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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (60 page)

BOOK: La dama del castillo
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—¡La cerveza puedo servirla yo misma! —intervino Wanda—. Así que anda, ve a buscar a nuestro némec.

Zdenka salió corriendo casi tan rápido como Jitka. Mientras la puerta se cerraba detrás de ella y el eco de sus pasos continuaba resonando, Wanda cogió dos pequeños jarros de cerámica que colgaban de unos ganchos de madera y los llenó con cerveza de un barril enfriado en agua.

—Seguramente te vendría mejor una cerveza caliente que te entibiara el cuerpo, pero en primavera ya no tenemos. ¡Bebe despacio, muchacho! Nuestra cerveza es fuerte.

Michi bebió un trago e hizo una mueca de desagrado.

—¡Qué amarga que es!

—Será porque hasta ahora no habrás bebido más que hidromiel —se burló Wanda.

Michi volvió a empinar el vaso, bebió a grandes tragos y se limpió la espuma de los labios.

—En realidad, no está nada mal.

Michi sonrió, cogió la cuchara y comenzó a engullir el guiso como si no se hubiese llevado nada al estómago desde hacía varios días. Al mismo tiempo intentó hablar con la boca llena, pero Sokolny le pidió que esperara a que apareciera su consejero. A Michi no le vino nada mal, ya que la comida estaba deliciosa, y así incluso tenía tiempo de pedirle a Wanda que le sirviera un poco más. Vació el plato por segunda vez, bajó el guiso con otro trago de cerveza y en ese momento recordó la ropa seca que Zdenka había apoyado en una silla. En su excitación ni siquiera había reparado en que tenía la camisa y el pantalón pegados al cuerpo, pero ahora sentía que los miembros se le habían entumecido. Wanda le sonrió para infundirle ánimos e iba a darse la vuelta, pero como Michi tenía dificultades para ponerse aquel traje ajeno, terminó por vestirlo como si fuese un niño pequeño.

A Michi no le gustó nada que lo tratasen como a un bebé, pero antes de que pudiera zafarse de Wanda, se abrió la puerta y entró Michel.

—Zdenka dijo que teníais novedades para mí, señor conde.

En ese mismo momento, Michi levantó la cabeza y comenzó a agitar los brazos muerto de miedo, tirando uno de los platos que estaban sobre la mesa y haciéndolo añicos contra el suelo, y habría hecho lo propio con el jarro de cerveza si Wanda no lo hubiese cogido enseguida.

—¿Qué te pasa? —preguntó, pero Michi se tapó la boca con la mano izquierda para atajar el grito que pugnaba por salir de su garganta, al tiempo que señalaba a Michel con la mano derecha, temblando. Cuando dejó caer su mano izquierda, ésta tenía huellas de haberse mordido—. ¡Tú... tú... pero si tú estás muerto!

El conde miró al joven, confundido, e iba a decir algo, pero para entonces Michi ya había recuperado el dominio de sí mismo, corría hacia Michel y le tocaba con cautela.

—¡En efecto, no eres un espíritu! Tú... ¡Oh, no! Perdonadme, señor, que os haya hablado de forma tan irreverente, pero me siento como atrapado en un extraño sueño.

Mientras la mirada de Sokolny se paseaba alternativamente entre el hombre y el muchacho sin comprender, Michel se llevó las manos a la cabeza, que de pronto se había colmado de bramidos y zumbidos sordos.

—¿Me conoces? —preguntó, vacilante.

Michi asintió con la cabeza, vehemente.

—¡Pues claro, señor! Sois mi padrino. ¡Deberíais saberlo! Os llamáis Michel Adler y sois caballero del Sacro Imperio Romano Germánico.

De golpe, Michel sintió que le estallaba el cráneo. Miró fijamente a Michi, cuya imagen de cuando era más pequeño ascendía por sus pensamientos, y comenzó a dar unos manotazos desesperados, como un ahogado, intentando aferrarse a los retazos de recuerdos que se arremolinaban en su interior como arrastrados por una tormenta.

