Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
Inés y yo éramos de las pocas personas ante las cuales Daniel detenía sus interminables caminatas. Unas veces nos visitaba, y otras venía a buscarme para ir a nadar a la piscina del Boulevard Saint-Michel. A los dos nos habían recomendado la natación como descarga bastante efectiva para el sistema nervioso y los problemas del alma, y dos veces a la semana cumplíamos con nuestra obligación de hacer algo por sentirnos bien y por dominar el insomnio. Nadábamos casi hasta ahogarnos de cansancio, cuando teníamos algún problema, y después nos sentábamos al borde de la piscina para contemplar el panorama. Pero, en realidad, en aquella piscina, el panorama por contemplar resultaba siendo Daniel. Lo alto que era, lo fornido que era, lo moreno que era, lo rizado que tenía el pelo, y su gran barba negra, hacían de él un personaje bastante fuera de lo común en París. Por lo menos así pensaban las muchachas que lo veían pasar caminando por las calles, mulato y fornido y realmente hermoso, y así lo decidían las muchachas que se le acercaban una tras otra en la piscina a preguntarle si tenía fuego para su cigarrillo, por favor, y de qué país vienes.
Unas veces Daniel respondía, conversaba sonriente, y lo que ocurría después no es nada que me incumba, y otras simplemente no escuchaba, no escuchaba porque no podía escuchar. Estaba con el zumbidito en el oído. Yo esos días ni me le acercaba siquiera, porque sabía que se estaba sintiendo pésimo. Esos días no venía a buscarme para ir juntos a nadar, sino que llegaba solo a la piscina y entraba con la barriga enorme. Era el zumbidito. A mí ya me lo había contado: no bien le arrancaba el zumbidito empezaba a inflársele la barriga y se sentía pésimo porque la vida no tenía mucha razón de ser, y en ese caso prefería que lo dejaran resolver sus problemas completamente solo. O sea que no bien lo veía entrar barrigoncísimo a la piscina, me lanzaba al agua por el otro extremo y lo dejaba con su calvario y con la soledad de su calvario. Las mujeres no entendían eso, sólo veían al Daniel de siempre, al hermoso, gigantesco y prometedor moreno peruano. Ignoraban por completo que Daniel era una especie de Harlem Globe Trotter hipersensible.
También lo ignoró por completo madame Labru, a lo largo de todo el año que se pasó pintándolo. Daniel posó porque necesitaba ganar dinero de cualquier forma, porque le interesaba aquel sórdido aspecto de la vida parisina del que yo le había hablado, y por ayudarme a conservar mi departamento con el asunto tan tierno e importante de la hondonada. Consciente o inconscientemente, Daniel me ayudaba a alargar mi matrimonio. Empezó a posar el día mismo en que el monstruo me llamó para decirme que si no le prestaba de modelo al amante de Inés, nos expulsaba a los tres del departamento por inmoralidad. El asunto nos convino a todos, porque posando encontró Daniel algún dinero para sobrevivir, un lugar donde reposar tras sus largas y solitarias caminatas, y yo obtuve la suficiente tranquilidad como para continuar con mi novela, para gozar del departamento con Inés, y para observar cómo se iba desarrollando, poquito a poquito, el crimen perfecto.
Y de hecho, al cumplirse el plazo, o sea el 15 de octubre siguiente, todo estaba consumado. Hubo funeral por la mañana y exposición por la tarde. El monstruo había llevado a cabo su plan con matemática crueldad. Una vez al mes, mientras Bettí hacía su caquita en la vereda de nuestra calle, Bibí, hábil y puntualmente excitado, primero, y pateado, después, iba a parar sobre Bettí. La mordió en noviembre, en diciembre, en enero, etc… Todo casual, además, porque los Delvaux con el frío que hacía andaban siempre muy despistados, ni cuenta se daban de lo que les estaba ocurriendo. Hasta se disculpaba la hija de puta del monstruo.
