Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
Y nada más real que madame Labru, era malísima la vieja. Yo al principio no podía creerlo porque ella misma me había dicho que era pintora y medalla de plata de la Municipalidad de París, además, cómo demonios no iba a tener alguna bondad reservada para mí, para un muchacho que empezaba su carrera de escritor realsocialista a pesar suyo. Pero no, no tenía ni una pizca de bondad para mí, ni para su perro, ni para sus vecinos, ni para la portera, ni para nadie en este mundo. En el edificio la acusaban de haber matado a su marido a punta de maldades. Yo, en todo caso, la vi cometer un crimen tan increíble como perfecto. La vi matar a poquitos a unos viejos bastante friolentos que vivían frente a ella. Mi historia es verdadera y dura un año entero. Respetando lo presente, no la llamaré
La ciudad y los perros
, aunque contiene gente, ciudad y perros, pero la contaré de todas maneras.
Empieza en un último y noveno piso (en París, durante largo tiempo, estuve condenado a los últimos y novenos pisos), con tres puertas que daban al pasillo en el que estaban la escalera y el ascensor. La puerta del fondo, a la izquierda, era la de Inés y mía. A ella se llegaba tras haber trepado unos escalones que llevaban a lo alto de una gran caja, una especie de montículo que cubría el motor del ascensor, y bajando luego por el otro lado de la caja. A cada nueva visita había que explicarle por qué había que subir y bajar esa increíble montañita para llegar a nuestra puerta. Nuestra puerta daba a otra puerta, la de la cocina de madame Labru, en la que el monstruo había abierto un agujero para controlar nuestras visitas, calcularles edad, peso, raza, tendencia política, posibilidad (le posar desnudo para ella, etc. El agujero lo tapaba con un corcho cuando se llenaba de confianza en nosotros, es decir cuando partía de fin de semana al campo y me dejaba encargado de que le diera de comer a Bibí, primer perro de mi historia. Lo destapaba cuando, tras haberle pegado sus diarias palizas a Bibí (eran tres, una antes de cada comida —comían juntos, luego—), deseaba continuar introduciendo maldad, mezquindad e inmundicia en la vida de todo ser que tocara nuestra puerta. Le servía también para decirle a Inés que me había visto meter a otra mujer en la casa, en su ausencia, y viceversa. Inés la soportó siempre mejor que yo, por la simple y llana razón de que al cabo de tres días de llegados al departamento, dejó de verla para siempre, con lo cual se ganó una enorme paz interior, dejándome a mí todo lo que tuviera que ver con ella, con lo cual viví casi permanentemente sin los pantalones en su lugar, en mi afán de lograr alguna paz en el interior del departamento. No era por el precio, o por la situación, o por la inmensa terraza tan disfrutable con los amigos cuando ella estaba ausente; era, aunque nadie me lo crea, por la hondonada, yo luchaba contra toda esa inmundicia por conservar aquella hondonada nuestra.
Terminemos con lo de las puertas. Entre nuestra puerta y la de la cocina del monstruo, nacía una escalenta que llevaba a otra puerta que, esta vez, sí era la de nuestro departamento. O sea que nuestro departamento tenía dos puertas antes de ser nuestro
ma non troppo
, debido a las divisiones establecidas por madame Labru, en su afán de alquilar el mínimo y conservar el máximo, con acceso a todo.
No faltará quien piense que estoy describiendo pésimo un dúplex, con entrada independiente a la mezzanine que ocupábamos Inés y yo. No. Lo que estoy haciendo es describir lo mejor que puedo a madame Labru. La terraza, por ejemplo, estaba allá arriba, y la puerta de la terraza, que yo subalquilaba, frente a lo que era nuestro
ma non troppo
, como la terraza también. Me explico: en los días felices, o sea cuando el monstruo Labru se largaba de París, aquel espacioso lugar nos servía para invitar amigos, por ejemplo, y en los días normales le servía a ella para sacar a Bibí, primer perro de mi historia, todavía, a cagar, y a nosotros para lo mismo, puesto que ahí estaba el wáter de hueco en el suelo (otra situación a la que parecía estar condenado en París, aunque creo que en este caso debería hablar más bien de posición), y cagándonos de frío, a menudo, porque nuestro wáter quedaba en una casetita de madera a la que se filtraba muchísima intemperie por todas partes.
La puerta de su departamento, la única que debió haber usado, de haber sido lo que yo imaginaba que era, una pintora con medalla de plata de la Municipalidad de París, era el segundo punto de mira de madame Labru. Ahí se pasaba horas con el ojo malvado prácticamente incrustado dentro del ojo mágico, llamado también Judas, controlando todo movimiento en el noveno piso. Y controlando sobre todo la última puerta de mi historia, justo enfrente de la suya. Perdónenme por favor tanta puerta, yo mismo me pierdo, pero les juro que ésta sí que tiene que ver directamente con el crimen perfecto.
