La vida exagerada de Martín Romaña (72 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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Ésa, ni el más grande de los oftalmólogos. Automáticamente en su sitio, perfectos, al mismo tiempo y con precisión de cronómetro suizo, los ojos con que me miró y me seguía admirando mi bellísima, mi otrora, y a lo mejor… Doña Inés del alma mía, luz de donde el sol la toma, dulcísima paloma… Resultado: la primera gran erección espontánea desde el Anafranil, la primera sin monjita, sin inyección, sin ayuda de nadie. Era feliz, por fin era feliz, ahí estaban juntas y revueltas la mirada de Inés y la serpiente encantada…

Nuestra civilización me impidió sin embargo dar rienda suelta a tanta felicidad en el consultorio de un urólogo. No podía pedirle a la gente tan buena que se fuera, que me dejara solo con Inés, por favor, no podía decir tú quédate, Inés, ven y ven y ven, Inés, no, no podía. Pero sí podía postergar esa felicidad por unos días, dejar el culo en manos de un proctólogo en Logroño para que acabara de una vez por todas con todo, y por primera vez en mi vida serle a Inés lo que siempre quise serle a Inés: moderno, reconstruido, y suyo.

Seamos breves. Dijo la filosofía popular del tango, que no sé si es más popular por acertada o por popular, CONTRA EL DESTINO NADIE LA TALLA. O sea, pues, que la última vez en mi vida que vi a Inés mirarme sin bizquear, fue ésa. Y ésa fue también la última vez en mi vida que tuve una erección, con o sin monja, delante de Inés.

El hospital del proctólogo logroñés Fermín Garmendia no era hospital sino algo que no había oído mencionar aún en mi vida: un operatorio. Un camal es lo que era, en realidad, y a él ingresé en el excelente estado anímico que describo hasta llegar a lo del tango y su filosofía. ¿Cómo salí? Todos los tangos del mundo juntos no lograrían decir cómo salí. Pero vamos por partes. El carnicero de Logroño, hasta entonces doctor Fermín Garmendia, se daba el lujo de tener consultorio además de operatorio. En el consultorio se lo palabreaba a uno, y nadie más palabreable que yo, en ese momento, le probaba a uno lo urgente que era pasar ipso facto al operatorio, y nadie más operable que yo, en ese momento, porque.

Porque ¡aaaaaaaaayyyyyyyyyyyyyyyy!, a las seis y cinco estaba fatal. Porque ¡aaaaaayyyyyyyyy!, a las ocho y diez también estaba fatal. Porque ¡aaaaaaayyyyyyyyyyyy!, a las nueve y cuarenta y cinco no podía estar peor. Y así sucesivamente mientras yo iba dando alarido tras alarido, hasta que las cosas quedaron por fin bien claras. Sí, así fue. Había entrado al consultorio con Inés, Nena y Rafael, y el doctor Fermín Garmendia nos había recibido amabilísimo, asiento, asiento, por favor, señores. Y después, que me desnudara, que me preparara, por favor, y que sólo mi esposa podía acompañarme, en la salita de espera estarán cómodos, por favor, señores, sólo la esposa en estos casos, por favor. Porque el doctor Fermín Garmendia empleaba, para examinar las hemorroides en Logroño, la postura de ponerlo a uno calato y en cuatro patas sobre una mesa, delante de su esposa y en Logroño, alce y saque lo más que pueda el culo, por favor, con las piernas bien separadas, por favor, que se vea bien claramente la esfera, por favor, mientras la esposa de uno debía estar bizqueando como nunca. Porque el doctor Fermín Garmendia ponía en práctica, en Logroño, la proctológica teoría del reloj, mantenga el culo bien levantado, por favor, que consistía en detectar los puntos más delicados de unas hemorroides hundiéndole a uno el dedo en las horas y minutos más atroces de la esfera anal. Se me había pasado ya el efecto de la inyección del urólogo, y di de alaridos a las seis y cinco, a las ocho y diez, y a las nueve y cuarenta y cinco. Con el ¡aaaaaaaaaayyyyyyyyyyyyy! de medianoche, Nena y Rafael entraron despavoridos, y a nadie le cupo la menor duda: de cabeza al operatorio. Miré a Inés: estaba también como para operatorio, y sentí que me hubiera gustado aprender a bizquear. A bizquearme a mí mismo, si eso existe.

