez más. Expulsó violentamente el aire de los pulmones, volvió a mirar hacia el este, donde estaba Falkenhain, y pensó en los taboritas, que muy pronto caerían sobre aquel valle pacífico y masacrarían a sus habitantes. A diferencia de lo que le había dicho al caballero Heinrich, no creía que el puñado de hombres que traía pudiese salvar su patria.

Capítulo XIII

Al día siguiente, la tropa avanzó a buen ritmo. Fue vadeando uno de los arroyos oscuros del bosque cuyo lecho poco profundo servía de camino y casi no tuvo que lidiar con ramas o arbustos que obstruyeran el paso. Por la tarde emergieron ante ellos las ruinas cubiertas de musgo y pasto de una ciudad pequeña, demostrando que habían llegado a la región otrora densamente poblada detrás de la cual se erigía el castillo de Sokolny.

Marek guio a su caballo junto al caballero Heinrich y le señaló las casas destruidas.

—Esto era la ciudad de Grünthal, una de las tantas colonias alemanas de la región. Aquí vivían sobre todo artesanos y canasteros que solían venir a menudo a Falkenhain a ofrecernos sus mercancías y servicios. Pero no ha quedado ninguno de ellos con vida, ya que la ciudad fue atacada y completamente devastada en una de las primeras campañas taboritas.

El caballero Heinrich guardó silencio, conmovido, mientras su mirada se paseaba por las ruinas. Al seguir cabalgando, el casco delantero derecho del caballo chocó contra un montón de hojas que el viento había soplado. Las hojas revolotearon por el aire y un objeto redondo rodó un trecho a lo largo de la calle. Cuando por fin se detuvo, Hettenheim vio que en realidad se trataba de una calavera desgastada por la acción del agua que le sonreía desde sus órbitas vacías. Se quitó trabajosamente de encima aquella cosa que alguna vez había sido un ser humano y la esquivó, pasándole por el costado con su caballo. Nadie podría haberle dicho mejor que aquella calavera lo omnipresente que era el peligro en aquellas tierras.

El panorama de aquella ciudad muerta afectó a todos por igual. A ninguno le quedaron ganas de bromear, y al llegar la noche permanecieron sentados en silencio, ensimismados, alrededor de los pequeños nidos de ascuas del fogón casi sin humo que habían encendido en hoyos para no llamar la atención del enemigo. Sin embargo, cuando el sol se asomó a la mañana siguiente por el horizonte, rojo dorado, las sombras del día anterior se disiparon y todos ardieron en deseos de partir.

—¡Esta noche dormiremos en nuestras propias camas! —exclamó Marek, dirigiéndose hacia Labunik mientras éste se montaba sobre su caballo.

—¡Demos gracias a Dios por ello!

El hombre de la nobleza no parecía tan entusiasmado como sonaban sus palabras. Si bien estaba contento de no tener que pasar más noches frías durmiendo en el suelo, tampoco estaba tan ansioso de regresar a casa como lo estaba Marek, ya que no podía dejar de pensar en los husitas, que se presentarían en pocas semanas en el castillo para procurarles un final horrible a todos ellos. Y, sin embargo, tampoco quería regresar a Núremberg, donde habría estado a salvo. Si bien no se sentía llamado a ser un héroe, tampoco tenía otra patria más que Falkenhain, y su corazón le ordenaba mantenerse fiel a Václav Sokolny hasta el final.

Al partir, Marek le prometió al caballero Heinrich que aceleraría la marcha, y cuando a mediodía se detuvieron a hacer una pausa, ya no podía estarse quieto.

—Si no os oponéis, señor caballero, me gustaría adelantarme con mi caballo para anunciar al conde vuestra llegada. Feliks puede guiaros en este último tramo.

El caballero Heinrich no tenía una opinión muy favorable de Labunik, pero les quedaba menos de una milla por delante, y era casi imposible perderse en una distancia tan corta.

—¡Adelántate y asegúrate de que vayan preparándonos la cerveza de bienvenida, mi buen amigo!

Marek se montó sobre su caballo e iba a azuzarlo para que echara a andar cuando apareció Michi y se quedó mirando alternativamente a él y al caballero Heinrich con ojos suplicantes.

—¿Puedo ir yo también?

El caballero Heinrich se quedó mirando a Marek sin saber qué decir, y finalmente asintió cuando éste sonrió con aprobación.

—¡Por mí, no hay problema! Pero asegúrate de causarle una buena impresión al conde Sokolny y su gente. ¡Después de todo, estás representando el poder del emperador!

—¿En serio? —Los ojos de Michi brillaron de entusiasmo.

Marek le tendió la mano.

—No te quedes ahí matando moscas y sube, sino tendremos que seguir viaje con la tropa principal.

