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Authors: Jorge Fernández Díaz

Tags: #Relato, Histórico

La Logia de Cádiz (15 page)

BOOK: La Logia de Cádiz
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Durante la siesta de Zabala, el coronel se paseó por la huerta, ensimismado y deprimido, recordando la perplejidad con que el capitán de la artillería española escuchaba sus argumentos de conversión. Ese pensamiento lo llevó a Solano, que había sido muerto por disentir, y a su amigo Coupigny, procesado por pensar en la libertad, y a su amigo Aguado, que había tenido que afrancesarse para seguir siendo republicano. Todos ellos, con sus diferencias y matices, eran hijos bastardos de una España que no reconocían y que quería barrerlos del mapa.

Cuando el jefe de los corsarios del Paraná regresó de su breve sueño, San Martín tenía preparados los términos del canje. «Fue un gusto conocerlo, coronel», dijo Zabala: se colocó el morrión y en posición de firme le hizo la venia. San Martín le devolvió el saludo con la cabeza y dejó que el capitán marchara junto a los oficiales, algunos granaderos y los prisioneros realistas: tres de ellos iban semimuertos en carreta. Junto a la desembocadura del arroyo, en la playa, se produjo el intercambio por el jinete audaz y tres patriotas paraguayos que trajeron en lancha.

El jinete estaba efectivamente destrozado, y murió sin despertar en el comedor de los frailes.

El hospital que funcionaba en aquel salón monacal estaba lleno de quejidos. El médico pidió hablar con el coronel: la pierna de Bermúdez estaba cerca de la gangrena y era preciso amputarla. Pero él no se atrevía a practicar una cirugía mayor. El coronel mandó traer un médico de Santa Fe y otro de Buenos Aires.

Antes del atardecer celebraron misa en el campo santo, donde yacían los granaderos muertos. Y por la noche San Martín visitó a Bermúdez, que estaba mudo y pálido. El coronel no quería ser condescendiente, había puesto por escrito en un segundo parte el desgraciado error de su capitán. Por errores mucho menores había habido duelos y expulsiones en el regimiento, y Bermúdez lo sabía. «Tendrán que amputarle, capitán», le dijo entonces San Martín. Se lo dijo en tono firme pero a la vez pesaroso. «Como usted ordene, mi coronel», dijo Bermúdez, y se quedó callado. Había en su tono una emoción contenida: le importaba más el bochorno que su pierna. El coronel no dijo nada. Permaneció esa noche en vela, recluido en una de las celdas del convento, y por la mañana destacó un pelotón de custodia, nombró a un oficial del regimiento para que se quedara a cuidar a los heridos, y preparó la marcha de regreso.

Los barcos de Zabala habían desaparecido del horizonte y las aguas del río estaban quietas. Parish Robertson se acercó a despedirse. «Tal vez no sea la última vez que nos veamos», dijo impresionado. «Ojalá que no», le respondió San Martín sobre su caballo. «¿Qué ocurrirá con Bermúdez?», insistió el inglés, en el estribo de su carruaje. «Le amputarán una pierna», dijo el coronel. Los dos se estaban mirando fijo. Los errores, el honor, la vergüenza, el castigo, la locura. Todo eso había en esas miradas. «Así es la guerra, mi amigo —dijo San Martín sin remordimientos y sin orgullo. Y se tocó el sombrero—: Vaya con Dios.»Parish siguió viaje hacia el norte y los granaderos hacia el sur. Regresaron a Buenos Aires lentamente, saboreando el paisaje que casi no habían visto en las noches de marcha forzada. A los pocos días un emisario le informó al coronel San Martín de que luego de la amputación, una mañana al llevarle el mate cocido, los frailes habían encontrado sin vida al capitán Bermúdez.

Al destaparlo se dieron cuenta de que se había aflojado el torniquete del muñón para dejarse morir.

22.
C
AE LA NIEVE SOBRE EL
P
ETIT
B
OURG

Después de dar cuenta lentamente del faisán y los dulces helados, Aguado los invitó a fumar y a tomar unas copas en la zona de los sillones. Balzac había escuchado los añejos episodios de la revolución y aquel raro hilván que unía Arjonilla con San Lorenzo. Muchas veces había interrumpido el relato del general San Martín en busca de una precisión o para entender mejor un suceso. El general no era afecto a esa clase de monólogos, pero su amigo quería a toda costa que el gran novelista escuchara aquella historia y conducía la conversación sin permitirle atajos ni digresiones. El propio Aguado estaba fascinado con la epopeya, pretendía escucharla una y otra vez como hace un niño con un relato de aventuras, y quizá buscaba secretamente que Balzac se entusiasmara con ella y la llevara luego al papel.

Balzac parecía entretenido, pero lo que verdaderamente lo tenía atrapado era aquel sable morisco que el general había descolgado de la pared de su casa del Gran Bourg para traerlo por las calles nevadas. A Balzac lo enloquecían los objetos y era capaz de empeñarse para darse un gusto. Coleccionaba todo tipo de cosas, y perdía el hambre, el sueño y la cabeza por unas tacitas de porcelana china, una pantalla de seda bordada o por aquel bastón de cabeza de zafiros. La espada de un héroe exótico era por lo tanto irresistible.