Pero Bettí iba soportando muy mal los mordiscos, y el de febrero fue casi fatal. Le sacaron un buen bocado de un muslo, y ya nunca pudo caminar bien. Se negaba a caminar, además, y el mordisco de abril en el mismo muslo la tumbó para siempre. Detrás de la puerta de los Delvaux se había instalado el desconsuelo, la desolación, cuántas veces escribiendo mi novela me detenía a imaginar aquel interior lleno de cuadros de flores y palomitas de la paz, entre bolsudos edredones, enormes y pesadas cortinas de terciopelo azul, o verde, o guinda, alfombras desgastadas y pesados muebles que los años y un mínimo arreglo habían ido entre colocando y acumulando ahí. En un rincón, Bettí, muy abrigadita. En dos sillas, los Delvaux muy abrigados, observándola totalmente abrumados, perdiendo fuerzas mientras contemplaban hora tras hora cómo Bettí perdía fuerzas, cómo cada mañana les sonreía y les hablaba menos con la mirada, al despertar.
Madame Labru había pedido mil perdones por carta (comprendí pronto que dejar pruebas escritas de su falta de responsabilidad en aquellos desafortunados accidentes, como les llamaba ella, era parte de su proyecto criminal a largo plazo), e incluso había ofrecido la terraza de nuestro departamento para que Bettí hiciera su caquita y no tuviera que realizar el penoso esfuerzo de bajar hasta la calle y volver a subir después. Eso me lo contó Daniel, a quien ella le leía las cartas cuando llegaba a posar, para dejar más pruebas todavía, y juntos adivinamos lo que el monstruo ocultaba bajo tan buenas intenciones. Había que hacer algo, si Bettí subía a mi terraza, si los Delvaux caían en esa nueva trampa, Bibí iba a terminar rematando a la pobre perrita negra. Decidimos ir a la comisaría y denunciar el hecho, qué diablos que yo perdiera el departamento y Daniel su trabajo de modelo, qué mierda, había que detener eso, era increíble cómo los Delvaux continuaban creyendo en la buena fe del monstruo, en lo puramente accidental del asunto. Y ahora estaban a punto de caer en una nueva trampa, al aceptar que Bettí subiera a hacer caquita en mi terraza.
Pero en la comisaría nos tomaron por dos locos extranjeros. Esto último era cierto, claro, pero no por ser extranjero está uno descalificado para denunciar un crimen, por más a largo plazo que sea. Pero nos descalificaron e incluso exigieron que mostráramos nuestros documentos y nos insinuaron que nos dejáramos de estupideces calumniosas y extravagantes, porque eso podía repercutir fatalmente sobre dos bichos raros extranjeros. Bueno, la verdad es que el comisario no logró captar nada, y que a lo mejor no todo fue culpa suya. Entre que yo me presenté como artista y que Daniel andaba en pleno zumbidito, con la barriga inmensa y completamente sordo, entre que yo le decía a Daniel, por favor, haz un esfuerzo, y que él no lograba escucharme y se metía un dedo inmenso a la oreja, en enconada lucha contra el zumbidito, entre que uno era un artista bastante excitado y con teorías demasiado perversas y extrañas sobre un crimen perfecto, que había empezado en octubre del 67 y que sólo terminaría en octubre del 68, y entre que el otro era el modelo y no escuchaba bien y no lograba responder claramente cómo demonios podía ser modelo de un artista que se había presentado como escritor… En fin, para qué decir más, nos recomendaron que hiciéramos mucho deporte para calmarnos un poco, y la verdad es que esa noche Daniel y yo terminamos en la piscina. Él, barrigoncísimo en un rincón y rodeado de mujeres que no entendían nada, y yo, con tan rabiosos nervios de impotencia, que si algún estilo tenía al nadar, era el de un náufrago que ha divisado una boya al otro extremo de su capacidad de resistencia.
