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Authors: Jorge Fernández Díaz

Tags: #Relato, Histórico

La Logia de Cádiz (14 page)

BOOK: La Logia de Cádiz
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El granadero volvió grupas y al galope corrió mostrando a todos el trofeo más preciado: la bandera roja y gualda que los militares españoles usaban desde fines del siglo XVIII y que San Martín había defendido durante tantos años y en tantas batallas.

La infantería realista había sido herida de muerte con el ataque frontal. Los soldados de Zabala habían abandonado en el campo su artillería y sus muertos, pero estaban formando cuadro a ciento cincuenta metros del primer choque. Bermúdez no se lo permitió. Enloquecido de culpa y de ira lanzó la carga a fondo y se los llevó por delante. Los alaridos de dolor y los gritos de guerra tapaban las órdenes, y el tañido de los aceros, el crujir de los huesos y el horripilante rasguido de la carne sonaban más que los ocasionales disparos. El vigor de los granaderos era tan grande que los godos que quedaban vivos ya se dispersaban en desorden, o retrocedían hacia la bajada oponiendo bayonetas. Zabala había recibido una lanzada en un muslo y rengueando seguía dando voces desesperadas para que sus soldados ganaran la senda delgada y bajaran hasta la costa. «¡Viva Fernando VII y la invicta nación española!», gritaba a cada rato. «¡Y viva la madre puta que te parió!», le respondía Bermúdez.

La fuerza de la carga de Bermúdez era tan ciega que su segundo atropello a varios enemigos hasta el borde de la barranca, recibió un disparo en la cabeza, pero no le dio gran importancia y siguió cabalgando hacia el vacío. En la playa y en los botes, la retaguardia española vio cómo un jinete y su caballo galopaban en el aire, volaban y volaban, y caían metros y metros hasta las piedras y la arena dura. Como si creyeran que aquel jinete del infierno tenía poderes sobrenaturales, se le acercaron para rematarlo a cuchilladas.

Entonces los buques españoles abrieron fuego a discreción. Y varios granaderos recibieron la andanada y murieron en el acto. Un obús alcanzó a Bermúdez y lo derribó. El capitán se revolvió de dolor y rabia, y quiso seguir pero cayó asombrado: tenía completamente dislocada una pierna. El proyectil le había quebrado la rótula y la sangre manaba de manera incontenible. «¡A degüello, a degüello! ¡No dejen escapar a esos malparidos!», gritó todavía, a punto de desmayarse.

Zabala había logrado que varios de sus infantes recularan por la senda que daba al arroyo, pero otros en medio del pánico huían hacia el borde mismo del barranco perseguidos por los granaderos a caballo. Estaban tan aterrorizados que se lanzaban por el precipicio y se hacían pedazos contra las rocas. Un oficial del regimiento les dijo que se entregaran, pero los españoles parecían haber perdido la razón. Y se seguían arrojando al abismo, pensando ilusamente que podían salvarse y ganar los botes. Sus cuerpos rebotaban y se desmembraban barranca abajo, y en los días que siguieron sus restos diseminados sirvieron de plato para las aves de rapiña.

Apuntalado por su ayudante, San Martín montó un caballo criollo, avanzó por la planicie, en medio de los destrozos del campo de batalla, y dispuso un frente para evitar que los infantes intentaran volver a subir y también una línea de francotiradores para que les hicieran difícil el reembarco. El cañoneo de los buques no cesaba, y Zabala y sus hombres se protegían recostándose contra las barrancas, sitiados a la sombra, sin poder avanzar ni tampoco retroceder.

El coronel vio a Bermúdez caído y ordenó que lo llevaran rápidamente al convento. El capitán no podía mirarlo a los ojos. «Riera», dijo en voz baja San Martín y tiró levemente de las bridas. Había regueros de sangre, cadáveres, moribundos, heridos, contusos, devastación y humo, y un fuerte e inconfundible olor a muerte. El coronel contó más de cincuenta muertos diseminados a lo largo y a lo ancho de doscientos metros de planicie, y verificó que su regimiento había tomado a catorce prisioneros. El aplastamiento de la pierna y el golpe del hombro y del brazo no le impedían moverse por ese jardín infernal. Sus soldados lo miraban como a un ánima bendita, con el tajo en la mejilla y el vómito de sangre de Cabrai que le manchaba el uniforme.

