Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
—¡Envidia, pura envidia por no saber inglés! —gritó El último dandy, dando también la exacta medida de su borrachera.
—Voy a traducir —dije yo, conciliador, y aguantándome la exacta medida de mi borrachera, porque Inés me tenía aún bajo el estricto control de su cuello tan largo—,
Wishful thinking
es algo así como lo que uno, con el pensamiento, desearía que fuese cierto… Pensamiento deseoso, sería la traducción más literal.
—Eso —dijo José Antonio—, tu texto es literalmente una cagada porque corresponde a deseos que no tienen absolutamente nada que ver con la realidad.
—Con un reaccionario como tú no se puede hablar, ¡precisamente porque los deseos de un tipo que vive corriendo atrás de cada chiquilla que encuentra no pueden en nada corresponder a la realidad de un pensamiento sindical!…
—Pero, Mauricillo, ¿qué pensamiento sindical puede haber ahí? Ahí lo único que le puede gustar a un lector imparcial de literatura, y repito,
de literatura
, es la gorda esa llamada Chimbotazo; algo también su marido, el de los tics. Ahí parece haber algo vivido, en todo caso, los personajes parecen más sentidos. Encuentro incluso que hay algo de nostalgia en la manera en que están enfocados. Deben ser los mayordomos y las cocineras de casa de Martín, en Lima, por qué no.
Para qué intervenir, para qué intentar aclarar las cosas. Llevaba años comiendo en un restaurant universitario, pero hasta El último dandy continuaba viéndome rodeado de mayordomos y cocineras. Ésa era mi imagen, y por ella me criticaban siempre todos. Con esa imagen me había amado Inés en Lima, y por ella me criticaba ahora en París. Son los asuntos complicadísimos de la vida, en este mundo que es blanco, o es negro. La Chimbotazo y su esposo… ja… Nadie sabía nada de mí. Yo tampoco, y lo mejor en estos casos es seguir bebiendo mientras los demás gritan.
—¡O sea que tú, José Antonio, no crees que un mayordomo o una cocinera puedan tener conciencia social!
—¡Dejen hablar a Martín! —gritó Rosi—, ¡después de todo es él quien está escribiendo la novela y tiene que tener alguna opinión al respecto!
—Bueno —dije, evitando mirar a Inés—, yo siempre he confesado que de pescadores y de sindicatos no sé mayor cosa…
—Ahí tienes, pues, Mauricio —me interrumpió El último dandy, muerto de risa.
—¡Huevón!, el no saber no quiere decir que no se pueda aprender.
—En París, sobre todo —se cagó de risa El último dandy—.
Wishful thinking, caro amico
.
—¡Oigan, este cojudo qué se ha creído! ¡Este cojudo se cree que ha venido aquí a darnos clases de idiomas, o qué!
—En eso tienes razón —dijo Rosi, disciplinadamente.
—Mauricio sólo tiene razón cuando cocina —comentó El último dandy, atorándose de risa.
—Gracias, hermano —dijo Mauricio, desarmadísimo—. Pero volvamos al texto. Dejemos mis carbonara de lado, por el momento. Ya sé que han estado como nunca, pero ahora se trata del texto de Martín.
—Creo que ya lo he dicho todo: ¡es una buena mierda!
—¡Excelente opinión de un tipo que vive corriendo detrás de cada chiquilla!
—Otra vez envidioso; Mauricio Martínez simplemente no sabe la cantidad de posibilidades que hay en ese maravilloso sector de la vida.
—¡No te metas con mi compañero! —intervino Rosi—. Creo que es un hombre sano y que más bien eres tú el que tiene el alma enferma.
—¡Ojalá fuera sólo el alma, Rosi! Mírale la ropa. ¡Está podrido de pies a cabeza!
—Volvamos al texto —ordenó Inés.
—Lo siento, pero sólo puedo volver al texto para volver a decir que es una reverendísima porquería… Los obreros perdonando al policía infiltrado, ja, ja. Una buena patada en los huevos, por lo menos. Pero estos obreros ideales escupen como las llamas.
—¡Racista!
—¡Conchetumadre, Martínez!
