Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
Y sin embargo, en mi recuerdo, aquella fatídica invitación se ha ido convirtiendo en una de las reuniones más divertidas que organizamos, cumpliendo el programa de nuestra fiesta de boda a poquitos. Y es que tanto Mauricio como José Antonio eran, antes que nada, dos grandes actores de la vida cotidiana, dos personas que adornaban su presencia entre la gente con geniales extravagancias, con contagiosa alegría, y sobre todo con una desbordante vitalidad que el vino acrecentaba hasta el delirio. Eran, realmente, dos personajes. Ambos pertenecen a los grandes recuerdos que tengo de París. Sí, pensando en Mauricio y Rosi, su compañera-camarada, y pensando en El último dandy y en las mil aventuras que le tocó vivir antes de su regreso al Perú, puedo decir que sí, que a veces logré ser joven y pobre y muy feliz en esta ciudad de la que todos nos quejamos tanto. No sé quién dijo que, desde la derrota de Napoleón en Waterloo, los franceses no han hecho más que lloriquear. Eso, como lo de los perritos y gatitos, puede ser contagioso. En todo caso, París es la ciudad de la cual uno siempre está deseando irse a Roma, y Roma es la ciudad desde la cual uno siempre está deseando regresar a París.
Y hablando de Roma pienso en espaguetis, y pienso también inmediatamente en los espaguetis a la carbonara de Mauricio Martínez. Eran su orgullo, su pasión, nadie los preparaba mejor que él y nadie sufría tanto tampoco mientras los preparaba. Le tomaba horas el asunto, y él se tomaba copa tras copa durante todas las horas en que nos iba anunciando que esta vez le iban a quedar mejor que nunca. Había que decirle que sí, que sí y que sí, porque de lo contrario le entraban la neura y la depre y se iba poniendo realmente insoportable entre tanta tensión y tanto vino. Pero valía la pena, porque Mauricio Martínez preparaba realmente los mejores carbonara que he comido en mi vida. Ni en Italia. En ninguna parte de Italia.
Esa mañana llegó temprano con Rosi, su compañera-camarada, y con dos grandes bolsas de plástico que contenían los ingredientes. De entrada se bebió una botella de tinto para ponerse en forma y que le viniera la inspiración y todo eso. Quería quedar bien, mejor que nunca, porque estos carbonara eran su manera de mostrarnos su afecto y, al mismo tiempo, su mejor regalo y homenaje de boda. Lo acompañé a secar la primera botella, hablando de política, y del estado de cosas allá en el Perú, pero de pronto noté que iba perdiendo interés por la conversación y que empezaba a mirar hacia el techo con cierta angustia. Era la inspiración con neura, ya le estaba llegando, Mauricio no tardaba en convertirse en un ser problemático, compulsivo, irascible, y con una terrible cara de dolores de parto. Abrí una segunda botella para ver si la compartíamos, pero ni cuenta se dio de mis intenciones, ya estaba en trance, Mauricio, dejó de verme, dejó de importarle la presencia de otras personas en el departamento, agarró la botella y salió disparado hacia la cocina, como quien parte rumbo a la gloria. Lo sabíamos: cada cierto tiempo volvería a aparecer con una copa en la mano, para anunciarnos angustiadísimo que le estaban quedando mejor que nunca.
Mientras tanto llegó El último dandy, más dandy que nunca, y con sus eternos problemas con las muchachitas en flor. Traía impecable su príncipe de Gales, pero en cambio la luna del anteojo la traía partida por la mitad. Llegó jadeante pero con una sonrisa reposada en medio de tanto cansancio, algo acababa de ocurrirle, indudablemente, pero él se tomaba las cosas con mucha calma y apenas si nos había saludado, ya hablaría, por el momento estaba revisando con gran cuidado el estado de sus anteojos, y dándose golpecitos con un pañuelo perfumado sobre un arañón nada despreciable en la mejilla derecha. Por fin, se sentó, y empezó a tomar en cuenta que existíamos y que lo habíamos invitado a gozar de los carbonaras de Mauricio.