Porque detrás de ella vivían pacíficamente un viejo profesor retirado y permanentemente muy abrigado, su esposa, segunda pintora de mi historia, que llevaba bohemiamente ladeada una boina azul como sus ojos de viejita linda, que tuvo que ser muy hermosa de joven, un gran pañuelo también bohemio al cuello, un gran chai de lana roja, y muchas cosas más de las que sí existían en las canciones de Edith Piaf y en el Proust condensado de la Alianza Francesa. Vivía también con ellos Betty, cuyo nombre se pronunciaba Bettí, y que era una perrita puddle, negra, llena de crespos, bien abrigadita en invierno, tranquila, inofensiva, y también retirada. Los tres nos saludaban, comentaban el clima con nosotros, siempre hacía un frío espantoso para los pobres, y yo a menudo le decía a Inés que comprendía que odiara tanto a los perros, que estaba de acuerdo en que se hiciera a un lado, no te preocupes por eso, Inés, yo me encargo de los mimos y caricias, pero por favor saluda un poquito más a los señores, parecen ser lo único bueno que queda en el edificio.
Con la descripción de Bibí, chiquito, peludo, blanquito, de hocico rosado y puntiagudo, nervioso y ladrador empedernido de ladridito insoportablemente agudo, termina prácticamente la descripción de los contendientes y está a punto de empezar el crimen, en los días en que Inés y yo acabábamos de instalarnos y no podíamos creerle a la portera la historia que nos habla contado sobre la hija de madame Labru. Una historia breve, y que puede resumirse así: La portera la quería mucho porque la había visto nacer, crecer maltratada y viendo maltratar a su padre, hacerse una señorita maltratada y viendo maltratar a su padre, luchar luego entre maltratos para salvar a su padre de tanto maltrato, y verlo morir, por fin, de lo que madame Labru llamó un cáncer al recto, largo y doloroso, pero que no fueron más que maltratos. Merecía mejor muerte quien había vivido tan espantosa vida, opinaba la portera. La señorita Labru llegó muy maltratada a la mayoría de edad, y no bien pudo se consiguió un novio y se largó con él a Suiza. Cada tres meses, por cosas de trabajo, venía a París y aprovechaba para visitar a su madre, que no era madame Labru sino la portera. A ésta, que era su verdadera madre, porque la había mimado y cuidado de niña y de grande, le preguntaba por su madre verdadera, limitándose, eso sí, a lo estrictamente necesario: ¿Todavía no se ha muerto? Porque, de haber muerto ya, habría llegado el momento de empezar a buscar en diferentes Bancos de París, en diferentes casas y en muchísimos colchones de las diferentes casas, todo el dinero que escondía. Comprendí lo de diferentes casas y lo de muchísimos colchones, pero no comprendía por qué madame Labru tenía cuentas en diferentes Bancos, si todos eran Bancos de París. También eso me lo explicó la portera: para que ni los empleados de los Bancos supieran cuánta plata tenía en el Banco.
He dicho antes que el crimen perfecto tardó un año entero en consumarse. Agrego que se necesitaba haber vivido varios años en París para poder detectarlo: si no, se le escapa hasta al mejor Sherlock Holmes. Por eso creo que este crimen dice también mucho de mí y de mis relaciones con París. No sé quién afirmaba que el ser más avaro y egoísta del mundo puede esconder tesoros de ternura para con su gato. O para con su perro, por qué no, también. No sé quién dijo eso, pero aunque sin duda era alguien que conocía bastante bien el mundo de los solitarios parisinos, no llegaba a conocerlo tan a fondo como para imaginar que hay seres, madame Labru, por ejemplo, que no guardan una pizca de tesoro de ternura ni siquiera para su Bibí. Aquel detestable bicho, porque en París perros y gatos llegan a tener en común el irse convirtiendo poco a poco en bichos, en bichos castrados u operados, además, era tan sólo su interlocutor, y por eso se explica tan fácilmente que recibiera tres pateaduras al día, una antes de cada comida.
Madame Labru era mala como son espantosamente malos tantos solitarios parisinos. Alcoholismo, perrito, o gatito, son sus vicios más conocidos, a los que hay que agregar, más como perversión del alma que como enfermedad, una buena dosis de locura totalmente desprovista de sufrimiento, salvo que sea por su bichito, una buena dosis de locura sin demencia, con buen sueño, y en la que cada hora del día es aprovechada para concebir alguna maldad aplicable al vecino más débil. El origen histórico de este fenómeno pudo ser el miedo, el temor en la soledad, y su consiguiente necesidad de defensa, pero todo ello se mezcla luego en el alma hasta llegar a convertirse en ataque puro, en agresiva y envenenada costumbre cuyo origen se ha olvidado, pero que suele ser hereditaria. Así, por ejemplo, se repiten exactamente iguales, con un nuevo vecino que aún no ha dado prueba de nada, las mismas atrocidades que se le aplicaron al vecino anterior, que a lo mejor, acaba de abandonar su departamento porque no pudo soportar unas maldades que le resultaban inexplicables. Creo que eso hizo madame Labru con nosotros, o en todo caso conmigo, pues ya he dicho que a partir del tercer día Inés dejó de verla para siempre. Mi táctica fue siempre la de ponerle la otra mejilla, un poco por mi carácter experimentador, otro poco porque me gusta saber hasta dónde puede llegar la maldad humana, y también, es verdad, porque creía que siendo buenísimo lograría desarmarla algún día. Me destrozó la mejilla cristiana.