—¡Hijo de puta!
—Por favor —yo.
—¡Cállense, cojudos! —Rosi.
—¡Eso de cojudos lo vamos a arreglar tú y yo en privado, Rosi!
—¡Cuando quieras, cojudo!
—¡Espérate no más que acabe con El último dandy, o-ño-ñoy!
—¡Tu padre fue el que se tiró la plata de la colecta para la asociación de actores, Martínez!
—¡Fue el tuyo, conchetumadre, para gastársela en trago y en putas!
Como verán, nos habíamos alejado bastante del tema de mi novela, lo cual no me impedía comprender que era bastante indefendible. Curiosamente, Inés como que no existía esa tarde, y sólo logró sonreír cuando José Antonio y Mauricio empezaron a actuar y a accionar como lo que realmente eran: dos actores. Uno se había subido a un sillón, y el otro a la cama, para poder gritar e insultarse mejor. Se calmaban, de vez en cuando, para pedir que les alcanzáramos más vino, pero no bien se refrescaban la garganta, arrancaban nuevamente a insultarse como locos. Las palabras, en sí, no tenían ya mayor significación, prácticamente habían perdido importancia, la cosa era seguir ahí arriba bañados en sudor y ver hasta dónde podían llegar en el uso e invención de frases atrozmente insultantes. ¡Hijo de mendigos intelectuales!, acababa de llamarle José Antonio a su rival, quedando momentáneamente satisfecho, sonriente, y a la espera del turno de Mauricio.
—¡Y tú! ¡Y tú! —exclamó Mauricio, jadeante y sudoroso, como preparándose para su última carga—: ¡Tú, así como en tu añorado Country Club de Lima, para Navidad, se preparan pavos con dos pechugas… así, tú, José Antonio Salas Caballero, eres un hijo de
dos
putas!
—¡Fácil asociación, pobre diablo! ¡Apenas sabes que careces de inteligencia! ¡E ignoras por completo que sin Rosi no serías nadie! ¡Pero ignoras además, Martínez, ignoras
además
que he comido mejores espaguetis que los tuyos!
—Mi-se-ra-ble —logró pronunciar apenas Mauricio, dejándose prácticamente caer del sillón en el que andaba trepado. Le habían dado el golpe más bajo e imprevisto de su vida—. Mi-se-ra-ble —logró repetir, con la mirada hundida en la alfombra, en un estado de soledad espantosa. Reaccionó, recogió rápidamente su abrigo y su bufanda, y desapareció sin despedirse ni mirar a nadie.
—Mauricio tiene razón —dijo Rosi, valiente y solidaria—. Eres un miserable, José Antonio; no tenías por qué meter sus espaguetis en una discusión literaria.
Luego nos pidió a Inés y a mí que la disculpáramos, pero ella tenía que seguir a su compañero, no era justo que le hubieran dicho una cosa así en un momento así, ustedes ignoran el inmenso cariño, la solidaridad, la amistad con que ha venido a prepararnos esos espaguetis.
—Lo cual no impide que te esté esperando abajo —le dijo José Antonio, extremadamente jadeante y pálido—. Va a exigirte que le aclares aquel «cojudos» que nos soltaste a los dos. Anda, Rosi, pégale un buen par de cachetadas. Una de parte mía, créeme que no le van a caer nada mal. Y dile que lo abraza con sinceridad su amigo José Antonio. Lo digo en serio, amiga.
El último dandy casi no podía tenerse en pie, algo le estaba ocurriendo, sudaba a chorros y parecía que se iba a desplomar en cualquier momento.
