Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
…Eso sí que no, señora, se jodió usted, usted no sabe quién soy yo ni de dónde vengo ni adonde voy en la vida ni con quién voy a cenar el jueves… Arráncate, Martín.
—¡Esto es un escándalo! ¡Sólo en España se ve una cosa así! ¡Soy un hombre gravemente enfermo! ¡Una farmacéutica debe saber lo que es el Anafranil y quiénes pueden necesitarlo! ¡Y que un extranjero puede necesitar cuatro cajas de Anafranil con urgencia!
—Pero, señor, mañana…
—
¿Mañana
, señora? ¡Mañana tengo que estar yo en otro país y sin receta que me valga! ¡Mi avión sale dentro de dos horas! ¡Dentro de una hora tengo que estar en el aeropuerto! ¡Sí, dentro de una hora! ¡Son más de las siete y mi avión sale a las nueve de la noche! ¡No puede ser! ¡Increíble! ¡Me ha reventado usted! ¡Esto sólo puede suceder en un país como España!
Iba a seguir gritando, pero me di cuenta de que la señora se dirigía nuevamente a la trastienda, ¿qué pasaba?, que no venga ahora con que yo tengo la culpa por haber gritado tanto, ésta es capaz de haberse largado y de dejarme aquí sin saber qué hacer. Pero ahí estaba nuevamente y con una amplia sonrisa en los labios… Segundo round, Martín Romaña.
—Mire, señor, ésta es una muestra médica gratuita. La venta al público está prohibida, pero yo se la voy a obsequiar en vista de que usted tiene que llegar a tiempo al aeropuerto.
—¡Tengo que pagar! ¡Yo necesito pagar!
—Imposible, señor, es una muestra gratuita, sólo se la puedo obsequiar, acéptela, por favor…
No pude pagar rapidísimo los otros remedios y largarme en el acto porque pagué temblando y todo se me caía y las monedas rodaban por los rincones, no tardaba en verme llorando de emoción, la señora, el abrazo que quería darle era algo incontenible, puede haberle gritado hasta ¡mamá!, pero felizmente ya la billetera estaba en el bolsillo, también las monedas, el paquete listo. Salí disparado y jurándome que nadie en Barcelona diría de mí: Vimos a un señor con cara de sudamericano llorando en el Paseo de Gracia. No, nunca, ni hablar.
Un taxi, ¡taxi taxi taxi!, yo era un sudamericano que necesitaba urgentemente un taxi porque por culpa de una farmacéutica estaba a punto de perder mi avión en España, habráse visto cosa igual, ¡taxi taxi taxi! Toditos ocupados, ¡qué es esto!, ¡qué es esto, carajo!, ¡toditos ocupados!, ¡taxi taxi taxi! Ni la huella de un taxi libre en todo Barcelona, y el feroz agresor que había en mí acababa de encontrar su verdadera oportunidad: ahí estaba parado como un imbécil en la esquina el policía y yo como un imbécil iba a perder mi avión porque en España todos los taxis están ocupados, un país sin taxis vacíos, un escándalo, habráse visto cosa igual, ¡oiga usted! ¡en qué país estamos! ¡qué es esto! ¡no se da cuenta de que tengo que alcanzar un avión que ya prácticamente se ha ido y usted ahí parado en la esquina! ¡haga algo, hombre! ¡para qué le pagan entonces! ¡muévase! ¡qué policía la de este país! ¡qué país este! ¡lleno de taxis llenos y de policías con la cabeza vacía!
