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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, #Fantástico

La sanguijuela de mi niña (25 page)

BOOK: La sanguijuela de mi niña
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Los Animales empezaron a aparecer por la tienda a eso de medianoche, y Tommy vio con satisfacción que todos parecían tan resacosos, por lo menos, como él. Drew, alto, delgado y mortalmente serio, los hizo sentarse en los mostradores de las cajas a esperar su diagnóstico. Fue pasando de uno en uno, mirándoles las lenguas y el blanco de los ojos. Luego echó a andar hacia la oficina, enfrascado en sí mismo. Un momento después entró en la oficina y volvió con el manifiesto de aduanas del camión.

Anotó el número de casos, inclinó la cabeza, se sacó un bote de pastillas del bolsillo de la camisa y se lo dio a Tommy.

—Tómate una y pásalo. ¿Quién bebió tequila?

Simón, que se había echado el Stetson negro sobre los ojos, levantó la mano con un leve gemido.

—Tú tómate dos, Simón. Son Valiums cinco.

—Heroína para amas de casa —dijo Simón.

Drew anunció:

—Que todo el mundo se tome una botella de Gatorade, un trago de Pepto, tres aspirinas, unas cuantas pastillas de vitamina B y dos de Vivarin.

Barry, el submarinista calvo, dijo:

—No me fío de esas cosas que se compran sin receta.

—No he acabado —dijo Drew. Se sacó del bolsillo de la camisa una funda para puros de aluminio, quitó la tapa y la volcó en su mano. Cayó un rollo de papel largo y amarillento. Se lo tendió a Tommy. Olía a una mezcla entre mofeta y gargajo de eucalipto. Tommy miró a Drew levantando una ceja.

—¿Qué es?

—No te preocupes por eso. Lo recomienda la Asociación Médica Jamaicana. ¿Alguien tiene fuego?

Simón le acercó su Zippo y Drew se lo pasó a Tommy.

Tommy vaciló y miró a Drew antes de encender el porro.

—Es solo hierba, ¿verdad? No será una de esas drogas sintéticas que si te las tomas matas a toda tu familia con una sierra mecánica y luego mueres ahogado en tu propio vómito, ¿no?

—No, si se usa como es debido —contestó Drew.

—Ah. Bueno. —Tommy encendió el Zippo, prendió el porro y aspiró con fuerza. Retuvo el humo (empezaron a llorarle los ojos, arrugó la cara con terquedad de gárgola y sus miembros empezaron a contorsionarse como si le hubiera entrado una cagalera instantánea) y le ofreció al porro a Lash, el negro.

Se oyó un golpe en la puerta delantera, seguido por un golpeteo rápido que sacudió las ventanas. Tommy soltó el porro y tosió, echando un chorro de humo y saliva a la cara de Lash. Los Animales gritaron y se volvieron, más que sobresaltados doloridos por aquella agresión a su resaca colectiva.

Al otro lado de las puertas automáticas, el Emperador golpeaba el marco con su espada de madera. Los perros saltaban a sus pies, ladrando como si hubiera un mapache en el tejado de la tienda.

Tommy, que todavía intentaba recuperar el aliento, buscó en su bolsillo las llaves de la tienda y se acercó a la puerta.

—No pasa nada. Lo conozco.

—Todo el mundo conoce a ese viejo loco —dijo Simón.

Tommy giró la llave y abrió la puerta. El Emperador cayó dentro de la tienda. Holgazán y Lazarus pasaron de un brinco por encima de su amo y desaparecieron por un pasillo.

El Emperador empezó a hacer aspavientos en el suelo y Tommy tuvo que apartarse para que no le diera en la espinilla con la espada de madera.

—Tranquilo —dijo—. No pasa nada.

El Emperador se puso en pie y lo agarró por los hombros.

—Tenemos que reunir a nuestras tropas. El monstruo está aquí. ¡Aprisa!

Tommy miró a los Animales y sonrió.