—El operatorio queda aquí nomás en la esquina —dijo el doctor Fermín Garmendia.

Lo tenía previsto todo, podía haber casos tan urgentes como el mío, para qué tenerse que atravesar media ciudad, aquí basta con caminar un minuto. Y en un cuarto de hora, la operación, ya verán, y en media hora estaría saliendo como nuevo del quirófano. Que fuéramos, que lo esperáramos allá un ratito mientras las enfermeras lo iban preparando todo, él iba a darles instrucciones por teléfono porque aún tenía un caso rápido que atender.

—Doctor —dije, asumiendo mis heroicas responsabilidades—, hace más de dos meses que no voy al baño; el dolor…

—¡Qué bien que me lo haya dicho usted! ¡Le daremos una habitación con baño! Y ya verá usted como mañana o pasado ni dolor, ni miedo, ni nada. Voy a dar instrucciones: habitación con baño para el amigo del señor notario don Rafael.

Cómo no ibas a estar así de barrigón, me dijo Inés, no bien salimos a la calle y empezamos a caminar con Nena y Rafael hacia el operatorio. Traté de explicarle por qué me había abstenido tanto tiempo, pero la acusación tan severa que me hizo, minutos antes de la operación, de seguir tomando siempre las decisiones más infantiles, me desconcertó lo suficiente como para dejarme sin tener nada que decir. Y al entrar al operatorio no me quedó más remedio que reírme con todos cuando Inés, cambiando súbitamente de tono, dijo que hacía tiempo que le venían preocupando las dimensiones de mi barriga, qué horror, qué tal tonto, Martín, cuándo dejarás… Mírenlo, cualquiera diría que está embarazado.

Maldita premonición la de Inés al decir esas cosas. Maldita operación la del carnicero de Logroño. Y maldita la mala suerte que, en efecto, me llevó más tarde a una especie de cesárea en el culo para extraerme una monstruosidad de caca y de dolor. Todo empezó, o siguió, mejor dicho, esa misma noche, en el preciso instante en que me durmieron y me hicieron sabe Dios qué, para sacarme el dinero del turista despistado que el carnicero de Logroño imaginaba en manos del amigo de un notario. La bestia esa tenía realmente la manía del reloj: prometió que dentro de un cuarto de hora me operaba, que dentro de media hora ya estaría operado, y treinta minutos después fui transportado profundamente dormido a mi habitación con baño.

Desperté a la mañana siguiente, y empecé a notar cosas de lo más extrañas en mi habitación con baño. A cada rato un tipo en pijama o en camisón de enfermo golpeaba suavemente a mi puerta, entraba, me sonreía, como quien dice permiso, giraba a la derecha y se instalaba a cagar en mi baño. Cerraban, por lo menos, pero la mitad superior de la puerta era de vidrio, y la vista desde mi cama era la de caras satisfechas, caras atentas a la lectura de un periódico, o las que pone la gente que tiene la costumbre de fumarse el primer cigarrillo del día cagando. Y yo ahí viendo todo eso, qué hacer, por qué se metían en mi baño. El doctor no tenía cuándo visitar a su operado de anoche, Inés, Rafael y Nena habían regresado a dormir a Laguardia y no vendrían antes del mediodía. Estaba a punto de tocar el timbre, cuando apareció amabilísimo el hijo de puta de Fermín Garmendia.