Minutos después decidí no agredir al taxista, por temor a que no me cobrara o algo por el estilo. El policía se me había acercado, me había llevado con él hasta la esquina y no hasta la comisaría, en la esquina detuvo un taxi ocupado, le explicó al chofer que el señor necesitaba urgentemente llegar al aeropuerto, les explicó luego lo mismo a los ocupantes del auto, le agregó al taxista que dejara primero a sus clientes y de inmediato me llevara al aeropuerto, me explicó que ésas eran horas difíciles para los taxis en Barcelona, me deseó buen viaje a Sudamérica, y me dejó en compañía de unos pasajeros conversadores, encantadores, y que a su vez le explicaron al taxista que en esa calle los podía dejar, ellos caminarían unas cuadras, qué importa, pero por ahí puede usted torcer a la derecha y llegar más rápido a la carretera que lleva al aeropuerto…
Inútil, pues, agredir, al taxista, ya para qué. E imposible en semejantes circunstancias explicarle quién era, por qué había armado tanto lío, por qué no era al aeropuerto que deseaba ir sino a la calle Bertrán, número 129, y que en el fondo todo se debía a una fuerte depresión neurótica agravada por una gran falta de agresividad que España entera me impedía combatir. Y así, dispuesto a esperar mejores oportunidades, y países que se adaptaran más a mis necesidades agresivas, llegué al aeropuerto fumando el tercer cigarrillo que el taxista me invitó durante el trayecto, debió notarme muy nervioso, usted disculpará, señor, son Celtas baratitos, la intención es lo que vale, más la historia de su hija mayor que acababa de casarse y la del menorcillo que ése sí que les daba algún disgusto todavía… Le agradecí a mares su veloz amabilidad automotriz, estuve horas explicándole que nadie sino él al volante me habría permitido alcanzar de sobra mi avión, empecé a incurrir en todo tipo de contradicciones al tratar de explicarle cómo y por qué mi equipaje ya estaba en la consigna, ME DESPEDÍ POR FIN, ingresé al aeropuerto con las cuatro cajas de Anafranil, el laxante para el estreñimiento, las gotas para las bajas de presión, las inyecciones para el asunto de la impotencia, todo en una bolsita con el nombre de la farmacia, y no encontré nada mejor para justificarme ante el mundo que meterme a orinar al baño, tenía ganas, además, y a lo mejor así lograba autoengañarme, justificarme un poquito, ante mí mismo por lo menos, pero no, no lo logré. O sea que alcé con mi meada a cuestas y después el asunto se puso más triste todavía al recordar lo de los efectos secundarios, gran dificultad para orinar, Martín, había dicho el doctor Llobera, ésa era pues una de las últimas meadas fáciles hasta sabe Dios cuándo, y mira tú adonde, Martín, y mírate de paso en el espejo a ver qué cara te ha quedado después de todo esto: Madrepatria de mierda, cómo jodes a los aprendices de brujo, y ya estuvo bien por hoy, huevonazo, fueron más o menos las palabras que pronunció el espejo, ahí en el baño de caballeros del aeropuerto de Barcelona.
Agosto lo pasé íntegro bajo los efectos de los efectos secundarios del Anafranil, de los efectos de aquellos efectos en mis relaciones con Inés, de la angustiosa impaciencia que me causaban la paciencia y la generosidad con que los Feliu paseaban a un idiota por diversas ciudades de España, y del recuerdo de mi última y fallida tentativa de agresividad, durante la cena en casa del doctor Llobera. Por imbécil me quedé sin probar siquiera los platos típicos catalanes que tanto me provocaba comer.
Por imbécil y por mentiroso. Porque de entrada, y sin que el doctor me lo preguntara, empecé a comentar lo extraordinariamente bien que me iba con el tratamiento, tres días bastaban para que uno ya sólo deseara suicidarse en broma o morirse un poquito, ideas tan divertidas como ésa, doctor, más lo del lunes después de la consulta, yo mismo no lograba reconocerme, de dónde había sacado tanto y tan valiente ingenio como para poner entre la espada y la pared a una farmacéutica, a un taxista cuyo automóvil ocupado invadí, hasta a un policía, doctor. Y después, doctor, en fin, tal vez esto no le guste tanto, pero para despedirme en gran forma y mejor estilo del trago, me pegué la tranca del siglo con un gran amigo, fue genial, realmente genial… Se me estaba acabando la cuerda cuando apareció la esposa del doctor Llobera.
—Martín, María Teresa…
—He oído hablar mucho de ti, Martín, ya era hora de que te conociera.