Mauricio se nos apareció tempranísimo, al día siguiente. Estábamos aún medio dormidos cuando invadió el departamento, rosa roja para Inés en mano, y deshaciéndose en disculpas: se le habían trepado los tragos, José Antonio le había jugado sucio, eso no se hace, pues, eso no se dice, pero en fin, reconocía, se había comportado como un niño, toma la rosa, Inés, es la prueba de mi cariño, de mi amistad, de mi afecto por ustedes dos, de que todo continúa exacto entre nosotros. Le dije mil veces que no había pasado nada, pero sólo la sonrisa (por fin) de Inés logró tranquilizarlo. Traía un buen par de arañones en la frente, y bastó con que 10 lo miráramos para que estallara en carcajadas, Rosi lo había agarrado a carterazos no bien salió del departamento y lo encontró esperándola en la calle, para exigirle cuentas por el «cojudos» que les había soltado a José Antonio y a él. No sólo cojudo, ¡socojudo!, sino huevón y pobre diablo y vago y borrachín, yo me mato limpiando oficinas desde la madrugada para que tú te gastes toda la plata emborrachándote.
—¡Se acabó, Mauricio, o vuelves a trabajar o nos separamos! ¡He perdido cinco kilos por romperme el alma desde que empezaste a hacerte el loco para no trabajar tú también!
Él había tratado de calmarla, pero todo resultó inútil. Rosi le seguía dando carterazos, arañándolo, soltándole cachetada tras cachetada hasta que llegaron al Boulevard Saint-Michel y él ya no aguantó más. Se armó una verdadera gresca entre los dos, ahí, qué tal concha, le gritaba él, defendiéndose y atacando también ya, ella misma le había pedido que dejara ese asqueroso trabajo de limpiar espejos en mil oficinas, casi se había vuelto loco, era para volverse loco y no pensaba volverlo a hacer nunca más. Mauricio nos ponía de testigos a nosotros, necesitaba nuestra anuencia, la del cuello de Inés sobre todo, él no podía seguir con lo de los espejos, él era un artista, un neurótico, un paranoico, cinco días limpiando espejos fueron suficientes para que empezara a enloquecer, la misma Rosi se lo había prohibido desde que lo descubrió limpiando por tercera vez seguida el espejo de su cuarto, en el hotel, no podía contenerse. Qué tal concha, Rosi misma me lo prohibe y ahora quiere que vuelva a empezar. Total que en ésas andaba la pelea en pleno Boulevard Saint-Michel, volaban carterazos, cachetadas, empujones, hasta patadas, cuando vieron que un automóvil se detenía y cinco fortachones acudían a la carrera, en auxilio de Rosi.
—¡Abrázame, chola, que me matan —gritó él—, bésame en el acto, por favor!
Y su Rosi no le había fallado. Eso era una compañera, una camarada, una amiga, su chola lo abrazó con toda el alma y a los tipos les gritó: ¡Y a ustedes qué les pasa! ¡Qué demonios quieren ustedes! ¡Déjenme tranquila con el hombre que adoro! Los tipos se quedaron cojudos, hasta les pidieron disculpas, habían creído que un hijo de puta le estaba pegando a una muchacha, desaparecieron como quien no entiende nada. Y no bien partió el auto con los cinco, ellos arrancaron nuevamente a sacarse el alma a gritos, no pararon hasta llegar al hotel, así era su chola, toda una mujer, sólida, generosa, comprensiva, perfecta, y allá estaba ahora durmiendo y recuperando fuerzas porque mañana le tocaba limpiar oficinas casi de madrugada.
—¿Y tú, cuándo? —le preguntó Inés, parquísima.
—Mañana mismo empiezo a buscar otro trabajo, te lo juro, Inés.
—¿De esos que no se encuentran?
—No, pues, Inesita, no seas así; por lo menos no en un domingo y cuando te acabo de traer una rosa, a pesar de la perseguidora horrible que tengo. Hay que cortarla, Martín, un vinito no nos caería nada mal. ¿Quedó de ayer?
Le dije que sí, pero que no podía acompañarlo. Y le conté que tras su partida, José Antonio, a quien ya habíamos notado extremadamente pálido y jadeante, se nos vino de bruces al suelo. Tuvimos que llamar una ambulancia y todo. Lo habían hospitalizado en el Saint Antoine y la cosa parecía seria. El último dandy, según nos enteramos después, llevaba semanas sintiéndose muy débil, y paseándose de casa en casa con una extraña fiebre que por las noches se le convertía en fiebrón.
