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Authors: Andrés Vidal

La herencia de la tierra (68 page)

BOOK: La herencia de la tierra
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—Podéis ir en paz.

—Demos gracias al Señor —susurraron todos quedamente.

Todos menos Rosendo.

El viudo no abrió la boca en lo que duró la ceremonia. Se dedicó a observar fijamente el féretro y a reclamar a Santa Bárbara, entre interrogante y rencoroso, una explicación a su enorme pérdida.

Cuando el funeral hubo terminado, Rosendo
Xic,
Roberto, Álvaro, Henry y Rosendo se dispusieron alrededor del ataúd de manera silenciosa y lo auparon sobre sus hombros. A medida que desandaban el pasillo de la iglesia, la multitud se dispuso a seguir sus pasos. Los cinco portadores caminaban de modo algo desacompasado. Una vez en la plaza, de repente, una figura de manos callosas se abrió paso entre la gente para presentarse frente a Rosendo. Éste alzó la mirada levemente y vio que se trataba de Jordi Giner. Sin dudarlo, el herrero dijo:

—Si me permite.

Inmediatamente situó su hombro bajo uno de los extremos del ataúd y contribuyó a trasladarlo. Su vínculo con la difunta no había sido muy estrecho, pero le gustaba pensar que a raíz del alboroto que Teresa y él habían causado tantos años atrás, Rosendo y Ana se habían casado pronto y habían sido felices.

El minero no se interpuso a la acción de Jordi Giner. No dijo absolutamente nada.

—Papá está muy mal. Es como si se hubiera ido con mamá… —le comentaba Anita con preocupación a Pantenus. Los dos marchaban lenta y solemnemente detrás del féretro siguiendo su camino hacia el camposanto.

—Es lógico, hija mía.

—Sí, pero es que en estos dos días no ha abierto la boca. No duerme; ni siquiera ha comido nada, Pantenus.

—Dale tiempo, dale tiempo…

El abogado inclinó a continuación la cabeza para saludar a la oscura e inconfundible silueta de Efrén Estern. Se hallaba discretamente ubicado entre el gentío acompañado de varios de sus colaboradores, todos ellos sombrero en mano, ataviados con levita y largo abrigo negro.

Siguiendo a don Raimundo, el séquito se extendió por las tierras de la aldea formando un cauce oscuro arrastrado por la corriente plañidera de la muerte.

Al atravesar el cementerio, Rosendo no pudo evitar pensar en las pérdidas. Su padre, su hermano, su madre y ahora Ana le recordaron el paso del tiempo. Muchos de los que habían sido parte fundamental en los inicios de la mina se habían quedado en el camino. Y muchos de los que ahora lo acompañaban en ese último adiós a su esposa, también algún día dejarían paso a las nuevas generaciones. La vida era demasiado frágil y la celeridad con la que se apagaba dejaba siempre tras de sí historias inacabadas.

En aquella época del año, el aire era incisivamente frío y todos los presentes se protegían recubiertos de lanas y abrigos. Rosendo no. El minero, ataviado con una simple camisa de manga larga, recibía un nuevo corte del viento helado en su piel a cada paso que daba. Esperaba que alguna de esas fisuras pudiera apaciguar el dolor que atenazaba su interior. Pero no lo conseguían. Nada lo hacía.

Arribados al lugar en el que pronto el cuerpo de Ana descansaría eternamente, los portadores posaron con cuidado el ataúd en el suelo sobre las cuerdas que lo harían descender a la fosa. La familia y amigos más allegados de la fallecida se dispusieron alrededor de la tumba: los hombres, descubiertos y con las manos cruzadas; las mujeres, cerca de sus maridos, buscando un consuelo mutuo. El resto de los asistentes permanecieron a una distancia respetuosa, ocupando con su afligida presencia gran parte del cementerio mientras las nubes bajas emborronaban el horizonte. No había más que silencio desde la mina hasta la colonia.

Henry aprovechó la oportunidad para dirigirse a Rosendo. El escocés lo abrazó con evidente afecto; él, en cambio, sólo alcanzó a palmearle levemente la espalda.

—Vine en cuanto recibí la carta de Ana.
I'm really sorry.
Siento muchísimo no haber llegado a tiempo, Rosendo.

Rosendo lo miró frunciendo el ceño. Desconocía la existencia de esa carta.

—Sí, me escribió hace dos semanas. Cuando sintió que la enfermedad empezaba a ser… —El escocés titubeó antes de encontrar la palabra adecuada—… insalvable.

Rosendo asintió silencioso y volvió a dirigir su mirada estática al féretro que guardaba el cuerpo inerte de Ana.

Conociéndolo como lo conocía, Henry comprendió que el silencio y la evasión eran la única manera que disponía su amigo para enfrentarse íntimamente a su dolor. Decidió respetar su deseo, al menos por el momento.

Tras las oraciones de don Raimundo, los lamentos de Anita y Sira, secundadas por los afligidos sollozos de muchas otras mujeres del Cerro Pelado se hicieron doblemente audibles. Ya en la tumba, a medida que el ataúd se fue ocultando bajo la tierra que los sepultureros arrojaban sobre su superficie, la nimia y soñadora esperanza de Rosendo también se oscureció. Ya no habría sorpresas ni apariciones. Ana se había marchado para siempre.

