La herencia de la tierra (53 page)

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Authors: Andrés Vidal

BOOK: La herencia de la tierra
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Henry mostró su satisfacción y señalando a Rosendo que, avisado por sus hijos, había entrado con ellos proveniente del despacho contiguo, añadió:

—No me lo agradezcáis a mí. La idea fue de vuestro padre.

Héctor se quedó pensando que él nunca había salido del Cerro Pelado. Vivía allí desde antes de que hubiera nada a lo que dar ese nombre. Un carraspeo lo sacó de sus pensamientos. Roberto, tiza en mano, los invitaba a seguirle:

—Sed tan amables de atenderme un instante y podré explicaros algo que mejorará nuestro rendimiento en la mina.

—¿De verdad no quieres que te acompañe, Agustín? —dijo la mujer, tomándole la mano—. Igual al vernos a los dos juntos modera su mal genio, ya conoces al señor Fernando.

Agustín palmeó la mano de su esposa.

—No te preocupes, Carmela. Llevo nuestros ahorros para pagar lo que nos queda pendiente. Le guste o no, no puede oponerse, por muy Casamunt que sea.

Carmela miraba cómo su marido se colocaba la barretina y la bufanda antes de salir. Volvió a hablar:

—Agustín, ¿crees que hacemos lo correcto?

Su marido también tenía sus dudas, pero por otro lado estaba convencido de que su situación podía mejorar. Ante la expresión de angustia de su esposa, la tranquilizó besándola y diciéndole con calma:

—Todo saldrá bien. Seguro, Carmela.

Roberto dibujó una especie de esquema sobre la pizarra. Soltó la tiza y, sacudiéndose las manos, continuó hablando:

—Como todos sabéis, una de las cosas que hacen más lenta la extracción del carbón es sacarlo de las galerías hacia el exterior. O bien los hombres han de detenerse para llevar el carbón hasta las vagonetas, o bien debemos tener operarios que en vez de picar y construir nuevas galerías, se dediquen a su transporte. Pues bien, he ideado un sistema mecánico que hará que de forma casi inmediata el carbón salga al exterior sin necesidad de esfuerzos extra.

Héctor se rascó la barbilla, Rosendo y Rosendo
Xic
miraban concentrados y Henry expresó curiosidad. Roberto se volvió y procedió a explicar el esquema que había dibujado sobre la pizarra:

—Tenemos aquí un eje. Colocamos otro eje a varios pasos de distancia. Los unimos envolviéndolos mediante una banda ancha de cuero. Si uno de los ejes rota, el otro girará también. ¿Qué habremos conseguido? Una cinta que se mueve siguiendo una dirección. ¿Lo veis?

Todos asintieron.

—Pues bien —continuó Roberto—, si colocamos una carga sobre una punta de la cinta será transportada hacia la otra punta, ¿verdad? —Como todos permanecían en silencio, continuó—. La banda de cuero se puede jalonar con lo que llaman cangilones: son unos topes, unas maderas que dividen la cinta en espacios, como cajoncitos, ¿me explico? De esa manera empuja mejor la carga, sobre todo si se trata de un material como el carbón, compuesto de pequeños pedazos que podrían desparramarse por efecto del movimiento. Esos cangilones tienen además otro efecto, algo muy importante para nosotros en la mina.

Procedió a borrar con un trapo el esquema para dibujar de nuevo. Durante unos instantes sólo se escuchó el sonido de la tiza rascando sobre la superficie negra de la pizarra.


That's it!
—Henry se sobresaltó al escuchar una de sus muletillas en boca de Roberto—. Podríamos colocar la cinta casi vertical. ¿Veis a dónde quiero ir a parar? Da igual si la galería es profunda, con este sistema podemos hacer que el carbón suba sin necesidad de poleas ni cubetas.

Héctor levantó la mano como si estuviera en la escuela:

—¿Y cómo se moverán esos ejes? ¿Con fuerza animal?