—Vengo de tratar de violar a una niña de quince años —dijo, con su voz ronca y su tono de cuarentón melancólico, algo jadeante siempre.
A Inés no le gustó nada el asunto, pero quién se metía en la vida de José Antonio cuando le daba por hablar de sus muchachitas en flor.
—Quince años —repitió suspirante—, quince años y deliciosa. No hay otra palabra: de-li-cio-sa. —Miraba hacia algún lugar indefinido en el que parecía continuar batallando feliz con la muchachita—. Es curioso —añadió, hablándonos desde aquel lugar indefinido—, a veces el fracaso no deja insatisfacción, pero sí falta de entendimiento… Porque se habla tanto del mundo moderno y de lo locas que andan las cosas, pero las chiquillas, salvo maravillosas excepciones, continúan impidiendo que uno se las tire… Cosa rara, cosa por lo demás muy rara…
Repitió una vez más «de-li-cio-sa», pero esta vez se detuvo horas en cada sílaba, como si lo delicioso estuviese en la palabra misma. No sabíamos qué hacer, porque Mauricio no tardaba en salir de la cocina para anunciarnos lo deliciosos que estaban quedando sus carbonara, eso iba a ser un lío de deliciosos, un implacable choque de temperamentos, Mauricio Martínez se nos iba a morir de depre y de neura si José Antonio lo ignoraba por completo. Traté de sacarlo del mundo feliz por el que vagabundeaba perdido entre sus sílabas, pero sólo logré despertar en él mayores deseos de explayarse sobre el tema de las muchachitas en flor.
—Aaaaaaahhhhhh —dijo, de pronto, como volviendo a tomarnos en cuenta, y en el preciso instante en que Mauricio salía desesperado de la cocina, copa en mano llegaba a anunciarnos corriendo cómo andaba el asunto por allá adentro, venía prácticamente en busca de una ovación general. Pero José Antonio ni lo vio. Continuaba con su aaaaahhhhh…
—Nunca olvidaré a la
ragazzina
más de-li-cio-sa que he visto en mi vida: inmóvil, absolutamente yacente, y qué cabellos de oro… Fue en Florencia… Se dejaba acariciar el pelo, se dejaba tocar las tetitas, pequeñas naranjas, se dejaba acariciar la nuca, y yo, para acariciarla más dulcemente, le cogía los cabellos de oro y con ellos le acariciaba así la nuca, ¡qué piel, Dios mío!,
boccato di cardinale
, era como una tercera perfecta axila, más todavía… aaaaaaaaaahhhhhhhhhh… Tenía trece años pero representaba nueve… aaaahhhh…
Mauricio Martínez mandó a la mierda a la concurrencia por hacerle caso a ese huevón. Jódanse si quieren, nos dijo, pero mis carbonara están saliendo mejor que nunca. Al cabo de un rato volvió por más vino, y le dijo a Inés que lo acompañara a la cocina, que se diera el lujo de contemplar cómo iban quedando sus espaguetis, son mi prueba de afecto, Inés, mi muestra de total solidaridad con ustedes, ahí está el
quid
de la cosa, Inés, me están saliendo mejor que nunca porque en estos espaguetis hay algo de solidaridad, algo muy nuestro, algo como una rosa que yo les traigo de sorpresa, algo muy hondo, Inés…
—…Y dicho sea de paso, anda preparando los platos hondos. Esto se come mejor en platos hondos. Sácalos, por favor, y empieza a calentarlos porque los carbonara no quedan tan bien si los platos están fríos.