Me encontró perfecto, no podía estar mejor, ahora un buen régimen de pura fruta y legumbres para que se le afloje el estómago, un laxante incluso, y con sólo ver a la gente que entra a su baño empezará usted a sentir ganas…

—Doctor, pero yo no quiero que cada cinco minutos…

—El reglamento, mi querido amigo…

—¿Qué reglamento, doctor?

—El reglamento, mi querido amigo: el único que hay. Ya pasaré más tarde a ver cómo sigue esto.

Me enteré por la señorita que vino trayéndome un desayuno helado, sucio y pésimo: mi habitación no era
una
habitación con baño, era
la
habitación con baño, la única habitación con baño de todo el
operatorio
. Y eso era lo que el carnicero de Logroño llamaba el reglamento, claro, el
único
reglamento que hay. Desde mi cama, según ese sinvergüenza, tenía que irme animando a cagar, a punta de ver a los demás meterse a mi cuarto y a mi baño. Inés, Nena y Rafael vinieron a acompañarme a almorzar. La comida les dio asco, lo del baño lo encontraron infame, nos habían hecho creer todo lo contrario, no sabían qué hacer, con razón que el urólogo…

—Es el tipo de cosas que le suceden
siempre
a Martín y
sólo
a Martín —soltó de golpe Inés, desconcertándome hasta a mí, porque era la primera vez que le bizqueaba también el tono de voz: se le quedó a medio camino, y completamente indeciso entre el odio por el médico que me había puesto en semejante situación, y aquel otro odio mucho más complejo que sentía contra el odio y el hartazgo que algún día fueron ternura, y que hoy era lo que brotaba en ella al no poder ni siquiera echarme la culpa de estar ahí y así.

—Me van a dar laxantes, además de estas frutas y verduras medio podridas, Inés. Ten la seguridad de que mañana voy al baño y de que muy pronto nos largamos de aquí.

Pero al día siguiente me encontraron dormido. Y desde entonces casi siempre me encontraban dormido, me imagino, porque en todo caso yo nunca los veía o a veces a duras penas lograba intuirlos entre el placentero sueño que me producían las inyecciones. Pedía unas doce al día. Sí, más o menos, cada dos horas me despertaba el dolor, y mañana, tarde y noche, llamaba a la monjita para que me pusiera otra de las inyecciones que le había indicado el médico. O sea que eran unas doce cada día. Empecé a ponérmelas la segunda mañana después de la operación. Me había despertado al amanecer, dispuesto a cagar y a largarme de ahí. El recuerdo de los dolores pesaba mucho y también el hecho de estar recién operado. Sabía lo que podía llegar a ser ese dolor, y ahora con la operación, a lo mejor… Pero triunfaron el deseo de salir de ahí lo antes posible, y la convicción cada vez más profunda de que Inés había venido una vez más a reflexionar en España. Odiaba al médico, pero más me odiaba a mí porque metiéndome siempre en esos líos la hacía sentir odio por sí misma. Vamos, Martín, me dije, apúrate, no tarda en entrar alguien y te gana el baño. No te vas a pasar la vida tirado en una cama y viendo a los demás cagar… El alarido más fuerte que se había escuchado jamás en ese operatorio empezó pero no acabó: me recogieron desmayado y con el culo bañado en sangre.

Desperté con el carnicero al lado diciéndome que no tenía por qué preocuparme, todo iba muy bien, pronto, muy pronto, defecaría, había quedado por ahí un poquito de infección y nada más, habría que ponerme un pequeño dren y nada más. Y en cambio tenía las inyecciones: ahora mismo la madre le va a poner una, y cada vez que sienta usted la menor molestia, pida otra y se la traen inmediatamente… La menor molestia de la que hablaba la bestia esa era un espantoso dolor que me despertaba aterrado cada dos horas. Pegaba un grito, y la monja llegaba corriendo con la inyección lista. Desde el principio fue igual: un hincón bastaba para que el dolor ya se hubiera ido, un sueño delicioso se me venía encima, una sensación muy agradable me envolvía mientras empezaba a adormecerme, no debía durar más de algunos instantes pero yo sentía que duraba horas y horas.

