Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
—Conmigo al lado es imposible.
—…
—¿Conmigo enfermo y conmigo sano?
—Martín, no me toques, por favor.
—Sólo el cuello, Inés, sólo el cuello…
—Es que me da pena, Martín…
—Te juro que no paso del cuello, Inés.
—…
Pensé: ¡Mierda, la puerta! Ella debía estar pensando algo muy semejante, también, porque los dos permanecimos inmóviles. Sí, los dos esperábamos que allá abajo se cansaran de tocar y se fueran. Pero insistían y eran las tres de la tarde, hora de la siesta del monstruo, y ya los ladridos de Bibí empezaban a joderlo todo. Era, sin duda, alguien que nunca nos visitaba, una persona que ignoraba que no recibíamos visitas entre las dos y las cuatro de la tarde, y pasadas las diez de la noche. El monstruo iba a matar a esa persona.
Yo iré, le dije a Inés. Bajé, abrí, y la cagada: Bryce Echenique, sonriente, sereno e ignorante al máximo de que Inés era capaz de escupirle en la cara. Muy capaz: lo había hecho sin estar él presente, cómo sería teniéndolo al alcance. No, definitivamente este tipo no sube.
—¿Qué milagro, Alfredo? —le dije, con una hipocresía realmente esperanzadora en un tipo tan deprimido como yo.
—Hace meses que estoy por venir a verlos, Martín. Quería obsequiarles un ejemplar de
Huerto cerrado
, mi primer libro, pero recién hoy…
—¿Y
Un mundo para Julius
? —le pregunté, fingiendo sumo interés, pensando ¿cómo hago para que no suba?, y odiándolo luego porque seguro que este hipócrita de mierda a quien realmente quiere ver es a Inés, ya me han contado por ahí que anda diciendo que la esposa de Martín Romaña está cada día más guapa, desgraciado, ojalá te viera Inés, te escupiría en el acto. Pero demonios, ¿cómo hago para que no suba?
Y él seguía contándome feliz que acababa de terminar el manuscrito de
Un mundo para Julius
, y que sus amigos escritores le habían dicho luz verde, viejo, y que pensaba enviarlo a una editorial de Barcelona pero que iba a esperar el fin del verano, porque antes quería olvidar tanta literatura y largarse a pasar unas buenas vacaciones a Italia… Mierda, ¿cómo hago para que no suba? Y Bibí empezó a ladrar de nuevo con tanta conversación y no tardaba en salir el monstruo gritando que le habíamos cagado la siesta, tras haberle cagado ayer mi esposa la noche, habiendo sido yo quien recibió la consiguiente gran puteada, por supuesto.
—Espérate, Alfredo. Subo y bajo. Creo que Inés está muy ocupada, y tal vez sea mejor que nos vayamos un rato a un café. Voy a ver.
Subí tropezándome, subí como si nunca quisiera llegar arriba, ¿qué le podía decir a Inés? No era culpa mía. Además el pobre tipo había tenido la gentileza de venir a regalarnos un libro. Inés, le dije, no puedo seguírtelo ocultando: el que está abajo es Bryce Echenique. Viene a regalarnos el libro que ha publicado en Cuba.
—¿Y qué esperas para hacerlo subir?
—Pero, Inés, si tú lo odias. Eres capaz de escupirlo. ¿Te acuerdas que lo odiabas más que a mí? ¿Te acuerdas que se pasó lodo mayo del 68 escribiendo? Yo, por lo menos…
—Tú por lo menos
qué
. Tú te fuiste con una gringa mientras que él publicaba un libro en
Cu-ba
.
Comprendí. Por primera vez en mucho tiempo lograba comprender algo: Bryce Echenique había sido absuelto por decisión unánime del Grupo, la disciplinada Inés había acatado satisfecha la decisión, y ahora el único latinoamericano escupible que quedaba en París era yo. No me era fácil correr en esos tiempos, la angustia como que me descompaginaba toda posibilidad de buen equilibrio y coordinación, pero igual puse una impresionante cara de a-sus-marcas-listos-ya, en vista de que Inés acababa de poner una insistente cara de ¿y-qué-esperas-para-hacer-subir-al-cubano-Bryce-Echenique?