El mordisco de mayo fue fatal. Era pleno mayo del 68 y todo el mundo andaba excitadísimo, y tanto los Delvaux como madame Labru afirmaban que el mundo se les venía abajo y en contra, además, lo cual había despertado entre ellos incluso cierta solidaridad. Los jóvenes de hoy estaban rompiéndolo todo, ellos no eran momias, ellos no entendían nada pero no por eso tenían que sentirse como momias; en fin, se hablaban, intercambiaban pánicos, escuchaban los mismos comunicados en la radio, y no bien éstos terminaban, salían corriendo al pasillo a comunicarse lo que habían dicho los comunicados. Yo pasaba entre ellos y me miraban como a agente cubano infiltrado en una sacrosanta república. Me subieron el alquiler, a Daniel le pagaron menos por posar, nada nos importaba, también nosotros teníamos nuestros problemas con mayo del 68, y de esos viejos espantados sólo nos preocupaba el último mordisco de Bibí, cuyo escenario fue efectivamente mi terraza.
Estaba fuera de París cuando Bettí recibió los mordiscos que terminaron con ella, a principios de septiembre. Lo demás fue cosa de semanas. Los Delvaux se apagaban, habían empezado a declinar lentamente, sin darse cuenta casi, desde que Bettí empezó a abandonarlos, tras el mordisco de febrero. Era su última perrita, la que habían calculado hasta la muerte. Al comprarle su capita invernal escocesa, habían pensado, sin atreverse a decirlo, que ésa era la última capita que compraban, de la misma manera en que la boina bohemia de ella y el pesado abrigo de él habían sido, algún tiempo atrás, su última batalla contra el frío en la tercera edad. Así lo sintieron, sin atreverse a decirlo tampoco entonces, pero ahí estaba todo en sus miradas. Los vi aparecer muy pocas veces, después de la muerte de Bettí. No sé qué comían, porque no los vi bajar más. Esa gente siempre tiene mucho té o café guardado, le decía yo a Daniel, cuando comentábamos el asunto. Y él me contaba que madame Labru había escrito más cartas disculpándose, y que las últimas las había enviado certificadas. El monstruo había pensado hasta el último detalle. Y fue increíble cómo precisamente el día 15 de octubre, por la mañana, tuvo lugar el funeral, mientras la hija de puta de madame Labru se disculpaba entre los asistentes.
—Y pensar que hoy teníamos que asistir a la exposición de la pobrecita —lloraban los viejos, entre los cuales más de uno había venido al entierro con su perrito o con su gatito—. No están acostumbrados —explicaban, lamentándose, lloriqueando—, nuestros perritos, nuestros gatitos no están acostumbrados a quedarse solos por la mañana.
Sí, el monstruo se disculpaba entre los asistentes, pero su exposición estaba prevista para esa tarde, tenía que empezar a colgar sus cuadros ya, no le quedaba más remedio, lo sentía tanto, pero. Total que los dos ataúdes pasaron delante de varios gigantescos Danieles de colores tenebrosos y sexos descomunales, algunos muy barrigones y otros como en los días en que Daniel sí me escuchaba en la piscina.
Muchas cosas ocurrieron a lo largo de aquel año definitivo e imborrable. Muchísimas cosas. Empezaré anotando que
logré
, por fin, que la Chimbotazo, al frente del sólido núcleo político con el que la había dejado abandonada en el vigésimo capítulo de mi novela, saliera airosa de una huelga que se había ido prolongando y hasta pudriendo por culpa de mi falta de iniciativa y de ideas. Se obtuvo todo lo deseado, al nivel de aumentos salariales, reposición de despedidos y pago de los días en que las fábricas permanecieron cerradas y amenazadoramente custodiadas por las fuerzas del orden. Y en lo que se refiere al policía infiltrado, tras una larga y seria conversación con Inés, hice que fuera descubierto, expulsado sin maltratos ni venganzas, aunque sí cubierto de oprobio y de escupitajos. Inés puso particular atención en todo lo referente a este punto álgido de mi novela, la pobre creo que le tenía terror a la pena que me había causado la misteriosa desaparición de Enrique, se podía filtrar algo de eso, se podía notar una cierta debilidad en el tratamiento del tema. No pasó nada, felizmente, pues fue ella misma quien redactó casi todo el capítulo, otorgándome luego plena libertad y confianza para continuar con mi trabajo creativo, dentro de un ambiente de franca y deliciosa armonía conyugal.
