Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
—Una propuesta de negocio.
El patriarca de los Casamunt se volvió a relajar sobre la butaca. El ruido de su ropa al resbalar por el cuero sonó nítido.
—Quisiera arrendarte las tierras cercanas al río, aguas arriba de Runera. Estoy dispuesto a pagarte el canon enfitéutico y el porcentaje que cobrabas por esos terrenos de cultivo.
Fernando no entendió. Sorprendido por el interés de Rosendo, sólo acertó a preguntar:
—¿Por qué te interesan esas tierras, campesino?
—Eso es cosa mía. Yo sólo te pido las tierras y te pagaré puntualmente. Soy cumplidor. Lo has podido comprobar en todos estos años. —Y tras un silencio añadió—: Si te parece bien ésta es la propuesta de contrato redactada por un abogado.
Fernando miró a Helena, que permanecía impasible. Ella ya sabía que Rosendo estaba detrás de los abandonos de las tierras, pero Fernando la había ignorado y no había prestado atención a sus advertencias. Con el padre en vida, le habría pedido consejo. Ahora, como cabeza de familia, no se dignaba preguntar. Ante la falta de respuesta de su hermana, Fernando titubeó:
—No vayas tan rápido… ¿Podrías decirme por qué voy a firmar?
Rosendo tomó aire.
—Porque te aseguro que ganarás más dinero que si las realquilas a campesinos. Porque mientras llegan nuevos inquilinos puede pasar tiempo. Y porque nadie te asegura que esos nuevos arrendatarios vayan a llegar —dijo con tono sombrío—. Por mi parte, te ofrezco dinero contante y sonante.
Fernando comenzó a ponerse nervioso. Las miradas de soslayo a Helena eran frecuentes, pero ésta se mantenía imperturbable. En el fondo parecía disfrutar de ver a su soberbio hermano en la necesidad de negociar. Ante tal encrucijada, Fernando optó por seguir el único modelo que conocía: el paterno.
—En cualquier caso, creo conveniente añadir también una cláusula como en el contrato original, una cantidad final a pagar de aquí a…
Rosendo lo interrumpió:
—De aquí a nada, Fernando. Ya estamos muy mayores para proponer más plazos. La cláusula vigente se mantendrá y será la misma para los dos negocios. Si no pago al final, los Casamunt os quedaréis con todo.
En la mente de Fernando reinaba una sensación de acorralamiento. La posibilidad de que aquellas tierras no dieran rendimiento alguno le había hecho padecer. Rosendo parecía estar detrás de los abandonos de los labradores y su previsión podría ser una especie de amenaza: él se aseguraría de que nadie arrendase las tierras, aunque fuese con dinero de su bolsillo.
Pero también pensó que si Rosendo emprendía otro negocio, asumiría más riesgo. Si conseguía tirar adelante, los ingresos que obtendría serían mayores y si fracasaba, todo pasaría a sus manos. En cualquier caso, ¿iban a ser capaces los Roca de invertir más dinero y acumular el millón de reales del último pago? Fernando empezó a sentir que el acuerdo le era favorable y finalmente manifestó:
—Está bien, firmaré.
Helena palideció: su hermano había aceptado las condiciones que le había puesto Rosendo sin cambiar ni una coma. Si necesitaba una prueba de que era débil, ahí la tenía.
Viendo a Rosendo rubricar el contrato, asaltaron a Fernando varias dudas: ¿Por qué Rosendo no buscaba la manera de pagarle menos? ¿Por qué quería unas tierras que le harían aumentar los gastos? ¿Por qué se aventuraba a montar nuevos negocios si la mina le daba lo suficiente para vivir él y su familia?
Cuando Rosendo se incorporó con las copias que le pertenecían, Fernando no pudo reprimirse y le preguntó:
—Faltan veintidós años para que venza el acuerdo. Puedes perderlo todo y dejar a tus hijos sin nada. ¿Por qué te arriesgas?
Rosendo respondió con otra pregunta, sin titubear:
—Hace tiempo que dejé de ser un joven arrogante. ¿Crees que hago las cosas sin pensar en las consecuencias?
Rosendo se dio la vuelta y se encaminó hacia la salida. Al pasar por delante de Helena, ésta apartó la mirada.
Cuando escucharon los cascos del caballo alejarse, Helena se levantó de su silla y salió del despacho. Fernando se volvió a sentar y se quedó solo. Una extraña mezcla de éxito y fracaso se extendía por sus tripas.
Álvaro y Anita se habían reunido bajo el viejo roble. El escenario de sus encuentros estaba situado río arriba, una vez superado el meandro sobre Runera. Allí el agua bajaba con más velocidad y un bosque tupido se encaramaba por las laderas del Cerro Pelado, en algunos lugares abruptas. Cuando salían a pasear a caballo, se encontraban en la ribera y remontaban hasta allí, a resguardo de las miradas y alejados del tránsito de la otra orilla del río. Dejaron pastando a los caballos y se estiraron en la hierba protegidos por el gran árbol. Disfrutaban de la bonanza de aquel veranillo de San Miguel que en ese año de 1859 estaba siendo generoso.
