La vida exagerada de Martín Romaña (32 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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—Madame —le dijo—, yo siempre pago mis deudas, y he decidido que nuestro problema puede quedar totalmente resuelto, si tiene usted la elegancia de recibir ese franco simbólico que le entrega un artista peruano enfermo en París. Lo demás, si hay más, señora, reclámeselo usted a algún sindicato de actores. Estoy seguro de que existe más de uno, en Francia, dispuesto a acogerme entre sus miembros honorarios.

Poco tiempo después, José Antonio nos informó que, en efecto, una asociación de actores había tenido a bien ocuparse de su caso, y que hasta era probable que lo enviaran a una clínica especializada en la Costa Azul. En todo caso, la vieja no volvería a molestarlo con los gastos que le ocasionaba ese extraño fiebrón, hasta entonces sin diagnóstico preciso. En fin, eso decían los médicos, pero él ya conocía el diagnóstico: cáncer en París, cáncer en una ciudad a la que no debió llegar nunca y de la que debió haberse marchado hacía años, sí, de París debió haberse largado el mismo día de su absurda llegada. Claro, un amigo, primero, otro, después, alguna jovencita, muchas cosas le habían impedido darse cuenta de la gravedad de su error. Pero ahora sentía que sólo era cosa de recuperar un poco las fuerzas, ahora sabía que aún estaba a tiempo, ahora tenía la certidumbre de que no bien le fuera posible escaparse al Perú, o a la adorada Madrid de sus tres amores, que jamás debió abandonar, todo volvería a empezar desde cero, y de que en su vida aquella estúpida enfermedad, tan común, tan poco elegante, encima de todo, jamás habría de existir.

Al negro le llenaban la pinga de sanguijuelas cada mañana, y cada noche, cuando las visitas se habían marchado y ya habían recogido las enfermeras, entre sonrisitas y gemidillos exclamativos, a los inoperantes bichos, engordados de tanto chupar sangre, le daban permiso para que recibiera en la cama a su formidable mulatilla, como la llamaba José Antonio. Había hecho buenas migas con su compañero de cuarto, pero esta hora le resultaba insoportable, hasta el corredor se escuchaban los gritos pidiendo que sacaran un rato del cuarto a ese superhombre enfermo, a ese superenfermo que lo llenaba de ideas, de deseos de escaparse del hospital, la vida estaba afuera, la vida estaba en la calle, y la vida estaba sobre todo en Madrid, si es que uno de sus tres amores lo había esperado siempre. Si no, qué demonios, regresaría al Perú y allá empezaría de nuevo, aun antes que en Madrid.

Bueno, eso lo decidiría la suerte, porque él, en todo caso, tenía que empezar por escribirle a las tres mujeres que había amado mil años atrás en Madrid, en plena juventud, cuando también él era un superhombre, y justo antes de cometer aquel absurdo error que lo plantó en París. No, no es que en París lo hubiese pasado mal, cosas buenas y malas las había habido como en todas partes, no, no era eso, era simplemente que a París había llegado debido a un estúpido error, un estupidísimo error que cualquiera de esas tres mujeres, la que lo hubiese esperado (y a lo mejor me han esperado las tres, añadía sonriente), podía ayudarlo a corregir, haciendo que el tiempo retrocediera hasta el día mismo de su partida de Madrid, de tal manera que no sólo todo quedaría corregido, quedaría además absolutamente borrado, borrado hasta el punto de no haber existido jamás. ¡Ah!, sus tres muchachitas, por qué las había abandonado. Bueno, tal vez por eso, porque eran precisamente tres, dos no habría estado mal, pero los líos en que se andaba metiendo…

Yo más bien pensaba en los líos en que se iba a meter, porque entre el fiebrón de cada noche, y las extravagancias de las que siempre había sido gran amigo, José Antonio acababa de escribir tres cartas a Madrid. No se las había dirigido a las muchachas mismas, sino a sus tres mejores amigas. Lo contrario, afirmaba sonriente, bien podría despertar en aquellas muchachas piedad por mí, al saberme tan enfermo. No, él no deseaba eso, él no deseaba la conmiseración de nadie, y menos aún la de aquellas tres mujeres, él sólo quería saber si continuaban solteras y si lo amaban todavía. No bien recibiera una respuesta afirmativa, mandaría al demonio hospitales, médicos y enfermeras, y emprendería el camino del retorno, el del único verdadero y posible restablecimiento en esta vida.