Roberto negó con la cabeza.

—No, no será necesario. La idea me vino como un fogonazo, estando en New Lanark. No sé si recordáis que por los techos de la factoría había toda una serie de mecanismos en rotación perpetua. —Rosendo y Henry asintieron. Rosendo
Xic
sonreía: ya conocía la historia y la emoción de su hermano al explicar su descubrimiento—. Ese mecanismo transportaba la fuerza a toda la sala. Nosotros tenemos el Llobregat aquí al lado y extraemos el carbón que mueve máquinas de vapor. Y aun así seguimos dependiendo de la voluntad de unos animales caprichosos. La fuerza bruta es del pasado. Probaremos con una turbina que aproveche la fuerza del río. Sólo habrá que transportar esa rotación hasta donde queramos mediante un sistema de embarrado similar al de New Lanark. Tengo la idea pero todavía debo consultar los últimos detalles en mis libros. Si necesitaramos más potencia, podríamos instalar una máquina de vapor, pero eso sería más adelante.

—La idea es buena, pero no sé si acabo de verlo. ¿Será una única cinta la que recorra toda la mina? —preguntó extrañado Henry.

Roberto sonrió.

—No verás. La otra parte de la idea consiste en que las cintas serán módulos idénticos relativamente pequeños que se puedan enlazar. Eso nos permitirá colocarlas allá donde queramos. Pondríamos una cinta larga fija en el corredor central, elevada del suelo, y el embarrado principal paralelo a ella, para poder extraer perpendicularmente la fuerza motriz. El resto sería móvil; así, cuando un frente se agote, desmantelamos el sistema y lo llevamos a otro activo. En el exterior la cinta volcará su contenido en las vagonetas que circularán sobre raíles hasta el lavadero de carbón.

A Héctor se le notaba impresionado. Henry palmeó la espalda de Rosendo
Xic,
como si él también fuera partícipe de la idea. Y Rosendo miró con orgullo a su hijo. Abrió la boca para decir algo pero éste lo interrumpió:

—Tengo planos y diseños de todo. El cuero de vacuno lo podemos comprar curtido en Igualada y nuestros artesanos no tendrán problema en construir todo el mecanismo de las bandas. Sólo necesitamos localizar lo antes posible una turbina en buen estado.

Las miradas se clavaron en el rostro de Rosendo.

Agustín se quitó la barretina y se secó con un pañuelo el sudor que coronaba su cabeza. Después sacudió el paño sobre el chaleco para limpiarse el polvo del camino. A escasa distancia del hogar de los Casamunt, vio cómo Fernando salía en dirección a la parte posterior y apretó el paso.

—¡Señor Casamunt! —se atrevió a gritar con ambas manos alzadas sin soltar la barretina.

Fernando se giró con gesto contrariado.

—¿Qué quieres?

—Tengo que hablar con usted —dijo, tratando de recuperar el aliento tras una breve carrera para alcanzarlo.

—Ahora tengo cosas que atender. Vuelve por la tarde. —Se dispuso a enfundarse los guantes mientras reanudaba el paso. Una mano le sujetó el brazo. Fernando miró la mano y el campesino la apartó como si le quemase.

—Perdón… —balbució—, pero esta tarde ya no estaré aquí.

Fernando resopló mirando al cielo.

—Rápido, ¿qué quieres? —masculló.

—Me voy.

Fernando se encogió de hombros en un gesto interrogativo. Agustín tragó saliva.

—Abandonamos las tierras, señor. Aquí traigo el dinero con la deuda pendiente. Si pudiera usted firmarme un recibo…

Fernando se mantuvo invariable. Preguntó curioso:

—¿Y adonde vais?

El campesino titubeó de forma notoria.

—Bueno… pues… nos ha salido un trabajo y, bueno, yo…

Fernando sintió una punzada de impaciencia.

