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Authors: Jorge Fernández Díaz

Tags: #Relato, Histórico

La Logia de Cádiz (3 page)

BOOK: La Logia de Cádiz
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Un fraile que rezaba frente al altar se interpuso con un crucifijo en la mano. «No deis al vivo el nombre del muerto —dijo a la multitud que irrumpía—. El capitán general Solano ya no vive. En cuanto al hombre que estáis persiguiendo, su nombre es José de San Martín y esta santa imagen se llama la Madre de la Merced.»Todos miraban con desprecio al capitán sudoroso pero nadie se atrevía a llevarle la contra al fraile ni a profanar aquel lugar sagrado. A regañadientes fueron reculando hasta la esquina y emprendieron el regreso a la plaza. San Martín entró en la iglesia y se dejó caer en un banco. El padre capuchino cerró las puertas y lo tuvo escondido unas horas. Luego el capitán le apretó fuerte la mano, le dijo «no me olvidaré» y salió de nuevo a la calle, amparado por la oscuridad. Estuvo oculto varios días en la casa de un camarada, y cuando se calmaron las cosas volvió al ejército, herido en su orgullo y dolido por haber perdido a su gran amigo y maestro. La casa de Solano y la ilusión de aquellos días habían sido quemadas en nombre de Fernando VII, un rey negligente e infame. Vaya suerte perra.

San Martín repasó la hoja del sable reluciente y afiladísimo bajo la luz del candil y la devolvió a su vaina. Después salió de su tienda con el cigarro entre los dientes, se acarició los riñones y contempló la noche andaluza.

En la madrugada, muy temprano, tendrían que ponerse nuevamente en marcha. A Solano le hubiera gustado tener aquella enorme oportunidad. No le habría importado, como no le importaba a San Martín, la posibilidad de que las tropas del emperador —el ejército más poderoso y temido del mundo— los estuvieran esperando con las armas listas a la vuelta de un recodo.

4.
E
MBOSCADA CAMINO A
S
ALAMANCA

El general que los conducía se llamaba Francisco Castaños, había sido nombrado capitán de un regimiento a los diez años y una bala enemiga, en una reciente refriega, le había entrado por debajo de la oreja derecha y le había salido por encima de la izquierda. Estaba vivo de milagro, y aunque la oficialidad lo seguía hasta el mismísimo infierno también le recriminaba en voz muy baja que no apurara el paso. El Ejército de Andalucía avanzaba lentamente por una margen del Guadalquivir y el capitán San Martín marchaba a caballo junto al marqués de Coupigny, su nuevo jefe y mentor. El marqués provenía de una familia noble que había emigrado a España y era mariscal de campo de Castaños. Había conocido al capitán criollo en el Rosellón y tenían un amigo en común: el finado Solano. Coupigny encabezaba una división y San Martín seguía formando parte de aquel grupo de choque que tenía por misión adelantarse, entrar y salir de las zonas de dominio enemigo, molestar, distraer y hostigar a los gabachos. Era un equipo compuesto por caballería ligera de cazadores y húsares, y por caballería pesada de coraceros, dragones y granaderos a caballo.

San Martín también había dirigido servicios de instrucción en el campamento de Utrera y había confraternizado con oficiales degradados que cumplían su castigo enseñando los rudimentos de la guerra a los miles de vecinos voluntarios que se acercaban. En esos breves días conoció al subteniente Riera, que sufría pena por haberse jugado al monte caudales de la milicia. Riera era un asturiano valiente, veterano de las guerras en África y Portugal, y realmente no tenía consuelo. El capitán, conmovido por su sufrimiento, pidió que sirviera a sus órdenes. Riera le recordaba a sí mismo, pero varios años atrás, cuando todavía era teniente y había sido enviado a Valladolid a reclutar voluntarios y a recoger la paga del personal.

Siempre que evocaba el momento más bochornoso de su vida recordaba a aquellos cuatro hombres embozados, armados con espadas y cuchillos, sobre nerviosos caballos negros. San Martín iba cuesta arriba, distraído por los sonidos del bosque y todavía ensimismado en el recuerdo de los deleites que había probado en la ciudad. Había pasado la noche en los altos de una casa de citas con una ramera de fama nacional y se había calzado lentamente a sus espaldas el uniforme celeste y blanco del Regimiento de Murcia mientras el primer sol enceguecía en la ventana. Luego había recogido la cartera, donde guardaba los salarios de sus camaradas, había puesto unos reales sobre la almohada y había bajado a la taberna. Un andaluz le había servido un desayuno ligero para asentar el estómago, un mozo había preparado su cabalgadura. Luego había tomado el camino a Salamanca y había cabalgado como en sueños hacia la primera posta, donde lo aguardaban dos sargentos y varios reclutas. Apenas si saludó con un brazo el paso de dos peregrinos que iban y volvían de ningún lado. El teniente segundo José de San Martín era un joven alto y circunspecto, y daba siempre la impresión de ser temible. Sin embargo, esa mañana llevaba el ceño distendido y la cabeza en otro sitio. No se dio cuenta de lo que ocurría hasta que finalmente ocurrió.

