—¡Te voy a matar! —grita Vicky.
—Soy comisario de la…
—Pues viólame, hazlo, me da igual, te buscaré y te mataré, a ti, a todos…
—Vicky —repite Joona alzando la voz—. Soy comisario de la policía judicial y necesito saber dónde está Dante.
Vicky Bennet jadea frenéticamente con la boca entreabierta y mira a Joona con sus ojos oscuros. Tiene líneas de sangre y suciedad en la cara y parece extenuada.
—Si eres policía tienes que detener a Tobias —dice afónica.
—Acabo de hablar con él —le dice Joona—. Se iba a vender unos libros electrónicos que ha…
—Cabrón —dice ella jadeando.
—Vicky, sabes que tengo que llevarte a comisaría.
—Qué coño, pues hazlo, me importa una mierda…
—Pero primero… primero me tienes que decir dónde está el chico.
—Tobias se lo llevó, le creí —dice Vicky y aparta la cara.
Le empieza a temblar todo el cuerpo.
—Le volví a creer, le…
—¿Qué intentas decir?
—De todos modos no me vas a escuchar —dice ella y mira a Joona con ojos llorosos.
—Te escucho.
—Tobias me prometió que iba a devolver a Dante a su madre.
—No lo ha hecho —dice Joona.
—Ya lo sé, me lo creí todo… Soy tan imbécil, he…
Se le quiebra la voz y el pánico se desvela en sus ojos:
—¿Es que no lo ves? Va a vender al chico, ¡lo va a vender!
—¿Qué quieres decir…?
—¿Es que no me entiendes o qué? ¡Lo has dejado escapar! —grita.
—¿A qué te refieres con vender?
—¡No hay tiempo! Tobias es… va a vender a Dante a gente que lo volverá a vender, y después de eso será imposible encontrarlo.
Cruzan a toda prisa el cuarto de las bicis y suben corriendo la escalera. Joona lleva a Vicky del antebrazo y con la otra mano llama a la centralita de la policía provincial.
—Necesito una patrulla en el número 9 de la calle Wollmar Yxkullsgatan para recoger a una sospechosa de homicidio —dice rápidamente—. Y necesito ayuda para rastrear a un sospechoso de secuestro…
Cruzan el zaguán y salen a la luz de la tarde. Joona señala la dirección en la que tiene el coche y explica en actitud alerta:
—Se llama Tobias Lundhagen y… Espera —dice Joona y mira a Vicky—. ¿Qué coche tiene?
—Uno grande de color negro —dice ella marcando la altura con la mano—. Lo reconozco si lo veo.
—¿Qué marca es?
—Ni idea.
—¿Cómo es? ¿Es un todoterreno urbano, un monovolumen, una furgoneta?
—No lo sé.
—¿No sabes si es…?
—¡Coño, lo siento! —grita Vicky.
Joona corta la llamada, coge a Vicky por los hombros y la mira a los ojos.
—¿A quién le va a vender a Dante? —pregunta.
—No lo sé, por Dios, no sé…
—Pero ¿cómo sabes que lo va a vender? ¿Te lo ha dicho? ¿Le has oído decirlo? —pregunta Joona sin soltar la angustiada mirada de la niña.
—Lo conozco… Yo…
—¿Qué pasa?
Vicky responde con un hilo de voz que se rompe por el estrés:
—Al matadero, vamos a la zona del matadero.
—Súbete al coche —responde Joona.
El último tramo lo hacen corriendo. Joona le grita que se dé prisa, Vicky se sienta con los brazos esposados a la espalda, Joona da la vuelta al coche, arranca y pisa el acelerador. Los neumáticos escupen gravilla. Giran bruscamente por la calle Timmermansgatan y Vicky cae a un lado.
Con un movimiento ágil se pasa las manos por debajo del culo para tener los brazos delante.
—Ponte el cinturón.
Alcanzan los noventa kilómetros por hora, frenan, avanzan unos metros con las ruedas rebotando sobre el asfalto y se meten por la calle Hornsgatan.
Una mujer se detiene en medio de la calle para mirar algo en el móvil.
—¡Idiota! —grita Vicky.
Joona pasa a la mujer por el lado equivocado del refugio y se encuentra con un autobús de cara, pero tiene tiempo de volver a su carril, bordea la plaza Mariatorget y vuelve a aumentar la velocidad. Cerca de la iglesia hay un vagabundo buscando latas en una papelera y luego baja a la calle con el saco a la espalda.