—¡Qué más da! Me importa un pimiento donde vayas. Si así nos agradeces lo que nuestra familia ha hecho por ti, como si quieres pudrirte. Que mi secretario te cobre el adeudo. Mañana habrá otro que querrá cultivar las tierras que tú dejas. Adiós, desgraciado.

Y se dio la vuelta dejando al campesino con la palabra en la boca. En pocas zancadas furiosas Fernando ya se había alejado. Agustín tardó unos segundos en reaccionar. Cuando perdió de vista la espalda de Fernando, suspiró de alivio. Había dado el salto. Al contrario de lo que temía se sentía bien, liberado.

Rosendo abrió de nuevo la boca y otra vez lo interrumpieron antes de que pudiera decir nada. En esta ocasión fue Héctor.

—Yo sólo veo un problema, si se me permite. Si ese mecanismo funciona tan bien como parece, se necesitarán menos trabajadores… ¿No será eso fuente de conflictos?

Rosendo
Xic
contestó.

—Al contrario. Conseguiremos rentabilizar el esfuerzo de cada persona. Eso nos ayudará a recolocar a los trabajadores que se dedicaban al transporte: unos estarán picando en la mina y otros se dedicarán a seleccionar mejor el material final. Y no sólo estará la mina, ¿no, padre?

Antes de contestar la pregunta, Rosendo animó a los presentes con sus palabras:

—Henry me presentó un día a un francés apellidado Lesseps. Él me dio ánimos para que pensara a lo grande. Roberto, ¿cuándo podríamos tener este sistema en funcionamiento?

—En pocas semanas, en función de lo que tardemos en instalar la turbina hidráulica. Yo creo que entre seis y ocho semanas.

—Bien. Acaba de rematar esos detalles a estudiar y ponte en marcha. Y respecto a lo que comentabas, Héctor, tenemos que crecer. Por eso hay que acelerar al máximo la creación de la nueva fábrica. ¡Adelante!

Todos se levantaron, cada uno dispuesto a realizar su tarea. Antes de que salieran, Rosendo aún insistió:

—Recordad: pensad a lo grande. Sin miedo.

Capítulo 67

Era el último día de la primavera de 1859. Raimundo avanzaba decidido por el sendero que llevaba al inmenso caserón de los Casamunt. Allí la actividad se había iniciado ya, como indicaba el humo que salía de alguna de las chimeneas. Al llegar al patio interior, Raimundo moderó el paso.

—Quisiera ver al señor Casamunt —pidió el campesino.

—Es un poco pronto. Espera aquí, a ver si puede atenderte —ordenó Jacinto.

Los largos minutos avivaron los nervios de Raimundo. De pie, en la penumbra del zaguán de entrada, el miedo lo atenazaba.

—Ven. Te recibirá en el despacho. Y cálzate estos chanclos —dijo Jacinto señalando una especie de zuecos de madera que estaban en un extremo del portal.

Raimundo obedeció mudo, menguado como estaba su escaso valor. Al entrar en la pieza vio al señor Casamunt arrellanado en su butaca. Por entre las cortinas de una ventana se filtraba la luz que entibiaba el ambiente.

—Qué quieres —espetó en lo que era una orden certera.

—Le vengo a comunicar… mi renuncia al contrato.

Fernando miró fijamente a Raimundo. Ambos tenían la misma edad. Lo conocía desde pequeño. Valentín solía llevarlo a su casa en alguna de las esporádicas excursiones a caballo. Allí comían pichones preparados por la madre de Raimundo. Cuando ellos entraban, de inmediato salían afuera los hijos del matrimonio. Raimundo y sus hermanos lo miraban con miedo, a él, un niño de su misma edad. Entonces, sus padres se desvivían por servirles los exquisitos pichones escabechados y el vino de la cosecha. Entre la maraña de recuerdos, Fernando notaba crecer el odio en su interior. La persona que otrora se había mostrado medrosa y cauta ante él ahora abandonaba la tierra. Se levantó de improviso y percibió un ligero temblor reflejo en Raimundo.