Pero maldita sea, pensé entonces, y bendita sea, pienso hoy, en ese instante la malvada madame Labru había hecho su aparición, allá abajo: una visita irrespetuosa de sus horarios, una conversación cerca de su cama, y una vez más los ladridos de Bibí, provocados por nosotros y nuestras amistades, habían profanado la tumba que debía ser su siesta. Era una gran oportunidad para gritar, una excelente ocasión para controlar el acceso a nuestro departamento, no, no podía dejarla pasar. Chilló la bruja, y Bryce Echenique, que resultó ser diestro en monstruos y porteras, le pegó tal grito, tal mentada de madre, y en francés, además, que al monstruo no le quedó más remedio que pedir que le cambiaran de interlocutor, lo cual en resumidas cuentas quería decir que baje el señor Romaña porque ése sí se deja gritar.
No fue la mirada de Inés, excepcionalmente, la que me puso entre la espada y la pared. Fue la angustia tan temida, la atroz angustia que empezó a rebalsarse tras la oportunísima constatación olvidada, sin duda desde mi inmersión en la nada, de que esta hija de puta no expulsaba a nadie en verano, porque en verano medio mundo se va de París y es prácticamente imposible alquilarle un departamento a dos extranjeros controlables. Allá abajo, la cosa seguía igual: Bryce Echenique le gritaba ¡ya vaya a guardarse, vieja loca!, y ella continuaba llamando al cretino del señor Romaña, tan indefenso y tan fácilmente gritable.
—¡Monsieur Romañá! —aullaba, ¡y que bajara inmediatamente! ¡Inmediatamente!
No supo que acá arriba, las cosas habían cambiado. No supo de mi angustia mil años contenida y de pronto desbordante. No supe yo de mis valiums. No supe de mí. No supe de Inés. No supe de Bryce Echenique. Sí supe de esa vieja perra. Supe también de mi abandonada máquina de escribir y de mis frustraciones. Y de los cambios de parecer de Inés. Y de que Inés, a pesar de todo el amor que habíamos estado sintiendo momentos antes, cuando tocaron la puerta y empezó lo que ahora, inesperadamente, iba a continuar, estaba dispuesta a abandonarme. Lo había perdido todo. No, no tenía ya nada que perder y la angustia la angustia la angustia… No logró controlarme Inés cuando me vio pasar a la otra habitación, tampoco cuando me vio salir corriendo con la máquina de escribir asesinante y empezó a seguirme. Y nada pudo tampoco el sorprendidísimo Bryce Echenique cuando empecé a matar al monstruo a maquinazos de escribir.
Todo esto se lo conté también a Octavia, por supuesto, pero mucho tiempo después. En cambio, a los pocos días, se lo estaba contando ya, entre mil cosas más, al inolvidable José Luis Llobera, a ese gran médico a cuyo consultorio llegué tras haber sido
ego vox clamantis in desertum
, y gracias a las gestiones de aquellos extraordinarios amigos, los Feliu. Y en cuanto al incidente con el monstruo, que terminó cuando Bryce Echenique le pidió permiso a Inés para noquearme, y me noqueó, es poco y muy lógico lo que queda por decir. Tal vez el lector no le parezca tan lógico (en ese caso puede siempre atribuirlo a la vida exagerada de Martín Romaña), pero tras habernos expulsado esa misma tarde, madame Labru se presentó a la mañana siguiente, con un buen parche en la cabeza, a decirnos que iba a esperar a que pasara el verano para expulsarnos, ella no podía perderse así nomás tres meses de alquiler. No nos expulsó, tampoco, pasado el verano,
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y además nunca volví a subir por la escalera, ni a cuidarle a Bibí, ni me volvió a gritar ni nada. Esta última parte se la debo ya al doctor Llobera, que con gran habilidad y no menos humor, me aconsejó entrar y salir, tres veces por semana, con la máquina de escribir en la mano.
