Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
—Toma, lord Byron. Decían de él que era un poco loco, algo malo y bastante peligroso.
Amazing, isn't it?
Y toma también algo de Stendhal: intuyo que su estilo te gustará. Las aventuras de Julien Sorel en
Rojo y Negro
son memorables. O el sombrío entorno de la pensión Vauquer de Balzac en
El padre Goriot.
¡Ah! Y el pintoresquismo de Irving. Es americano pero vivió muchos años en España; debes «probarlo».
Henry paseó un poco más con las manos a la espalda. Inclinaba la cabeza para leer los títulos. Rosendo lo seguía atento sosteniendo la pila.
—Y…, amigo mío, algo muy nuevo y muy especial. Estos Aldecoa saben lo que se hacen —extrajo dos libros contiguos de la estantería más cercana a los grandes ventanales—. Me habría gustado que fuera británico pero no, es francés. ¿Quieres volar, Rosendo?
El minero lo miró extrañado. Henry sonrió pícaro, con un punto de misterio en sus ojos. Estaba entusiasmado con la reacción de su amigo.
—Jules Verne.
Cinco semanas en globo.
¿Sabes lo que es un globo? Lo sabrás. ¡Y visitarás África de la mano del doctor Fergusson! Yo disfruté mucho. A Ana le habría encantado; siempre tan dulcemente fantasiosa.
This one as well,
oh, está en francés,
Voyage au centre de la terre.
Un viaje al centro de la tierra… prometedor, isn't it? Habrá que esperar la traducción, me temo que aquí sólo los Aldecoa conocen bien el francés.
Henry se disponía a devolver el último título a la estantería pero algo en la mirada de Rosendo le hizo cambiar de opinión.
—
Well,
prueba a ver —dijo, y lo colocó sobre los seleccionados—. También es cierto que con el castellano y el catalán algo entenderás.
Rosendo hizo entonces algo que sorprendió a Henry: se acercó a la mesa con mejor iluminación natural y dejó cuidadosamente la columna de libros. Los dispuso en perfecto orden mientras pasaba sus dedos por encima de cada una de las portadas. Una vez satisfecho, se dirigió a Henry para inclinarse en un gesto lleno de significado y después lo abrazó con tal fuerza que a Henry no le quedó ninguna duda de que su mejor amigo seguía vivo.
Cuando el escocés salió de la habitación con su abrigo colgando del brazo, Rosendo, ya sentado a la mesa, ni siquiera levantó la vista del primer libro que había abierto.
Pocos días más tarde, en una de sus escapadas, Roberto bajaba solo por una de las aglomeradas calles de Barcelona. Entre las nubes amenazantes, el tono ocre del sol iluminaba débilmente un día de nuevo triste. La muerte de su madre era todavía una herida abierta que el joven Roca procuraba calmar. Y la ciudad podía ser ahora una fiel aliada.
Al cruzar la plaza Cataluña y ver entre el bullicio la estación del ferrocarril que llevaba a Sarriá, Roberto recordó el día que vio por primera vez Barcelona. Las cosas habían cambiado mucho respecto a aquella ya lejana inauguración: se habían derribado las murallas e innumerables raíles cruzaban las calles como si siempre hubieran estado ahí. La construcción del recientemente autorizado Ensanche no cesaba de progresar.
En la Rambla, los puestos de flores anunciaban el fin del invierno. Las intensas fragancias transportaron al pequeño de los Roca a su infancia en la aldea: su hermano pidiendo socorro porque pensaba que él se ahogaba en el río… Ese día pasó mucho miedo, pero lo que más le asustó fue ver un reflejo de culpa en la expresión de Rosendo
Xic,
porque al fin y al cabo la idea de esa aventura inconsciente había sido suya. Tenía que admitir que, en ocasiones, sus propuestas no eran las más acertadas.
Sumido en esas cavilaciones, había llegado al mercado de Sant Josep, popularmente conocido como La Boquería. El griterío lo atrajo al interior de la plaza porticada, cubierta por toldos y repleta de puestos para los comerciantes. Roberto recordó la anécdota que un día Pantenus le contó sobre ese mercado. Según el abogado, el día de San José de 1840 tuvo lugar la ceremonia para iniciar su construcción, y en ella se decidió depositar unas monedas de oro bajo la primera piedra como símbolo de la riqueza que el futuro mercado debería proporcionar.
A mitad de su paseo entre los puestos, estallaron en el firmamento unos rayos que inmediatamente obtuvieron el eco de ensordecedores truenos y despertaron a Roberto de sus remembranzas. Al instante, comenzó a llover. La primera reacción del joven fue cubrirse, pero enseguida se dio cuenta de que los toldos protegían de manera eficaz a los vendedores y a sus productos. Era como si el mercado estuviera al aire libre, pero sin estarlo, todos seguían voceando y trajinando sin hacer el más mínimo caso a la lluvia repentina. A Roberto se le iluminó el rostro cuando pensó que podía ser una buena idea aplicar esa mejora a la colonia. Un cambio más en el Cerro Pelado. Ésta sí sería una buena propuesta.