Pero la curiosidad en torno a mi libro había ido creciendo entre los amigos, y ahora lo que se me pedía era que lo fuera leyendo a trozos, cada vez que nos reuníamos. Nuestra fiesta de boda a poquitos fue la gran oportunidad. Cada sábado leía uno o dos capítulos, y después, entre copas y demasiadas copas, arrancaban los comentarios, las discusiones, los pros y los contras. A veces se armaba realmente la de San Quintín.
No había problema alguno en discutir o matarse a gritos hasta las mil y quinientas, cuando el monstruo se había ido de fin de semana al campo, pero otra cosa era cuando se quedaba en París acechando a nuestros invitados. Pasaba las de Caín tratando de calmar contrincantes, por temor a que se nos metiera al departamento, en plena comida, y expulsara a medio mundo. Sucedió tres o cuatro veces, y en vez de matarla o algo así, la acogí como si fuera mi madre o mi hermana que llegaba sorpresivamente del Perú, puse enorme y tierna mejilla cristiana para un beso familiar lejano y querido, le ofrecí vino, un plato típico peruano, por favor, madame. No funcionó, por supuesto, y ni hablar de las miradas que les echó Inés a lo mal que su esposo llevaba los pantalones, era horrible, por ningún lado me entendían, Martín Romaña, pensaba yo, Martín Romaña, el mártir de la hondonada. Espero me perdonen esta pequeña autoconmiseración, pero es que resulta tan fácil caer en la tentación de hacerse justicia algún día. En fin, sigamos.
La conducción de la huelga fue motivo de una sensacional bronca verbal entre nuestros invitados, un sábado en que el monstruo se había largado al campo, felizmente. Hasta Inés, flor de tranquilidad y silencio, enfureció en aquella oportunidad. Claro, se trataba justo del capítulo en el que ella había actuado de consejero político-literario, aunque el error inicial estaba más bien en la gente que habíamos invitado. La mezclamos mal, muy mal, estuvimos francamente desatinados en invitar a un miembro del Grupo con su compañera-camarada, y a un extravagante peruano que usaba, hasta para dormir, según decían las peores lenguas, un impecable príncipe de Gales, y que afirmaba que lo único que le interesaba del marxismo, puesto que él era actor de teatro y no soldado revolucionario, era que cada día hubiese más chinitos comunistas en el mundo. La cosa iba muy bien, según él, y de nada servía que nosotros metiésemos nuestras narices en lo que no nos correspondía. Ésa era la opinión de José Antonio Salas Caballero, más conocido entre nuestros amigos de París como El último dandy.
La opinión de Mauricio Martínez no podía ser más opuesta. Según él, y su compañera-camarada asentía y asentía, todo el egoísmo burgués del Ultimo dandy estaba ya reflejado en su vestimenta, pero ese huevón se daba, además, el lujo de andar pregonando entre la juventud su escepticismo sobre las posibilidades reales que un intelectual tiene de colaborar con la causa de nuestros pueblos, hijo de puta. Si a esto le agregamos que tanto Mauricio como José Antonio habían sido actores de teatro en Lima, que lo seguían siendo en París, que allá se habían odiado por celos profesionales, y que acá continuaban odiándose porque ninguno de los dos encontraba un trabajo en las tablas, para joderlo al otro, para que en Lima todo el mundo se enterara por los periódicos de que había triunfado en París, mientras que el otro imbécil había vuelto a dar pruebas de su ya reconocida falta de talento, tendremos una idea algo más precisa de la metida de pata de Inés y mía, al invitar a esa gente junta.