Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
Desgraciadamente, hacia el doce de junio, tuve que asumir que si las cosas seguían por ese camino, podía incluso morir de dolor antes de haber emprendido el camino de España. Cagué con dolor, aprovechando que Inés se hallaba ausente, me eché la pomadita, me dolió más que el cagar, y al cabo de un momento empecé a dar alaridos de dolor. Fue una media hora espantosa y al día siguiente fueron tres cuartos de hora espantosos y con las justas no me pesca Inés en plena crisis. No podía fallarle, habíamos incluso hablado de itinerarios, de unos amigos de los Feliu que vivían en Laguardia, un maravilloso pueblecito cercano a Logroño, estaban locos por conocernos y por llevarnos a recorrer la Rioja alavesa, tierra de excelentes vinos. No le voy a fallar a Inés, sería como fallarme a mí mismo, además. Una solución, no me quedaba más que una solución. ¿Sería capaz de ponerla en práctica?
Fui capaz de todo y partí feliz a España tras haber cumplido veinticinco días sin cagar. La crisis del 13 de junio me había convencido plenamente que era lo único que me quedaba por hacer. Me di de cabezazos contra las paredes, en presencia de Chico Pinheiro, que sufría atrozmente a mi lado, que repetía incluso los mismos gestos desesperados de dolor, aunque como siempre, con una impresionante cara de estar matándose de risa. No lograba creerlo, Chico: yo hablaba de dolor, las hemorroides pican, arden, y hasta le incendian a uno el culo, pero eso de doler, Martín.
—No sé, viejo, pero lo cierto es que a mí me han picado, ardido, incendiado, y que últimamente sólo me duelen, después de cagar. Acabas de comprobarlo, Chico: estoy bien, voy al baño, me duele mucho, y cuando salgo del baño el asunto se vuelve insoportable. Dura como una hora.
—¿Qué hacemos? Tu médico vuelve a fin de mes.
—Y yo parto, Chico, parto y no vuelvo a cagar más hasta agosto. No es el momento apropiado para contarte la historia de mi vida, pero créeme que tengo razones muy profundas para dejar
por completo
de cagar.
Chico se me puso a llorar a carcajadas, no lograba hablar, no podía controlar sus nervios, y su extrema bondad lo obligaba a sufrir tanto como yo. Parecía esos selváticos que se meten a dar de alaridos en una hamaca mientras su mujer va dando a luz, se había revolcado de pena y dolor mientras yo me daba de cabezazos contra las paredes y se habla dado de cabezazos contra las paredes mientras yo me revolcaba en la cama. Y cuando le anuncié que era la última cagada hasta agosto, por lo menos, se dio tal trompada en el mentón que casi se noquea solito: no podía soportarlo, él era culpable, él me había llevado donde un médico que me dejó por partir de vacaciones, sin tomar precaución alguna.
—No te preocupes, Chico —le dije una vez más, al despedirnos—, mientras no cague no pasa nada y no pienso cagar por lo menos hasta agosto. Además es inútil acudir donde otro médico, no hay tiempo, imagínate si quiere operarme o algo así.
Al cabo de dos meses tenía una impresionante barriga y la piel como que se me iba poniendo marrón, hasta la cara la tenía medio marrón, aunque siempre me repetía que eso era efecto del sol, de las horas que habíamos pasado en la playa. La verdad es que no habían sido tantas y que Inés no estaba tan marrón como yo, pero no, no iba a ser lo otro, no puede ser, sería demasiado ya. Me consolaba pensando que cada día me era más fácil no cagar, el terror al dolor me estreñía, más la costumbre, claro, el hombre es un animal de costumbres. Y me consolaba también orinando. Desaparecidos casi por completo los efectos secundarios del tratamiento, lograba mear muy fácilmente y era una delicia redescubrir ese viejo placer que en los últimos tiempos se había convertido para mí en fuente de mil incomodidades y en uno de los medios más logrados para perder o matar el tiempo, según el caso, o para llegar tarde a todas partes. Pensándolo bien, al cabo de unas semanas en España, recorriendo primero la Costa Brava con los Feliu, y bañándonos luego Inés y yo solos en San Sebastián, era un hombre nuevo, feliz, y secretamente heroico. Me lo debía todo a mí, al coraje con que había asumido mis decisiones, a mi creciente barriga, al colorcito ese medio marrón, en fin, a todas aquellas ligeras molestias que una mañana, en San Sebastián, me dieron el valor y el derecho a preguntarle a Inés en qué etapa de nuestras relaciones andábamos. Porque la verdad es que hacía tiempo que no nos llevábamos tan bien.