A las ocho de la mañana se había montado un hospital de campaña en el comedor de los frailes, las apaleadas tropas realistas habían logrado subir a los botes y los cañones habían dejado de disparar.

Un médico le realizó las primeras curaciones al coronel, pero éste se lo sacó de encima. Había un granadero riojano con un pie destrozado, un puntano que había perdido el brazo izquierdo, varios tenían fracturas expuestas y mutilaciones, y algunos se debatían entre la vida y la muerte. Un oficial le mostró el cadáver de Cabrai. El correntino dormía en un gesto ceñudo, como si aún estuviera contrariado. San Martín le tomó el único botón de la chaqueta que no estaba viciado por la sangre reseca. Ese botón relucía.

Por algunos años, al pasar lista, se llamaba a Juan Bautista Cabrai, y el sargento más antiguo respondía: «Murió en el campo del honor, pero existe en nuestros corazones.» Y en el código militar, el santo y seña que significaba regimiento alerta y vigilante, era: «Cabrai, mártir de San Lorenzo.»También rengueando y a paso lento, el coronel salió al huerto sin visitar a Bermúdez. Estaba magullado y muy enojado con su capitán, que no había sabido cortar a tiempo la retirada del enemigo. Un joven teniente lo ayudó a sacarse la chaqueta y un asistente le trajo una silla. Se ubicó bajo un pino piñonero, cuya semilla los franciscanos habían traído de las costas del Mediterráneo, y dictó el parte de batalla. Era un árbol añoso y se estaba haciendo eterno. En Waterloo, el duque de Wellington se había refugiado bajo un olmo durante los principales tramos de la jornada gloriosa. Cuando todo terminó, un inglés lo hizo serrar y se lo llevó a Inglaterra de recuerdo. Wellington se había mantenido allí con tozudo heroísmo mientras le llovían las balas de cañón. Su ayudante de campo acababa de morir a su lado, y un oficial le señaló al duque una granada caída y a punto de reventar. «Milord, ¿cuáles son las instrucciones que nos deja si se hace matar?», le preguntó con ironía inglesa. «Que hagan lo mismo que yo», le respondió Wellington con idéntica flema.

San Martín no tenía aquel mismo temperamento, pero fue mejorando el humor negro a medida que avanzaba el dictado de los hechos. Se imaginaba lo que fue: cuando el mensajero llevó la noticia a Buenos Aires hubo una salva de artillería y un repiquetear interminable de campanas. «Y qué dirán ahora los porteños —se preguntó—. ¿Seguirán diciendo que soy un espía español, eso hijos de la gran puta?»Eran casi las mismas palabras que había mascullado después de Arjonilla. Habían cambiado los nombres, los lugares y las razones políticas, pero no habían cambiado ni las calumnias, ni el resentimiento ni su sed de revancha. Así como
La Gaceta Ministerial
de Sevilla lo había hecho célebre luego de Arjonilla,
La Gaceta
de Buenos Aires lo cubriría de elogios. Pese a que jamás dos acontecimientos se repiten de manera exacta, comprobaba ahora el coronel, los hechos venían de dos en dos o de tres en tres, y efectivamente no había más que quince o veinte personalidades combinables en la raza humana. Solano era Aguado y Coupigny, y el malogrado subteniente Riera y el húsar Juan de Dios habían vuelto para combatir aquella madrugada en los alrededores del convento de San Carlos. Así como Arjonilla fue una reyerta pequeña pero decisiva que determinó el ánimo con que se vencería en Bailén, San Lorenzo era la génesis de una fuerza profesional que cambiaría la historia de América del Sur. Distanciados por cuatro años, los dos encontronazos estaban íntima y secretamente ligados. Sólo que el capitán San Martín había luchado bajo la bandera roja y gualda, y el coronel San Martín había guerreado contra ella. Y lo más extraño era que siempre había peleado por la misma causa.

