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Authors: Jorge Fernández Díaz

Tags: #Relato, Histórico

La Logia de Cádiz (2 page)

BOOK: La Logia de Cádiz
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Eran dos soldados cetrinos y ágiles. Salieron al galope con la orden de adelantarse y explorar el terreno, y su jefe los vio desaparecer por el mojón.

El capitán no dijo una palabra, volvió al trote a la cabeza de la fila y retomó el paso preparando la paciencia para un largo rato. Pero los húsares lo sorprendieron volviendo a la carrera y frenando con vehemencia. «¡Caballería enemiga se escapa por el arrecife!», gritó el mayor, que se llamaba Juan de Dios y que era nadie. El capitán le habló con voz clara esta vez. Le ordenó que regresara a Aldea del Río, sobre el Guadalquivir, donde su jefe estaba acantonado, y que volviera con las instrucciones. Estaba impaciente por atacar y su tropa esperaba ansiosa y angustiada, pero la ida y vuelta del correo los mantuvo media hora en ascuas.

Al fin Juan de Dios reapareció con la noticia de que la misión era atacar a los gabachos y meterles bala y acero. El capitán montaba un caballo de cinco años, negro y con la crin y la cola recortadas, y llevaba fundas de arzón con dos pistolas. Rozó irreflexivamente las culatas con la vista perdida, y después levantó la cara, acarició los belfos de su montura y ordenó marcha ligera. La tropa, que le seguía cada uno de los gestos, hizo ruido de armas, campanilleos de espuelas y espadas, y crujir de fusiles y correajes. La columna cobró movimiento y se lanzó al ruedo. A razonable distancia del arroyo Salado, hacia la zona de los Amarguillos, el pelotón se detuvo y un oficial le pasó un catalejo. Dos jinetes de la avanzada francesa cruzaban el arroyo y se perdían en la vegetación. Estaban muy lejos como para darles alcance. El capitán era un hombre frío pero estaba muy caliente. A punto estuvo de lanzar, con ira, el catalejo al suelo. A cambio de eso, llamó a los gritos a los dos guías arjonillenses y les explicó someramente la situación. «Decidme cómo diantres les damos alcance a esos mosiús de la gran puta», dijo de corrido, torciendo la boca. «Hay una trocha, mi capitán», le respondió uno de ellos. Había efectivamente un atajo imperceptible entre los olivares que serpenteaba hasta las faldas de una colina cercana y que salía a las casas de postas de Santa Cecilia.

La caballería, seguida a la carrera por los infantes, se metió por esos senderos invisibles y llegó a destino cuando ya el sol se alzaba nítidamente en un cielo sin nubes. Desde esa posición no era necesario utilizar ningún catalejo. Se veía con toda claridad una línea entera de jinetes imperiales que, confiados en su amplia superioridad, esperaban a los españoles para hacerlos trizas. En esa situación, sólo un demente se atrevería a darles batalla.

Fue entonces cuando el capitán José de San Martín, oriundo de Yapeyú, extrajo su espada y, para estremecimiento de todos, gritó acompasadamente a sus húsares: «
¡En línea! ¡Sables! ¡A la carga!
»

2.
«
N
OS QUITAN LA GLORIA, MI CAPITÁN»

Había estado en muchas reyertas y tenía varias cicatrices. Había conocido de cerca la muerte a los trece y catorce años durante las batallas contra los moros de Melilla y Orán; había aprendido a reconocer los terroríficos ruidos de la fusilería en la campaña del Rosellón y había sufrido penurias y privaciones a bordo de un buque que combatía contra los ingleses. Lo habían atacado a estocadas cuatro bandoleros camino a Salamanca y había escapado milagrosamente de una turba que quería colgarlo de un árbol en una plaza central de Cádiz.