—No sé, Martín —me dijo—; para mí, más que una etapa, es una sensación extraña. Vivo como si ya no viviera contigo, y sin embargo me da mucha alegría descubrirte a mi lado a cada rato.
Jamás me he sentido tan incapaz de comentar una frase, como aquella mañana en San Sebastián. O no la entendía, no la quería entender, o simple y llanamente no había nada que entender. Y existía además la posibilidad de que estuviese cargada de contenido y de que fuese facilísima de entender. Pero, en fin, los hombres que no han cagado en dos meses son hombres felices y no se interrumpe a un hombre feliz. Olvidados los dolores de junio, desde el catorce de ese mes, había vuelto a hacer mía aquella divisa, aunque no sin darme cuenta de alguna oscura manera de que los hombres barrigonamente felices prefieren la ignorancia a la felicidad. Bah, Inés estaba reflexionando, sus reflexiones la mantenían contenta, mi presencia la alegraba en vez de molestarla, no tenía por qué preocuparme tanto: España estaba operando el milagro, y los amigos que nos esperaban en aquel hermoso pueblo de la Rioja alavesa servirían para consolidar el tratamiento reflexivo al que se había sometido Inés este verano.
Llegó guapísima a Laguardia. Qué lindo pueblo, fue lo primero que dijo, explicándole luego a nuestros simpatiquísimos anfitriones que no sabía qué demonios me estaba ocurriendo a mí en las últimas semanas, Martín era un hombre flaco, ahora cualquiera diría que está a punto de dar a luz, mírenle esa barriga. Hubo risa general, y felizmente ningún comentario acerca del color de mi piel. Pasamos, nos mostraron nuestra habitación, nos dijeron que ya acomodaríamos las cosas más tarde, y que viniéramos rápido a picar algo al salón, debíamos estar muertos de hambre después del viaje. Qué maravilla, pensé al entrar y ver todo lo que había estado contraindicado durante meses, quesos, embutidos, deliciosas botellas de jerez, whisky, ginebra y, en un rincón, una maravillosa discoteca llena de música latinoamericana, los mismos tangos que a mí me gustaban, el gran Carlitos Gardel, boleros de Los Panchos, toneladas de rancheras. No esperaba encontrar esas cosas en casa de un notario, pero ahí estaban, y ellos, Rafael y Nena, felices de compartir sus gustos con nosotros y yo más feliz que nadie porque la pastilla la tomaba por la mañana y por las noches podía tomar licor sin peligro alguno.
Al día siguiente, nadie pudo recordar a qué horas nos habíamos acostado. Ni mucho menos cómo. Fue una borrachera genial, con una pareja tan encantadora como los Feliu, con los más deliciosos vinos, con los cuatro malcantando tangos y rancheras en coro, y conmigo recordando al despertarme que me había acostado con ganas de cagar. Ahí estaban las mismas ganas, cuando abrí los ojos y empecé a desperezarme. Y ahí estaba también la vieja idea de que España me solucionaba todos los problemas. Más el hecho de que seguía un poquito borracho todavía. Más el hecho de haber pensado que con tanto licor todo debía habérseme licuiflcado adentro y que cagar, esta vez, cagar en España esta vez, podía resultarme tan fácil y agradable como mear.