Me gusta París, a quién no, pero sé que hay algo que terminará expulsándome de esta ciudad en la que he sido pobre, joven y feliz, algo más rico y algo menos joven, realmente feliz y profundamente infeliz. Todo esto es normal, no me quejo, en ninguna ciudad del mundo habría sido diferente, tampoco, puesto que ya no me cabe la menor duda de que mi carácter ha tenido mucho más que ver en mi destino que los astros, las cartas o el
I Ching
. Y por ello mismo me he negado, desde hace algún tiempo, a tener un perro o un gato en una ciudad en que perros y gatos se convierten a menudo en lazarillos de malvados de galopante maldad. Con excepción del perro de Octavia (pero hablar de Octavia y de su perro es hablar de un mundo que sólo conocí años más tarde), y de alguno que otro perro con costumbres y espacios vitales extranjeros, no creo que haya un solo perro en todo París capaz de tirarse del trampolín de la piscina y caer en la refrigeradora de casa de mis padres. En fin, el que me entienda que me siga. Pero quien al imaginar su tercera edad, como le llaman aquí a la vejez, se ve a sí mismo solo en un departamento con un perro, va de culo camino a la maldad. Se comprenderá, pues, por qué tras mi separación de Inés opté por una soledad sin perros. Se comprenderá, también, por qué cada nueva mujer que se me acercó, para nuestro bien o para nuestro mal, volvió a despertar en mí el deseo de tener un perro al estilo mío. Y se comprenderá, por último, por qué en esta actualidad que puede durar para siempre, Dios no lo quiera, sólo recibo perros en las horas en que normalmente recibo a mis visitas. Concluyo ahora con una última intuición: no hay nada que pueda y deba causarle más pánico a un joven en París que un perrito o gatito de viejo. Guerra avisada no mata gente.
Salvo en el caso de madame Labru que avisó guerra y mató a los dos viejos pacíficos que vivían con la perrita retirada, con una estrategia que mis años en París me permitieron ir descubriendo, paso a paso. El asunto empezó como un pleito entre artistas y el objeto en disputa era el espacio destinado a sus respectivas exposiciones anuales. En efecto, cada año, madame Delvaux y madame Labru les exponían el resultado de un año entero de trabajo a sus amistades. Madame Labru se mandaba fabricar tantas medallas de plata de la Municipalidad de París cuantos cuadros exponía, y las colgaba luego en lo alto y a la derecha de cada nueva monstruosidad. Sus cuadros eran, en efecto, tan horribles como ella, y a menudo enormes y con el mismo tema: desnudos femeninos y masculinos agigantados y de colores francamente desagradables y tenebrosos. En cambio del departamento de madame Delvaux salían decenas de ramilletes de flores de muchos colores alegres y alguna que otra palomita mensajera de una paz que, en realidad, nunca había existido entre las dos vecinas. Bastaba haber visto un cuadro de madame Labru, para saber que envidiaba a madame Delvaux, que la odiaba porque sus cuadros eran más alegres, porque era su vecina, y por tantas otras cosas que debían remontarse a épocas en las que no sólo no soñaba yo aún con venir a París, sino que además la cigüeña tampoco soñaba aún con llevarme a mí de París a Lima. Odio viejo y podrido de viejos vecinos y punto.
Las exposiciones se realizaban cada otoño, y la sala de exposiciones era nada menos que el pasillo al que llegaban la escalera y el ascensor. En el caso de madame Labru, además, la sala se prolongaba (fue una de las condiciones del contrato de subarrendamiento) por la escalera que subía a nuestra mezzanine, por nuestra terraza, e incluso por las paredes laterales y la puerta de la casetita en que estaba nuestro wáter
ma non troppo
, para qué decir más, ya. Nunca les pregunté a ninguna de las dos por qué no exponían en una galería o algo así, pero era evidente que por más medallas de plata que tuviera la una, y por más colorido alegremente ramillete de la paz que tuviera la otra, por esas pinturas nadie daba un real. Nos tocó pasar en medio de ambas exposiciones y en medio de los concurrentes, de los bocaditos y los coctelitos, a las pocas semanas de haber llegado al departamento. Tanto madame Labru como madame Delvaux les explicaban sonrientes a sus invitados que no había por qué preocuparse, éramos dos nuevos inquilinos extranjeros que entrábamos o salíamos de nuestro departamento.
Pero el día de la exposición Labru, no pudo faltar uno de esos contratiempos que me obligaron a salir mandado por Inés en busca del monstruo, con la mejilla cristiana lista para cualquier sobresalto. En efecto, al llegar a nuestra escalera, nos dimos con que no sólo allí había invitados y coctelitos, los había también en nuestro departamento. El monstruo había abierto la puerta con toda concha y les había dicho a sus invitados que podían sentarse en nuestros sillones sin problema alguno. Nos dimos con una buena docena de personas instaladas hasta sobre la cama.