El doctor Llobera era un hombre de mundo. Me caló de entrada, y como también había vivido en París, no le fue nada difícil imaginar situaciones y encontrar soluciones. Sí, tres veces por semana y que ella lo vea, un excelente recordaris, una excelente solución para este aspecto del problema. Lo otro, claro, será largo, Martín, porque usted debió venir mucho antes, aunque esa pregunta que me acaba de hacer revela enormes deseos de vivir, y muchos recursos para lograrlo. Hizo bien Bryce Echenique en noquearlo a usted. Hizo usted bien en tomarse todos esos valiums, no bien despertó. Y realmente fue una gran idea la de aquel SOS, como le gusta a usted llamarlo. Su caso me interesa. Se trata, si desea usted saber el nombre, de una depresión neurótica muy fuerte, agravada por una falta total de agresividad ante el mundo. Pero, no se asuste, esto va a caminar, ya lo verá usted (inútil decir que ya yo estaba bañado en lágrimas y encontrándole un enorme parecido con mi padre y mi abuelo y deseando quedarme a comer en su casa o algo así). Y en cuanto a esa mujer, se lo repito, y por favor créame:
basta
con que usted pase tres veces a la semana delante de ella con la máquina de escribir. Procure que sea la misma, incluso, salvo que la haya destrozado usted.
No, por desgracia no había logrado destrozarla, no me dieron tiempo, pero me hizo tanta gracia la receta del doctor Llobera, que no pude evitar soltarle, algo irrespetuosamente, creí, porque acababa de conocerlo, la primera idea que asaltó mi mente.
—Sí, doctor: tres veces a la semana. Pero normalmente hay horarios: ¿antes del desayuno, del almuerzo o de la comida?
Mi pregunta revelaba enormes deseos de vivir.
Sí, eran realmente enormes, según el doctor Llobera. Aunque lo malo es que a veces los deseos resultan tan difíciles de realizar. Ello, en mi caso, se debió en parte a la impaciencia de Inés, a la irritabilidad que le causaba tener que convivir con un hombre en cuya enfermedad no podía creer, soplándose encima de todos los efectos secundarios de un tratamiento en el que tampoco creía, y a cuyo médico odiaba a muerte, a pesar de que a ella mil veces le juré que había sido republicano durante la guerra civil. Inútil, su reacción fue siempre la misma: una cara de cuatro metros, más la dolorosa aplicación del cuello aislado del cuerpo, algo contraindicadísimo con las pastillas que me habían recetado. Pobre Inés, me cansé de rogarle, me cansé de decirle que yo sin ella, en fin, que nunca la había necesitado tanto en mi vida, pero ya estaba escrito que regresar cuanto antes al Perú era lo que ella más necesitaba en su vida, y que yo, enfermo imaginario y heredero real de fatídicas taras trascendentales, era por aquellos días lo que menos necesitaba en la vida. Pero todo aquello lo comprendí mucho tiempo después, al adivinar por fin cuál era su secreto profundo, y cuáles los insoportables demonios que combatían en su mente y en su alma mientras me acompañaba incrédula e impaciente por los desfiladeros gris oscuro de mi espanto. Sólo entonces se me aclaró todo.
Incluso
la enigmática frase que Octavia había pronunciado cuando le conté la visita al pueblo de Inés.
—Martín, algún día comprenderás que Inés fue la última muchacha que emigró de Cabreada.
Pobre Inés, tuvo que esperar mucho todavía antes de emigrar de Cabreada, de París y de mí. Y pobre yo, también: mucho, muchísimo tendría que esperar antes de ver realizados mis enormes deseos. Ello se debió, en gran parte, a la forma tan exagerada en que se fueron alargando y complicando las cosas. Es lo lógico, pensarán muchos, claro, pero la verdad es que, por aquellos días, ni la pobre Inés, aguanta y aguanta, ni el doctor Llobera, cada día más noble y generoso, ni los Feliu, extraordinarios como siempre, ni yo mismo, tan curtido y experto, ni nadie, habría podido remotamente imaginar los abracadabrantes caminos que me llevarían hasta las situaciones más exageradas del mundo. Pero vamos por partes. Ésta es la puramente depresiva y neurótica. También la de total ausencia de agresividad contra el mundo y la de mis esfuerzos por aprender a conservar mi edad y estatura en todas las circunstancias, un aprendizaje de la agresividad, digamos. La parte que sigue, la del culo, la rectal, la demencial, la exageradísima, es y no es otra historia, porque, como han escrito los autores, nada tiene que ver el culo con las témporas. Pero avancemos con orden, pues sólo de esta manera podrá ser detenidamente observado y verificado el
crescendo
que me llevó a las más increíbles situaciones, alteraciones, y posiciones. Cómo, por ejemplo, el culo se me subió a la cabeza, y en lenguaje muy poco figurado.