—Y tú eres Michi, ¿verdad? ¡El hijo mayor de Hiltrud y de Thomas! ¡Dios mío, cuánto has crecido! —Nada más pronunciar esas palabras Michi se dio cuenta de que acababa de descorrer el primer velo gris de su recuerdo. Respiró profundamente y miró al joven abriendo bien los ojos—. Por la Virgen María y San Pelagio, ¡tienes razón! Mi nombre es Michel Adler, y el emperador me nombró caballero imperial. ¡Jesucristo! Ahora recuerdo quién soy. Pero, dime, Michi, ¿cómo es que has venido aquí a Bohemia?

—Con el caballero Heinrich von Hettenheim y su gente. Hicimos todo el camino hasta Falkenhain sin toparnos con un solo husita.

—En cambio aquí los veréis a todos juntos —intervino Sokolny con amargura.

Michel torció el gesto.

—¿Vienes con un Hettenheim?

Sonaba tan enojado que Michi y el conde se estremecieron, pero el muchacho soltó una carcajada.

—Sí, con el señor Heinrich, primo de ese repugnante de Falko. Pero os aseguro, señor, que el caballero Heinrich dista mucho de ser amigo de su pariente.

Michel levantó las manos, confundido.

—No lo entiendo del todo, pero eso ahora tampoco es importante. Mejor cuéntame por qué el caballero y sus hombres han accedido a transitar este camino largo y peligroso.

—Nos ha enviado el emperador para apoyar al conde Sokolny.

Michi le describió de forma concisa pero muy clara cómo Marek y sus acompañantes le habían pedido ayuda al emperador Segismundo y cómo al caballero Heinrich le habían ordenado liberar a Falkenhain de su sitio, aunque omitió los pormenores del viaje, y en su lugar explicó solamente que ahora la tropa estaba esperando apenas un poco más allá del cerco de los sitiadores a que se presentara la oportunidad de abrirse paso hacia el castillo.

Sokolny pensó en los taboritas, que pululaban a sus puertas como hormigas, y sacudió la cabeza.

—No lo lograrán, ya que el enemigo es demasiado numeroso. Debéis replegaros antes de que seáis descubiertos.

Michel levantó las manos.

—Si lo hacen, entonces sí que saldrán al encuentro de su muerte. Los acompañantes de Marek solo podrán conseguir algo si se unen a nosotros cuanto antes —dijo, y luego levantó la cabeza y miró hacia arriba, donde, a través de una de las ventanas abiertas, podían verse un par de estrellas aisladas resplandeciendo en los espacios despejados, en medio de un techo de nubes que la luz de la luna iluminaba fantasmagóricamente aquí y allá—. No queda mucho tiempo para los preparativos, ya que tendrá que ser mañana o, a lo sumo, pasado. Michi, que Zdenka te asigne una cama para que puedas dormir un par de horas. Antes de que amanezca, deberás abandonar el castillo y regresar con tus amigos.

—Lo haré. —Michi asintió, al tiempo que echaba una mirada anhelante a la olla sobre el fuego, que despedía un sabroso aroma. Wanda lo vio y le sirvió otro plato.

—Si me rompes este también, me enfadaré —amenazó a Michi mientras le entregaba el plato—. Los muchachos jóvenes como tú siempre tienen hambre, ¿no?

Michi asintió, abalanzándose sobre el guiso como si no hubiese comido nada en días. Mientras tanto, Michel se puso a discutir con Sokolny la situación de la guarnición del castillo y de los que se agregarían, y en el ínterin continuó haciéndole varias preguntas al muchacho. Al hacerlo, se cogía la cabeza una y otra vez, sacudiéndola cada tanto como si tuviera que espantar algún pensamiento molesto. Finalmente apoyó las manos sobre la mesa y miró al conde como pidiéndole disculpas.

—Tenemos que lograr que se nos ocurra la manera de que el caballero alemán y su gente entren aquí con vida. Tal vez entre ellos haya alguno que sepa qué dispuso hacer Ludwig von der Pfalz con mi esposa después de que me declararan muerto. Las viudas acaudaladas suelen ser víctimas muy codiciadas de la política de los grandes señores de la nobleza, pero mi mujer es particularmente testaruda.

