Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
—Nos habías pintado a una Inés completamente distinta. Hombre, te sacaste la suerte: fina, distinguida, monísima, suave, y seria en el mejor sentido de la palabra. Además, ni una pizca de fanatismo. Modestia aparte, está encantada con nosotros, con el departamento y hasta con el perro. Y nosotros estamos encantados con ella. Bueno, Martín, te dejamos en paz para que sigas con tu redacción.
Pasé las cien páginas, y al día siguiente partí avergonzadísimo a mi primera cita con el doctor Llobera. Ya le jodí su fin de semana, me dije, de golpe, ante la puerta del edificio en que tenía su consultorio. Me venció el terror a molestar, no lograba dar un paso, y jamás hubiese llegado a su consultorio, en el quinto piso, si no es porque en el preciso instante en que me estaba yendo Dios sabe adonde con la historia de mi vida, el hombre con la oreja-hoja-de-plátano empezó a acercárseme peligrosamente. Hoy sé además que no era a mí a quien buscaba, que era un tipo con una descomunal oreja izquierda, caminando como cualquiera puede hacerlo por el Paseo de Gracia, pero entonces. Entonces partí la carrera, apreté el botón del ascensor, lo mandé a la mierda porque tardaba siglos en llegar, y me lancé a saltar por la escalera hasta el quinto piso. Eché la puerta abajo, atropellé la bondadosa sonrisa con la que me recibió la enfermera, y no paré hasta quedar bien instalado en una hermosa sala de espera, sin lograr enterarme a quién pertenecían unas caderas que aguardaban su turno cómodamente instaladas en un hermoso sofá gris que debía ser de otro color. Pensé que, sin duda, aquel esqueleto me había saludado al verme entrar, pero, en fin, los seres que esperan en los consultorios de los psiquiatras suelen ser comprensivos y no tienen tampoco por qué asustarse cuando uno hace un esfuerzo sobrehumano y tardío y les responde al saludo un cuarto de hora después. Me jodió un poco, eso sí, darme cuenta de que jamás me enteraría a quién pertenecían las caderas y esqueletos que iría encontrando en esa sala, o a lo largo de mis sucesivas visitas de julio. El doctor Llobera practicaba una psiquiatría abierta, muy poco tabú, y en su sala de espera aguardaban personajes importantes que no habría estado nada mal conocer. Una famoso banquero que no soportaba un instante más la existencia de dinero en el mundo, por ejemplo. En fin, casos y cosas por el estilo, que mi tendencia a transformarme en aparato de rayos X me impidió disfrutar en ese elegante
open house
destinado a que la gente asumiera su condición de quién te ha visto y quién te ve, sin temor alguno al perverso qué dirán del infierno son los demás.
El doctor Llobera se mató de risa no bien entré diciéndole, antes de saludarlo, son más de cien páginas, doctor, no se sienta obligado, doctor, si quiere se las resumo, doctor, me va usted a odiar todo el fin de semana, doctor…
—Tranquilo, señor Romaña —me interrumpió, invitándome a tomar asiento, y sin la más mínima gota de odio en su inolvidable sonrisa. Sí, de entrada era imprescindible que su sonrisa fuera inolvidable. Luego, añadió—: Relájese usted. Piense, por ejemplo, en la tranquilidad del portero del equipo rojo, mientras se está jugando cerca a la portería del ya dominado equipo azul.
Este hombre habla mi idioma, estamos hechos para entendernos. Fútbol, además, este psiquiatra es un genio.
—Y ahora olvide por completo que yo le pedí diez páginas y que usted me ha traído ciento y pico…
—Ciento diecisiete, exactamente, doctor.
—Bueno, ya me habían dicho que vino a Europa para ser escritor. Mire, yo le he pedido este recuento de su vida porque es poco el tiempo que tengo para verlo antes de mis vacaciones…
—Lo comprendo, doctor,
es todo
culpa mía por haber recurrido a usted tan tarde.
