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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (58 page)

BOOK: La dama del castillo
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—El caballero Heinrich no hará eso, seguro, ya que entonces el emperador lo tildaría de cobarde miserable.

Marek meneó la cabeza, molesto.

—No lo entiendes, muchacho. La valentía es digna de admiración, pero si es demasiada se transforma en un mal. Cualquier intento de atacar a este ejército aquí está condenado al fracaso de antemano, tu caballero sabrá entenderlo también. Debéis emprender el regreso o moriréis todos en vano.

Michi lo miró, confundido.

—Parece que no vas a venir con nosotros. ¿Qué es lo que vas a hacer?

Marek gruñó algo, luego aspiró profundamente.

—Regresaré con mi señor. De algún modo lograré entrar en el castillo.

Los ojos de Michi se encendieron.

—Bueno, si tú lo logras, podemos lograrlo todos.

Marek le despeinó los cabellos mientras soltaba una carcajada amarga.

—Nunca te das por vencido, muchacho, ¿no?

Michi asintió mientras señalaba el círculo que rodeaba el castillo.

—Sólo debemos abrirnos paso por alguna zona para llegar a las puertas. ¿No podemos intentarlo por la noche?

—Sólo si esos hombres tienen un sueño tan pesado que no se despiertan ni disparando un cañón al lado de sus cabezas. —Aunque Marek bromeaba, de pronto adoptó un aire pensativo—. El conde y Frantischek, el alemán, tendrían que saber que estamos aquí. Pero no podemos gritarles ni tampoco hacerles señas. —Marek contempló a Michi, midiéndole los hombros con las manos—. Tú eres un muchacho bastante ágil, ¿no es así? —Michi lo miró sin comprender, pero asintió, y una sonrisa se coló en el rostro de Marek—. ¿Ves aquella franja de arbustos espesos allí delante? Debajo está el lecho profundo de un arroyo.

El chico siguió con la mirada el sitio hacia donde apuntaba el índice de Marek.

—¡Sí! ¿Qué pasa con él?

—En el castillo hay una fuente cuya agua fluye hacia este arroyo a través de un pasadizo subterráneo natural. De pequeños nos divertíamos muchísimo atravesándolo, aunque salíamos medio ahogados, y luego nos gustaba andar escondidos entre los arbustos, porque allí no nos descubrían fácilmente. El pasadizo es demasiado angosto para un adulto, pero un muchachito delgado como tú podría pasar por él.

—¿Lograr entrar en el castillo? ¡Pero claro! —Michi se puso a dar saltos, excitado, de modo que Marek tuvo que tirar de él hacia el suelo para que no lo descubrieran. Le cogió de la mano, avanzó un poco arrastrándose y señaló hacia un viejo sauce cuyo tronco estaba doblado hasta quedar prácticamente horizontal, cortado con tanto arte que con sus ramas delgadas se asemejaba a una mujer anciana con los cabellos pendiéndole de la nuca.

—¿Ves ese árbol torcido? A su izquierda, el pasadizo desemboca en el arroyo. Puede ser que la abertura esté un poco tapada y tengas que cortar un par de ramas para poder deslizarte en su interior. Si vas vadeando el agua hasta allí, prestando mucha atención de que justo no vaya a bajar nadie al arroyo a buscar agua, seguramente podrás entrar sin ser visto. Lo mejor sería que aguardaras la llegada de la noche, pero como no conoces el lugar, en la oscuridad no podrías encontrar la salida del foso.

—Entonces partiré poco antes del anochecer, cuando las sombras estén oscuras. ¿Qué le digo a tu señor cuando entre en el castillo?

—Dile que estoy de vuelta y que he traído conmigo ciento cuarenta hombres valientes que están ansiosos por probar la cerveza de Wanda y no tienen intención alguna de dejar que los taboritas les impidan beberla.

Marek le palmeó el hombro a Michi para darle ánimos y le recalcó que tuviera cuidado.