Al capitán no le temblaba el pulso en aquella madrugada de Arjonilla, pero sentía un ardor de úlcera en la boca del estómago. En los inicios de una carga de caballería había una especie de silencio pleno de gritos y amenazas, un sordo barullo de tropel y una cierta suspensión de la cordura. Durante esa carrera sin obstáculos parecía como si nadie respirara, y el choque contra el metal y la carne llegaba como un estrépito y como un desahogo irracional y salvaje. En esos momentos nadie pensaba en la patria, ni en su familia ni en su destino, no había ni siquiera pensamiento: sólo confusión y ansias de matar.

San Martín, sin embargo, tenía la obligación de mantenerse lúcido en la tormenta. Salvo que lo decapiten, un verdadero estratega nunca pierde la cabeza en una arremetida. Los veinte jinetes de su pelotón galoparon a ciegas con los ojos bien abiertos y se llevaron por delante a los franceses vitoreando a España y a Fernando VII, y cagándose a viva voz en los antepasados de Bonaparte.

La colisión fue eléctrica y estuvo llena de ruidos escalofriantes: tajos, golpes, quejidos, alaridos y relinchos de espanto. Un cazador español le partió el cráneo por la mitad a un cabo francés y dos soldados forcejearon para acuchillarse y rodaron al suelo, enredados y sangrientos. Hombre contra hombre, espada contra espada, se escuchaban los tañidos de metal y los insultos. Hasta que una punta acertaba entre costilla y costilla o atravesaba el pecho de alguien o se enterraba en los riñones de un infeliz. O hasta que el filo de un revés bien dado degollaba a un dragón francés o le abría un callejón en la barriga. También había pistoletazos a quemarropa que destrozaban un corazón o borroneaban una cara. Disparos cortos y alaridos largos.

El parte de batalla describiría luego la maniobra de San Martín como una acción de «inusitada intrepidez». Su pelotón surgió como un relámpago mortal y los dragones franceses caían como moscas. En la desesperación, y viendo quién mandaba en aquella mañana milagrosa, un oficial francés señaló a San Martín y les gritó a sus guerreros que se concentraran en darle muerte. Pronto lo rodearon cinco o seis tipos peligrosos llenos de cicatrices. El capitán atravesó a uno con su sable y bajó a otro de un mandoble, pero alguien chocó de frente contra su caballo negro y lo hizo tambalear. Hombre y bestia rodaron y el capitán quedó por un momento aplastado y a merced de las espadas. San Martín no tuvo tiempo ni siquiera de pensar que estaba perdido: Juan de Dios, el cazador de los Húsares de Olivenza que había detectado a los franceses y corrido ida y vuelta con la orden de aniquilar al enemigo, apareció de la nada, derribó a un francés de un sablazo, mantuvo esgrima con otros dos y sirvió de escudo humano.

Un sargento de la caballería de Borbón lo ayudó a ponerse en pie y le ofreció su propia montura, y Juan de Dios siguió peleando como si nada, mientras los cadáveres franceses cubrían el campo de batalla. El capitán dijo, entre dientes, «Virgen Santa», tomó las bridas de su nuevo caballo y trepó de un salto. Desde esa posición vio cómo el oficial francés y varios de sus dragones volvían grupas y emprendían una alocada fuga por entre los olivares. «¡A ellos, a ellos!», gritaban los españoles, cebados por la victoria: diecisiete dragones franceses yacían muertos y otros cuatro se veían muy malheridos. Había un solo soldado español lastimado. Era un triunfo inmenso y el jefe de los gabachos corría como si se lo llevara el diablo.

