Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
—¿Estás bien? —le susurró ella.
—Mmm… raro.
Mientras avanzaban, Helena iba estrechando su abrazo. También sus palabras empezaron a envolver el corazón de su sobrino.
—Entiendo que estés resentido con tu padre. Si fue duro contigo fue por lo mucho que te quería.
Álvaro no respondió. El calor del cuerpo de Helena iba ablandando la corteza del sobrino. En un último esfuerzo, éste se deshizo del abrazo y se volvió hacia la puerta del cementerio para dedicarle una última mirada. Parecía que las ideas se agolpaban una encima de otra dispuestas a salir atropelladamente. Únicamente un balbuceo salió de sus labios justo antes de caer nuevamente en el abrazo profundo de su tía. El llanto surgió entonces natural, abundante.
—Todo saldrá bien, Álvaro. No te preocupes.
Tras recuperar el control de la colonia, lo primero que hubo que hacer, lo más urgente, era premiar la fidelidad de los trabajadores. Inmediatamente se retornaron los derechos anteriores al expolio de Fernando Casamunt y la producción alcanzó cotas más altas que en las primeras épocas. Las quejas que en algún momento se habían pronunciado contra Rosendo Roca ahora se habían borrado, al menos por un tiempo, gracias a la comparación con la experiencia reciente. Así, las fuerzas que otrora se habrían desviado hacia la protesta, se aglutinaban en torno al objetivo común de recuperar lo perdido.
Paralelamente, en la zona textil de Barcelona, algunas de las fá bricas estaban empezando a cerrar sus puertas, víctimas de la grave crisis energética que suponía el alza en el precio del carbón importado. Muchos de los que producían en Barcelona y Mataró subieron a las cuencas de los ríos Llobregat y Cardener para alimentar sus explotaciones con la fuerza del agua, amortizada gracias a los avances tecnológicos que habían permitido la fabricación de turbinas más potentes. En la colonia, tal coyuntura no afectó a la productividad porque su propio carbón alimentaba la máquina de vapor cuando la fuerza del agua no era suficiente y, pese a no poseer una turbina de último modelo, ésta sustentaba con solvencia las máquinas que se conectaban al complejo embarrado de la fábrica. En mitad de la crisis, todavía consiguieron vender más y mejor sus productos al eliminarse sola una buena parte de la competencia o entretenerse ésta, en el mejor de los casos, en costosos traslados.
Rosendo se dejó llevar entonces por las buenas noticias y, motivado por la mejoría milagrosa de Ana, invirtió una importante cantidad de dinero en la ampliación de la iglesia de Santa Bárbara que, con el correr de los años, se había ido quedando pequeña. Sin embargo, no era Rosendo partidario, tras la experiencia con don Roque, de introducir nuevos curas en sus dominios más allá de la inevitable presencia del conocido perro faldero de los Casamunt. Los de la colonia que quisieran asistir a las celebraciones litúrgicas simplemente deberían acercarse al recinto del poblado.
Jubal Fontana, el sempiterno maestro de obras que había aprendido enormemente al servicio del profesor Stockhaus, proyectó una ampliación de la iglesia que triplicó su capacidad. Mantuvo las viejas columnas, creó dos enormes naves laterales y redujo a escombros las antiguas paredes externas que ahora formaban la divisoria entre la nave central y las dos aledañas. Para darle belleza y robustez, remató la estructura con unos contrafuertes que daban apariencia gótica a una iglesia de apenas treinta años. En cada una de las dos nuevas naves tuvieron cabida unas pequeñas capillas consagradas a los santos patrones. Los mineros agradecían a Santa Bárbara que velara por ellos, pero ¿quién velaba por las hilanderas, los maquinistas y la infinidad de obreros tejedores de la colonia textil? Una de las capillas se dedicó por fin a la veneración de San Martín de Tours, el santo que compartió su capa con un desvalido mendigo. A pesar de la ampliación, el gran número de habitantes del Cerro Pelado y la colonia hacía que fueran insuficientes el número de bancos disponibles. Así, los días de mayor afluencia la gente se congregaba de pie a lo largo de las naves.
—Me dijo que viniese a verla y aquí estoy —dijo don Roque una vez se hubo sentado al otro lado de la mesa. Y con una falsa sonrisa, enlazó sus manos como esperando una respuesta satisfactoria.
Helena, en el despacho, lo contemplaba sobre la cómoda butaca de cuero que había dejado de ser de su hermano. Ahora todo aquello le pertenecía y no dudaría en comportarse como requería el objetivo de perpetuar el apellido Casamunt. Bajo su firme mando, pronto su estirpe volvería a ser respetada en la comarca con la contundencia que le era propia. Y su criterio empezó a imponerse desde ese determinado momento.
—No sé de dónde has sacado eso, no recuerdo haberte hecho llamar. ¿Qué quieres? —dijo Helena segura de sí misma y utilizando el tuteo como una vejación más.
—Señora… yo estoy de su parte, sólo quiero mantener el apoyo acordado —contestó don Roque.
—Mira, cura, yo soy ahora quien toma las decisiones en esta casa, y no suelo pagar los favores que no me han hecho. Que te los pague mi hermano —concluyó Helena.