Por ahora, acabo de llegar a Barcelona, de presentarles a Inés a los Feliu, y de establecer los primeros contactos con el doctor Llobera. Estado de ánimo: gris oscuro. Salud: dentro del gris oscuro, la más espantosa angustia, controlada a menudo con sucesivos traguitos de valium que no impiden, sin embargo, que encuentre en mis insomnios al hombre con la oreja-hoja de plátano, en vista de que aún no me topo con él por la calle, y que hombre y mujer que cruzo en cualquier lugar y circunstancia, Inés y los Feliu incluidos, me conviertan súbitamente y sin resistencia alguna de mi parte, en una especie de eficacísimo aparato de rayos X: a toditos les veo el esqueleto, de un gris algo menos oscuro que el de mi estado de ánimo. Ésta es la última novedad en materia de horrores, y tiende, en los últimos días, a desplazarse hacia las caderas de los esqueletos, de preferencia. Ando viendo caderas de color gris, aunque con mucho esfuerzo logro todavía ver uno que otro esqueleto completo. Sigue fallando, sin embargo, todo intento con el cuello de Inés. Éste mantiene, desde el comienzo, es decir, desde antes de la tendencia descendente en dirección a las caderas, su habitual y espeluznante impenetrabilidad. Sufrimiento: atroz. Una sola razón me impide entrar de lleno en crisis de alaridos con los rayos X clavados en el cuello de Inés: Inés.
Y es que, en efecto, Inés como que anda encantada con el refinado lujo del departamento Wall Street de los Feliu. Mejor todavía: está encantada con los Feliu y se está portando encantadoramente con ellos. Mi primera deducción ha sido bastante lógica: lo hace todo por mí, se está sacrificando, está soportando a esta gente cuya gentileza conmigo no tiene limites. Instante de felicidad en pleno corazón del sufrimiento, porque no tardo en notar que no bien voltea hacia mí, bizquea como nunca, y me aplica cuello impenetrable. No logro por consiguiente llegar a una segunda deducción, y tanta amabilidad para con los sanos, seguida de muy agudas bizqueras hacia el enfermo, me obligan a perderme en la oscuridad de un misterio. Llevamos dos días en casa de los Feliu sin que Inés haya citado para nada a Marx, y esta mañana ha estado contemplando, alabando y preguntando por el origen de un precioso escritorio inglés, joya de anticuario. Ha aceptado también una invitación para el restaurant más elegante de Barcelona, y le ha pedido a Josefa que le preste un traje más elegante que el restaurant. Y ahora acaban de regresar: Inés en un solo de sonrisas, y ahí están los tres en la terraza, tomando copa tras copa mientras yo sigo escribiendo en mi habitación. Josefa y Mario han entrado a ver qué tal me va con la redacción de la historia de mi vida en unas diez páginas (voy por la ochenta y cuatro), que me ha pedido el doctor Llobera, en vista de que pronto partirá de vacaciones veraniegas, de que no dispone de muchas horas para mí, y de que quiere ganar tiempo leyendo ese documento, este fin de semana. Detengo mi redacción, volteo a mirar las caderas de Josefa y Mario, logro con gran esfuerzo no ver el cráneo de Josefa y contemplar así la dulzura de su sonrisa, le sonrío, a mi vez, y me soplo la más injusta aunque nada mala intencionada frase de los Feliu.