Read La dama del castillo Online
Authors: Iny Lorentz
Ya había alcanzado los carros más próximos de la cadena formada por los sitiadores cuando Przybislav le salió al encuentro.
Al verla, torció el rostro formando una mueca.
—¿Qué significa esto? ¿Por qué no estás trabajando?
Marie señaló hacia el este, donde el cielo ya se había puesto negro como la tinta.
—Allá abajo, en el arroyo, ya ni siquiera podía verme las manos, de modo que tendré que continuar mañana, cuando haya luz.
Pasó de largo por al lado del hombre en dirección a las carretas, sintiendo que él la seguía aunque no lo viera. Ya estaba esperando que la cogiera por detrás y la arrastrara debajo de una carreta cuando oyó que él apuraba el paso, pesadamente, refunfuñando, y se dirigía hacia el lugar donde Vyszo había ordenado reunir todo el cargamento de cerveza que poseía el ejército para poder mantenerlo mejor bajo control.
Marie suspiró aliviada, volvió a darse la vuelta y miró hacia el sauce torcido a la última luz del día. Al día siguiente regresaría a aquel lugar y se quedaría lavando la ropa hasta que Michi apareciera, aunque de ese modo corriese el peligro de que la siguiera Przybislav o alguno de sus compinches. Arriba, en el arroyo, seguramente no sentirían ningún tipo de inhibiciones aunque estuviesen a plena luz del día e intentarían violarla. Mientras pensaba qué haría para burlar a esos hombres, el sol del ocaso atravesó las nubes, enviando un saludo de despedida dorado y rojizo sobre las almenas del castillo. Marie sintió como si ese fuego con el que la estrella diurna bañaba la sólida fortaleza hubiese sido pensado para levantarle el ánimo, e instintivamente levantó la vista.
De golpe, la sorpresa le cortó la respiración. Se restregó los ojos y volvió a mirar por segunda vez. Sobre la torre más cercana había aparecido un hombre que, a diferencia de los centinelas, llevaba puesta una coraza reluciente y sujetaba bajo el brazo un casco que despedía un destello rojizo provocado por el reflejo del sol. Marie ya había visto esa imagen en sueños, de ello estaba segura. Como impelida por una necesidad secreta, dejó el canasto en el suelo y corrió hacia el castillo por el pasto aún corto. Cuanto más se acercaba, más rápido le latía el corazón, ya que cada paso que daba transformaba su suposición más y más en certeza: el hombre que estaba parado allá arriba, bañado en aquella luz clara, era su Michel.
LA BATALLA POR FALKENHAIN
E1 pasadizo subterráneo era tan angosto que Michi tenía que contorsionarse y retorcerse como un gusano para poder deslizarse a través de las interminables esquinas y salientes de aquella estrecha grieta de la roca. A menudo el agua se le juntaba en la cara y tenía que hacer grandes esfuerzos para estirar la cabeza hacia arriba y tomar aire. Eso, sumado a la ausencia total de luz, le resultaba como una prefiguración de los horrores del infierno que los sacerdotes conjuraban todos los domingos en la iglesia, y con cada brazada que avanzaba crecía su miedo de quedarse varado y ahogarse o, peor aún, de morirse de hambre lentamente. Pensó en sus amigos y en sus camaradas en las alturas boscosas del Lom, que morirían a manos de los husitas si él fracasaba, y se sacudió el miedo. No podía rendirse, aunque la camisa se le desgarrara al pasar por las paredes ásperas y aunque los salientes afilados de las rocas le arañaran la piel.
Cuando el pasadizo se estrechó tanto que las paredes parecía que se tocaban, Michi respiró profundamente para volver a reunir fuerzas, al tiempo que luchaba contra el olor a humedad tan penetrante que lo sofocaba y amenazaba con cerrarle la garganta. Luego exhaló profundamente, se estiró todo lo que pudo y volvió a arrastrarse, esta vez ayudándose solamente con las manos y las puntas de los pies. Durante un momento tuvo la sensación de que la roca lo oprimía tanto que se le saldría el alma del cuerpo. Sintió pánico, y al intentar tomar aire se golpeó la cabeza dolorosamente contra el techo. A su alrededor no había más que agua y piedra, y ante sus ojos bailaban unas manchas estridentes. Cuando ya creía que sería su final, sus manos tantearon el vacío. Sintió un borde, se abrió paso hacia allí y se deslizó hacia una pila que no parecía tener fondo. Braceando como loco a su alrededor, tragó agua, y de golpe sintió que a su lado había algo de madera. Se aferró a ese algo de inmediato y se abrió paso hacia un resplandor que relumbraba sobre su cabeza, en lo alto. Poco después traspasaba la superficie del agua, tosiendo y haciendo arcadas, y entonces comprobó que había ido a parar a una cámara de agua esculpida en la roca. El agua manaba de las paredes a su alrededor hacia abajo, goteando como lluvia del techo que tenía sobre su cabeza. La madera a la cual se había aferrado era una escalera hecha en una sola pieza con un tronco que conducía hacia una plataforma alumbrada por dos lámparas de aceite fulgurantes. Aquellos peldaños tallados en la madera como muescas se le antojaron a Michi como la escalera hacia el paraíso.