—Sólo quería ofrecerle sostén espiritual en estos tiempos difíciles.
—¿Y qué más? ¿Es que tu espiritualidad me va a ayudar a hundir a Rosendo Roca? Allí estás ya quemado, reconócelo, no has conseguido nada, siempre intrigando con mi hermano, un estúpido como tú.
—Esto es demasiado, no me puede tratar así. ¡Soy un hombre de Dios! ¡Exijo una rectificación!
Tras un silencio, Helena volvió a embestir.
—Cálmate, Roque, voy a cambiar mis palabras, ya no las necesito. —Y abandonó el despacho dejando intrigado al sacerdote. Cuando volvió, lo hizo acompañada de Mauro, el más joven de los sirvientes.
Éste, sin mediar palabra, cogió al cura de la sotana y casi en volandas lo arrastró hacia afuera. Cuando llegó a la puerta, lo empujó con violencia al patio. El párroco giró sobre sí mismo hasta que cayó al suelo y rodó con aparatosidad, levantando una nube de polvo. En su cara, la vergüenza y el odio se reflejaban por igual, como las dos caras de una misma moneda.
Todavía en el suelo recibió un último consejo de Helena, que asomó su angulosa cara por el quicio de la puerta.
—Espero que no vuelvas a venir por aquí. No necesitamos de los consejos de un cura cobarde que es capaz de dejar que linchen a su amo sin mover siquiera una pestaña. Puedes ir a la baronía de los De Las Heras. Son de tu misma calaña y creo que el barón pronto necesitará de tus unciones para pasar al otro barrio.
El sonido de la puerta cerrándose remachó con su rotundo estruendo las palabras de Helena Casamunt.
Don Raimundo no tuvo problemas para encontrar la casa de Rosendo Roca en el Cerro Pelado. Las indicaciones que le dieron en la parroquia de Runera habían sido precisas y por allí no había muchas casas solitarias como aquélla. Subió con decisión las escaleras que daban a la entrada de la residencia y llamó a la puerta: tres golpes secos contra la madera barnizada.
Anita abrió y enseguida articuló un gesto de incomodidad que no casaba en exceso con su carácter amable.
—Sí, ¿qué desea? —preguntó curiosa.
—Buenos días. He venido en sustitución de don Roque —contestó resuelto—. Me ha sido notificado que pidió el traslado y que éste es mi destino a partir de ahora. Mi nombre es Raimundo Cortés y mi deseo es contribuir a hacer de este hogar de Dios un remanso de paz.
La joven pronto reconoció la diferencia de carácter entre el antiguo cura y el nuevo. Ante ella se presentaba un individuo de estatura mediana, de edad indefinida, ni muy joven ni muy mayor, con unas gafas de concha que se le resbalaban constantemente hasta la punta de la nariz. Su piel era rosácea y delicada, y el rostro perfectamente rasurado parecía alargarse hasta la mitad de la cabeza, donde acababa una calva redonda y sana. En su mano, un pañuelo eterno con el que se limpiaba el sudor que manaba abundante de su frente. Su voz sonaba melosa, ingenua, como si fluyese. Pensó Anita que sería curioso ver aquella oronda figura con su sugerente dicción emitir el sermón de los domingos. El cura aguantaba estoicamente en el umbral de la puerta sin pensar que lo estaban juzgando. Llegado un punto, el sacerdote no pudo aguantar más y preguntó:
—Perdone, señorita, ya me imagino que no dejan ustedes entrar a cualquiera en su casa, pero le agradecería mucho que me dejara usar su aseo. Llevo toda la mañana de viaje y no he tenido tiempo de nada…
—Perdone, padre, por favor pase, pase. ¡Qué falta de educación la mía! Es por allí —señaló Anita Roca—. Sí, aquella puerta.
—Y entonces, me di cuenta del sudor de la frente. Me costó reaccionar, después de haber sufrido a don Roque tanto tiempo… ¡No te imaginas cómo corría por el pasillo, mamá! —explicó Anita entrecortada por la risa.
Su madre, estirada en la cama y con el largo cabello suelto sobre la almohada, no podía retener las lágrimas. La risa le provocaba también un cosquilleo de estómago que, cuanto más notaba, más le obligaba a reír.
—¡Basta, basta, Anita, por favor!
—Te lo juro mamá. ¡Cómo le brillaba la calva! Y entonces al salir… —Anita aguantó unos segundos la intriga mientras su madre tomaba aire y se limpiaba las lágrimas con la manga del camisón.
—Entonces, ¿qué? —preguntó con ansia. Sus ojos refulgían con un brillo especial que Anita hacía tiempo que no veía.
—Pues que salió del lavabo y seguía teniendo las gotas de sudor en la frente. Pensé que tras el alivio se le habrían quitado pero no fue así.
—¿Y ya está? —volvió a preguntar Ana, un tanto decepcionada.
—No, espera, de repente lo vi —sentenció Anita críptica.
—¿Qué, qué viste?