—Basta ya de culpabilizarse. Piense en cambio que, con el talento que usted seguro posee, no sólo la puedo pasar muy bien, sino que además este texto debe estar lleno de imágenes y metáforas que pueden resultarnos muy útiles a los dos para el tratamiento. En fin, lo voy a leer con gran atención, y ya el lunes veremos qué decisiones podemos tomar inicialmente. Siga entonces soportando todo, pero añádale ahora a los valiums la tranquilidad de esta primera cita. Voy a tratarlo con el interés y el afecto que usted se merece. Los Feliu me han hablado mucho de usted, o sea que estoy al corriente de ciertas cosas y hasta tengo ya algunas ideas acerca de su caso.
—Doctor, no quisiera molestarlo más…
—Esto es una consulta, Martín, no una molestia…
—No quisiera molestarlo más, pero yo desearía, aparte de sanar, que me sometiera usted a un tratamiento que… que…
—Dígalo, Martín.
—Quisiera lograr… en fin, que usted lograra, algo así como… una especie de… de reconstrucción y modernización completa de mi persona.
Le dio mucha risa. Este hombre habla mi idioma, estamos hechos para entendernos. Este hombre se va a pasar un fin de semana entero leyéndose mis ciento diecisiete páginas. Este hombre es capaz de convertirme en escritor. De hacerme llegar nuevamente a París. De que Inés… Bueno, mejor no pensemos en Inés. Ha quedado en venir a esperarme después de la cita y ya con eso es suficiente.
—Lo espero el lunes a las cinco, Martín. Pero antes de que se vaya, quiero responder a la pregunta que usted no se ha atrevido a hacerme.
Sentí terror, todo se me volvió esqueleto, y estábamos ya de pie, despidiéndonos. Con gran esfuerzo logré vestir nuevamente de un marrón grisáceo al doctor Llobera, y ello me permitió ver incluso lo sonriente que andaba cuando me dijo: Tranquilícese, Martín: usted no se va a suicidar; no tiene usted el menor deseo de suicidarse.
Inés me esperaba afuera, cubriendo su esqueleto con un hermoso traje verde grisáceo, regalo de Josefa. Había estado de compras con ella, y su rostro irradiaba alegría y satisfacción. Pero no bien me vio, zas, la bizquera. Y qué tal bizquerota en catalanas tierras de celebérrimos oftalmólogos. La agarra Barraquer y de frente cuchucientos mil anteojos y sala de operaciones. Y la enorme sorpresa que se llevaría al descubrir que su paciente ha llegado al consultorio completamente desbizcada. Ni la Virgen de Lourdes, se diría feliz, el gran profesional: se curan con sólo entrar en mi consultorio… Pobre doctor Barraquer, me habría tocado a mí desengañarlo, qué horror, qué pena, por Dios, tener que desengañar tanto a un gran médico, verse en la obligación de explicarle que esa bizquera sólo funciona cuando yo ingreso en el campo visual de Inés. En ese instante tendría usted que operar, doctor, en el acto, aunque yo empiezo a creer que su paciente está más para el doctor Llobera, doctor. Vea usted, doctor Barraquer, mire, fíjese bien y verá. En París escupía a Bryce Echenique por mediotíntico y odiaba a los Feliu por capitalistas. En París, cubanizó de golpe a Bryce Echenique y hasta le permitió noquearme, cosa que no logro olvidar. Ahora, en Barcelona, está feliz de la vida con los Feliu, no cita ni a Marx, ni a Lenin, tras haberse negado durante años a conocer a esta gente, siguiendo los consejos de los padres de la revolución. Pero en París, en Barcelona, e incluso en su consultorio, donde a usted le consta que se desbizcó con tan sólo entrar, yo le apuesto lo que quiera que vuelve a bizquear no bien entro en su campo visual. ¿POR QUÉ? Me mandé un traguito de valium mientras unas oftalmológicas e imaginativas caderas aceptaban resignadas la verdad gris que revelaban mis palabras.