—¿Por qué? —volvió a exigir inquisitivo—. Has nacido aquí y aquí han nacido tus hijos. No sabes hacer otra cosa.

—Mi hermano está en Terrassa y nos ha dicho que allí hay trabajo para todos. No es difícil aprender… —farfulló Raimundo, acobardado.

Fernando se frenó. Pensaba que alguno de los campesinos había debido de tener suerte cuando se marchó y que eso era lo que arrastraba a otros a probar fortuna en los centros industriales. Era el noveno arrendatario que se iba en poco tiempo y ahora comenzaba a desconfiar de que otros llegaran para ocupar sus puestos.

—Está bien, ¿algo más? —concluyó sentándose con parsimonia en su butaca para estudiar unos papeles de encima del escritorio.

—Nada más, señor Casamunt. Le agradezco todos estos años —dejó escapar el hombre, que se mantuvo todavía unos instantes inmóvil, sin saber si podía ya marcharse. Finalmente se empezó a mover en dirección a la salida, acompañado por Jacinto. Cuando estaba bajo el umbral de la puerta, la voz de Fernando Casamunt rasgó el aire como un zarpazo.

—Por cierto, Raimundo. Si alguna vez vuelvo a verte entrar en esta casa, soltaré a los perros.

—Rosendo, pasa. ¿Todo bien? No te esperábamos hasta mediodía. —Pantenus se levantó con cierta dificultad y se dirigió al recién llegado con los brazos abiertos.

—Ya sabes que prefiero madrugar —justificó Rosendo.

—Siéntate, siéntate. ¿Qué tal el viaje hasta Barcelona?

—Bien, siempre es agradable venir a verte.

—¿Cómo va todo? Cuéntame, ¿algún otro altercado en el poblado? —preguntó el abogado.

—Todo ha vuelto a la normalidad. Los guardas van desarmados en la aldea y pasan la mayor parte del tiempo fuera. Además, la idea de las hermandades de salud les agradó mucho y funciona. Pantenus, a veces creo que necesitan un padre más que un jefe. Volvemos a ser una gran familia.

—La gran familia Roca. No me extraña que se quedaran
de piedra.
—Sonrió el abogado de su ocurrencia y golpeó en un gesto amistoso la espalda de su cliente y amigo.

Arístides observaba sonriente la familiaridad con la que se trataban los dos hombres. Estaba de pie junto a la ventana. Los tres se sentaron dispuestos a abordar los asuntos pendientes, como tres amigos que se reúnen a charlar.

—¿Y lo de las tierras? Ya sabes que ese paso es fundamental para llegar a buen puerto —preguntó Pantenus ya más serio.

—No te preocupes. Todo avanza según lo previsto —declaró Rosendo.

—¿Y la vuelta de los chicos? —se interesó Pantenus.

—Muy bien. Creo que han aprendido mucho en su estancia allí. Roberto ha traído una buena biblioteca. Nos presentó una idea para modernizar la mina y está acabando de darle forma. Cuando nos levantamos para ir a trabajar, ya tiene la mesa ocupada con sus libros y sus planos. Rosendo
Xic
y yo hemos decidido ir a almorzar a la cantina porque a veces ni nos saluda, de tan enfrascado como está. Durante el día, igual lo vemos pasar hablando con Jubal y con Héctor, suponemos que de la manera de poner en práctica su idea. Quiere retirar a todos los animales de la mina.

Pantenus observó que quizá aquélla fuera la parrafada más larga que le había oído pronunciar. Le agradó que fuera sobre sus hijos.

—Me alegro, son buenos chicos. Se ocuparán de la mina y de lo que tenemos entre manos… Has de saber que ya tengo preparado lo que me pediste. Faltan los permisos, pero yo creo que hacia septiembre estará todo listo. Contamos además con un inversor dispuesto a prestarnos el dinero, se trata de un influyente judío de Girona que ha oído hablar de ti.

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