Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
Poco a poco, con algo de dinero en el bolsillo, había cedido a la tentación de investigar esas misteriosas callejuelas. Tras algún encontronazo primerizo con truhanes que lo desvalijaron, aprendió a descubrir los bares menestrales de L'arc del Teatre, donde la gente hablaba sin tapujos; los burdeles en cuyas ventanas se tendían las sábanas y los modelitos de las mujeres de la vida, como las llamaban algunos, o las putas, como le gustaba llamarlas a él con admiración. Aprendió también a disfrutar del aire salobre y caliente de los amaneceres de verano en compañía de las gaviotas que alternaban sus gritos allá arriba, por encima de la ciudad, como centinelas blancos de los amaneceres canallas.
Tras acceder a ese mundo festivo de la noche que lo vitalizaba y lo cansaba, que le atraía y le repelía, se introdujo poco a poco en las tertulias obreras clandestinas. Roberto fue descubriendo lentamente las nuevas corrientes de pensamiento político que incendiaban Europa y que, como siempre, franqueaban los Pirineos tamizadas por el fracaso o por el éxito, todo un mundo nuevo de ideas que ya gravitaban en su cerebro pero que no habían tomado forma, ajenas a una fundamentación teórica. La contradicción que suponía ser hijo de patrono, hermano de patrono y patrono en cierta medida, se mantenía por el momento arrinconada a un lado de su entusiasmo juvenil.
Tras ese intenso periplo de aprendizaje, el invierno se cernió sobre la ciudad como otra amenaza, una más. Esa noche, envuelto en el frío y la humedad, Roberto embocó la calle Nou de la Rambla con la misma inquietud de siempre. La cita era en un sótano de la calle Riereta, a escasa distancia de la fábrica Can Seixanta que habían visitado poco antes de ir a Escocia. En la puerta, un individuo achaparrado, abrigado con una chaqueta de paño grueso, oscura y con el cuello subido, soltaba su vaho al goteo de los que se acercaban al local a esas horas intempestivas.
—Buenas, Roberto, ya empezábamos a echarte de menos —saludó el hombre adelantando la mano abierta.
—Buenas noches, Pau. ¿La asamblea nos hará olvidar este frío? —replicó Roberto recibiendo con la suya la mano del otro.
—Pasa, tenemos novedades, ya verás. —Y empujó suavemente al pequeño de los Roca para que entrara en el local y no se juntaran varios en la puerta. Ningún vecino curioso o policía casual debía sospechar de la furtiva reunión.
Roberto bajó por unas escaleras que descendían hasta una sala levemente iluminada. No era demasiado grande pero los techos bajos hacían que pareciera más ancha. Todavía quedaban muchos sitios libres cuando llegó. Se sentó en el centro del local para no llamar la atención. Un murmullo envolvía el espacio con conversaciones pausadas que de vez en cuando subían de tono apelando al uso de la violencia para responder a la violencia que se ejercía contra la clase obrera. Cuando todas las sillas estuvieron llenas, las luces se apagaron y un silencio expectante siguió al suspiro inquieto que se repetía en cada convocatoria.
Al fondo, un estrado formado por un atril de madera resplandeció de súbito bajo la luz de unos focos de gas. Proporcionaban una luz blanca y brillante. Una mujer con el pelo corto, de bellos rasgos y poco más de veinte años apareció por un lateral; su figura se recortaba en la pared al avanzar. Delante del atril respiró hondo y empezó su discurso con voz segura y un ligero acento francés:
—Buenas noches, compañeros. Me llamo Rosa Ferrer. Vengo a hablaros de las nuevas ideas que nos llegan de camaradas de todo el mundo sobre qué podemos y qué no podemos tolerar. ¿Y hemos de hacer caso dé lo que nos digan nuestros vecinos del norte?, os preguntaréis. Y os estaréis haciendo la pregunta equivocada —dijo negando con la cabeza—. ¿Es bueno eso que ellos proponen? Vamos a discutirlo, compañeros. Podremos establecer entonces un buen comienzo. Nuestras ideas y nuestras acciones se desarrollan en la clandestinidad. Se nos niega el derecho a participar en la vida pública y esto no es admisible. El Estado es y ha sido siempre un instrumento represor. Se puede estar o no de acuerdo con nosotros, pero lo que no se puede es negar la palabra. En la Europa que se avecina el individuo será por fin soberano. Destruyamos al Estado y pongamos a Proudhon en todas las librerías. Seamos valientes y leamos a Bakunin y luego, díganme, señores banqueros e industriales, díganme, señores políticos, que eso es malo. Sean ustedes valientes para que discutamos las ideas.