Busqué con lupa algo que no fuera su esqueleto, y ahí estaba María Teresa, sonriente, amable, afectuosa, pero el traje sólo lograba verlo gris. Demonios, me dije, pudiste entrar con menos bríos, pudiste esforzarte menos y decir menos cojudeces, a quién vas a engañar con tus emotivos excesos de cordialidad, te la has querido dar de agresivo ante el mundo y ahora mira, estás que te caes, calma, Martín, calma. Pero no seguí mis consejos y quise aprovechar el último poquito de cuerda que me quedaba para arrancar otra vez con la divertidísima historia de mi despedida del licor, ya estaba empezando de nuevo cuando María Teresa me invitó a tomar asiento, y yo, siempre tan deseoso de complacer a mi doctor, y ahora también a su encantadora esposa, yo, emocionado de estar ahí, tan protegido y con la deuda eterna del bien que me iba a hacer ese tratamiento, me dejé caer campechanamente sobre un sillón, quise probarles que ya ni efectos secundarios me quedaban, y en el fondo del sillón estuve muriéndome con la presión cero por no haberme sentado lentamente, por no haber ido descendiendo de a poquitos… Las gotas, rápido, las gotas, dijo José Luis Llobera. Y con las gotas reviví, aunque tan sólo para convertirme en un ser que se debatía entre las lágrimas y la ausencia, en la caricatura del falso Martín Romaña que había hecho su triunfal ingreso minutos antes.
A la voz de ya pueden pasar a la mesa, señores, María Teresa respondió diciendo gracias, Carmen, luego me sonrió, me dijo basta ya de proezas, Martín, tómate todo el tiempo que necesites para levantarte, a Carmen le encanta servir la comida demasiado caliente. Me incorporé centenario, me quedé parado un ratito en espera del mareo, le sonreí en señal de que ya podíamos avanzar, y a paso de procesión llegamos al comedor, donde los tuve horas esperando para sentarse, mientras yo me sentaba obedientísimo. Le sonreí nuevamente a María Teresa, porque esta vez tampoco había mareo, y entonces ella empezó a contarme en qué consistían los provocativos platos típicos que habían preparado en mi honor. Mi comentario fue un par de lagrimones en honor a ellos y a sus platos.
Y el de ellos fue que no tenía por qué preocuparme si no me gustaba la cocina catalana. Mi comentario fue nuevamente un par de lagrimones, y el de ellos agregar que lo tenían todo previsto, porque a menudo sucede que a la gente no le gusta un determinado tipo de comida, lo habíamos previsto, no te preocupes por favor, Martín. Dos lagrimones más mientras llamaban a Carmen para que trajera la entrada, el plato de fondo, y el postre especiales para mí, ya ves lo fácilmente que se arreglan las cosas, no sé por qué te preocupas tanto, Martín. El último par de lagrimones lo solté cuando me dejaron donde los Feliu. Intenté por última vez decirles que habría dado la vida por quedarme para siempre deprimido y neurótico a cambio de… a cambio de… No tenía mucha vida que dar, me imagino.
La primera visita del viaje de agosto fue Santillana del Mar, donde soñé que devoraba platos típicos catalanes donde los Llobera; la segunda, Santander, donde soñé que un guardia civil me perseguía a balazos por robar comida en Cataluña; y la tercera, León, donde en el maravilloso Hostal de San Marcos vi a Sandra pasándose al andén de enfrente para regresar a Madrid y de ahí a París, cosa que me importó un repepino porque acababa de tragarme hasta lo de los Llobera, donde los Llobera, y había quedado con la barriga llena, el corazón contento, y agresivísimo. Lo malo, claro, fue que me desperté pensando en Enrique. Y lo bueno, que se mencionó Oviedo en las conversaciones sobre el itinerario, que los Feliu e Inés cesaron de exigirme presencia alguna en los paseos por las ciudades, y que a partir de ese día ni siquiera volvieron a preguntarme si prefería comer en este o en aquel restaurant.