Cuando desapareció, cubierta por la tierra, la fosa donde reposaba su esposa, el minero sintió el insoportable vacío de la nada: enterrar a alguien era tan rápido como cerrar una herida, sin embargo, el surco que le horadaba el corazón no podría sellarse ni con toda la tierra extraída de su mina en todos aquellos años. Ahora lo sabía. Rosendo, entonces, centró su atención en la lápida que se dispuso en la cabecera de la tumba. Con labios trémulos y en silencio, leyó la inscripción que ésta contenía; el principio de la oración de Ana, su oración, la que él mismo le leyó en el momento de su muerte: «Feliz aquel que consigue la sabiduría.»

Viernes, 12 de febrero de 1864

Amada Ana,

A estas horas de la madrugada el frío congela mi cuerpo. No consigo dormir. Aquí, en casa, todo me recuerda a ti.

No puedo pronunciar palabra. No le encuentro sentido a hacerlo si tú no estás para escucharme. Por eso te escribo. No se me ocurre ningún otro consuelo y ni siquiera éste lo es. Pero necesito hablar contigo y confío en que esto me acerque a ti.

Le he preguntado a Santa Bárbara por qué ha hecho Dios que te vayas tan pronto, ese Dios al que tanto he rezado en estos últimos años para que no te llevara con él todavía, el mismo en el que tú tanto creías. Pero no me ha respondido. Nadie sabe hacerlo.

No esperaba la llegada de Henry. ¿Ha sido éste tu último regalo? No estés preocupada por mí, por favor. Nadie puede cambiar lo que he descubierto: sin ti todo es nada. Ver a Henry me ha hecho recordar aquella mañana en la que se marchó. Cómo me animaste a entender que su retiro era bueno. Quizá yo también debí haberme retirado entonces para disfrutar más de ti.

Sin ti no hay nada. Henry me entiende. «No te abandones, amigo», me ha dicho al oído después de la ceremonia.

No puedo creer que ya no estés.

Te echo de menos. Te amo tanto…

Capítulo 85

El día después despertó igualmente encapotado, como si a pesar de la recuperada actividad fabril, el mundo entero se hubiera enterado de que la aldea y la colonia del Cerro Pelado estaban de luto. Nubes densas cubrían el horizonte sin permitir que el más insignificante rayo de sol atravesara su espesura. Aquella mañana Henry y Rosen do caminaban abrigados por las tierras de la colonia, recorriendo el enorme proyecto que el minero había conseguido llevar a cabo y del cual el escocés había sido indiscutible artífice.

—Es increíble lo que has hecho, Rosendo. Me parece estar viendo New Lanark en Cataluña. Te felicito, ¡esto es sencillamente…
wonderful!

Rosendo se mantuvo en silencio, encerrado en su angustia, ni siquiera daba muestras de querer existir; Hasta ese día, los años no parecían haber deteriorado su vigorosa figura. Ahora, en cambio, su rostro reflejaba un cansancio infinito y su paso parecía cargar con todo el peso del mundo.

Henry miró de reojo a Rosendo y se dijo que poco se parecía al hombre que encontró atrapado bajo los escombros de la montaña intentando excavar él solo una mina. De eso hacía muchos años y ambos habían cambiado tanto… Al igual que entonces, sin embargo, Henry quiso volver a intervenir: el escocés se había propuesto rescatar de nuevo a su amigo, esta vez del pozo sin fondo en el que parecía haber caído.

—Sira sale de cuentas en mayo.
I hope…
ojalá puedas venir a conocer al bebé cuando nazca. Nos hemos instalado en una casita con jardín en Edimbourgh. ¡Me he convertido en un real hombre de hogar! De veras soy feliz allí. —Detuvo entonces el paso por un instante mientras trataba de abarcar con la mirada todo el paisaje—. Como lo fui aquí,
my friend.
Gracias a ti.

El minero le dirigía miradas evasivas que daban a entender al escocés que sí lo escuchaba. Henry procuraba hablar de todo aquello que en esos últimos cinco años no habían podido decirse. Pensó que quizá de esa manera su amigo al fin articularía alguna palabra o, por lo menos, se encontraría cómodo al oírle hablar.

—Anita me ha dicho que no sabe si celebrar la boda cuando estaba previsto. Ana le hizo prometer que no cambiaría la fecha, pero ella no está demasiado interesada en eso ahora. Tal vez deberías hablar con ella y recordarle la voluntad de su madre. Álvaro ha acabado siendo un buen candidato para ella…
Good boy.
Ese chico la quiere; a mí no me queda ninguna duda. ¿Tú qué opinas?

Rosendo suspiró cabeceando ligeramente. Tenía razón.

—Rosendo
Xic
y Roberto están muy bien orientados,
as I see…
lo has hecho muy bien con ellos. Aprenden rápido.