—No pasa nada, de verdad. —Luego le dijo al Emperador—: Cálmese, ¿vale? ¿Quiere que le traiga algo de comer?

—No hay tiempo para eso. Tenemos que plantar batalla.

Simón gritó:

—Puede que Drew tenga algo para que se calme.

Drew había recuperado el porro y estaba encendiéndolo otra vez.

Tommy cerró la puerta y echó la llave; luego cogió del brazo al Emperador y lo llevó hacia la oficina.

—Verá, majestad, ahora está dentro. Está a salvo. Vamos a sentarnos, a ver si podemos aclarar esto.

—Las puertas cerradas no lo detienen. Puede convertirse en niebla y pasar por la grieta más pequeña. —El Emperador se dirigió a los Animales—. Armaos mientras todavía estéis a tiempo.

—¿De quién habla? —preguntó Lash.

Tommy se aclaró la garganta.

—El Emperador cree que un vampiro merodea por la ciudad.

—Será una broma —dijo Barry.

—Acabo de verlo en el puerto —dijo el Emperador—. Ha pasado de ser una nube de vapor a tener forma humana delante de mis ojos. Y no está muy lejos.

Tommy le dio unas palmaditas en el brazo.

—No sea tonto, majestad. Aunque haya vampiros, no pueden convertirse en vapor.

—Pero si lo he visto.

—Mire —dijo Tommy—, habrá visto otra cosa. Sé de buena tinta que los vampiros no pueden convertirse en vapor.

—¿Lo sabes? —preguntó Simón.

Tommy lo miró. Confiaba en ver la sonrisa de siempre, pero Simón esperaba una respuesta.

Tommy sacudió la cabeza.

—Estoy intentando controlar la situación, Simón. Dame un respiro.

—¿Cómo lo sabes? —insistió Simón.

—Lo ponía en un libro que estoy leyendo. Acuérdate, Simón, tú también lo leíste.

Simón puso una cara como si acabaran de amenazarlo, lo cual era cierto.

—Sí, ya —dijo, echándose otra vez el Stetson sobre los ojos y recostándose en la caja—. Pues deberías llamar a los loqueros para que vengan a buscar a tu amigo.

—Yo me ocupo de él —dijo Tommy—. Vosotros empezad con el camión, chicos. —Abrió la puerta de la oficina y empujó suavemente al Emperador hacia ella.

—¿Y mis hombres? —preguntó el Emperador.

—Están a salvo. Pase y cuéntemelo todo.

—Pero ¿y el monstruo?

—Si quisiera matarme, ya estaría muerto.

Tommy cerró la puerta de la oficina tras ellos.

Un melenón, pensó Jody. Un melenón es lo que va con este traje. Después de todos estos años intentando domar mi pelo, lo único que tenía que hacer era vestirme como una puta cara para estar guapa.

Iba andando por la calle Geary. Todavía llevaba en la mano la bolsa de Gucci falsa llena de muestras de cosméticos. Había una discoteca nueva por allí cerca y necesitaba bailar. O por lo menos exhibirse un poco.

Un mendigo que llevaba un letrero en el que se leía «Soy parado y analfabeto (esto me lo ha escrito un amigo)» la detuvo para intentar venderle un periódico gratuito.

—Puedo cogerlo en cualquier parte. Es gratis —dijo ella.

—¿Ah, sí?

—Sí. Lo dan en todas las tiendas y las cafeterías de la ciudad.

—Ya me extrañaba a mí que estuvieran ahí tirados.

Jody se enfadó consigo misma por dejarse arrastrar a aquella conversación.

—Pone «gratuito» en la portada.

El mendigo señaló el cartel que llevaba colgado al cuello e intentó poner cara trágica.

—A lo mejor puedes darme un cuarto de dólar por él de todos modos.

Jody empezó a alejarse. El mendigo la siguió.

—En la página diez hay un artículo muy bueno sobre grupos de rehabilitación.

Ella lo miró.

—Me lo han dicho —dijo él.

Jody se paró.