—Para esos canallas, la vida humana vale menos que la de un ratón. Así que cuídate mucho, ocúltate en el bosque y baja hasta el arroyo sólo cuando estés bien seguro de que nadie te ve. Yo regresaré con el caballero Heinrich y le pondré sobre aviso antes de que conduzca a su gente directamente a los brazos de los taboritas.

Marek volvió a saludar a Michi con la mano y se escabulló casi sin hacer ruido entre las grandes ramas quebradizas.

Michi también se retiró a lo profundo del bosque y se ocultó detrás de un arbusto espeso. Su corazón latía golpeando con la fuerza del martillo de un herrero y tenía más miedo del que jamás había sentido en su vida. Sin embargo, en ningún momento pensó en salir corriendo detrás de Marek y reconocer que estaba tan asustado como una niñita en medio de una tormenta. Su amigo le había dicho que lo lograría, y él no quería decepcionarlo, ni a él ni al caballero Heinrich. Entretanto, había reunido suficiente experiencia con guerreros y ejércitos, y sabía que su pequeña tropa no podría retirarse indemne. Lo más seguro era que los husitas estuviesen desperdigados por toda la zona, buscando leña para hacer fuego, y probablemente descubrirían sus huellas. Y aunque sólo los persiguiesen trescientos o cuatrocientos soldados, ya no podrían regresar sanos y salvos a casa. La única oportunidad que tenían de sobrevivir era abrirse paso hacia el castillo cuanto antes.

Cuando el sol se escondió en el oeste, detrás de las cumbres del Lom, Michi se puso en camino. Como había un tramo de campo libre entre el bosque y el arroyo en el que los enemigos podrían verlo si lo atravesaba, decidió dar un rodeo más amplio y alcanzó el arroyo en una zona en la que la corriente pasaba directamente junto al bosque. Allí descendió con cuidado hasta el agua y fue remontando la corriente, vadeando agachado el arroyo. No tenía miedo de ser descubierto, ya que la orilla, que se alzaba de forma abrupta, estaba tan poblada de arbustos y de sauces que tenía que ir casi todo el tiempo por el medio del arroyo, cuya corriente venía en sentido contrario. Cuando estaba casi llegando a su objetivo y la vegetación a derecha y a izquierda comenzó a ralear un poco, oyó que alguien delante de él se abría paso entre los arbustos. Como no le quedaba tiempo para esconderse en un lugar mejor, se hundió, de modo que lo único que asomaba fuera del agua detrás de una cortina de hojas verdes era su cabeza, y se quedó aguardando con el corazón galopante a ver lo que ocurría. A unos pocos pasos de él, la persona se quedó parada en la orilla. Michi descorrió una hoja y espió a través de la abertura que quedaba. En un primer momento suspiró aliviado, ya que se trataba de una mujer, y no de alguno de los guerreros taboritas tan temidos. Sin embargo, su alivio duró hasta que descubrió el canasto de ropa que la mujer había depositado detrás de sí. Si comenzaba a lavar en ese lugar, no se movería de allí hasta que llegara la noche.

Cuando comenzó a implorarles a todos los santos que hicieran desaparecer a esa mujer de allí, ella se dio la vuelta y se arrodilló junto al agua, de modo que pudo verla con absoluta claridad. El cuerpo de Michi se puso duro como una tabla y su boca se abrió como para emitir un grito, ya que aquel hermoso rostro que asomaba bajo una corona de cabellos dorados con expresión preocupada pertenecía a una muerta.