Hacía un calor sofocante a media mañana, cuando vino de sus oficiales le avisó de que el capitán Zabala había vuelto a desembarcar y que solicitaba permiso para parlamentar con los vencedores. San Martín mandó un emisario y a su regreso se enteró de que el comandante no tenía víveres ni forma de alimentar a los heridos: ofrecía pagar por un poco de carne. El coronel ordenó que le entregaran media res y que lo aprovisionaran. Fue entonces cuando el emisario trajo una última propuesta:

«Dice el señor comandante que a título personal le gustaría conocer a los granaderos y estrechar la mano de su jefe.»

Parish Roberston, que se había acercado al pino, lanzó una carcajada. San Martín no reía. Se tocó la mejilla lacerada, pensativo. Luego levantó la vista y le dijo a su portavoz:

«Dígale al señor comandante que tendré mucho gusto en que nos acompañe a desayunar.»

21.
L
A CICATRIZ DE LOS HÉROES

A través del campo de batalla, de donde ya habían sido retirados los cuerpos y las armas pero donde aún quedaban restos del encuentro, el vizcaíno rojizo y bien plantado caminó trescientos metros con la mano en el pomo de su espada y la cabeza erguida. El coronel lo esperó delante del convento: tenía la pierna floja y entumecida, el brazo en cabestrillo y la mejilla cruzada por una cicatriz roja. El capitán Zabala era un oficial de artillería de Marina y vestía una casaca corta azul con solapa, pantalón blanco ajustado y botas negras. Llevaba el muslo vendado y manchado de sangre, y andaba también con cierta dificultad. A cuatro pasos de distancia, se quitó el morrión con respeto. San Martín sabía que en la chapa frontal de ese morrión lucía la vieja efigie de Fernando VII y la leyenda «Viva el rey».

Se dieron un abrazo de protocolo y el coronel lo invitó a entrar. Los oficiales se apartaron y los dos jefes atravesaron el patio interior y ocuparon sillas en una sala fresca de baldosas rojas, en el sitio opuesto al comedor de los frailes, donde todo eran suturas y amputaciones. Un piquete formado por las milicias tenía la orden de cavar una fosa común para sepultar lo antes posible los cadáveres. El calor seguía apretando y se imponía un entierro rápido por miedo a infecciones y sobre todo a la peste.

San Martín presentó a Parish Robertson, y éste se inclinó con respeto y pidió a su sirviente que abriera las maletas y descorchara sus botellas de vino. Ese solo gesto convirtió el desayuno en un almuerzo. Los curas apuraron los platos mientras Parish llenaba las copas. «Lamento mucho esa cicatriz», dijo diplomáticamente Zabala. «No será la última», le respondió el coronel.

Zabala estaba sorprendido por el acento andaluz y la profesionalidad de aquel ex camarada. San Martín le preguntó dónde había servido y con quién. Hablaron de regimientos y de campañas, y de amigos en común, y también de la guerra de la independencia española. El vizcaíno se quedó frío al saber que aquel héroe criollo era dueño de una medalla de Bailén. «Luego se la dieron a cualquiera», dijo San Martín quitándole importancia. Era cierto, más tarde acuñaron miles de medallas para levantar la moral del alicaído ejército peninsular.

Hablaron un buen rato de España y de Andalucía, y también de Wellington y de Napoleón. Zabala contó que había peleado a órdenes de Liniers y que había participado en Paraguari y Tacuari contra los patriotas. Y dijo que jamás se había enfrentado en aquellos pagos con un regimiento al estilo napoleónico y con otro español de pura cepa. San Martín sonrió y mandó traer a dos granaderos, les hizo presentar armas, le mostró el uniforme y le dio clase sobre las técnicas modernas de la caballería. «A mi pesar, lo felicito», dijo Zabala, y Parish abrió otra botella. Todo se desarrollaba con la caballerosidad y el pundonor que San Martín predicaba. Habían combatido con saña y sin piedad, pero eran dos hidalgos y terminada la faena no quedaba más que respetarse.