—Tú y tus ideas republicanas… ¡Si sigues por ese camino te van a tomar por un mentecato! —¡Y a ti por un aburguesado!
Las exclamaciones de Rosendo
Xic
y Roberto resonaban por el despacho de la fábrica situado en el primer piso, donde el sonido de la maquinaria no era capaz de apagar las conversaciones. Los dos hermanos discutían sobre el nuevo mercado que ya habían acordado construir en la colonia. Roberto, tras volver de Barcelona, había hecho su propuesta y, tal como esperaba, había sido muy bien acogida por su silencioso padre y por su hermano. Pero ahora quedaba por resolver la manera de organizar la infraestructura.
Hasta ese momento el mercado había sido ambulante, los viernes, los comerciantes solían llegar con sus mercancías e instalaban sus tenderetes en la plaza de Santa Bárbara. La venta duraba todo el día para permitir que los trabajadores de ambos turnos tuvieran acceso a las viandas frescas y a los demás productos de consumo habitual en la comunidad. Después se desmontaba y los comerciantes se despedían hasta la semana siguiente para continuar su ruta por los pueblos adyacentes de la zona.
Ambos hermanos trataban de poner en práctica las enseñanzas que su padre les había inculcado desde que empezaran a formar parte del negocio y la reinversión era quizá la más importante de ellas. Contaban también con la necesidad de incrementar las ganancias después de un año tan funesto a causa del saqueo de Fernando Casamunt. Si no querían perderlo todo, precisaban empezar a reunir la elevada cuota que en unos años deberían pagar a Helena, la única superviviente de la familia. Animados por todas esas razones, los dos hermanos habían descubierto que un mercado permanente era una nueva manera de mejorar los servicios de la colonia y que, a la vez, permitiría sumar ingresos adicionales. El inconveniente había llegado a la hora de ponerse de acuerdo en cómo se llevaría a cabo la gestión de dicho mercado; la concepción que uno y otro hermano tenían de este proyecto los enfrentaba.
Rosendo, por su parte, parecía haber abandonado su papel en la organización. Desde el fallecimiento de su esposa, se había retirado de la dirección de la fábrica y de la mina y había adoptado una actitud de introspección que provocó la sorpresa y el desconcierto de sus hijos. Se pasaba los días leyendo en la biblioteca de la colonia, paseando solo o encerrado en su casa sin hacer otra cosa que observar el discurrir del tiempo. Pero ese día sus hijos habían reclamado su presencia y antes de adentrarse en el despacho, el patriarca pudo escuchar la discusión acalorada que mantenían Rosendo
Xic
y Roberto. Abrió la puerta y los encontró de pie, el uno frente al otro. Al verlo aparecer dejaron de discutir.
—Papá, hola —saludó Roberto.
Rosendo
Xic
enseguida tomó la iniciativa:
—Este ignorante no quiere entender que si hacemos que los comerciantes pongan precios ajustados a los productos que venden pero no les reclamamos ningún beneficio sobre las ventas, se van a hacer ricos a nuestra costa. Sin olvidar que no va a haber manera de mantener el edificio porque, no sé si sabes hermano, que los edificios requieren de un mantenimiento…
Rosendo cerró la puerta y se apoyó en ella con las manos cruzadas a la espalda. La polémica continuó:
—Claro, y es mucho mejor que sigan poniendo los mismos precios elevados que en los otros mercados y que lo que ganen nos lo den a nosotros a cambio de un sueldo de miseria…
—¡Yo sólo digo que hay que buscar una manera de que funcione sin arruinarnos! Pero tú con tu radicalismo ciego no lo quieres entender, sólo ves lo que te interesa.
—No es radicalismo, es que no quiero ser un patrón egoísta y manipulador.
—¿Es eso lo que crees que soy yo?
Rosendo
Xic
se arrimó a Roberto con pose provocadora y la cara congestionada por el enfado. Era evidente la superioridad de su estatura en contraposición a la de su hermano pequeño. Resopló y cerró con fuerza sus puños.
En ese momento, Rosendo intervino: se acercó a ellos y los separó con ambas manos. Miró fijamente a uno y a otro y movió la cabeza con expresión contrariada. A continuación abandonó el despacho sin añadir ni una palabra pero dejando claro con sus gestos lo inadecuado de la actitud de sus hijos.
Los dos hermanos observaron mudos cómo su padre se marchaba y tras respirar hondo, entendiendo el ridículo que acababan de hacer, volvieron a sus asientos, el uno frente al otro separados por el escritorio. Transcurrieron varios minutos sin que ni siquiera se atrevieran a cruzar sus miradas. Concentrados, buscaron algo diferente. Roberto hacía garabatos en su libreta mientras Rosendo
Xic
no paraba de anotar y calcular en una hoja que pronto se llenó del color gris oscuro del grafito. Finalmente, Rosendo
Xic
decidió romper el silencio y, en señal de complicidad, fijó sus ojos castaño intenso sobre los de su hermano, idénticos a los suyos.