Capítulo XIV

Marie miró el canasto que había arrastrado hasta el arroyo mientras ardía de rabia, porque otra vez le habían encomendado el trabajo más asqueroso. La ropa tenía un hedor espantoso y estaba tan mugrienta que tenía la sensación de que con sólo verla iba a contagiarse de sarna, y le daba asco tocarla. Renata la había mandado con el canasto al arroyo después de la cena, comentando con sorna que, al fin y al cabo, ella gozaba de la protección de los santos. Era evidente que la mujer esperaba que alguno de los hombres la siguiese hasta el arroyo y la tomara por la fuerza bajo el cobijo de la espesura. Anni y Helene se habían ofrecido a ayudarla, pero Renata había intervenido de inmediato, ordenándoles que recogiesen las cacerolas de toda la tropa y las restregaran con arena. Marie alzó la vista al cielo, en donde el atardecer, de un ponzoñoso rojo violáceo, se extendía como un mal presagio, y supo que tendría que trabajar hasta bien entrada la noche. Ahora se preguntaba si acaso Przybislav no habría planeado todo para tenerla en sus manos allí arriba, donde nadie podía verle ni hacerle reproches por la bendición de Jan Hus.

Sacó la primera prenda para remojarla en el agua, pero de pronto percibió un movimiento con el rabillo del ojo. A la velocidad de un rayo, dejó caer la prenda y cogió el puñal. Sin embargo, no se trataba de un hombre acechándola para violarla, sino de un muchacho que estaba temblando de pánico en el agua, mirándola con ojos desorbitados. Marie reconoció que se trataba de Michi, se dio cuenta de que estaba a punto de gritar y saltó encima de él.

Logró agarrarlo y le presionó la mano sobre la boca.

—¡Por la Virgen santa, no grites! ¡Nos pondrás en peligro a ambos!

Michi giró los ojos como si estuviese a punto de desmayarse, de modo que Marie le sacó un poco más del agua. Sólo en ese momento tomó conciencia de lo increíble de la situación.

—Michi, ¿cómo has venido a parar aquí?

Pero como seguía tapándole la boca, el muchacho no pudo más que articular sonidos ininteligibles.

Marie lo miró con ojos chispeantes.

—¡Te soltaré, pero más vale que no se te ocurra gritar! —Marie retiró la mano, pero la mantuvo lista para volver a usarla en cualquier momento.

Michi estiró los brazos, como defendiéndose, y comenzó a gemir en voz baja.

—No me hagas daño, espíritu de Marie. Oraré toda la vida por la paz de tu alma y encenderé una vela para que muy pronto obtengas la salvación y puedas entrar en el Reino de los Cielos.

Marie tardó unos instantes en comprender que el muchacho la daba por muerta y creía estar viendo un fantasma, y pensó en qué hacer para librarlo de aquel error. Se decidió por un par de sonoras cachetadas. Michi las recibió sin decir palabra y luego se tocó las mejillas.

—¿Te das cuenta ya de que no estoy muerta sino que aún sigo viva?

Michi sonrió impresionado.

—¡Seguro! Un espíritu no pegaría con tanta fuerza.

—Lo siento, pero tenía que hacerlo. De otro modo, podrías habernos delatado. Pero dime, ¿cómo llegaste hasta aquí?

—He venido con el caballero Heinrich. Tiene que guiar una tropa de soldados al castillo del conde Sokolny para ayudarlo a vencer a los malvados husitas.

Marie sintió que con esa noticia se le soltaba el anillo de hierro que había estado oprimiéndole el pecho.

—¿Heinrich von Hettenheim está aquí cerca? ¿Cuántos guerreros lo acompañan?

—Ciento cuarenta —respondió tímidamente Michi.

Marie sacudió la cabeza.

—Son demasiado pocos. Los taboritas suman más de dos mil hombres, y harían falta otros tantos para derrotarlos. Regresa inmediatamente con Heinrich von Hettenheim y dile que debe retirarse enseguida, antes de que los taboritas descubran vuestra tropa. Pero antes de irte, dime qué sabes de Trudi. ¿Vive? ¿Está bien? ¿Dónde está?

—¡Ella está bien! Eva la Negra la cuida, y yo también por supuesto —informó Michi con orgullo.

—¡No me digas que habéis traído a Trudi aquí con vosotros!

Michi asintió.