Pasaron varios días sin respuesta alguna, pero José Antonio seguía tan confiado que hasta parecía estarse recuperando. Una tarde, sin embargo, lo encontramos bañado en lágrimas, sentado, inmóvil, con los brazos colgándole por ambos lados de la cama, las piernas estiradas y abiertas, el tronco abandonado sobre los almohadones, la cabeza caída hacia un lado, la boca abierta, jadeando y con la mirada extraviada por el cielo raso. Tardó en darse cuenta de que Inés y yo habíamos llegado, y tuve la impresión de que estaba tardando también en reconocernos. Nos asustamos mucho, pero el negro priápico nos tranquilizó con una sonrisa y tres golpecitos de índice en la sien, estaba más loco que enfermo, nuestro amigo. De golpe, José Antonio levantó alegremente los brazos para recibirnos; recién entonces nos dimos cuenta de que tenía un libro abierto, en la mano derecha.

—¡No hay nada comparable! —exclamó, mientras le volvían a resbalar lágrimas por las mejillas—. ¡Nada comparable! ¡Tienen que leer este párrafo! ¡Ternura infinita! ¡Proust acaba de terminar de tomar té con unas muchachitas maravillosas! ¡Ma-ra-vi-llo-sas! Martín, tienes que leer a Proust y dejarte de sindicatos pesqueros y demás babosadas. Siempre habrá gente de valor para ocuparse de esas cosas, pero tú, Martín, déjate de bobaliconadas. Perdón, Inés, pero también tú tienes que leer a Marcel.

Respiramos: El último dandy sólo había estado llorando de emoción, a causa de Marcel.

Una semana más tarde, José Antonio había recibido tres respuestas de Madrid. Enmudeció. Desde que leyó el contenido de ambas cartas, no quería comer, se negaba a tomar los remedios que las enfermeras le traían, ni miraba al médico, nadie sabía lo que decían las cartas, y su compañero de cuarto se tocaba la sien con el índice por toda explicación. Llegaron Rosi y Mauricio, llegó Julio Ramón Ribeyro, más tarde llegó Alfredo Bryce Echenique con otros amigos, pero aunque Ribeyro y Bryce eran dos escritores peruanos que yo deseaba conocer, ni siquiera se hicieron las presentaciones porque todos estábamos muy preocupados, y antes que hablar preferíamos continuar observando atentamente al mudo, estático y abatidísimo Ultimo dandy. Transcurrió una interminable media hora antes de que dijera, con voz muy suave y asombrada: Absurdo. Y tras otra interminable media hora de silencio, José Antonio nos sorprendió con la mirada y volvió a repetir: Absurdo.

Sólo cuando llegó la tercera carta de Madrid nos enteramos del porqué de tanto absurdo y de tanto silencio, y nos enteramos también de que ahora ya nada era absurdo, al contrario, todo era perfectamente lógico, mucho más que lógico. Por fin se decidía José Antonio a hablarles a sus amigos, a comer, a tomar sus medicinas. Nos explicó que la primera carta era bastante extraña, porque su amada María Mercedes acababa de fallecer en un accidente de aviación. Con la segunda, el asunto se volvió verdaderamente absurdo, porque Rosario había fallecido el año pasado. Absurdo, absurdo, todo se convirtió en algo completamente absurdo, hasta que esa mañana le había llegado la tercera carta con lo cual la lógica reemplazó al absurdo, aclarándole para siempre el sentido de los acontecimientos, porque Beatriz había fallecido el año siguiente de su estúpida llegada a París. Ahí estaban las tres cartas. Ahora sí, todo era perfectamente lógico. Mucho más que lógico.