El capitán estaba sonriendo con ferocidad cuando lo traicionó el sonido de un clarín. Por un instante creyó que alucinaba, pero un segundo después volvió a escuchar el son de retirada y la sonrisa se le borró de repente. No podía ser posible. «¡Rediós!», gritó golpeando el aire con su sable. El sargento había recuperado el caballo y ya estaba junto a él: tampoco daba crédito a lo que sucedía. «Los tenemos, mi capitán, un rato y los tenemos», le rogó el sargento, y Juan de Dios se les unió montado sobre una yegua francesa. San Martín no los miraba. Sus ojos parecían clavados en la dirección de la que provenía la voz del clarín. Ya se habían acallado los sonidos de la batalla de Arjonilla y el capitán parecía debatirse entre el fuego y las brasas. «Nos quitan la gloria, mi capitán», dijo Juan de Dios, que llevaba el rostro tiznado y que estaba haciendo uso y abuso de la extraordinaria confianza que le otorgaba el hecho de haberle salvado el pellejo a su jefe. El capitán se volvió entonces para observarlo. Por un momento fue como si creyera que el húsar era un insolente, pero después se le aflojaron las facciones, adoptó una expresión calma y ensombrecida, envainó su sable y le preguntó a su sargento: «¿No escucha la orden de nuestro comando? A retirada», dijo sin énfasis. Apretó los muslos y pasó a bridas flojas entre caballos huérfanos y cuerpos sanguinolentos. Sofrenados pero alegres, sus hombres se descargaban con abrazos, felicitaciones, risotadas y blasfemias. San Martín, en cambio, miraba los rostros fieros y descolocados de los dragones franceses, hombres de mostacho tupido, curtidos veteranos de huesos grandes y carnes duras, y también algunos imberbes que habían jugado a ser mayores y que terminaban su corta vida allí, a campo traviesa, de cara al cielo. El capitán despertó de esa abstracción del horror de la guerra sólo cuando escuchó que sus hombres lo aclamaban. Un oficial que los conduce a un triunfo tan rápido y aplastante enardece siempre a la tropa y gana su admiración eterna. San Martín respondió con timidez a esos agasajos y organizó el regreso.

Lo recibieron con algarabía en el campamento de Aguas del Río, pero tuvieron que oír sus quejas. Alguien del comando informó a la
Gaceta Ministerial
de Sevilla los detalles de la tremenda hazaña. «Mucho sintió San Martín y su valerosa tropa que se les escapase el oficial y demás soldados enemigos, pero oyendo tocar la retirada hubo que reprimir su ambición», escribió un cronista. Luego informó de que San Martín había sido ascendido a capitán agregado del Regimiento de Caballería de Borbón y se refirió a cómo corrían aquel día en Arjonilla, horrorizados por la valentía española, el jefe francés y sus dragones, y anotó una frase memorable: «Los que así huyen son los vencedores de Jena y Austerlitz.»Ese texto fue la base de un edicto que la Junta de Sevilla repartió una y otra vez para retemplar el ánimo de su ejército y del pueblo. Todos se burlaban de cómo escapaban aquellos franchutes, que «hasta los mismos morriones arrojaban de terror». No sabían que aquella decisiva escaramuza del capitán San Martín era sólo el prólogo de la gran batalla de Bailén, donde correrían litros y litros de sangre y donde se cambiaría para siempre la Historia.

3.
L
A SOMBRA DEL LINCHAMIENTO

De regreso del fogón, con un cansancio sobrenatural encima, el capitán ya se encontraba en su pequeña tienda de lona, baúl y candil, cuando Juan de Dios se presentó a brindar con él. Venía un poco achispado el cazador y traía de regalo dos frascos enfundados en cuero. El capitán dejó los correajes y brindó por el rey con aquel otro héroe de Arjonilla. Juan de Dios, tambaleante y emocionado, le deseó fama y gloria, y a punto estuvo de desmayarse con un hipo sobre el catre. San Martín, que ya había sido demasiado condescendiente, llamó a su ordenanza, le pidió que llevara a Juan a la cama, lo arropara y que avisara a los suboficiales que tenía dos días de arresto por presentarse en estado de evidente ebriedad. Cuando se daba la vuelta para lavarse la cara en un cubo de agua fría bajo la luz de un farol de petróleo, tres húsares que pasaban lo vitorearon. El capitán les devolvió el saludo con simpática parquedad, se lavó, se secó, volvió a entrar en la tienda y se quitó las botas.