Cuando subió y asomó la cabeza por el borde, vio el rostro de una mujer rolliza de mediana edad que dejó caer el cubo en el que había recogido agua. La mujer dejó escapar un chillido agudo, tomó aire de forma espasmódica y después cubrió a Michi con una catarata de palabras de las que sólo entendió un par de expresiones, a pesar de las intensas lecciones de Marek en su lengua natal. Al parecer, su ropa llena de musgo y plantas acuáticas le había hecho creer a la mujer que él era una suerte de espíritu acuático que quería arrastrarla a su reino oscuro y húmedo.
—No soy un demonio, sino un humano y un amigo —exclamó Michi en tono conjurador. Pero entonces se dio cuenta de que ella no podía entenderlo, y entonces intentó hallar las palabras adecuadas en checo. Sin embargo, la mujer aspiró sonoramente y puso los brazos en jarras.
—Si no eres un espíritu acuático, ¿entonces qué estás buscando en nuestra fuente?
Michi la miró, aliviado.
—¿Entiendes alemán?
La mujer asintió.
—Antes había muchos alemanes en la región. Aunque hablaban diferente de como lo haces tú.
Michi terminó de subir hasta donde estaba seco e intentó escurrirse el agua del pelo y de los jirones de su ropa.
—Me envía Marek. Tengo que hablar urgentemente con el conde Sokolny y decirle que el caballero Heinrich y sus amigos han llegado hasta aquí para brindaros su apoyo.
—¿Un ejército alemán ha venido a expulsar a los husitas? ¡Por la madre de Dios, estamos salvados! —La mujer lo estrechó contra su pecho a pesar de sus ropas sucias y mojadas.
A Michi se le llenaron los ojos de lágrimas por tener que decepcionar a la mujer.
—Bueno, en realidad no somos precisamente un ejército, sino sólo unos ciento cuarenta hombres que venimos a reforzar la guarnición del castillo. Pero lamentablemente, el enemigo se nos adelantó.
—Eso ya lo sabemos. Pero con la ayuda de Dios y la vuestra lograremos echar a esa chusma. Ven conmigo, te llevaré con el conde.
La mujer cogió a Michi de la mano, subió ágilmente a pesar de sus voluminosos contornos la empinada escalera esculpida en piedra, arrastrándolo detrás de ella como si fuese un niño pequeño. Los peldaños terminaban en una puerta entreabierta por la cual se colaba un tentador aroma. Michi se precipitó olfateando en la cocina y lo primero que oyó fue el gruñido de su estómago, ya que no había probado un solo bocado desde esa mañana temprano.
A través de las ventanas bajo el cielo raso podía observarse el cielo nocturno, pero una serie de lámparas de aceite y las llamas que brotaban del enorme horno empotrado en la pared suministraban tanta luz que podía verse hasta el último rincón. Había dos mujeres manipulando toda clase de utensilios de cocina, encargándose de vigilar el contenido de algunas marmitas que colgaban de las llamas pendidas de unas cadenas de hierro. Una de ellas era bastante mayor y más bien insignificante; la otra, una muchacha rolliza, de algo más de veinte años y muy atractiva, al menos para Michi.
Cuando oyeron pasos, ambas mujeres se dieron la vuelta y se quedaron mirándolos estupefactas, a él y a su acompañante. La rolliza se echó a reír.
—Pensé que ibas a buscar agua, no que pescarías a un apuesto muchachito. ¡Wanda, Wanda, me parece que es demasiado joven para ti!
Su compañera sacudió la cabeza, malhumorada.
—Espero que el muchacho no sea un espía.
—No, no es más que un némec que saltó en mi camino allá abajo, en la cámara de agua —respondió Wanda, riendo—. Es un mensajero de Marek y quiere ver al señor. Pero creo que primero deberíamos darle ropa seca y algo para comer, ya que parece medio muerto de hambre.
La mujer más joven examinó la gruesa figura de Wanda con ojos burlones.
—Comparado contigo, el muchacho no es más que piel y huesos.
Wanda no se dejó perturbar.
—Cuando tengas mi edad, sabrás apreciar tener un trasero bien acolchado cuando te sientes en una silla fría.
La otra mujer resopló.
—A juzgar por los jóvenes que hacen cola en la puerta del cuarto de Jitka, su trasero es tan caliente como el fuego de nuestra cocina.