Fui. El espejo del baño me mostraba sonriente y optimista. Me acerqué. Miré sonriente y optimista el primer wáter de taza en el que iba a cagar en siglos. Procedí muy de a pocos, unito primero, no vaya a ser que. Y una feroz punzada rayo y relámpago que partió del recto y terminó en el cerebro fue el principio del fin, pero si apenas he… Dicen que nunca se han escuchado alaridos tan espantosos en ese pueblo. Yo, en todo caso, jamás había visto a Inés bizquear de esa manera.
La distancia más larga que he recorrido en mi vida son los quince kilómetros de alaridos que pegué entre Laguardia y Logroño, rumbo al consultorio del único médico que Nena y Rafael conocían por esos pagos. Nada menos que un urólogo ahora que ya orinaba con gran placer y tanta facilidad, pero qué se iba a hacer, cualquier cosa con tal de que me calmen las molestias que estoy ocasionando donde una gente que acabo de conocer. Había dicho perdonen, por favor perdónenme, detesto molestar, de saber que me iba a pasar esto no vengo, ha sido un exceso de optimismo, y como quien termina de pronunciar sus últimas palabras había insistido en que realmente detestaba molestar. En seguida decidí volverme loco un rato, a ver si lograba hacérmele el loco al dolor entre esa gente hasta llegar al consultorio, más que nada por no molestar.
A Culo, por lo pronto, le expliqué por qué me había arrodillado en el asiento delantero (sabía tan bien como yo por qué no me senté), y de espaldas a Logroño, ciudad a la que Rafael nos estaba llevando fierro a fondo. A Culo le hice saber que eso me permitía contarle cómo íbamos dejando atrás la dolorosa Laguardia, mientras él, animado por tan buenas noticias, podía ir calculando cuánto faltaba para llegar, basta con que le preguntes de rato en rato a Rafael en qué kilómetro estamos, qué velocidad llevamos, luego haces las divisiones, sumas, o restas que sean necesarias, porque es imprescindible mantener la mente ocupadísima en estos casos, Culo. A su vez, puesto que viajaba mirando hacia adelante, él sería el que gritaría ¡tierra!, y que era América, me avisas, por favor, Culo, fíjate que te he cedido el mejor lugar y que las estoy pasando pésimo por culpa de Inés que va sentada ahí atrás, que se me mete un dedo a la boca o se come una uña, no llego a distinguir bien por el dolor, y mira por la ventana o voltea a responderle algo a Nena y cuando lo hace pega la bizqueada padre en el instante en que sus ojos pasan por la zona que ocupo en el auto, ay Culo, si supieras que viajo aferrado de dolor al espaldar del asiento porque aferrarse de dolor a Inés es imposible y por más que hago no logro crear ni sentir ni imaginar siquiera que este espaldar es Inés, nada es Inés, Culo, lo peor de todo es que por más que te hablo hace horas que todavía recién estamos saliendo de Laguardia… Dicen que nunca se han escuchado alaridos tan espantosos entre Laguardia y Logroño.
Un urólogo y su enfermera, un notario y su esposa, y la bizquera de Inés, no podían creerlo: era un infección tan espantosa como mis alaridos, y poco o nada tenía que ver con las hemorroides. Chico Pinheiro, pensé, bastante aliviado por la inyección con que me habían dado la bienvenida en el consultorio, me jodiste, Chico Pinheiro, algo muy malo presentí en tu hospital cuando me clavaron aquella pieza de anticuario, ya ves, estaba sucia, hace más de dos meses que se me está pudriendo el mundo entero ese del aparato digestivo, intestinos, tubos, recto, ano, culo, qué sé yo, y ahora quién me opera, quién me desinfecta, quién acaba de una vez por todas con todo.
—Doctor —dije, recordando lo bien que iban las cosas con Inés hasta el alarido de Laguardia—, póngame por favor en manos de alguien que acabe de una vez por todas con todo.