Michi enrojeció y dejó que Marek lo subiese al caballo. Como casi nunca lo dejaban cabalgar, al principio iba aferrándose a él, asustado, y contuvo el aire cuando su amigo espoleó al caballo de modo que pasara de estar quieto a galopar. A pesar de la velocidad a la que iban cabalgando, Marek señaló por el camino distintos lugares de la cordillera boscosa, cubierta de hayas y de abetos deformados por los años.

—Allí enfrente, en el flanco oeste del Lom, maté mi primer oso, y allá, detrás de esa colina, mi primer lobo. Y si miras hacia aquella laguna, allí Wanda y yo... bah, en realidad eso no es asunto tuyo. —Marek se interrumpió con una sonrisa e intentó ignorar a Michi, que quería saber a toda costa lo que él y la cocinera habían estado haciendo allí—. Bueno, no nos limitamos a recoger hongos, muchacho —repuso al ver que Michi no cedía.

El muchacho miró al checo con admiración. A pesar de que sentía un gran respeto por el caballero Heinrich y que era buen amigo de Anselm y de Górch, hasta ahora ninguno le entendía mejor que Marek. Mientras éste se entregaba a sus recuerdos, la mirada de Michi se paseó por el territorio. De pronto se quedó rígido y comenzó a tirar a Marek de la manga.

—Mira, allá delante hay un gran fuego ardiendo.

Marek cerró los ojos, preocupado.

—No es un solo fuego, muchacho, hay demasiadas columnas de humo ascendiendo hacia el cielo como para que lo fuera. Más bien tienen el aspecto de ser los fogones de cocina de un ejército entero, y están justo en la misma dirección en la que se encuentra nuestro castillo. Será mejor que continuemos a pie y veamos qué está sucediendo allí delante. No tengo ganas de cabalgar hacia la desgracia.

Frenó a su alazán, se apeó y bajó a Michi.

—Primero buscaremos un escondite para el caballo. Tengo un mal presentimiento.

Marek condujo el caballo pasando junto a árboles gigantescos hasta llegar a un lugar donde hacía varios años había pasado un torbellino que había tirado abajo muchos árboles. Con el tiempo habían vuelto a crecer árboles jóvenes, y los abetos y abedules, de alrededor del doble de la altura humana, aún estaban pegados, y las zarzamoras los habían entretejido en casi toda su superficie, formando una pared impenetrable. Sin embargo, Marek no se dejó amedrentar, sino que se abrió paso entre los arbustos hasta encontrar un lugar que le pareció adecuado.

—Aquí dejaremos al caballo —le explicó a Michi mientras ataba al caballo a un poderoso abeto—. Si todo va bien en el castillo, alguno de los sirvientes puede venir a buscarlo.

Marek le hizo señas a Michi para que lo siguiera y buscó la salida. Cuando volvieron a estar debajo de esos árboles que se elevaban hasta casi tocar el cielo, cuyas coronas tupidas impedían casi por completo que crecieran los sotos más abajo, tenían los brazos y las piernas llenos de rasguños, y Michi tuvo que levantarse la camisa para quitarse las agujas de abeto que se le habían enganchado ' en el camino.

—Pincha —le dijo a Marek, sonriendo.

—Cuando tenía tu edad, esos lugares eran mis preferidos. Ahí podíamos asar sin ser vistos las liebres que caían en nuestros lazos. Eran otras épocas, te lo aseguro.

Michi asintió a modo de reconocimiento. En otras épocas le hubiese encantado recorrer el bosque con ese hombre y aprender de él, pero ahora no podía pensar en otra cosa que no fueran las columnas de humo, y sentía un pánico atroz. Marek le había dicho que esos fuegos humeantes de ninguna manera habían sido encendidos por su gente, de modo que para Michi era un hecho que allí delante estaban acampando los husitas.

Marek y él treparon con cautela por la colina hasta que pudieron divisar más abajo el llano que circundaba las tres cuartas partes del castillo de Sokolny. Un anillo de cientos de carros se extendía sobre campos sembrados y praderas al pie de la loma del castillo, cercando casi por completo Falkenhain. Incluso había algunos coches en el collado que separaba el castillo de la cresta del Lom. Michi supuso que el número de gente acampando allí era al menos diez veces mayor que el de su propia tropa, pero Marek dobló su cálculo, al tiempo que echaba una sonora maldición en su lengua materna.

—Son esos taboritas malditos por Dios. Deben de haber cambiado de planes y han venido antes de lo que suponíamos.

Michi lo miró, asustado.

—¿Y ahora qué haremos? Así no podremos entrar.

El rostro de Michi parecía una máscara.

—En eso tienes toda la razón del mundo. Tu caballero y su gente ya no pueden ayudar a los míos, y tal vez lo mejor sea que os retiréis enseguida, antes de que os descubran.

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