—Vi que don Raimundo, con las prisas, se había metido un vuelo de la sotana por dentro del pantalón y caminaba tan tranquilo, como si no pasara nada. Pero claro, era inevitable que lo viese…
—¿Y él lo notó?
—¡Vaya si lo notó! Su cara se puso como un tomate y las gotas de sudor ya no sólo estaban en su frente. Para sacarle del apuro lo invité a ver la ampliación de la iglesia.
Mientras Ana continuaba riendo, la hija pensaba complacida que parecía que el milagro se estuviera obrando. Cuando se incorporó todavía con una sonrisa, ambas se miraron en silencio, relajadas y exhaustas.
En el mirador, los gritos y las risas llegaban amortiguados desde el dormitorio. Rosendo miraba por uno de los ventanales y se dejaba acariciar por la luz anaranjada de la tarde. Quizá ahora sí saldría todo bien y ninguna desgracia más volvería a caer sobre ellos. Parecía que Ana se había recuperado mejor en aquel mes de estancia en la casa, con la tranquilidad de tenerlo todo bajo control, que en los meses de curas en el balneario. Además, tampoco había ido tan mal. Ese año, Helena Casamunt no recibiría los beneficios de la fábrica, ni los de la mina, puesto que su difunto hermano ya se los había cobrado mientras tuvo la primera en su poder. Y a esas alturas, el canon de cinco mil reales no representaba gran cosa para una empresa de esas dimensiones. En su fuero interno, propenso a cierto pesimismo en otros tiempos, podía admitir incluso que las cosas estaban saliendo bien.
Hacía ya dieciséis años desde aquel lejano 1848. Un fantasma recorrió toda Europa: el viento revolucionario asoló todos los rincones del continente. A ese movimiento se le llamó la Primavera de las Revoluciones por ser éstas tan efímeras como la estación. Desde Francia, las graves crisis de abastecimiento empujaron a una población a salir a la calle. Los grandes teóricos que atizaban el descontento de la masa aglutinaron fuerzas a su alrededor y los Marx, Engels, Proudhon y Bakunin reavivaron sus proclamas con firmeza. Poco antes, el
Manifiesto Comunista
mostraba el camino a seguir. Desde París y Berlín hasta Viena, Budapest y Roma, diversas ciudades vivieron la sacudida de esos tiempos de transformación.
En España, los cambios fueron observados desde la estabilidad tradicionalista impuesta bajo el reinado de Isabel II. En 1864 el país sufría una importante crisis económica, social y política. La escasez de algodón debido a la guerra de Secesión norteamericana repercutió en el sector textil. La ya recurrente penuria alimentaria y las epidemias hicieron aumentar el malestar entre la población. Las autoridades, por su parte, se mostraron incapaces y desbordadas, de modo que las ansias de cambio se fueron frustrando y España entró en el callejón sin salida de la represión y la censura.
En esa espera eterna de algo que nunca acababa de llegar, las diferentes tendencias proletarias iban creciendo a la sombra de las duras condiciones de vida. Comunismo y anarquismo debatían sus ideas y sumaban seguidores. Este último fue haciéndose fuerte en Barcelona, donde pequeños grupos empezaron a forjar el aura radical y contestataria de la Ciudad Condal. En esos reductos proliferaban las asambleas formativas y las ideas de Mijaíl Bakunin se debatían con pasión.
Y en ese germen revolucionario, el menor de los Roca encontró la llama que encendió definitivamente su alterada conciencia de clase. Roberto acudía a Barcelona bastante a menudo en los últimos tiempos. La fábrica funcionaba a las mil maravillas desde la recuperación hacía ya unos meses y los obreros se mostraban comprometidos con su labor. Por otro lado, las innovaciones llevaban tiempo implementándose con éxito y su trabajo había pasado a ser, por momentos, monótono. Su hermano, además, se desvivía por regir en lo económico y lo comercial, aglutinando en sí mucho del poder que antaño concentrara su padre. Tenía algo de su carácter enérgico y huraño y cuando Roberto se lo recriminaba, acababan discutiendo. Después de uno de esos altercados, decidió ir a Barcelona a despejarse y olvidar el malestar que le producían las caras contraídas de los trabajadores cuando hablaban con el hijo del jefe. Allí nadie sabía quién era Roberto Roca.
En su primer viaje solo descubrió una ciudad que no le habían presentado ni su padre, ni Arístides, ni Pantenus. En las Ramblas solía predominar el mismo tipo de gente elegantemente ataviada: paseaban con indolencia, los hombres impecablemente endomingados, las mujeres emperifolladas en colores claros con la sombrilla girando sobre el hombro. A veces, sin embargo, también se intuía la otra cara de Barcelona. Se abría una rendija cuando algún individuo con aspecto descarriado cruzaba el refinado paseo y se adentraba en el laberinto de callejuelas del Raval. Roberto seguía a esas figuras fugaces con la vista, mientras ellos miraban a izquierda y derecha con ansia para perderse más tarde por las calles estrechas, bajo la ropa tendida que hacía de techo improvisado, esa ropa que mostraba la cotidianeidad de una ciudad que hasta entonces él sólo había visto con las galas de sus días de fiesta.