—Tú sólo hablas por envidia, ya que el único que te entibia las sábanas es Reimo —replicó Jitka, mordaz.
Michi entendió muy poco de toda aquella conversación en checo, pero le llamó la atención el buen humor de aquellas mujeres, que no parecían preocuparse de que hubiese más de mil enemigos a las puertas del castillo esperando a que llegara el momento de poder apagar hasta la última vida allí arriba. Michi tiró a Wanda de la manga.
—¡Quiero ir con el conde!
Pero fue lo mismo que hablarle a la pared. Ella le sonrió amablemente, se acercó a la cocina y miró dentro de las cacerolas. Al detenerse en una de ellas, asintió, satisfecha, fue en busca de un plato y lo llenó de una comida desconocida para Michi.
—Aquí tienes, come algo. Mientras tanto, Zdenka irá a buscarte ropa limpia. Su Karel debe de ser de tu misma talla.
El espectáculo de aquel plato lleno venció a Michi, que asintió, agradecido, se sentó y comenzó a comer. Entretanto, Zdenka salió de la cocina y regresó al poco rato trayendo ropa limpia. Antes avisó a Václav Sokolny, y el conde entró en la cocina detrás de ella. Se quedó de pie en el umbral, examinando a Michi con mirada penetrante.
—¿Quién eres y cómo has llegado hasta aquí?
El conde tenía la preocupación por su castillo y su gente esculpida en el rostro, y su voz dejaba entrever una profunda desconfianza.
—Me llamo Michi —se presentó el muchacho—. Marek me envió, y también fue él quien me reveló dónde estaba el foso del desagüe para que pudiese venir a daros noticias.
El conde se adelantó un paso en forma instintiva.
—¡Entonces es cierto! Gracias al cielo que Marek ha regresado sano y salvo. ¿Dónde se ha metido ahora?
Michi señaló hacia abajo con el pulgar.
—En algún lugar del bosque, entre las colinas. Pertenecemos a la tropa del caballero Heinrich, que ha venido a reforzar la guarnición de vuestro castillo con ciento cuarenta hombres.
Sokolny hizo gestos de rechazo con ambas manos.
—¿Ciento cuarenta? Necesitamos por lo menos diez veces más para vencer a los taboritas que están allá fuera.
—Nuestra tropa puede abrirse camino a través del cerco de los sitiadores durante la noche para entrar en el castillo. Si bien somos pocos, nuestro coraje vale por muchos.
—Como tú —se burló Wanda, cosechando una mirada de reproche del conde, que caminaba intranquilo por la cocina, sacudiendo repetidamente la cabeza.
—No está bien. Es absurdo. Regresa y dile a tu capitán que tome a su gente y desaparezca cuanto antes, porque de lo contrario estos fanáticos os matarán a vosotros también allá fuera.
Michi lo contradijo con vehemencia.
—Los enemigos nos atraparían de un modo u otro. Nuestra única oportunidad es entrar en el castillo.
El conde Sokolny se quedó parado junto a la mesa, mordiéndose los labios, nervioso.
—En eso tienes razón. Los taboritas están por todas partes, como las sabandijas, y una vez que os hayan descubierto, os perseguirán hasta que el último de vosotros haya muerto. ¡Ven conmigo, muchacho! Reuniré a mis hombres y entonces nos contarás todo lo que sabes.
Michi echó una mirada consternada al guiso de Wanda, del que apenas había podido probar un par de bocados, y se puso de pie. Pero Wanda era la reina absoluta de su cocina.
—¡No, señor! Dejad que el pobre chico coma algo primero. Supongo que podréis esperar unos minutos más. ¡Además enfermará si sigue así de empapado! Aquí hay ropa seca y una toalla para secarse. Zdenka, Jitka, daos la vuelta para que Michi no le dé vergüenza cambiarse.
Zdenka se dio la vuelta de inmediato, en cambio Jitka se pavoneó un rato delante de él, mirándolo con total desenfado.
—Tal vez en uno o dos años ya no quiera que las mujeres se den la vuelta cuando se baje los pantalones.
—¡Largo de aquí, ninfómana! —le espetó Wanda. Jitka soltó una risita y se encaminó hacia fuera.
Zdenka gruñó.
—No deberías haber dicho eso, Wanda. Ahora no volverá sino hasta dentro de un buen rato, y nosotros tendremos que hacer su trabajo.
El conde reaccionó de forma brusca.
—Cállate, mujer, y deja hablar al muchacho. Debo saber todo lo que tiene que contar. Mejor, ve a buscar al alemán. Frantischek sabrá hacerle las preguntas justas. No, espera, sírveme primero un jarro de cerveza, y dale uno también a mi huésped.