Afuera se escuchaban toques de cornetín y murmullos. «Y qué dirán ahora en Cádiz —se preguntó—. ¿Seguirán diciendo que soy un afrancesado, esos hijos de la gran puta?» Se sentó en el catre, prendió un cigarro habanero y, completamente insomne, procedió a afilar la hoja del sable sobre una piedra de esmeril. Mientras afilaba pensaba en el marqués del Socorro.

Se llamaba Francisco María Solano Ortiz de Rosas, también había nacido en América, y era a un mismo tiempo maestro y espejo del capitán San Martín. Un hombre gallardo y teatral, capaz de utilizar por igual la pluma y la espada, un héroe y un caballero, capitán general de Andalucía y gobernador político y militar de Cádiz. Solano había tomado a San Martín bajo su mando. Se habían conocido en la guerra del Rosellón y habían combatido juntos contra la terrible epidemia de la fiebre amarilla. En casa del gobernador, el capitán de Yapeyú se había relacionado con el arte, con la política, con las ideas y con la masonería. Ambos eran, naturalmente, contrarios al oscurantismo de sacristía y admiraban los ideales luminosos y modernos de la Revolución francesa. Pero la ocupación de España y la masacre del 2 de mayo de ese mismo año, cuando el pueblo de Madrid se levantó contra las tropas de ocupación y fue duramente castigado, los habían convencido de que debía declararse con urgencia una guerra contra Francia. Aunque las órdenes no llegaban y la gente tomaba la prudencia de Solano como un signo de traición.

Una noche, cien de los más exaltados entraron en la residencia por la alameda. Iban armados con pistolas, escopetas y navajas. Y los soldados que custodiaban el lugar los alentaban o hacían falsos gestos de resistencia. Sabiéndose perdido y entregado, Solano sólo atinó a dar unos disparos al aire que no disuadieron a nadie; subió por una escalera interior y ganó los tejados mientras sus compatriotas entraban en la Capitanía y destruían y saqueaban todo a su paso.

El marqués del Socorro saltó una pared y pidió refugio en la casa de una vecina irlandesa, viuda de un banquero, que lo escondió en una cámara secreta. Pero entre sus perseguidores estaba el albañil que había construido aquellos pasadizos y la suerte de Solano quedó sellada. Todavía logró correr un trecho, pero un ex novicio de la Cartuja de Jerez salió a atajarlo. Y el general lo empujó a la carrera. El ex novicio cayó a un patio interno y murió.

Entre varios lograron sujetar entonces a Solano y quitarle el calzado y las ropas a zarpazo limpio. Desgarrado y desnudo, el gener al fue conducido hasta la plaza de San Juan, donde ya estaban improvisando el patíbulo. Ataron sus manos a la espalda y dejaron que la turba lo golpeara, escupiera e injuriara de mil formas. Un marinero de los bajos fondos emergió del tumulto y lo alcanzó con su cuchillo en un costado. El general, mirándose la herida, le habló despectivamente: «Gran hazaña has hecho.» Un amigo personal apareció al rato y lo atravesó con su espada para abreviarle los sufrimientos y evitarle una muerte afrentosa.

En ese momento desembocó en la plaza el capitán San Martín, que en vano había intentado bloquear a los saqueadores en las otras alas de la residencia del gobernador. Tenía ya el sable roto en el puño y quería abrirse paso entre aquella muchedumbre cuando otro grupo que venía de incendiar la residencia del cónsul francés lo rodeó de repente. San Martín retrocedió dos o tres metros y descubrió en ese instante que lo estaban confundiendo con Solano y que ya lo insultaban en esa peligrosa vacilación que antecede a un ataque atroz. Era imposible hacerles frente. Dio media vuelta entre insultos y empujones, y echó a correr desesperadamente por calles laterales de Cádiz. Lo perseguían llamándolo «mameluco» y «afrancesado», dando voces y disparándole cada tanto con un trabuco casero. Exhausto, sin esperanza alguna y sin aliento, el capitán penetró en los umbrales de la iglesia abierta de los capuchinos, se paró junto a la imagen de la Virgen y nombró en un susurro final a su amigo, dándose por muerto.

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