Besé a Inés, la tomé del brazo, y le pedí por favor que me consiguiera rápido un taxi, perdóname, Inés, pero estoy muy nervioso. Fue una idea genial, porque cada vez que ella miraba hacia otra parte, en busca del carro, yo lograba volver a contemplar la hermosura de sus ojos cuando no me miraban a mí. Y así logré realmente salvarme de un inesperado y feroz contraataque del equipo azul grisáceo que, tras haber descontado en el marcador, avanzaba rabioso y dejando fuera de acción a todos mis defensas, y yo ahí desamparado portero del equipo rojo grisáceo. Fue un verdadero milagro que no me metieran con pelota y todo al fondo del arco, y ya en el taxi, con la mirada de Inés bella y encantada con Barcelona, pude tranquilizarme un poco e incluso responder debidamente a cada una de sus preguntas.
—Bueno, Martín, ¿qué te ha dicho, en fin?
—Es un hombre encantador, me ha dicho que se va a leer íntegra la historia de mi vida, este fin de semana. Me hizo
sentir
, incluso, que no era molestia alguna para él tenerse que leer ciento…
—Bueno, pero ¿qué te ha dicho?
—
Eso
. Me ha dicho
eso
.
—¿Qué más?
—Que lo voy a volver a ver de nuevo el lunes a las cinco, cuando ya haya leído la historia de mi vida, las ciento diecisiete páginas…
—Y para eso te he tenido que esperar más de…
—¿Por qué no subiste y preguntaste por mí? El consultorio tiene una linda sala de espera.
—Estaba muy bien en la calle, gracias.
—Yo arriba también estuve muy bien. Sin embargo ahora…
—Bueno, pero cuéntame de una vez por todas qué te ha dicho. ¿No dicen que es un sabio?
—Es un sabio muy bueno, además.
—La verdad es que hasta ahora no veo por qué.
—Bueno, le pregunté que si me iba a… En fin, él me respondió, porque yo no me atrevía a preguntárselo, que no me voy a suicidar.
—Linda tu broma, Martín.
—Te juro que me ha dicho eso, Inés. Pero, en fin, no te preocupes, todavía hay esperanza: no me ha dicho cuánto tiempo de vida me queda.
—Idiota.
—Déjame tocarte el cuello, Inés.
—Otra vez con lo del cuello, ¡qué pesado te pones a veces, Martín!
—Sólo quería tocarlo una vez más, Inés.
—Bueno, Martín, bueno… Perdóname… me pongo tan impaciente, a veces… Pero es que pienso que en ese plan te vas a pasar la vida entera de paciente.
—Inés, no toquemos ese tema por ahora. Comprende, por favor, que hace un tiempo que más que paciente me siento muriente.
—Bueno, Martín, bueno…
Pasamos el fin de semana en Cadaqués, una playa llena de esqueletos, donde nadie disfrutó tanto como Inés con el mismo mar en el que yo me iba a ahogar, con los restaurants que la claustrofobia me obligó a abandonar corriendo, y con los mariscos que siempre me encantaron pero que ahí, de golpe, eran unos bichos horrorosos y todos de un mismo color gris aterrador. Hasta con el valium pasé atroces tormentos, se me atracaban como espinas de pescado los traguitos de pastillas en la garganta. Pero los enormes deseos de vivir tienen, aun en sus más espantosos momentos, esa increíble capacidad de sorpresa. El domingo por la noche, Inés apagó la luz, y yo me sentí tan tranquilo como el arquero del equipo rojo, en la versión del doctor Llobera. Así me dormí. Desperté tras haber regresado no sé cuántas veces de Cadaqués a Barcelona, ni tampoco sé cuántas veces fueron las cinco de la tarde de ese lunes en que no cesaba de llegar al consultorio lleno de optimismo.