Me tocaba a mí hacer todo eso, según la repartición marxista de las tareas caseras, o sea que Inés volvió a la sala-dormitorio, que era casi todo el departamento, para anunciarme lo que tenía que hacer en vez de andarme emborrachando y escuchando las sandeces en que se había perdido José Antonio. A las dos de la tarde todo estaba listo y los tres hombres bastante borrachos. Le rogué al Ultimo dandy que se concentrara un poquito en los carbonara de Mauricio. ¡Deliciosos!, exclamó, trasladándose con la mirada hacia el lugar donde normalmente violaba a sus muchachitas, ¡deliciosos! Miré a Inés, miré a Rosi, pero las dos estaban mirando a un Mauricio Martínez cuyos ojos trataban de introducirse compulsivos en el edén del Último dandy, a qué se había referido esta vez con la palabra delicioso, la había empleado en masculino y en plural, había dicho de-li-cio-sos, ¿hablaba de sus recuerdos eróticos?, ¿se refería a los carbonara?
—Están francamente de-li-cio…
No logró terminar la frase, porque Mauricio Martínez se le vino encima con un gracias, mi hermano, te lo había dicho, hermanón, a ti también te lo había dicho, Inés, éstos son especiales, son como una rosa traída muy de mañana, sorpresivamente, sí, en la exacta amistad, una rosa sorpresiva, qué maravilla, ¿no?, ¿tú qué opinas, Rosi? Rosi era realmente una compañera, una camarada ideal, una mujercita perfecta, sólida, entera. Era todo eso, y mucho más, porque comía carbonaras seis o siete veces a la semana y acababa de opinar, como siempre, que estaban como nunca, vidita.
—Y ahora cállense y coman —ordenó Mauricio—; coman, porque si se enfrían se van a la mierda.
Nos comimos todos tres platos al hilo, porque estaban deliciosos, y porque el ego de Mauricio no podía contentarse con menos de tres platos por persona, en absoluto silencio homenajeante, y con una rapidez que no dejara lugar a dudas, los carbonara de Mauricio Martínez son los mejores del mundo. Cualquier vacilación, cualquier muestra de lentitud entre un bocado y otro, cualquier intento de demorarse al tomar un sorbo de vino, la menor tentativa de abrir la boca para algo que no fuera meterse otro bocado, podía arrojar violentamente al angustiado y compulsivo Mauricio a los territorios de la depre y de la neura. Tanta humanidad en un miembro del Grupo me resultaba excepcionalmente simpática. Y Mauricio era, además, uno de los pocos miembros que le metía al trago, no bien se presentaba la ocasión.
Terminamos como quien llega de un maratón. Vino, necesitábamos vino, y Mauricio necesitaba, entre copa y copa sus ojos angustiados así nos lo pedían, que le siguiéramos alabando largo rato sus inolvidables carbonara. Cumplimos con nuestra misión de irlo tranquilizando, hasta que por fin su espíritu quedó lo suficientemente liberado como para considerar que existían otras cosas en la vida. En otras palabras, era mi turno, había llegado el momento de leer mi capítulo sobre la huelga y el policía infiltrado, y de someterme a las críticas de los oyentes. No fue nada fácil, porque José Antonio trató de interrumpirme siete veces y las siete Mauricio lo mandó a la mierda y a callarse.