Me dejaron vivir contando los días y esperando que llegaran, por fin, los primeros efectos positivos del tratamiento. Con Inés, la relación era cada vez más distante. Dormíamos en camas separadas desde que una noche, en Soria, le metí tal patada que casi la mato del susto. Los dos ignorábamos por completo que esos súbitos e incontenibles impulsos podían producirse sin la menor perturbación del sueño, y la noche aquella, que fue la de la primera patada, ella simplemente no lo pudo creer. Pensó que me estaba haciendo el dormido y también ella casi me mata del susto con una soberana bofetada. Recién entonces se dio cuenta de que, en efecto, dormía, y muy profundamente. Se echó a mi lado, me pidió perdón, me llenó de antiguas caricias, y se puso a llorar. Miré el reloj: las tres de la mañana, las tres de la mañana en Soria y con Inés que nunca lloraba llorando entre mis brazos. Era como para matar al doctor Llobera: quién iba a encontrar una farmacia abierta a esa hora, quién conocía una enfermera en Soria, quién conocía Soria y punto. Hice lo que pude, pero no pude hacer nada.
—Perdóname tú ahora, Inés.
Y de esta manera, hacia mediados de agosto, vivía prácticamente entregado al efecto secundario que consistía en orinar con gran dificultad. Me pasaba horas intentándolo, y la verdad es que resultaba dificilísimo. Lo convertí en mi gran excusa: cada vez que había que visitar una iglesia o un monumento antiguos, yo anunciaba que necesitaba orinar, les decía que fueran ellos por delante, y me quedaba leyendo tranquilamente los prospectos de Anafranil, que tanto prometían, o contemplando la cajita color naranja, que tanto sabor podía darle a la vida, o esperando que llegara la hora de tomar la capsulita blanca, con su rayita anaranjada al medio, que tan alegremente me adornaba la palma de la mano. Y por las noches, cuando Inés llegaba a la habitación, le daba un beso lejos de los labios, del cuello y de la bizquera, le preguntaba qué tal le había ido, bien, siempre le había ido bien, luego entraba al baño fingiendo ganas de orinar, y ahí me quedaba esperando hasta que ella apagaba su luz. Pero Inés nunca supo de la cantidad de veces que la besé dormida, antes de meterme a mi cama separada. Ni supo tampoco que durante los últimos días del viaje noté una ligera mejoría, que muchas veces esperé que me enviara a ponerme una inyección, que más de una vez traté de decírselo con una mirada sonriente, y que siempre me respondió con una bizquera. Me prefería así, lejano, evitando el diálogo mediante largas tentativas urinarias, durmiendo en una cama separada, y sin recurrir para nada a las inyecciones. Y al regresar a Barcelona, me di cuenta de que los falsos pretextos que utilicé a menudo para ocultarme en un baño, o las exageradas claustrofobias que me permitieron huir de la insoportable alegría de algún restaurant, por ejemplo, no habían sido más que momentáneas y ridiculas tentativas de alejamiento, evasiones inútiles, fugas por completo desprovistas de sentido, agosto entero me lo había pasado tratando de esconderme como un idiota de alguien que realmente deseaba alejarse de mí. Y claro, tuvo que ser Inés quien mayor provecho sacó de todo aquello. Sin embargo, la idea no me resultó tan insoportable como lo pensé en un primer momento. ¿Señal de una franca mejoría? ¿O es que también los efectos de aquel triste descubrimiento formaban parte del inmenso
qué importa
de una gran depresión?
Ésas fueron mis grandes preguntas, al cabo de las cuatro citas del mes de septiembre. El doctor Llobera me había escuchado contarle paso a paso todo lo ocurrido, pensado, imaginado y temido, durante las primeras semanas del tratamiento. Anotaba, me interrumpía con preguntas, comentaba, sonreía, me miraba, escuchaba atentamente. ¡Coño!, exclamó la última tarde, ¡si se pudiera hablar con Inés! Después empezó a escribir una receta, pero la rompió, y se impacientó al decir que me iba a costar una fortuna la cantidad de remedios que necesitaba. Hay una ligera mejoría, Martín, agregó, pero no tanta como los dos hubiéramos deseado. Ésa fue la respuesta a mi primera gran pregunta. Y el inmenso
qué importa
que viví al escucharla, bastó y sobró para responder a la segunda.