—Lo de las hemorroides puede esperar un poco, señor Romaña.
—No, doctor, hoy mismo.
—Yo sería más bien partidario de unos antibióticos fuertes. La infección…
—Hoy mismo, doctor: antibióticos, infección, hemorroides y todo. Hoy mismo. Déme, por favor, la dirección y el teléfono del mejor especialista en hemorroides. Y el más limpio también, por supuesto.
—En todo Logroño sólo hay un proctólogo, señor Romaña.
—¿Sólo hay un qué? —intervino Inés, mirando preciosa al doctor. La gente nunca sabrá hasta qué punto se descomponía al mirarme a mí.
—Un proctólogo, señora.
—Un urólogo del culo, Inés —le expliqué, sonriendo optimista bajo los efectos de su belleza y bajo los efectos de la inyección calmante.
—Ya lo sé —cortó ella, despertándome a la realidad con la mirada descompuesta que nuevamente me respondía—; lo que pasa es que no oí bien.
Luego se puso linda otra vez, para preguntarle al de las vías urinarias en cuánto tiempo podría ese proctólogo acabar con todos mis problemas, qué horror, por un instante temí que se le escapara que en cuánto tiempo podría acabar conmigo. Por favor, Martín, me dije, cuidado con los delirios, no es para tanto, un poco de escepticismo, si quieres, sí. Y hasta mucho, también, porque mira lo linda que se pone Inés al hablar con el médico, pero después te mira a ti y todo se vuelve qué fue de tu belleza, mujer, qué fue de tu hermosura. Sí, enorme escepticismo sí, Martín Romaña, te pasas la vida contemplando instantáneos desembellecimientos. Y sin embargo… Y sin embargo siente, siente cómo la adoras, Martín Romaña… En fin, ya estaba a punto de pensar, como Quevedo, polvo seré pero polvo enamorado, cuando escuché que el urólogo prefería no recomendarnos al proctólogo y decidí intervenir enfático, optimista, agresivo, y hasta oftalmólogo, porque si impongo mi opinión, a lo mejor a Inés se le serena la bizquera, a lo mejor me repite incluso la frase aquella de la playa de San Sebastián: Vivo como si ya no viviera contigo, Martín, y sin embargo me da mucha alegría descubrirte a mi lado a cada rato. Que ella viva sin mí, por qué no, pobrecita, su desastre le molesta tanto, mírenme nomás ahora tirado, podrido sobre esta especie de cama en Logroño, lindas vacaciones, pobrecita, y todavía tiene la bondad de decirme que le da mucha alegría descubrirme a su lado. ¡Demonios!, ¡qué importa que ella no viva ya conmigo!, ¡mucho peor sería que yo viviera sin ella!
Pacta, Martín, lucha, júrate que esta misma noche estarás tirado en otra cama, en la del proctólogo, operado y hasta sin culo si es necesario, convence, Martín, agrede dentro del mejor estilo de ese gran psiquiatra que es José Luis Llobera, hazlo por él, sí, claro, pero a él le encantaría que lo hicieras también por su esposa, hazlo pues por María Teresa, por José Luis y por Inés… No, tal vez por Inés antes que por nadie, en fin, Martín, habla, basta con que alteres el orden, las mujeres primero, y a Inés le podrás siempre explicar que pusiste a María Teresa antes por una simple cuestión de edad, de cortesía, Inés, ¡habla, mierda!, estás temblando de nervios y no te vas a quedar toda la vida tirado bajo los efectos de una inyección…
—Doctor, no tiene usted por qué recomendarnos a nadie. Díganos a qué hospital dirigirnos y yo asumo todas las responsabilidades del caso. No quiero seguirle arruinando este verano a nuestros amigos y a mi esposa. Ni quiero tampoco arruinármelo yo. Para mí no hay otra alternativa, doctor: proctólogo en Logroño y hoy mismo.