La esperada bronca no estalló, pues, hasta el final. Mauricio estaba de acuerdo con todo, menos con el final, mientras que El último dandy consideraba que todo, menos el final, tal vez, era una reverenda cagada. Yo miré a Inés como pidiéndole por favor que sacara la cara por mí, al fin y al cabo ella era la autora intelectual de lo que José Antonio no tardaba en llamar un delito de lesa literatura. Inés estaba, en efecto, furiosa, pero ello no significaba que estuviese necesariamente dispuesta a discutir con borrachos. Ah, si por lo menos se hubiese emborrachado alguna vez en la vida, si en vez de mirar al mundo y a sus gentes, siempre desde arriba, hubiese puesto alguna vez sus cartas sobre la mesa, hubiese vomitado un poco de alma como solíamos hacer los demás, a cada rato. Inútil. Inútil hasta el punto de que el asunto llegó a convertirse en una obsesión para nuestros amigos. Querían verla borracha alguna vez, y más que borracha, realmente alegre y comunicativa, un poco menos de mármol ante nuestras virtudes y nuestros defectos. Fueron vanos todos los intentos. A Inés le gustaba beber y, de hecho, podía beber y muchísimo. Pero no le pasaba nada, seguía igualita, no lograba abrirse ni soltarse ni meter la pata o algo así. Qué no hicieron nuestros amigos por verla algún día soltar la lengua alegremente durante unas horas. Fue inútil. Recuerdo incluso que en el matrimonio de Daniel Céspedes, ya bastante curado del zumbidito, diecinueve latinoamericanos la retaron botella en mano. Inés aceptó sonriente y marmórea, y al mismo tiempo, como alguien que acepta simplemente porque no desea estorbar el curso de las cosas. Recuerdo que por aquella época yo sentía la necesidad de descubrir qué secreto se ocultaba en su poco hablar y en sus miradas cada vez más impersonales. Me senté, y a lo largo de toda la noche estuve contemplando el interminable desafío. Uno por uno vio salir Inés del departamento a los amigos que hubo que llevarse cargados, a los que maldecían y granputeaban eufóricos y sintiéndose pésimo, al mismo tiempo, al que se rodó las escaleras, al que gimió que su hijo nacería en cuna de oro, al que salió gritándole a su compañera que se casaba con ella porque amaba profundamente a otra mujer, a los que intentaron pegársele bailando, al que trató de besarla desconsoladamente. Al final, sólo quedaba el propio Daniel, a quien su flamante esposa recuperó en el wáter sobre el que se había quedado profundamente dormido. Me parece estar viendo el enorme desbarajuste que Inés causó sin haberlo deseado, y que observaba con una sonrisa sorprendida, como si se hubiesen propuesto un juego, algo muy inocente, algo cuyas nefastas consecuencias ella era absolutamente incapaz de comprender. Ahí la sigo viendo, parada en un rincón, con la última botella en la mano, y vuelvo a pensar en las mismas cosas de aquella vez: en mi incapacidad total para ponerla en comunicación natural con la gente, en su silencio que aquella noche me aterrorizó, porque en gran parte consistía en no alegrarse cuando los demás se alegraban y en mirar así, como estaba mirando, impersonalmente sonriente, con el cuello tan largo, la tambaleante tristeza ebria de los demás.
Una mirada de Inés me hizo comprender que tendría que batirme con Mauricio y José Antonio, lo cual en el fondo no me resultaba tan difícil por estar el monstruo ausente de París. Podían gritar todo lo que quisieran y hasta la hora que les diera la gana. Además, las críticas o alabanzas a mi texto iban en realidad dirigidas a Inés, porque era ella quien me lo había dictado prácticamente entero. Claro, ellos ignoraban eso, los muy maricones no habrían gritado tanto de saber quién era verdaderamente responsable de ese mamarracho, como acababa de llamarlo José Antonio. Pero yo no lo ignoraba y eso me bastaba, y hasta me producía cierto placer porque Inés bien sabía cuál era su responsabilidad en el asunto. Podía darme incluso el lujo de una que otra miradita irónica, aunque mejor no, porque ello podía ser causa de bizqueritas y era preferible dejarle a un invitado el peso de una interrupción en nuestra armonía conyugal.
Ya lo he dicho: El último dandy pensaba que mi texto era simple y llanamente un mamarracho. El final le había parecido que no estaba tan mal, pero ahora, pensándolo un poco, también el final le parecía una buena mierda. Ahí había algo, no, algo no, mucho, más bien, de aquello que en inglés se llama
wishful thinking
.
—¡Pro imperialista! —le gritó Mauricio Martínez, dando la exacta medida del estado de su borrachera.