—Está bien, podemos escoger una vía intermedia entre tu propuesta y la mía.
A pesar de su seriedad, Roberto se mostró también conciliador. Rosendo
Xic
continuó:
—Si, por ejemplo —dijo mientras reseguía con los ojos su hoja de papel—, determinamos que los comerciantes paguen un canon por establecerse aquí, tampoco muy elevado, y a la vez hacemos que bajen sus precios en comparación con los del exterior de la colonia…
—Venderán mucho a cambio de una pequeña cuota —confirmó el pequeño de los Roca—. Ya no todo serán beneficios para ellos, deberán trabajar duro. Nuestros trabajadores podrán alimentarse y vestirse como Dios manda. La cuota es el precio que los comerciantes nos pagarán por reunirles la clientela.
—Sí —asintió Rosendo
Xic,
que intentaba mantener la concentración apoyando la frente en la mano que sujetaba el lápiz—. Como tendrán acceso a tanta gente, suma de la aldea y la colonia, —le indicó a su hermano en un tono aclarador—, no lo rechazarán: las ventas serán cuantiosas. Y así, también nosotros obtenemos parte de esa ganancia con el fin de continuar reinvirtiendo en la colonia.
Rosendo
Xic
explicaba la solución tratando de no dejarse ningún punto por resolver mientras Roberto asentía cada vez más convencido.
—Y así seguir mejorando las instalaciones —señaló Roberto para, al menos, acabar alguna de las frases que el mayor iniciaba. La rivalidad establecida entre ambos era evidente aunque no tanto como la necesidad de llegar a un acuerdo.
—Exacto.
—Trato hecho —anunció Roberto alargando el brazo para estrechar la mano de Rosendo
Xic.
A ninguno de los dos se le escapó que Rosendo, su padre, a pesar de haberse retirado súbitamente, había hecho girar una vez más los ejes principales de las potentes maquinarias en que se habían convertido el Cerro Pelado y la fábrica textil.
En plena primavera de ese mismo año de 1864 y como solía hacer a mediodía de sus días eternamente ociosos, volvía Helena Casamunt de recorrer sus tierras a lomos del caballo negro heredado de su difunto hermano. Le gustaba ese caballo porque tenía algo de indómito, de salvaje. Cuando empezaba a galopar, una especie de furia le crecía dentro y costaba dominarlo. Como jinete le exigía el máximo, pero también le proporcionaba unas sensaciones que no alcanzaba con los otros animales que quedaban en la cuadra. Helena aceleró el paso como queriendo dejar atrás el panorama que acababa de contemplar. Muchos de los campos estaban baldíos, abandonados por los campesinos que elegían el éxodo a fábricas y ciudades en lugar de quedarse siempre igual, pagando año tras año por el uso de una tierra que justo les daba para subsistir. El odio y la desconfianza que su padre y su hermano habían sembrado durante años al exigir pagos abusivos incluso durante los ciclos de malas cosechas, retornaban ahora su fruto en forma de renuncia. Y era ella la que, una vez más, pagaba caros los desaciertos de otros.
Descabalgó de su montura y le dejó las riendas a Jacinto que, con una reverencia, le anunció que una visita la esperaba. El sirviente se retiró después hacia las caballerizas. La cada vez más pronunciada escasez en la hacienda Casamunt había provocado que el anciano y fiel Jacinto tuviera que combinar su labor de mayordomo con la de mozo de cuadras.
Cuando Helena entró en la casa se topó con el abogado Moisés Ramírez, encargado de llevar las finanzas de la familia tras haberlo hecho su padre y su abuelo antes que él.
—Buenos días, señora Casamunt —saludó educadamente el letrado.
—Señor Ramírez, ¿qué le trae por aquí? Si no recuerdo mal, no tenemos cita hasta la semana que viene —dijo Helena extrañada.
—Así es, pero… ha surgido un contratiempo. Creo que debemos hablar —dijo él con cautela.
—Pasemos al despacho.
La estancia estaba como velada por el tiempo, alejada del esplendor de otras épocas. El metal de las lámparas decorativas y de los pomos de puertas, armarios y cajones, ya no brillaba como antes. El cuero parecía desvaído y las maderas nobles y barnizadas escondían su belleza bajo una ligera capa de polvo. El abogado, impaciente y ajeno a los problemas domésticos, empezó su explicación:
—Reconozco que está usted haciendo las cosas bien. Los ingresos son menores que antes pero también lo son los gastos. Ese equilibrio es fundamental, nadie es mal administrador cuando posee cuanto desea gastar —empezó el abogado.
—Entonces, ¿a qué tanta preocupación?
—A pesar de todos sus esfuerzos, ha aparecido una carga con la que no contábamos —reveló Moisés Ramírez.
—No entiendo. ¿Alguna otra tierra abandonada? Podemos afrontarlo.