Nos quedamos helados ante la sonrisa con la que El último dandy se enfrentaba a tan inesperado desenlace. En el fondo, parecía estar muy tranquilo, parecía haber completado un rompecabezas difícil de armar, y cuya última pieza se le había perdido cuando él lo imaginaba ya listo. Pero ahora sí estaba listo, y él continuaba mirándonos con una sonrisa tranquila, mientras nosotros, entre incrédulos y asombrados, no lográbamos encontrar una palabra, cualquier idea para cambiar el tema de conversación, o por lo menos para salir del mutismo desconcertado en el que habíamos caído. El último dandy se encargó también de eso.

—Pero hay una gran noticia, muchachos —nos dijo, con verdadera satisfacción—. Ha venido a hablarme el médico esta mañana, y ya sé de qué voy a morir. ¡Muchachos, no voy a morir de un vulgar cáncer, como todo el mundo, sino de una romántica tuberculosis! En fin, lo que le corresponde a un caballero.

Definitivamente, José Antonio no cesaba de sorprendernos con sus frases, y lo más increíble es que resultaban ser verdad siempre. Fuimos a hablar con el médico, y nos dijo que, en efecto, acababa de precisarse el diagnóstico, y que sí, que se trataba de una tuberculosis a la sangre, de algo muy serio y muy extraño, pero que a nuestro extravagante amigo parecía haberle causado una profunda alegría. Nos dijo también que ya estaban en marcha las gestiones para trasladarlo a una clínica de la Costa Azul.

Partió una semana más tarde, a la misma hora en que mi madre llegaba de Lima, tras una larga escala en Madrid. Me impresionó mucho nuestro encuentro en el aeropuerto, pues la noté extremadamente fatigada y con muy mal semblante. Pero Inés, que acababa de regresar de despedir a José Antonio, declaró enfáticamente que mi madre no tenía nada, que los problemas los tenía yo en la cabeza, y que le sirviera un whisky a mi mamá para que viera hasta qué punto los problemas los tenía yo en la cabeza. Me quedé impresionado con la reacción de Inés, pero no tuve más remedio que cambiar de tema, al ver que mi madre revivía efectivamente con un whisky, y que hasta empezaba a servirse el segundo, enorme.

—¿Qué tal la partida de José Antonio? —le pregunté a Inés.

—Ya conoces al Ultimo dandy. Partió muerto de risa, y diciendo que tras una breve temporada en la Riviera francesa, se largaría al Perú, donde hay tantas posibilidades con las adolescentes. Te habría gustado venir, estaban Ribeyro y Bryce.

—Ah, ¿y qué tal?

—Ribeyro me pareció muy simpático. Tiene mucho de sus cuentos. Creo que es un tipo que te puede ayudar, si lo conoces. Bryce Echenique, no sé, ni chicha ni limonada. Ribeyro lo felicitó por su primer libro de cuentos, pero le dijo que el título era una real huachafería. Quedaron en que Ribeyro le iba a conseguir un título más decente o algo así; en fin, no sé qué más decirte: trata de ser cordial, trata de no parecer tímido, pero en el fondo parece estar pensando todo el tiempo en otra cosa. Ya los irás conociendo a los dos, puesto que son tus colegas. Pero Ribeyro parece más consistente que Bryce.

—¿Quién es Bryce Echenique? —preguntó mi mamá, mientras se servía el tercer whisky—. A Ribeyro se le conoce, pero…

—A Martín tampoco se le conoce —la interrumpió Inés—; todos los autores empiezan por ser inéditos.

—Y algunos terminan, también —me atreví a decirle, sin encontrar eco alguno para mi preocupado humor. Mi madre, en todo caso, prefería saber algo sobre el amigo que acababa de partir a la Costa Azul. Mi novela no le interesaba en lo más mínimo, un hijo suyo escribiendo sobre sindicatos, ahora que ella tenía que pagar los impuestos que antes no pagaba mi papá, no, no era justo que el mejor de sus hijos le resultara el peor de todos. Ya me lo había advertido en una carta:

«Martín, mientras no escribas
La búsqueda del tiempo perdido
peruana, o algo muy por el estilo, pues sé que hay que tener en cuenta las diferencias, no estoy dispuesta a contarle a nadie de la familia, ni a ninguna de mis amigas, que te estás convirtiendo en escritor en París».

Fue categórica en aquella oportunidad, y ahora era lógico que prefiriera que le contáramos algo sobre un tipo que era dandy y último, al mismo tiempo.