—Te doy esto si me dejas en paz. —Levantó la bolsa de cosméticos.

El mendigo hizo como que se lo pensaba. La miró de arriba abajo, deteniéndose en su canalillo antes de mirarla a los ojos.

—A lo mejor podríamos entendernos tú y yo. Debes de tener frío con ese vestido. Yo puedo darte calor.

—Normalmente —dijo Jody—, si conociera a un tío en paro y analfabeto y que no se ducha desde hace un par de semanas, me haría un charquito de la emoción, pero esta noche estoy de mal humor, así que coge la bolsa y dame el puto periódico o te hago estallar la cabeza como si fuera una espinilla. —Le puso la bolsa contra el pecho, empujándolo contra el escaparate de una tienda de fotografía cerrada.

El mendigo le ofreció el periódico, indeciso, y ella se lo quitó de la mano.

—Eres lesbiana, ¿no? —dijo él.

Jody le soltó un grito: un estallido agudo e ininteligible de pura frustración inhumana; un agudo de Hendrix sampleado y cantado por un millón de almas atormentadas del coro del Infierno. El escaparate de la tienda se rompió y cayó hecho añicos sobre la acera. El mendigo se tapó los oídos y echó a correr.

—Es genial —dijo Jody, muy satisfecha consigo mismo. Abrió el periódico y se puso a leerlo mientras iba calle arriba, camino de la discoteca.

A la puerta de la discoteca, se puso a hacer cola junto a una multitud de advenedizos vestidos de punta en blanco y siguió leyendo el periódico mientras por el rabillo del ojo disfrutaba de las miradas de los hombres de la fila.

La discoteca se llamaba 753. Jody tenía la impresión de que todas las discotecas nuevas que se ponían de moda tenían nombre de número. Kurt y sus amigos de la Bolsa eran grandes aficionados a las discotecas con nombre de número, y sus conversaciones de los lunes por la mañana parecían ecuaciones:

—Fuimos al 1492 y al 1066, y luego Jimmy se bebió diez setenta y sietes en el 1970, cogió un pedal del quince y hubo que llamar al 112.

Normalmente, tal sucesión de números hacía que Kurt se abalanzara en busca de su ordenador para establecer tendencias y niveles de resistencia. Jody perdía el interés en cuanto empezaba a hablarse de números, lo cual convertía en un calvario vivir con un bróker, aunque el bróker no fuera de por sí un capullo.

Pensó: Me pregunto si Kurt estará aquí. Ojalá. Espero que esté con esa monada tan bien educadita y sin tetas. A ella le dará igual, pero él se morirá de celos.

Entonces oyó que saltaba una alarma en la calle y pensó: Quizá debería aprender a canalizar esta hostilidad.

—¡Tú, la del vestido negro! —dijo el portero.

Jody levantó la vista del periódico.

—Pasa —dijo el portero.

Mientras pasaba junto a la fila, Jody procuró no mirar a la gente a los ojos. Un tipo alargó la mano y la cogió del brazo.

—Di que voy contigo —le suplicó—. Llevo dos horas esperando.

—Hola, Kurt —dijo Jody—. No te había visto.

Kurt dio un paso atrás.

—¡Oh. Oh, Dios mío! ¿Jody?

Ella sonrió.

—¿Qué tal tu cabeza?

El intentaba recuperar la respiración.

—Bien. Está bien. Estás...

—Gracias, Kurt. Me alegro de verte. Será mejor que entre.

El arañó el aire a su espalda.

—¿No puedes decir que voy contigo?

Ella se volvió y lo miró como si se lo hubiera encontrado al fondo de la nevera, cubierto de moho.

—He sido elegida, Kurt. Tú, en cambio, eres un paria. No creo que seas apropiado para la imagen que quiero dar.

Al entrar en el club oyó que Kurt le decía al tipo de al lado:

—Es lesbiana, ¿sabes?

Jody pensó: Sí, tengo que intentar controlar mi hostilidad.