San Martín la tomó del perchero y se la entregó. Después buscó una de sus pipas, se acomodó en un sillón y se puso a fumar. Habían pasado muchos años de guerra y exilio, las canas le clareaban el pelo y las arrugas le enaltecían los ojos vivaces. Venía vestido con levita azul, chaleco de seda negra, pantalón celeste y corbata atada con cuidadoso desdén. Balzac, en cambio, lucía desaliñado y vulgar, con su cuerpo de botellón, sus hombros caídos y el vientre voluminoso. Sólo los ojos verdes y francos, y las manos espléndidas lo salvaban. Eso y su reputación literaria, y las anécdotas de su infortunio, rasgos que atenuaban su vanidad infantil y ciertos modales de jabalí gozoso, como lo había calificado alguna vez alguien en París.

El escritor era un comprador compulsivo y tenía que trabajar sin descanso como folletinista para sobrellevar sus deudas. Vestido con su túnica blanca de cachemira, obligado por sus acreedores y poseído por tramas que se iban escribiendo solas, sin un plan determinado, Balzac se pasaba dieciocho horas por día llenando páginas. Vivía tan a fondo el mundo de sus personajes que hablaba de ellos como de personas de carne y hueso, y caía frecuentemente en alucinaciones. «Haré con la pluma lo que Napoleón hizo con la espada», decía en sus momentos de soberbia. Pero después se dejaba convencer por los directores de los periódicos que publicaban sus entregas para acomodarse un poco al gusto del público y facilitarle la lectura. La academia no le reconocía sus valores, pero Alejandro Aguado se había transformado en su protector.

Aguado pensaba íntimamente que así como había una conexión secreta y desconcertante entre algunos sucesos de la vida había también sutiles razones que unían a los hombres. No podía explicarlo, pero algo vinculaba a Balzac con San Martín.

El viejo general se había reencontrado con Aguado de casualidad por las calles de París. Resultaba sorprendente que su antiguo compañero de «El Incansable», aquel ex coronel que se había afrancesado en Sevilla y había traicionado a España en favor de Bonaparte, se hubiese convertido durante todo ese tiempo en el hombre más rico de Europa. «¿Un banquero?», se extrañó San Martín. «Hombre, cuando uno no puede llegar a ser libertador de medio mundo, me parece que se le puede perdonar quesea banquero, ¿no?», le respondió Aguado con ironía. El general estaba enfermo y sin recursos, y haberse cruzado con su antiguo camarada de armas, a la vuelta de tantas revoluciones y muertes, había sido providencial. Aguado lo invitó a su mansión de la rue Grange Batelière y le mostró su colección de pinturas entre las que había obras de Rembrandt, Da Vinci, Velázquez, Zurbarán, Tintoretto, Fragonard, Tiziano, Van Dick, Rubens y El Greco. También le enseñó notables bronces de dioses paganos, esculturas valiosísimas y hasta torsos en mármol atribuidos a Miguel Ángel. Todos los jueves Aguado invitaba a almorzar a científicos, músicos, pintores, poetas, pensadores y novelistas. Y los viernes compartía su palco de honor en la Opera con los hombres más destacados de Europa. Gioachino Rossini, que también era su amigo, le compuso
Cantata para
el bautizo
del
hijo
del
banquero Aguado
, una pieza para seis voces y piano. Y creó en su casa
Guillermo Tell
, aquella célebre ópera.

Caído el imperio napoleónico, Aguado había abandonado la vida militar y se había dedicado con frenesí al comercio. Comenzó a importar de Sevilla aceitunas, aceites y naranjas, y a exportar a España delicias de la cocina francesa. Se metió audazmente en veinte negocios a la vez, hizo fortuna, especuló con las ganancias en bolsa e incursionó en las finanzas internacionales. En esa posguerra europea, cuando los asuntos comerciales todavía tenían métodos anticuados y las arcas públicas estaban exhaustas, el impetuoso sevillano comenzó a moverse con inteligencia y a dejar estupefactos a todos: la Banca Aguado se convirtió de pronto en una de las principales instituciones financieras del Viejo Continente.

Fernando VII, en bancarrota y amenazado por los acreedores de España, envió a la desesperada a un funcionario con la misión de negociar el aval para un crédito con el antiguo traidor a la Corona. Aguado rechazó la proposición de ser garante y asumió directamente la responsabilidad de gerenciar un empréstito de quinientos mil pesos fuertes a cambio de bonos de la deuda pública española que se colocarían en todas las bolsas de Europa. En poco tiempo los bonos Aguado era conocidos y respetados, y otros gobiernos buscaban los mismos avales. Aguado auxilió a Grecia y desarrolló negocios con Bélgica, Austria y Estados Unidos. Rendido a sus pies, Fernando VII lo recompensó con el título de marqués de las Marismas del Guadalquivir y le otorgó en concesión exclusiva la explotación de todas las minas de oro, plata, metales y piedras preciosas, además de todas las canteras de mármol del reino y la cuenca carbonífera de Asturias.