Al ver que había conseguido penetrar el escudo de su silencioso interlocutor, Henry decidió ir directo al tema que le preocupaba. Le habría gustado disponer de más días para acompañar a su amigo pero tenía su viaje de vuelta ya concertado. Con Sira embarazada la estancia no podía extenderse mucho más. Sin embargo, necesitaba alentar a Rosendo, hacerle reaccionar.

—Rosendo, entiendo tu desconsuelo pero no puedes convertirte en un fantasma.

El aludido ni siquiera se inmutó.

—My God! You are alive!
—chilló con los brazos completamente extendidos—. Tienes una gran familia de la que cuidar. ¡Ellos todavía te necesitan y tu silencio les asusta!

El caminar del minero continuó cadencioso, sin dar ninguna muestra de querer cambiar.

—Tus hijos están muy preocupados por ti. Ellos también lo están pasando mal sin su madre…

Rosendo bajó la mirada al suelo.

—Además, sabes que todavía tienes una deuda pendiente que saldar. Seguro que tienes ganas de olvidarte definitivamente de esa familia. —El tono del escocés se hizo combativo.

—¡Toda tu gente se lo merece! —gritó de nuevo.

El minero lo miró ceñudo.

—Sí, no me mires así. No quedan tantos años para el pago final a los Casamunt…

Rosendo cabeceó sin interés. Efectivamente, ese asunto en ese momento no le preocupaba en absoluto.


All right
, si no quieres hablar, no hables. Respeto tu dolor y respeto tu silencio, pero has de saber que estoy empeñado en que recuperes tu vitalidad. Vamos, voy a enseñarte algo.

Guiados por Henry, el paseo los había llevado frente a la puerta de la biblioteca, justo al lado de la escuela de la colonia. Ubicada en el único espacio disponible, constaba de una sola planta reducida pero bien iluminada y acogedora. El escocés hizo el gesto de asomarse al cristal de las ventanas para observar su interior.

—Aquí tienes una buena manera de seguir construyendo la lectura.
Ana's memory
—dijo en voz baja como para sí mismo—. Perdona mi osadía, viejo amigo, pero lo que tenemos aquí delante es la memoria de Ana.

Rosendo se acercó también al vidrio sobre el que se condensó el vaho de su respiración.

Henry se lo tomó como un indicio de interés.

—Créeme, es una buena manera de invertir tu tiempo. No tienes que hablar, porque en las bibliotecas no se habla. Pero sí leer: novelas, ensayos,
poetry…
tienes todos los sueños y conocimientos que quieras al alcance de tu mano. Tu cerebro
won't stop working…
tu mundo, el que tú desees para ti, está aquí esperándote.

Rosendo observaba como si las viera por primera vez, las hileras de libros que recorrían las estanterías de la biblioteca. Henry lo guió hacia el interior y mientras su amigo deambulaba embelesado ante las estanterías, se quitó el abrigo y anunció:


I'll be right back.

Al poco volvió con un brasero que dispuso en el suelo. El frío comenzó inmediatamente a remitir. Henry sonrió satisfecho por haber conseguido captar la atención de Rosendo y lo ayudó a quitarse el abrigo. Después dijo:

—Acompáñame, por favor. —Levantó un poco el mentón y adoptó su postura habitual como profesor—.
Let me see…
¡Oups! Aquí tenemos algo interesante y muy apropiado para ti en este momento: John Milton y su
Paraíso perdido,
un clásico inglés. —Lo hojeó por un momento—. Una traducción en prosa. Perfecto. Sostenlo, por favor. —Y dejó el libro en las enormes manos abiertas del minero.— En él encontrarás el cielo y el infierno, el bien y el mal. Tu sufrimiento, Rosendo, aunque te pueda parecer extraño o imposible, se halla también aquí descrito.

Henry se volvió de nuevo hacia las estanterías.

—¡Oh,
wonderful!
Dickens traducido.
David Copperfield.
Una larga historia… Permíteme un instante. —Pasó las páginas al aire hasta localizar uno de los capítulos finales del libro. Leyó—: «No voy ahora a describir mi estado de ánimo bajo el peso de aquella desgracia», la esposa de David, la joven Dora, acaba de morir —aclaró Henry—. «Pensaba que el porvenir no existía para mí; que la energía y la acción se me habían terminado, y que no podría encontrar mejor refugio que la tumba.»Levantando las cejas miró interrogativamente a su amigo. Acto seguido depositó el grueso volumen sobre el que ya sostenía su improvisado aprendiz.

—Sigamos. ¡Ah! Séneca. Un filósofo romano con una moral y un temperamento, permíteme decirlo, cercanos a tu perfil. En sus Diálogos encontrarás preciosas dosis de sabiduría.
«Animum debes mutare non coelum
». «Debes mudar de ánimo, no de cielo». Te lo aconsejo. También éste —y colocó un cuarto libro en la pila andante—, El
libro de los mil proverbios
de Raimundus Lullus, un mallorquín universal. Recuerdo haber visto a Ana con él en numerosas ocasiones.

Rosendo continuaba sin decir nada, pero sostenía con toda delicadeza los libros que Henry seleccionaba para él. El escocés sé percató de que su socio acariciaba con el pulgar el lomo de uno de los volúmenes.

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