En la realidad, subí saltando despavorido por la escalera, tras haber mandado a la mierda al ascensor porque nuevamente tardaba en llegar, y estuve dando porrazos en la puerta del consultorio hasta que logré entrar sin responder al saludo de la enfermera y prácticamente exigiéndole al doctor Llobera, que también salió a ver qué pasaba, que se mudara de consultorio porque esto no puede seguir así. Me pusieron una inyección, me hicieron esperar un momentito, me sonrieron mucho, y por fin logré explicarle que el tipo ese de la oreja… Para qué continuar: el doctor Llobera se había leído íntegras las ciento diecisiete páginas de la historia de mi vida y hasta había subrayado algunas frases o párrafos particularmente importantes. Se estaba matando de risa, y no pude evitar acompañarlo en tanta alegría, porque con la inyección que me acababan de poner era puro terno marrón, corbata muy bonita, camisa de seda color marfil, y no tenía caderas ni esqueleto por ninguna parte. Estaba impecable el doctor Llobera.
—Doctor, le ruego que me permita salir un instante a pedirle disculpas a la enfermera, no llego a saludarla nunca…
—Ya habrá tiempo hasta para que se vayan a tomar una copa juntos, Martín. Por ahora, estése tranquilo porque tenemos mucho que hablar. Para empezar, le diré que he leído su texto y que es una joya de sinceridad y de sensibilidad a todo nivel…
—Hipersensibilidad, doctor.
—Sí, ya lo creo, pero yo me estaba refiriendo primero al aspecto literario. Es una lástima que no se pueda publicar…
—¿Demasiado confidencial?
—No, eso no sería problema mío; lo que pasa es que tengo que conservarlo con su ficha médica y sus controles. Créame que me ha servido enormemente, y que gracias a él, por ejemplo, supe que se había usted cruzado con el señor Quinteros, cuando lo escuché llegar en ese estado. Y es cierto que tiene usted una real predisposición para las situaciones exageradas, como le gusta a usted llamarlas. Desmitifíquelas, hombre. En este caso, ya lo verá, ha sido una pura coincidencia: Quinteros es uno de los abogados más famosos de Barcelona, y tiene su despacho en el edificio de al lado. Atiende todos los días a partir de las cinco, y lo más lógico es que se haya topado usted con su enorme oreja…
—Doctor, pero la cita del viernes fue a las siete; además, yo no me he topado, como usted dice, con el señor Quinteros, yo he detectado la oreja a cien metros de distancia.
Pobre doctor Llobera, esta vez sí que no pude acompañarlo en su alegría. No, no lograba convencerme de que dos citas + la oreja a cien metros + las 5 y las 7 p.m = coincidencia. Ni hablar, y el mundo en su consultorio empezó a ponérseme nuevamente gris. No tuve que decírselo, lo había detectado tan bien como yo detectaba la oreja del señor Quinteros. Además, para algo acababa de leerse de cabo a rabo mis ciento diecisiete páginas plagadas de profundos y oscuros desmoronamientos. Hablamos horas, hablamos de mi depresión neurótica (por fin podía decirle a Inés que no sólo era una enfermedad real, sino que además tenía nombre y todo), de mi infancia, mi adolescencia, de mi vida en París, de un matrimonio que yo insistía en recordar como feliz y que él insistía en hacerme recordar sin adjetivos, hablamos del Grupo, de mi fracaso en el Grupo, que él insistía en considerar como un fracaso del Grupo, y esa fatal costumbre suya, Martín, de quererse culpabilizar siempre, hablamos de los hijos que Inés nunca había querido tener porque sus deberes de revolucionaria se lo impedían, y que según él, yo, con un poco más de agresividad, debí haberla empujado a aceptar. Y hablamos desde entonces del problema de mi falta de agresividad, que en muchos casos me había impedido defenderme del mundo, o hacer que se aceptara una de mis desperdiciadas intuiciones. Depresión neurótica y falta de agresividad, ésos eran mis grandes males para el doctor Llobera, y había llegado el momento de combatirlos. El camino sería largo pero yo terminaría por salir de ese pozo tan oscuro. Sí, saldría de él aunque me esperaban malos momentos todavía, mi texto estaba lleno de frases tan típicas de la nada del gran deprimido, abundaban los
qué importa, y en el fondo qué importa, pero qué importancia puede tener
. Además, el doctor Llobera no se sentía tan optimista con respecto al futuro de mi matrimonio…