Los curas sirvieron una sopa y después un puchero improvisado con restos de un guiso de la víspera. El menjunje tenía morcillas, garbanzos y toronjil, patatas y costilla de res, y era tolerable para esos hombres en campaña eterna, más acostumbrados a mascar carne seca de trinchera que manjares de primer orden. El vino del inglés, en cambio, era una delicia y aflojaba la lengua. A los postres, cuando en la larga sobremesa los curas trajeron bizcocho dulce y algunas frutas de estación, Zabala confesó que su misión consistía en burlar la vigilancia de las baterías de Punta Gorda y cortar el comercio fluvial entre Paraguay y Santa Fe. «Sólo queríamos bajar en San Lorenzo para buscar comida y seguir con el plan —dijo amargamente—. ¡Buen tiro por la culata!» Y entonces, con el mayor de los respetos y cuidados, tristemente alegre como estaba, el capitán realista le preguntó de nuevo al coronel por qué se había metido en aquella insurgencia. «Esto no es una insurgencia, capitán —le respondió San Martín—. Ésta es la revolución.» Tomó el morrión de Zabala y le señaló la efigie, y expuso durante largo rato por qué Fernando VII representaba las ideas contrarias de la verdadera España y por qué no podía él resignarse a aceptar ese yugo.

Zabala recogió el morrión y se quedó en silencio. Sonaban las chicharras de ese febrero ingrato, los soldados iban y venían dentro del monasterio. «He hecho prisionero al jinete que voló por los aires en el barranco», dijo entonces el capitán. «¿Sigue vivo?», se extrañó el coronel. «En mal estado.» Zabala se pasó una mano por la cabellera pelirroja; tenía los ojos cansados y mal semblante. «Si usted estuviera de acuerdo, coronel, sería bueno para los dos intercambiar prisioneros y despedirnos.» San Martín se le quedó mirando un momento, después asintió y dijo: «Duerma una siesta y luego veremos.» El capitán también asintió y apuró otra copa. Un granadero lo condujo hasta un dormitorio de frailes. Todo el cansancio de la derrota le había caído sobre los hombros. «¿No temerá Zabala de nosotros una trampa o un golpe de mano?», quiso saber Parish. «No —dijo el coronel—. Usted no entiende. Es un asunto de honor.»El inglés se revolvía en su asiento. «¿Sabe cuánto duró el combate?», preguntó. «Quince minutos», respondió San Martín sin mirarlo. Quince minutos: todo y casi nada.

Después de cruzar tortuosamente la cordillera de los Andes, el coronel y su ejército llevarían a cabo en pocos años contiendas descomunales. En Chacabuco, y a pesar de su agudo ataque de gota, rabioso y a la vez cerebral, San Martín jugó sus fichas durante diez horas y al final tomó la bandera celeste y blanca de manos de su portaestandarte, se colocó de nuevo a la cabeza de los granaderos y se lanzó a la carga definitiva. Aquel día hubo seiscientos españoles muertos y quinientos prisioneros. Ya le decían «el Libertador», y era todo un estratega. En Maipú eligió el terreno de lucha y un plan ofensivo con dos líneas y tres divisiones. Se trataba de una clásica maniobra de aniquilamiento: en seis horas, murieron seis mil realistas y fueron detenidos, desarmados y reducidos otros tres mil. Se podría decir de aquellas batallas lo mismo que Víctor Hugo escribió sobre la más desmesurada de todas ellas: «El pánico de los héroes se explica de ese modo. En la batalla de Waterloo hubo algo más que nubes: hubo un meteoro. Por allí pasó Dios.»San Lorenzo, comparado con la larga campaña libertadora, había sido una gesta pequeña. Sin embargo, por allí también pasó Dios el 3 de febrero de 1813: sin aquel taller revolucionario quizá no hubiera triunfado la revolución. Aquel día había nacido de algún modo la caballería sudamericana.

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