Álvaro explicó a Anita cómo vivió el reciente encuentro entre los padres de ambos. La pareja compartía noticias y confidencias sin preocuparse de segundas intenciones. Ninguno de los dos era excesivamente considerado en su familia para la toma de las decisiones: Anita por ser mujer; Álvaro por la tradición secular de aglutinar el mando sobre la figura del heredero. Hablaban sin prejuicios, entregados a la sinceridad, lejos de las cuitas familiares.
Cuando la conversación languideció, Álvaro bajó la cabeza y la posó en el regazo de Anita. Ella empezó a acariciarle el pelo con suavidad y, tras un silencio, él preguntó:
—¿Crees que conseguiremos estar juntos algún día?
Un rayo de sol se colaba entre las hojas del roble e iluminaba un tramo de su rostro. Anita permaneció unos segundos observando el retazo de luz sobre la cara de Álvaro. No pudo reprimir darle un beso en los labios. Álvaro lo recibió y le pasó la mano por detrás de la nuca. Los besos avivaron el deseo que los dos enamorados sentían siempre que estaban uno cerca del otro. Álvaro trató de serenar el frenesí:
—Alguien podría vernos —consiguió pronunciar en un susurro, con las bocas todavía juntas.
—Nunca viene nadie por aquí —respondió ella.
Anita se tendió sobre él. Álvaro tomó su cabeza delicadamente con ambas manos y volvió a besarla de forma continua, más apasionada. Entonces Anita separó las piernas y se puso encima de él, a horcajadas. Al compás de los besos, inició un movimiento de caderas. Él, estirado, se dejaba hacer, casi inmóvil. De vez en cuando dirigía la mirada hacia otro sitio, alertado por algún ruido. Notaba la fricción rítmica de Anita y sus jadeos que iban en aumento.
De repente, se oyó el trote de unos caballos que se acercaban. Álvaro se incorporó precipitadamente y Anita rodó hacia la hierba. Arrepentido, la ayudó a colocarse bien el vestido. Tuvieron el tiempo justo para apoyar sus espaldas contra el roble. Dos rocines que a Anita le resultaron familiares se les pusieron enfrente, repartiendo su vaho: Rosendo
Xic
y Roberto habían encontrado su escondite.
—¡Mira la parejita! ¡No sé cuál de los dos es la mujer! —exclamó Roberto con desprecio mientras descabalgaba—. ¿No te he dicho ya que dejes de poner la mano encima a mi hermana?
Rosendo
Xic
siguió el movimiento de su hermano con rapidez y amarró los caballos a una rama. Roberto empujó varias veces a Álvaro hasta que lo tiró al suelo. Anita corrió detrás de su hermano pequeño y empezó a forcejear con él, intentando cogerle los brazos y el cuello. Saltó sobre su espalda para frenar el ataque y cuando Roberto la apartó y la tiró al suelo con torpeza, Álvaro reaccionó:
—No permito que trate así a su hermana —le anunció de forma cortante, aunque educada.
Rosendo
Xic
acudió para levantar a Anita y comprobar que estuviera bien. Ella, furiosa con su otro hermano, trataba en vano de deshacerse de los brazos que la aferraban con fuerza.
—¡Suéltame! —gritó pataleando en el aire, dejando entrever parte de sus piernas por debajo del vestido de gasa que llevaba—. ¡Rosendo, como no me sueltes te vas a arrepentir!
—Tranquilízate y estate quieta o distraerás a tu novio con tus encantos —le espetó Rosendo
Xic.
—Como le hagáis daño, os vais a enterar —advirtió al rendirse cansada de dar golpes en el aire.
—Eres una nenaza. Con esa melenita rubia y fina —dijo Roberto para provocar a Álvaro mientras se colocaba en posición de lucha.
—Si lo que quiere es pelea, peleemos —respondió Álvaro correcto.
Se quitó la chaqueta de terciopelo azul marino y la colgó en una rama del roble. Luego se arremangó las mangas de su camisa impoluta. Los brazos robustos del pequeño de los Roca se plantaron sólidos frente a los de Álvaro, más delgados pero igualmente fibrosos.
—Peleemos como caballeros —anunció el joven Casamunt con una especie de reverencia antes de tomar posición de lucha.
—Prepárate —dijo Roberto ladeando la cabeza y haciendo crujir su cuello.
Los dos contrincantes, con los puños cerrados, se encorvaron en posición de combate. El roble se convirtió en una especie de árbitro y su amplia sombra en un improvisado
ring.
El primer golpe lo asestó Roberto, ansioso por empezar. Puso en práctica lo que Henry les había enseñado del «noble arte del boxeo»: primero un golpe falso para mantener la distancia del contrincante y, a continuación, preparar el siguiente ataque. Que se confíe, pensó.
Álvaro lo recibió sorprendido, un golpe débil. El siguiente movimiento de Roberto fue casi instantáneo. Su puño derecho, sin embargo, acabó suspendido en el aire. Álvaro lo esquivó con un ágil salto hacia atrás.
—Buen
crochet,
ahora sólo te falta acertar —gritó Rosendo
Xic.
—Has tenido suerte —lanzó Roberto a su rival.