Al repechar la cuesta sintió un relincho y vio a los cuatro jinetes siniestros. Los vio en lo alto, surgiendo de la niebla atravesada por el sol. Venían despacio, pero al divisarlo se largaron al galope. El teniente, acostumbrado a oler el peligro de muerte en las trincheras, tiró de las riendas, llevó instintivamente su mano a la cintura y escuchó el grito: «¡Venga la cartera, en el acto!» Supo en seguida que quienes formulaban aquella orden no esperarían una respuesta. Vendrían de atropellada y a degüello, le robarían los 3.310 reales que portaba y lo coserían a estocadas y puntazos.

Hizo entonces las dos únicas cosas que podía hacer: retrocedió y buscó la empuñadura. Pero el caballo trastabilló y le hizo perder equilibrio, y el sable no quiso salir. Como un vendaval, los caballos de los desconocidos lo golpearon de frente y perfil, y el teniente sintió que el suyo volvía a flaquear y que alguien le pegaba un planazo. Se tomó el costado derecho y se inclinó para protegerse de las cuchilladas, cayó de la silla y rodó, y escuchó los quejidos del animal. En un segundo el teniente se paró entre las hojas secas y la polvareda. Un embozado venía a la carrera y a los gritos pero él ya tenía el dichoso sable en la mano. Clanc. Lo recibió a pie firme, y el asesino se sacudió como un muñeco y siguió de largo. Otros dos lo rodearon, caracoleando y lanzando hachazos. San Martín sintió un corte ardiente en la muñeca izquierda y arremetió ciegamente, como si el sable fuera un garrote. Se oyó un crujir de huesos y un alarido, y uno de los jinetes se vino abajo. El teniente no se dio vuelta a verlo, pasó por debajo de otro caballo y lo pinchó en la ingle. El animal se alzó en dos patas y aterrorizado quiso echar a correr y chocó contra otro caballo. Y un embozado formuló una maldición y cayó de culo.

San Martín estaba lúcido y dolorido pero no sabía dónde se encontraban los unos ni los otros. Le chorreaba sudor por la cara y le latían las sienes. Giró en redondo, con los sentidos alerta, aferrado a su cartera de cuero y a su espada y vio por el rabillo del ojo que un espadachín se le venía encima. Lo paró con el filo en el último segundo y le devolvió gentilezas a brazo partido. Después hizo lo propio con su compañero, que lo atacaba por la diestra con una espada anticuada pero mortal. Sólo se oían los metales y los relinchos y por encima las maldiciones apremiantes de todos.

El teniente del Murcia atendía todos los frentes y mantenía a distancia y a braceadas y a puñetazos a sus atacantes, cuando el último jinete volvió de entre los árboles, vino al trote ligero, se inclinó levemente hacia adelante y le metió una puñalada en el pecho. Fue una puñalada de paso y San Martín sintió el pinchazo y el frío. Se llevó la mano a la herida y se agachó sin saber qué estaba pasando. Tuvo todavía un instante para verse la mano ensangrentada, pero en seguida le llovieron golpes y trompadas, terminó de rodillas y perdió en la paliza el sable y la respiración, y aguantó una seguidilla de patadas y de mandobles finales.

Cuando despertó estaba solo y despojado, sangraba por los pliegues del uniforme y le dolían todos los huesos. Tardó media hora en entender quién era y qué había sucedido, y entonces giró trabajosamente hacia la izquierda y trató de incorporarse. La boca se le llenó de sangre turbia y volvió a desvanecerse y a despertarse un siglo después. Caía el sol sobre el bosque, y el teniente del Murcia se sentó, luego logró pararse y al final caminó entre árboles, sin caballo, sin sable y sin cartera. Y también sin sentido, con una grieta en el corazón de pésimo pronóstico. «Estoy muerto», se dijo, y anduvo por ese laberinto de malezas y fue hallado desmoronado a los pies de un árbol por aquellos dos peregrinos, un hombre y una mujer de cara sucia y manos callosas, que lo socorrieron a lomo de mula.

José de San Martín se debatió entre la vida y la muerte durante dos días. Tuvo fiebres y delirios. Y como en una premonición, soñó entera una batalla sin saber que soñaba la gran batalla que haría llorar lágrimas de sangre a Napoleón.

5.
«
N
O HABRÁ PIEDAD NI MIRAMIENTOS»

«Madre que lo parió, es un plan muy peligroso», pensó el flamante ayudante del marqués de Coupigny. Aunque, claro está, se cuidó muy bien de no decir una palabra. El marqués le había permitido, en reemplazo temporario de otro de sus camaradas, pasarse un rato en el campo oval que formaban, detrás de la mesa de los generales, sus hombres más experimentados. San Martín estuvo dos horas detrás de Coupigny mientras éste debatía con el Estado Mayor, y sobre todo con el gran general Castaños, la estrategia para derrotar a los franceses. Estaban celebrando un consejo de guerra en la casa de una familia tradicional de Porcuna, y se mencionaba una y otra vez el nombre del diablo: Pierre Dupont de l'Étang.