Roberto observaba fascinado a esa mujer joven que hablaba con espontaneidad y confianza ferviente ante tantas personas. Todos hombres, todos completamente absortos en sus palabras. Se fijó en cómo vibraba el pecho de ella bajo la blusa oscura con cada palabra, con cada movimiento del brazo con el que apuntaba su dedo índice al cielo o a las cabezas del auditorio. Su cara era luminosa y la blancura de su piel contrastaba con el pelo negro, con media melena que le tapaba las orejas y los ojos que parecían negros en la distancia, seguramente marrones. Mientras observaba el rostro parlante, Roberto empezó a perder el hilo del discurso, completamente hipnotizado bajo el movimiento cadencioso y sugerente de esos carnosos labios, pintados de un rojo violento, agresivo. Más tarde tuvo que sacudir la cabeza para salir de la ensoñación y atender a las palabras, a su contenido. Cuando lo hizo, el discurso estaba a punto de terminar.
—Y como no podemos permanecer parados, voy a ceder la palabra a nuestros siguientes oradores, los compañeros Valerio y Sofía Aldecoa, maestros de escuela. Recibámoslos como se merecen, porque sin conocer las posibilidades no hay verdadera elección.
Rosa Ferrer se volvió entonces hacia su izquierda para atender a las dos personas que ya subían al estrado. Un aplauso correcto, mesurado, resonó en el lugar mientras Rosa abrazaba a los dos maestros. De pronto Roberto se dio cuenta de que le empezaban a escocer las manos. Quizá había aplaudido demasiado fuerte.
El primero en tomar la palabra fue Valerio Aldecoa.
—Agradecemos sinceramente las palabras de la compañera Rosa. Nuestro objetivo no es hablaros de las nuevas ideas políticas; para ello hay cabezas mucho más capacitadas, como habéis podido comprobar. A nosotros nos gustaría plantear como tema la educación. Sabemos de iniciativas privadas que promueven cierta instrucción universal básica. A esa loable intención nosotros apuntamos que no todo es aprender a leer, escribir y dominar los números. Si queremos hacer de nuestros hijos personas, deberíamos promover en ellos el espíritu crítico. Si conseguimos asentar las bases de un pensamiento reflexivo, tendremos mucho ganado. No importa creer o no en Dios, sino ser capaz de argumentar la postura que se defiende. Porque es en el tomar conciencia donde el hombre realmente es libre. Es necesario, pues, conocer nuestro entorno para relacionarnos con él y con nuestros semejantes de manera respetuosa, pero sobre todo para cuestionar visiones preconcebidas por el yugo de los siglos. En este sentido, la labor que podemos ejercer como padres no es nada desdeñable puesto que…
Roberto escuchaba con atención estas palabras y pensaba en cómo aplicar sus interesantes principios. Quedaba poco para que acabaran la construcción de la nueva escuela, tal vez quince días según le había dicho Jubal, y el único candidato postulado para ejercer de maestro sería, como siempre, el religioso de turno. Seguro que su padre le apoyaría si proponía a alguien con iniciativa y nuevas ideas para hacerse cargo de la escuela de la colonia.
Cuando acabó el parlamento se dirigió hacia los dos maestros con decisión, dispuesto a mostrarse de una vez por todas tal cual era. Hasta entonces se había presentado como un trabajador más de la fábrica Roca, pero ahora había llegado el momento de reacomodar su condición. El camino se dibujó claramente: tomaría partido y llevaría sus ideas a la práctica en la colonia de su padre. Roberto se dijo entonces que empezar por la base resultaría, a fin de cuentas, la mejor manera de poner en práctica este compromiso.
Ante el silencio de los alumnos, el encerado lleno de números, Anita preguntó en un susurro:
—Buenos días, Herminia. ¿Cómo va todo? ¿Repasando las tablas de multiplicar?
—Algo parecido: hay cuatro que se han pasado de listos y ahora pagan justos por pecadores. Todos a copiar la tabla del nueve cien veces, a ver si escarmientan. Son demasiados, ya se lo advertí…
—No se preocupe, estamos buscando profesores. Pronto estará acabado el edificio nuevo en la colonia. Verá como todo se arregla.
—Perdone —preguntó una voz a su espalda.
—¿Sí?
Cuando se volvió, Anita tenía ante sí a un hombre y una mujer de aspecto aseado y pulido. Él vestía una chaqueta de pana color marrón sobre una camisa blanca. Tenía el pelo crespo, veteado por algunas canas que aclaraban su intenso color negro. Los ojos le brillaban como impulsados por una luz interior muy fuerte. Ella tenía la misma mirada inteligente y firme. Su pelo era largo y caía suelto sobre los hombros. Vestía una chaqueta de lana también marrón y una falda jaspeada gris hasta los tobillos. Ambos ofrecieron la mano y dijeron su nombre consecutivamente.
—Valerio Aldecoa, para servirle y…
—Sofía Aldecoa. Roberto nos dijo que usted tenía un lugar para nosotros.
—¿Roberto? Se deben de haber confundido; ustedes estarán buscando a mi padre.
—¿No es usted Anita Roca? Nos han dicho que usted se encarga de la escuela. Somos maestros.
Herminia reaccionó enseguida:
—Seglares… aquí no hay trabajo para ustedes.
Los Aldecoa no perdieron la compostura y Anita intervino:
—Herminia, si puede usted seguir con la clase… —Y dirigiéndose a los Aldecoa, añadió—: Síganme, por favor.
Al final del pasillo, una vez sentados en el pequeño despacho compartido Anita preguntó:
—Bien, ustedes dirán.