—¡Por supuesto que está aquí con nosotros! Timo quería vendérsela al emperador porque pertenece a la nobleza, y yo se la llevé a Eva.

—¡Oh, Dios mío!

Eso fue todo lo que atinó a decir Marie antes de quedarse muda del susto. La gente de Vyszo no tardaría más de tres días en descubrir la tropa de Heinrich, y entonces su hija se hallaría en un grave peligro.

Michi se encogió de hombros, incómodo.

—Marek dice que, si tenemos un poco de suerte, podremos abrirnos paso a través del cerco de los sitiadores y huir dentro del castillo. Por eso no puedo regresar, sino que debo buscar un canal de desagüe subterráneo que hay por aquí para poder entrar a hurtadillas en el castillo y anunciarle nuestra llegada a la gente que está allí dentro. Pero si se hace de noche no podré encontrar la entrada. Marek me dijo que el desagüe desemboca en el arroyo cerca del sauce torcido.

Michi miró a su alrededor, buscando. Marie, en cambio, ya había descubierto el final del canal a primera vista.

—¿Junto a aquel sauce que está allá? Mira, allí el agua brota de la pared.

Michi se arrastró hacia allí y encontró una grieta tapada por un entretejido de matorrales. Marie lo ayudó a arrancar parte de las plantas y sostuvo el resto para que él pudiese explorar la entrada. Michi echó un vistazo dentro y exhaló un gemido.

—Tengo que quitar la mugre que se ha juntado allí o no podré pasar. —Date prisa, pero asegúrate de que el agua no se ponga muy sucia; de lo contrario, el taborita al que se le ocurra venir a investigar por aquí lo notará.

Michi asintió y arrojó el barro a través del cual iba abriéndose paso entre los arbustos que estaban junto a la abertura. Mientras tanto, le preguntó a Marie cómo había caído en manos de los husitas.

Marie no quiso que se desanimara relatándole los desagradables pormenores del episodio, por eso se limitó a explicarle que Falko von Hettenheim la había dejado atrás de pura maldad para que fuera víctima de los husitas, y le contó cómo había logrado que los hombres que la habían apresado fueran magnánimos con ella gracias a lo que sabía acerca de la muerte de Jan Hus.

Mientras hablaba con Michi, comenzó a lavar la ropa, aunque no se esforzó demasiado, ya que ahora sabía qué hacer para alcanzar su libertad.

—Seguramente regresarás con el caballero Heinrich para informarle de lo que diga el señor del castillo, ¿no es así?

Michi asomó el torso por la abertura y asintió con vehemencia.

—¡Por supuesto que lo haré!

—Entonces dile que estoy con los husitas y que intentaré huir con vosotros al castillo.

Michi se frotó la nariz con el dedo índice, ensuciándose aún más el rostro.

—¿Por qué no te escapas ahora mismo y te vas con los nuestros? Sólo tienes que seguir el sendero que comienza en el linde del bosque en dirección hacia el oeste.

Marie se quedó pensando unos instantes en lo hermoso que sería poder volver a estrechar a Trudi en brazos esa misma noche, pero finalmente alzó las manos en señal de rechazo.

—No, no puedo. Si desaparezco ahora, los taboritas saldrán a buscarme y descubrirán a la gente del caballero Heinrich. Además, tendría que abandonar a dos amigas con las que esos hombres se vengarían de inmediato.

—Entiendo.

Michi volvió a meterse en el foso para ver si ahora podía pasar y le pareció que ya era hora de partir. Antes de ponerse en marcha, volvió a salir a despedirse.

—¡Hasta pronto! Deséame suerte.

—No solo a ti —respondió Marie, y se quedó mirándolo hasta que desapareció. Cundo ya no pudo ver sus piernas, borró sus huellas lo mejor que pudo y se lavó la cara y las manos. Después salió del arroyo, examinó el canasto de la ropa frunciendo la nariz y decidió que volvería a llevar la ropa así.

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