Catorce días después los Feliu aparecieron en Laguardia, dijeron que a ellos la cosa les parecía un poco extraña, bastante larga, en todo caso, y antes de juntarse al trío que me visitaba mientras dormía o dormitaba, cada día, esperando que las cosas vuelvan solas a su cauce normal, según palabras del doctor Fermín Garmendia, pidieron cita para hablar con él. Se la dio a la una en punto, en mi habitación, y ahí me encontraron todos sentado, sonriente, inmundo, y jurando que no volvía a cagar en el resto de los días de mi vida.

—Fue sólo una ligerísima complicación —dijo el carnicero de Logroño.

—¿Cuánto tiempo más se tiene que quedar? —preguntaron impacientes Mario y Josefa Feliu.

—Una semana. Es sólo una cuestión de seguridad e higiene; basta con que cada día desinfecte un poco…

—¿Y entonces por qué no va al baño? —preguntó Inés.

—Eso pregúnteselo a él, señora. No defeca porque el otro día se asustó…

—No, doctor —intervine—; no se trata del otro día, sino de que el otro día
además
de bañarme en sangre, me desmayé de dolor…

—Se lo he repetido mil veces, señor Romaña, fue un pequeño accidente y ya pasó.

—Yo estoy seguro de que no ha pasado.

—Señor Romaña, usted mismo me ha dicho que cada día le duele menos, cuando han transcurrido las dos horas de la inyección.

—Doctor —intervino Josefa—, si usted dice que no necesita más que una ligera desinfección, cada mañana, ¿no piensa que podríamos llevarlo a Laguardia y traerlo cada día para que lo examine?

—Como ustedes deseen, señora.

—Nos lo llevamos —dijo Inés.

—Bueno —dije—, pero que primero me pongan una inyección. Tengo miedo de que duela con el movimiento del carro.

—Madre —llamó el carnicero de Logroño.

Me estaba quedando dormido cuando le escuché decir que les iba a entregar la cuenta, también los calmantes y las medicinas que podrían hacerme falta, y que viajaría más tranquilo a Laguardia bajo los efectos de esa inyección. Me despertaban a medias, al vestirme, y hubo un momento en que escuché a los Feliu dar de gritos porque al fin habían aparecido mis zapatos, ¡olvidados dos semanas en el quirófano!, ¡quién limpia esto!, ¡por eso hemos decidido sacarlo!, ¡la calidad de la comida!, ¡la inmundicia del lugar! Y en algún momento Inés les estuvo explicando que las cosas habían ocurrido demasiado rápido, era cierto que el urólogo lo había desaconsejado, pero ahí quién entendía nada de nada y yo había insistido tanto, no hubo más remedio. Me despertaba a cada rato en el camino a Laguardia, y era muy extraña la sensación aquella de escucharlos hablar de mí como si no estuviera en el auto, la mala suerte que tenía, qué me habían hecho esta vez, me pasaba cada cosa… Inés me cogió la mano y yo sentí el efecto de una inyección bajo el efecto de otra inyección, por nada del mundo abrí los ojos, ¿y si la encontraba bizqueándome al haberme tomado la mano? Fue una delicia quedarse dormido así.

Y una gran tranquilidad despertarse llamando a la monjita. Pero entró Inés y me confundí mucho con eso de estamos en Laguardia y debes haber estado soñando con la monja, Martín, ¿te duele?

—No, no me duele, pero
por favor
dile a la madre que venga rápido.

—Pero si no te duele, Martín…

—No te metas en lo que no te importa, Inés. Llama a la madre y dile que me ponga la inyección en el acto.

—¿Estás bromeando o qué, Martín?

Entonces yo le dije que por favor no bromeara porque me estaba poniendo muy nervioso y le mostré mis manos temblando peor que mi cuerpo.

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