Dupont era un aristócrata que había presenciado la toma de La Bastilla, había hecho carrera en la legión extranjera, acababa de ser nombrado conde por Napoleón y lo esperaba en París el bastón de mariscal si lograba aplastar la rebelión militar en Andalucía. Había entrado en Córdoba y había permitido que sus hombres la saquearan durante nueve días de horror y pesadilla, en los que los gabachos arremetieron contra iglesias, conventos y casas, asesinaron vecinos, degollaron niños, violaron monjas y robaron dinero, joyas, imágenes religiosas, alimentos, vehículos y caballos. Después, al abandonar Córdoba, tuvieron que marchar muy lentamente por el botín que llevaban: siete kilómetros de carros.

A Castaños y a Dupont les tocaba jugar el ajedrez de la guerra en aquel caluroso junio de 1808. Los demás serían sólo piezas expiatorias del pavoroso tablero. El plan del general Castaños era arriesgado e imprudente. Había que cruzar el Guadalquivir con dos divisiones, reorganizar las tropas en Bailén y avanzar hacia Andújar para caerle al enemigo por la espalda. Mientras tanto, él mismo fijaría a Dupont en Andújar y lo acosaría para hacerle creer que el ataque principal llegaría por el frente. «No sabemos siquiera cuánta tropa tienen los franchutes —se decía San Martín—. Y tenemos una marcha de cuarenta kilómetros en paralelo al flanco izquierdo del ejército de Dupont. Mala cosa.»El marqués fue puesto a la cabeza de la segunda división, que contaba con más de siete mil hombres y que tenía por objeto tomar posición inmediata deun punto cercano a Villanueva de la Reina, el poblado donde estaban instaladas algunas tropas estratégicas del ejército francés. El capitán ayudante iría a su lado, preparado para entrar en acción directa en cuanto se lo ordenase. También eran de la partida el subteniente Riera, mucho más atrás, y el húsar Juan de Dios, que cabalgaba con los ojos entrecerrados. El ejército del marqués marchaba al infierno o la gloria en una explosión de color, cada uno con el uniforme del regimiento original al que pertenecía, por terrenos verdes, pródigos y alegres donde reinaba, sin embargo, un silencio de muerte. Coupigny era alto y rubio, casi pelirrojo, y no gastaba mucha saliva. Pero sentía gran estima por su protegido, aunque tal vez presentía que San Martín estaba librando su propia batalla.

Castaños abrió el primer día de operaciones con un fuerte cañoneo de distracción. Y en La Higuereta, donde improvisaron un campamento, Riera se le acercó a San Martín y le preguntó qué ocurriría. Los dos se pasaban el agua de la cantimplora y se escondían de los últimos rayos del sol abrumador. «Los echaremos de Villanueva, sable en mano —le respondió el capitán en voz muy baja—. No habrá piedad ni miramientos.» Riera se encogió de hombros: «Ellos no tuvieron ningún miramiento en Córdoba.» Y escupió al suelo pensando que su capitán se solidarizaría con su odio. «He estado en muchas guerras como para saber que nosotros no somos mejores», pensó. No se lo dijo.

Al día siguiente, el marqués le ordenó que participara de la ofensiva contra los dos batallones que ocupaban esa pequeña población e impedían el paso. San Martín se puso en línea, extrajo el sable y se unió a la carga. Luego cruzó el río a los gritos con la caballería ligera, sintió la tétrica respuesta de la fusilería, y de costado notó que derribaban a dos de sus hombres. El chapoteo en las aguas del Guadalquivir, el ruido de las herraduras, los alaridos de dolor, las blasfemias en español y las maldiciones en francés, y de repente la orden de retirada del jefe de los gabachos y una persecución sangrienta más allá del río y del camino de Andújar a Madrid. Los jinetes perseguían a los soldados imperiales, y San Martín se puso las riendas entre los dientes, se pasó el sable a la mano izquierda, sacó de la funda de arzón una de sus pistolas y descerrajó un tiro a la carrera. Un sargento de las tropas napoleónicas recibió el disparo en la baja espalda, se revolvió sobre su caballo y cayó pesadamente en la huella.

Hubo muchas muertes en esa cabalgada y en un momento Coupigny ordenó volver grupas y tomar posiciones en la desalojada Villanueva de la Reina. Al regresar, San Martín cruzó miradas con Juan de Dios. El húsar traía en su caballo, como trofeo, un morrión francés. El capitán reconoció en el carácter del cazador que lo había salvado de la muerte los rasgos de algunos camaradas que habían combatido a su lado en África, en Portugal y en los Pirineos. Hombres singulares que luchaban con alegría y despreocupación hasta el mismísimo instante final en que los atravesaba el acero.

La algarabía del triunfo no lo distrajo de los caídos en el río. El capitán desmontó en la orilla y miró los dos cadáveres españoles que sus infantes habían sacado del agua. El subteniente Riera era uno de ellos. Tenía un impresionante orificio de bala en la garganta, y los ojos desorbitados e inexpresivos. Reivindicar su honor perdido le había salido muy caro. San Martín se acuclilló a su lado, le despejó el pelo mojado de la cara y le cerró los ojos.

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