En el 753, el tema de la noche era el viejo San Francisco. En realidad, el viejo San Francisco quemándose, que es lo que suele hacer casi siempre el viejo San Francisco. En medio de la pista había un camión de bomberos antiguo con bomba manual. Llamas de celofán salían de seudoventanas impulsadas por ventiladores de turbina. Las boquillas del techo arrojaban un humo seco y frío sobre una multitud de jóvenes profesionales que sudaban desacompasadamente envueltos en capas y capas de algodón y lana, estilo casual. Había un grunge vestido de franela aquí, un rastafari con trenzas y camiseta descolorida allá, algunos neohippies, unos cuantos seguidores de la Nueva Ola con los ojos pintados de negro y la cara blanca que, absortos, parecían pensar en qué parte del cuerpo iban a agujerearse, y un par de jovencitos inofensivos de los barrios de las afueras que habían ido a mover el esqueleto con sus gigantescas zapatillas de la NBA de trescientos dólares, neumáticas y rellenas de gel fluorescente. El portero había intentado hacer un popurrí, pero estando la cerveza (artesana, eso sí) a siete pavos el botellín, la multitud tendía a decantarse del lado del privilegio y a formar una densa escoria yuppie. Las camareras, ataviadas con casco de bombero, servían agua de importación a mansalva y daban las gracias a la gente por no fumar.

Jody se encaramó a un taburete de la barra y abrió el periódico para no tener que mirar al borracho de ojos dormilones del taburete de al lado. No funcionó.

—Perdona, no he podido evitar fijarme en que te sentabas. Yo también estoy sentado. Qué pequeño es el mundo, ¿verdad?

Jody levantó la vista un momento y sonrió. Error.

—¿Puedo invitarte a una copa? —preguntó el borracho.

—Gracias, no bebo —contestó ella, y pensó: ¿Por qué he venido aquí?¿Qué esperaba conseguir?

—Es por mi pelo, ¿no?

Jody lo miró. Era más o menos de su edad y tenía entradas. Parecía haberse hecho un mal trasplante de pelo. Tenía el cuero cabelludo como si lo hubieran acribillado con una ametralladora llena de clavijas. A Jody le dio lástima.

—No, de verdad, no bebo.

—¿Y un agua mineral?

—Gracias. No bebo nada.

Desde el taburete de atrás, una voz de hombre dijo:

—Esto sí se lo beberá.

Jody se volvió y vio que una mano blanca como el hueso empujaba hacia ella un vaso lleno de un líquido espeso y rojo, casi negro. El dedo índice y el corazón parecían muy cortos.

—Todavía me están creciendo —dijo el vampiro.

Jody se apartó tan bruscamente que estuvo a punto de caerse del taburete. El vampiro la agarró del brazo y la sujetó.

—Eh, colega —dijo Pelos de Clavija—, las manos quietas.

El vampiro soltó el brazo de Jody, puso la mano sobre el hombro de Pelos de Clavija y lo clavó en su asiento. El borracho abrió mucho los ojos. El vampiro sonrió.

—Te rajará la garganta y se beberá tu sangre mientras agonizas. ¿Es eso lo que quieres?

Pelos de Clavija sacudió la cabeza con energía.

—No, ya tengo una ex mujer.

El vampiro lo soltó.

—Lárgate.

Pelos de Clavija se bajó del taburete y se metió corriendo entre la multitud de la pista de baile. Jody se levantó de un salto y se dispuso a seguirlo, pero el vampiro la agarró del brazo y le hizo darse la vuelta.

—No —dijo.

Jody lo agarró de la muñeca y empezó a apretar. Un brazo humano habría quedado hecho papilla. El vampiro sonrió. Jody lo miró a los ojos.

—Suéltame.

—Siéntate —dijo él.

—Asesino.

El vampiro echó la cabeza hacia atrás y se rió. El barman, un tipo grandullón, levantó la vista y miró luego para otro lado. Solo era otro borracho armando follón.

BOOK: La sanguijuela de mi niña
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