Lo visitamos desde su primera tarde en el hospital Saint Antoine. El propio Mauricio se había manifestado dispuesto a olvidar, a perdonar, mejor dicho, el golpe bajo de los espaguetis, iría no bien su chola pudiera acompañarlo con una fragante rosa para el enfermo. Mientras tanto, se ocuparía de avisarles a los demás amigos del Ultimo dandy. Pero José Antonio andaba resentido con medio mundo. Ah, nos decía, si supieran ustedes cómo me ha fallado alguna gente… No, ustedes no saben lo duro que puede ser enfermarse en París cuando se está sin trabajo, sin seguridad social, con poco dinero… Ah, si supieran ustedes lo duro que es para un artista extranjero enfermarse en esta ciudad, no olvidemos a César Vallejo, enorme precedente genial… ¿Y los amigos? Los amigos fallan, van fallando uno tras otro, no bien se dan cuenta de que estás hasta las patas empiezan a darte por muerto para que no estorbes… Inés y yo conocíamos bastante poco a José Antonio, era mayor que nosotros, y sólo lo habíamos invitado porque desde la primera vez nos pareció un tipo sumamente divertido y generoso, pero la verdad es que parados ahí, junto a su cama de enfermo, ignorando tantas cosas de él, y conociendo apenas a la mayor parte de sus amigos, no sabíamos muy bien qué actitud adoptar ante tanta queja.
Y es que, además, cuanto más se quejaba, más se sonreía, y más iba como perdiéndose en evocaciones realmente nostálgicas de maravillosos amigos a los que parecía estar imaginando en escena, en alguna obra de teatro cuyo protagonista central era él mismo. Poco a poco, Inés y yo nos fuimos dando cuenta de que incluso arreglaba sus historias para que resultaran más conmovedoras. ¡Ah!, exclamaba, esos bastardos le piden dinero prestado a uno y no le pagan. ¿Por qué? ¿Saben ustedes por qué? Pues porque piensan que uno no tarda en morirse y a un muerto para qué pagarle nada. Igual cuando organizan una fiesta: hablan de la fiesta, hablan de las invitaciones para el próximo sábado, y uno está tirado ahí, muerto de sudor y de fiebre, y ni lo mencionan siquiera en la lista de invitados. ¿Por qué? Pues porque probablemente ya uno no estará vivo el sábado próximo, imagínense ustedes eso, yo ahí sentado con mi fiebrón entre gente que está pensando que del miércoles o jueves no paso. ¡Qué falta de todo, la de esos monstruos de ingratitud! Y ahora… ahora estaba jodido en un vetusto cuarto de hospital. Bueno, decía, por lo menos los amigos ya no me humillarán más. Sin embargo, no bien llegaba alguna de las personas de las que acababa de estar hablando pestes, El último dandy abría feliz los brazos y derramaba incluso alguna lágrima de ternura y de emoción.
Pero no le iban a faltar nuevas tribulaciones al pobre José Antonio. Los primeros días había estado solo en una habitación de dos camas, pero de pronto, una mañana, y justo cuando empezaba a conquistarse a las enfermeritas más jóvenes, apareció ese fenómeno de la naturaleza, con una enfermedad que despertaba mayor interés y curiosidad que la suya. Era un joven, atlético y descomunal negro, que sufría de priapismo, un tipo con una enorme pinga en erección permanente, un hombre joven y algo deprimido que acababa de ser hospitalizado porque ese sexo erecto noche y día se lo estaba llevando simple y llanamente a la ruina. Se quejaba José Antonio, ya ni sus propias visitas le hacían caso, todos andaban mirando de reojo al negro que seguía tirado ahí con cara de estar muy triste, muy preocupado, pero al que a cada rato le volvían a traer a su esposa, una mulatita for-mi-da-ble, para que hicieran el amor ante su vista y paciencia. Se alborotaban las enfermeras, se alborotaban las visitas, y cada día llegaban más médicos mujeres también, se había alborotado hasta la vieja de la seguridad social, que nuevamente vino a joderlo con el asunto del pago. Esa vieja lo tuvo loco al Ultimo dandy, hasta que un día él la recibió con una pieza de un franco encima de la mesa de noche.