—¡La que vas a necesitar tú cuando volvamos a casa! —gritó Anita, que seguía amarrada por los brazos de Rosendo
Xic.
Roberto volvió a la carga con un derechazo directo al mentón de Álvaro. Éste lo volvió a evitar.
El hijo pequeño de los Roca cabeceó negativamente en muestra de inquietud y empezó a moverse irritado de un lado para otro olvidando su guardia.
Álvaro lanzó un puñetazo vertical ascendente aprovechando un flanco desprotegido. El golpe elevó el rostro de Roberto y casi le hizo perder el equilibrio.
—¡Caramba, un
uppercut!
—pronunció Rosendo
Xic
con un perfecto acento inglés.
Anita lo miró de reojo con una mueca de orgullo, le propinó un codazo y se zafó de él para sentarse un poco separada. Rosendo
Xic,
pendiente del combate, se olvidó de su hermana.
—Te vas a enterar —respondió Roberto enfurecido antes de abalanzarse sobre él.
Golpeó, esta vez con acierto, la nariz de Álvaro, que empezó a sangrar casi inmediatamente. El rojo de la sangre contrastaba con la palidez de su piel, haciéndola más evidente, lo que reavivó la desesperación de Anita.
—¡Sí! —exclamó Roberto mientras agitaba un brazo contra el cielo.
—¡Basta! ¡Déjalo en paz, animal! —gritó ella incorporándose. Rosendo
Xic
reaccionó a tiempo y se lo impidió.
—Sólo ha sido un golpecito de nada —argumentó éste sonriente—. A mí me sangraba la nariz en cada clase con Henry…
El combate se alargó un tiempo. Los dos luchadores demostraron ser buenos por igual. Anita dejó de forcejear cuando se dio cuenta de la valía de Álvaro y aceptó que había pugilato para largo. La defensa de la honra de Anita se había convertido en un juego de rivalidades para demostrar quién era el mejor.
Después de varios asaltos igualados, Rosendo
Xic
se quedó traspuesto. Cuando la joven vio los ojos semicerrados de su hermano, se molestó: primero la había retenido para respetar el choque y ahora había perdido interés y se dormía.
—¡Eh, tú! ¡Despierta! —vociferó mientras le daba un codazo.
Rosendo
Xic
abrió los ojos y se irguió de inmediato por el susto.
—¡No vuelvas a hacerme eso! —le dijo mientras se restregaba las cuencas de los ojos.
—¿O qué? ¿Me vas a agarrar otra vez?
Roberto y Álvaro, que escucharon los gritos de ambos, se detuvieron por un momento y se observaron el uno al otro. Estaban cansados y ensangrentados por las heridas propias y ajenas. Ante la imposibilidad de obviar lo cómico de la situación no pudieron ocultar una sonrisa.
—Son como niños —dijo Roberto con dificultad.
—Esta pelea tiene poco sentido —le dijo Álvaro entre jadeos, y con una media sonrisa en la cara, le ofreció después la mano—. ¿Empate?
—De acuerdo —respondió Roberto y se la estrechó—. Retiro mis palabras.
Apoyados el uno contra el otro comenzaron a caminar hasta donde estaban los espectadores. Anita, al ver lo sucedido, pensó que tal vez las cosas fueran un poco más sencillas a partir de aquel día. Álvaro se situó delante de Rosendo
Xic
y éste no dudó en ofrecerle su mano.
—Estoy contento —dijo el mediano de los Roca mientras duró el apretón.
—¿Contento? —preguntó Roberto, cuyo rostro sucio no mostraba menos perplejidad que el del otro contendiente.
—Sí. Contento de que no se os haya ocurrido proponer un duelo a sable o a pistola.
Cuando Álvaro llegó esa noche a casa temió la reacción de su padre. Anita le había limpiado las heridas pero su cara se notaba amoratada. Por eso, al cruzar el umbral de entrada, intentó alcanzar las escaleras y subir rápidamente a hurtadillas hasta su dormitorio. No lo consiguió. Su padre solía resguardarse en la sala de estar, atento a cualquier movimiento. Esa noche no fue distinta de otras.
—¿Álvaro? —preguntó al escuchar el crujir de la puerta abriéndose.
Álvaro dudó un instante si subir a su dormitorio o no. Decidió acabar cuanto antes y acabó por entrar en la sala con la cabeza gacha. Fernando se levantó de su butaca y se dirigió hacia él.
—¿Qué haces? —le preguntó mientras le elevaba la barbilla.
Al verlo, Fernando dejó su copa con un golpe seco. Su expresión adusta se transformó rápidamente en furia. Álvaro trató de calmarlo:
—No se preocupe, padre, no es nada.
—¿Cómo que no es nada? ¿Quién te ha hecho esto? —le preguntó inquisitivo.
—No es nada, padre, de verdad. Ha sido una pelea limpia.
—Te he hecho una pregunta. Dime quién demonios te ha hecho esto. —La mandíbula de Fernando se apretó bajo su piel.
—He boxeado con Roberto —dijo en un murmullo. Y añadió seguidamente—: Ahora los Roca me respetan.