El marqués de las Marismas fundó escuelas, donó terrenos para la creación del cementerio de Herví, inauguró un puente colgante sobre el Sena, creó la bodega Château Margot, sostuvo el teatro lírico francés, compró imprentas y diarios, y fue mecenas de las artes y las ciencias.

Entre todas las fincas que poseía fuera de la capital, su lugar favorito era el castillo de Evry, una mansión renacentista rodeada de bosques y jardines, ubicada a veinticinco kilómetros de París, entre el Sena y la ruta de Fontainebleau. Allí habían pernoctado los reyes de Francia y Napoleón Bonaparte había abdicado dos veces. Llamaban al palacio el Petit Bourg, y Aguado invitó a San Martín a pasar una temporada entre esas paredes llenas de historia.

Bajo su influencia el general compró una casa de campo de dos plantas a pocos metros, y también una vivienda en París. En la zona de Grand Bourg, adonde se mudó con su hija Mercedes, llevaba una vida apacible. San Martín se levantaba temprano, se ponía una bata, se preparaba té o café en un mate y los tomaba con una bombilla de caña. Picaba él mismo el tabaco para sus pipas, limpiaba con esmero sus armas de fuego y se cosía sus propias prendas. También hacía miniaturas de carpintería o iluminaba fotografías marinas, leía libros de filosofía y salía a cabalgar. Tenía un perro que le habían regalado en Guayaquil y a quien entrenaba con paciencia de soldado. Simulaba que lo condenaba a muerte por desertor y le disparaba con un bastón: el perro se desplomaba y se mantenía caído con los ojos cerrados como si estuviera muerto. También guardaba, aunque no volviera a verlas, las ropas de Granaderos a Caballo con las que había cruzado los Andes y el pomposo uniforme de Protector del Perú. Nada de todo eso tenía ahora demasiado sentido. Era un anciano desterrado y amargo, preocupado siempre por las noticias de ultramar y lleno de achaques.

El banquero decía que el general era tan o más importante que Bolívar, y que se había convertido en su mejor amigo. «Lo considero un genio entre los grandes genios militares que ha dado la Humanidad —dijo una vez en público—. Ese hombre a quien vosotros no conocéis, después de asegurar la independencia de su tierra, solo, con su esfuerzo, creó un formidable ejército, cruzó los Andes, y hago mención, señores, a cuatro mil setecientos metros sobre el nivel del mar. Y enfrentó y derrotó a los mejores ejércitos españoles y dio libertad a medio continente.»A San Martín le agradaban esos reconocimientos y esa amistad, pero últimamente sólo se jactaba de haber sabido educar a su hija. Cuando huyeron juntos de las Provincias Unidas en Le Bayonnais, el general pudo comprobar que era insubordinada y caprichosa. «La mayor parte del viaje la pasó arrestada en el camarote», contaría. Luego la internó en un colegio inglés y al final le redactó once máximas que no tenían la rigidez del código de honor de los granaderos pero que le marcaban un camino irreductible. Al tiempo, el general escribió una carta: «Cada día me felicito más de mi determinación de haber conducido a mi chiquilla a Europa y haberla arrancado del lado de doña Tomasa; esa amable señora, con el excesivo cariño que le tenía, me la había resabiado en términos de que era un diablotin. La mutación que se ha experimentado es tan marcada como la que ha experimentado en figura. El inglés y el francés le son tan familiares como su propio idioma, y su adelanto en el dibujo y la música son sorprendentes.» No quería formar una dama de gran tono, sino una «tierna madre y una buena esposa», y lo consiguió. Mercedes se casó y le dio dos nietas. Y la familia de San Martín era frecuentemente invitada al Petit Bourg, donde los Aguado organizaban fiestas y les daban verdadero calor de hogar.

El banquero, años después de aquel encuentro entre San Martín y Balzac, se empeñaría en regresar con su amigo a España. «No puede ser que nos hayamos convertido en gabachos, franchutes y
monsiús
de la gran puta —bromeaba—. Sería un triunfo regresar juntos.» Tenía que visitar sus minas de Asturias, de modo que pidió a la Cancillería que se le permitiera a San Martín pisar tierra española. «Los súbditos de las repúblicas no reconocidas de América son mirados aquí como españoles», le respondieron oficialmente. El general de Yapeyú le dijo al marqués de las Marismas que sólo viajaría bajo el reconocimiento de su patria y de su cargo militar. Eso no fue posible de lograr, ni siquiera para el todopoderoso Alejandro Aguado. Así que viajó solo y resignado y, mientras trataba de franquear la ruta que va de Oviedo a Gijón, su carruaje quedó atascado por una tormenta de nieve. Sin querer esperar nada ni a nadie, Aguado se bajó del carruaje y empezó a caminar por esos andurriales helados. Le dieron cobijo en una casa humilde, adonde llegó perdido y con dolor de pecho. Murió allí mismo de un súbito infarto.

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