—Es una pena que no lo hayas conocido, mamá —le dije, dispuesto a hacerle su estadía en Francia lo más agradable posible, a pesar de que Inés iba a encontrar todo eso lo más enfermizo posible—. José Antonio es un tipo fantástico. No sé, realmente tiene algo de dandy y algo de último. Llegó a París por error, porque tomó un tren en Madrid con la intención de visitar Alemania, pero se quedó dormido en la frontera y su vagón vino a parar a París. Y ahora que está tan enfermo le ha dado porque aquel viejo error puede corregirse. Primero pensó en escaparse del hospital y en regresar al Madrid de su pasado, y ahora creo que anda pensando fugarse al Perú anterior al Madrid de su pasado. En fin, suena a cosa de locos, pero él lo hace sonar a cosa de cuerdos. Aparte de eso es un tipo muy bien plantado y muy elegante.

—¿Por qué no nos vamos todos a la Costa Azul? —preguntó mi madre—. No bien termine con las cosas que quiero hacer en París, y con la visita a la casa de Marcel Proust, podríamos irnos los tres a la Costa Azul. Está haciendo mucho frío en París. Vamos, los invito a la Costa Azul. Después puedo tomar un barco de ahí a Buenos Aires. —Nuevamente, y a pesar de los whiskies, la noté demacradísima. Era mi deber hacer algo, por más que Inés…

—Mamá —intervine, sin autorización alguna—,
no
está haciendo frío en París. —Y como quien desafía a duelo las teorías de Inés, le pregunté—: ¿Estás segura de que te sientes bien, mamá?

Y aquí se desató como loco el asunto ese de que la vida es así. Para empezar, la única respuesta de mi madre fue rociarme íntegro con una mirada de viudez, y alcanzarme el vaso para que le sirviera otro whisky. Lo distraído que soy a veces, pensé, es cierto que es la primera vez que la veo viuda, qué bruto, ni cuenta me había dado. Casi me muero de pena, pero por mi papá, no por ella. Sin embargo, también ella se estaba muriendo de pena, pero no por mi papá, sino de pensar que su hijo podría negarle los whiskies a los que, desde épocas que se perdían en mi más tierna infancia, mi padre la tenía acostumbrada. Y de ahí le venía esa cara de orfandad, que ella y las circunstancias transformaban en viudez, y que ahora sí me hacían sentir pena por ella y me llevaban a servirle hasta el tope su vaso y a ofrecerle todo el whisky que quieras, mamá, con voz temblorosa y pulso derramante, mientras mi carácter me empujaba fuertemente a seguir observando cómo transcurría la vida, tan calladita la desgraciada, y por consiguiente a enfrentarme con la mirada de Inés, no sin antes haber pensado en la cara alicaída de mi madre en el aeropuerto, y en que cada botella de whisky antidemacrador me iba a costar más o menos un día de trabajo en la escuelita infame.

Mirada filopunzante de Inés: tu mamá está estupenda y los problemas los tienes tú toditititos en la cabeza. Ya lo sabía, o sea que ipso facto opté por empequeñecer al máximo, para estar a la altura de lo que se esperaba de mí, y para soportar feliz que las dos mujeres de mi vida tomaran, una de cada extremo, el cordón umbilical que deseaban aplicarme con tanto ahínco. Yo, en medio, saltaría a la soga o algo así. Valía la pena porque El último dandy iba a estar feliz al saber que llegábamos a la Costa Azul financiados por mi madre, porque iba a poder faltar unos días al trabajo, porque la directora infame de la escuelita infame iba a estar feliz al no tener que pagarme, y porque Inés y yo nunca habíamos estado en la Costa Azul. Todo eso lo pensé mientras empequeñecía rapidísimo, lo cual me llevó hasta permitirme el lujo de una última reflexión, del tipo la-maldad-infantil-puede-ser-algo-terrible, que citaré para terminar con este asunto tan loco de la vida tan calladita, y porque hace rato que ando metido en el capítulo siguiente de mi cuaderno. Bueno, lo que pensé fue que el ahorro en whisky iba a ser considerable, puesto que mi madre invitaba.

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