Michi levantó la vista, indignado. .

—¡Pero señor! Yo soy el que mejor puede informaros sobre ella. El conde palatino Ludwig no pudo hacer absolutamente nada, porque ella partió conmigo a buscaros, y al menos hasta hace un rato, cuando la encontré junto al arroyo, estaba sana y salva.

Michel se dio la vuelta hacia el muchacho de manera tan precipitada que pareció que las piernas se le desprenderían del cuerpo.

—¿Has visto a Marie? ¿Dónde?

—Vino al arroyo a lavar ropa justo cuando yo estaba buscando el pasadizo subterráneo. Dijo que cuando el caballero Heinrich intentara penetrar en el castillo, ella también trataría de huir hacia aquí.

Michel cogió al muchacho de los hombros y lo miró a la cara, incrédulo y al mismo tiempo angustiado.

—¿Eso significa que está allá fuera con los taboritas?

Michi asintió con vehemencia.

—Sí, la señora Marie es su prisionera. La culpa la tiene ese demonio de Falko von Hettenheim. Ella estaba como vivandera en el ejército del emperador. Durante la retirada, el caballero Falko asumió el mando sobre las tropas, y simplemente la abandonó en medio de los bosques de Bohemia. La tía Marie me contó que la única razón por la cual los husitas no la mataron fue porque ella pudo relatarles la muerte de Jan Hus en Constanza.

—¡Entonces Falko von Hettenheim no sólo me traicionó a mí, sino también a mi esposa! —Michel se llevó las manos a la cabeza, ya que de pronto se vio tendido en el suelo, observando la expresión triunfante en el rostro de Falko von Hettenheim. Ahora recordaba las irónicas palabras de aquel hombre con tal claridad como si éste acabara de habérselas dicho. Respiró profundamente, se apartó de Michi, que lo examinaba temeroso, como si temiese que su padrino se convirtiese en un berserker, uno de esos legendarios guerreros vikingos, y lo asesinara. Sin embargo, Michel pareció calmarse, ya que su voz sonaba más bien indiferente—. Juro por todo lo que me es sagrado que retaré a Falko von Hettenheim y lo mataré a la vista de todos.

Sokolny percibió la frialdad con que el caballero alemán había tomado aquella resolución y se alegró de no ser su enemigo. Antes de que atinase a decir algo, el muchacho comenzó a contar cómo Marie había convencido a sus padres de que le consiguieran una carreta tirada por bueyes para poder unirse al ejército del emperador como vivandera.

Michel se quedó escuchando un rato y luego comenzó a reírse a carcajadas.

—¿De modo que Marie no creyó en mi muerte y quiso salir a buscarme? Por Dios, sólo mi mujer podía estar tan loca como para ser capaz de algo así.

Michel meneó la cabeza, le quitó a Michi el plato, que ya casi había terminado, y le exigió que le contara todo lo que su mujer había vivido en los casi tres años que llevaban separados. Michi accedió gustoso, y aunque el relato del joven lo conmocionó profundamente, Michel no lo interrumpió ni una sola vez. Sus puños apretados expresaban de forma elocuente las emociones por las que iba pasando. Después de haber escuchado cómo había nacido su hija y de enterarse prácticamente al mismo tiempo de que Trudi estaba al cuidado de una vieja vivandera de la tropa del caballero Heinrich, esperando al igual que todos los acompañantes de Michi la oportunidad de alcanzar la protección del castillo, se juró que Falkenhain no caería jamás.

El conde Sokolny, que había estado escuchando todo con gran curiosidad e interés, se enteró de unas facetas hasta el momento totalmente desconocidas del hombre que se había convertido en su fiel subalterno. Realmente no hubiese querido tener a ese Michel Adler de enemigo, y se preguntó temeroso si acaso el alemán no tomaría a mal el puesto de subordinado que le había dado en su casa. Se paró junto a él y le apoyó la mano en el hombro.

—Espero que me perdonéis por no haberos tratado de acuerdo con lo que vuestro rango merecía, señor caballero imperial.