—Mire, antes de entrar en materia, y es una cosa en la que los dos estamos de acuerdo, debemos decirle algo: no toleramos injerencias de la Iglesia; nuestro laicismo no admite concesiones —dijo Sofía Aldecoa señalando en dirección a la clase donde se hallaba Herminia—. Estudiamos con el profesor Sanz del Río en Madrid y hemos trabajado en diferentes lugares: Granada, Murcia, Valencia… Creemos imprescindible educar en libertad. Este principio no es negociable y nos atañe tanto a nosotros como a nuestros alumnos. Entendemos que le pueda parecer extraño, por eso se lo planteamos ahora, para ahorrarle tiempo a usted y a nosotros —expuso la maestra con claridad.
—Bueno, veo que tienen ustedes las cosas claras. Pero ¿por qué aquí? —preguntó Anita.
—Barcelona vive momentos convulsos y nuestra tarea requiere de otro ritmo. Roberto nos habló de la colonia y enseguida comprendimos que aquí podríamos hacer una gran labor. —La maestra miró a su marido buscando confirmación. La recibió en el acto—. Admiramos a su padre. No somos radicales, creemos en el progreso y en la justicia social pero sobre todo en el entendimiento entre las clases. Es muy fácil estar contra todo, pero tenerlo todo y querer compartirlo, eso ya es más difícil.
—Pues poca cosa más nos queda ya por hablar.
—¿Quiere decir…? —empezó Valerio.
—Que están ustedes contratados —acabó Anita la frase—. Vengan conmigo; les asignaremos una vivienda en la colonia.
—¿Así que ya tenemos nuevos maestros? —preguntó la madre, mientras posaba el libro sobre sus piernas. Estaba estirada en la cama, tapada con una colcha gruesa.
—Sí, son un matrimonio muy simpático. Tienen ideas renovadas y ganas de ponerlas en práctica —respondió Anita entusiasmada desde su butaca. Imitó el gesto de su madre y puso también el libro en su regazo, con las páginas hacia abajo—. Te encantarán.
—fleto no están relacionados con la Iglesia… —arguyó Ana.
—Más bien no —confirmó irónica la hija.
—Bueno, no hay mal que por bien no venga: a tu padre le gustará. —Y Ana articuló una sonrisa de bendición hacia su hija. Había tomado las riendas de la educación en la colonia heredando así la tradición familiar. Tras una pausa, retomó la conversación, sin borrar la sonrisa de su rostro.
—Ya ti, ¿qué te gustaría?
—Yo estoy contenta con los Aldecoa —respondió Anita sin comprender.
—¿Y no te gustaría más otra cosa? —sugirió Ana con intriga.
—No te entiendo, mamá.
—He hablado con tu padre y hemos concretado la fecha de la boda en seis meses.
Anita se quedó un instante desorientada, asimilando la noticia. Luego dio un salto que lanzó lejos el libro que tenía abierto sobre su regazo, se abalanzó sobre su madre y la colmó de besos mientras ésta la apartaba simulando fastidio. En realidad estaba encantada. Había hablado con Rosendo y estaban de acuerdo en fijar el casamiento para el domingo 19 de junio.
Tras la enorme alegría, la tarde discurrió sin sobresaltos, afanadas hablando de los preparativos de la boda. Departían así tranquilamente en el mirador al sol de la tarde, cuando alguien llamó ala puerta de entrada. Se miraron sorprendidas mientras la muchacha del servicio, Carmen, abría la puerta de la calle. Escucharon los pasos en la escalera y al poco entró en la estancia don Raimundo, el nuevo párroco.
—Buenas tardes, queridas. ¿Cómo se encuentra hoy nuestra enfermita? —preguntó el cura con interés.
—Pues ya no tan enfermita, don Raimundo —zanjó Ana con cierto aire distraído—. ¿Ya se ha instalado usted totalmente?
—Perfectamente, hija mía. Venía sólo a hacer una consulta y no os molesto más. Mirad, había pensado que estos niños que tenéis por aquí están completamente desamparados. Y la vieja Herminia no está ya para esos trotes. He pensado…
—¿Qué ha pensado, don Raimundo? —cortó Anita con cierto desdén.
El cura la miró un poco sorprendido.
—Pues he pensado que entre yo y dos compañeros de promoción que aceptarían el encargo sin dudarlo, nos bastaríamos y nos sobraríamos en el sagrado empeño de conducir al rebaño por la senda del Señor y proporcionar…
—No siga, don Raimundo, de ese tema usted no se tiene que preocupar.
—Si no es molestia alguna, yo pienso que…
El cura parecía no querer entender el tono tajante de las palabras de Anita, así que la madre se vio en la obligación de ponerlo en antecedentes.
—No se moleste, padre, pero ha de saber que su antecesor no dejó aquí buen recuerdo. Parece usted diferente, pero preferiríamos dejar las cosas claras: usted se ocupa de la religión y nosotros de la educación.
—Espero poder ocuparme al menos de la organización de las fiestas y la representación de la Natividad —contestó el párroco desorientado.