Si bien Sokolny ostentaba el título de conde, no era un caballero imperial libre como lo era Michel, sino subdito del rey de Bohemia, quien a su vez estaba por debajo del emperador. Si bien ahora Segismundo de Luxemburgo ostentaba ambas coronas, de todos modos Sokolny era el simple vasallo de un monarca y se sentía inferior a un hombre que tenía derecho a sentarse en el Reichstag, la Dieta Imperial.

Michel no comprendía la actitud casi temerosa del conde, ya que, al ser hijo de un tabernero de Constanza, jamás se le habría ocurrido enorgullecerse de su escudo y considerarse superior a los demás. Riendo, le apoyó el brazo en el hombro al señor del castillo.

—Mi querido Sokolny, no tengo absolutamente nada que perdonaros, sino que os estaré agradecido hasta el fin de mis días. Ningún otro me habría alojado en su casa sin preguntar quién era yo, mientras mis compatriotas causaban estragos en Bohemia en vez de apoyar a las ciudades y los castillos que habían permanecido leales al emperador y luchar contra el enemigo común. Sin vos y sin Zdenka y Reimo me habría muerto desamparado.

El conde suspiró, visiblemente aliviado, ya que se alegraba de no haber tratado jamás al alemán como si fuese un sirviente, ofendiéndolo. Sin embargo, Michel no estaba interesado en recordar lo que había ocurrido, sino más bien en el amenazante presente y futuro.

—Tal vez tenga su lado bueno el hecho de que Marie sea prisionera de los taboritas, ya que es muy lista y hará todo lo posible por ayudarnos.

Mientras tanto, Wanda había hecho llevar al salón las marmitas con la comida lista, encargándose de que el séquito del señor del castillo y los soldados que atendía en su cocina recibieran por fin su cena. Cuando regresó, Michel le hizo señas para que se acercara.

—Tú sabes mucho sobre hierbas. ¿Tienes algo que pueda neutralizar a nuestros enemigos al menos por un rato? Tendría que ser algo liviano para transportar y fácil de esconder.

Wanda respiró profundamente y se quedó mirando pensativa en dirección a la puerta que daba a una recámara donde almacenaba hierbas, hongos secos y toda clase de extractos preparados con ellos. La mayoría servía para curar enfermedades, pero también había varios preparados para exterminar bichos.

—Quisiera poder envenenar a todos esos hombres, pero no tengo suficiente cantidad de hongos de cicuta verde y esas cosas. Veré qué puedo preparar.

—Prepara esta misma noche algún brebaje que deje a los taboritas fuera de combate —le ordenó Michel. Luego le despeinó alegremente los cabellos a Michi—. Tendrás que esperar un poco más hasta poder regresar con tus amigos. Conozco bien a Marie y sé que intentará esperarte para poder hablar contigo. Así que deberás estar listo desde el amanecer para deslizarte por el pasadizo.

—Lo haré. —Michi sentía un gran alivio de que su padrino hubiese tomado el mando. Aunque el caballero Heinrich le caía muy bien, no lo consideraba siquiera la mitad de enérgico y listo de lo que era Michel Adler.

Capítulo II

Michel estaba parado en la torre, aunque ya no buscaba estar solo para ir tras las huellas de su pasado, sino que observaba los alrededores con los sentidos muy alerta. Los restos de la neblina matutina aún cubrían el valle, pero el viento refrescante ya había comenzado a descorrer aquel velo. El cerco de los sitiadores se recortaba en una nada gris, y Michel vio a una mujer rubia atravesando el campamento con un canasto grande y levantando la vista furtivamente en la dirección en la que se encontraba él. ¡Sí, era su Marie! Hubiese querido hacerle señas, pero no podía correr ese riesgo. Por un instante, sus miradas se cruzaron, y él pudo sentir su sonrisa más que verla. Si todo salía bien, en dos días, como muy tarde, podría estrecharla en sus brazos. Pero antes quedaba mucho por hacer. Se dio la vuelta en dirección a Reimo, quien, al igual que el resto de los hombres en el castillo, llevaba puesta una primitiva aunque muy efectiva coraza de cuero y portaba armas.

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