Vicky contiene la respiración y se acurruca en el asiento. Joona se ve obligado a dar un volantazo e invadir el carril bici. Un coche que llega en sentido contrario le pita enervado. Joona acelera otra vez, hace caso omiso de los semáforos, gira a la derecha y pisa a fondo para meterse en el túnel de Söder.
El resplandor de las farolas en las paredes parpadea monótono en el interior del coche. Vicky mira al frente con expresión fija, casi petrificada. Tiene los labios cortados y la piel cubierta con una película de barro.
—¿Por qué el matadero? —pregunta Joona.
—Allí es donde Tobias me vendió a mí —responde ella.
La zona del matadero se construyó al sur de Estocolmo como consecuencia de la ley de inspección sanitaria en mataderos de 1897 y sigue siendo la mayor instalación de despiece y tratamiento de carne del norte de Europa.
En el túnel de Söder hay poco tráfico y Joona aprovecha para seguir acelerando. Junto a los enormes ventiladores hay papeles de periódico volando en el aire.
A su lado está Vicky Bennet y con el rabillo del ojo ve que se está mordiendo las uñas.
La unidad de radio del coche carraspea mientras Joona solicita refuerzos y una ambulancia, dice que probablemente se trate de la zona del matadero de Johanneshov, pero explica que por el momento no tiene una dirección exacta.
—Volveré a llamar —dice justo cuando el coche pasa por encima de los restos de un neumático.
El largo y curvado túnel parece absorberlos a una velocidad de vértigo mientras avanzan bajo la luz titilante de las farolas y junto a las marcas viales de la pared.
—Más de prisa —dice Vicky apoyando las manos sobre la guantera para protegerse en caso de colisión.
La luz parpadea estroboscópica en su cara sucia y pálida.
—Le dije que le daría el doble si me prestaba algo de dinero y me conseguía un pasaporte… Él me prometió que Dante volvería con su madre… y yo le creí, ¿te parece normal?, después de todo lo que ha hecho conmigo…
Se golpea la cabeza con los puños.
—¿Cómo coño puedo ser tan imbécil? —dice entre dientes—. Él sólo quería a Dante… me dio una paliza con un tubo y me encerró. Soy gilipollas, estaría mejor muerta…
Cruzadas las aguas del canal de Hammarbyleden pasan por debajo del viaducto de Nynäsvägen y continúan bordeando el Globen. El gran estadio descansa como un gigantesco cuerpo celeste al lado el campo de fútbol.
Poco después de las calles comerciales los edificios pierden altura y se vuelven funcionales. Se meten con el coche en una área vallada llena de almacenes industriales y remolques aparcados. A lo lejos se ve el cartel de neón que cuelga sobre los carriles de la avenida. Sobre fondo rojo brillan unas letras blancas como el hielo: ÁREA DEL MATADERO.
Las barreras están levantadas y Joona las cruza haciendo botar los neumáticos.
—¿Adónde vamos ahora? —pregunta mientras avanza junto a un almacén de color gris.
Vicky se muerde los labios y busca desorientada con la mirada.
—No lo sé.
El cielo está oscuro, pero hay farolas y carteles luminosos encendidos alrededor del polígono laberíntico. Ha cesado prácticamente toda la actividad del día, pero al final de una calle perpendicular hay una grúa que está subiendo un contenedor azul a la plataforma de carga con un chirrido penetrante.
Joona pasa por delante de una casa sucia con un panel abollado que anuncia chuletones y después se acerca a unos edificios verdes de aluminio con vallas cerradas delante de una glorieta.
Pasan junto a un edificio de ladrillo amarillo con muelle de carga y contenedores oxidados y doblan la esquina del edificio principal del matadero.
No se ve ni una alma.
Continúan por una calle más oscura con grandes conductos de ventilación, cubos de basura y jaulas de transporte.
En la zona de aparcamiento, debajo de un cartel en el que pone SALCHICHAS SUCULENTAS PARA TI, hay una furgoneta con un dibujo pornográfico en el lateral.
El coche pasa con un fuerte chasquido por encima de una alcantarilla deformada. Joona gira a la izquierda donde termina una barandilla. Un grupo de gaviotas alza el vuelo desde una pila de palets.
—¡Allí! ¡Allí está el coche! —grita Vicky—. Es el suyo… Reconozco el sitio, es allí dentro.
Frente a un edificio de color hígado, con ventanas sucias y persianas de aluminio, puede verse una furgoneta negra con la bandera confederada de Estados Unidos en la ventana de atrás.
Al otro lado de la calle hay cuatro turismos aparcados en paralelo junto a la acera. Joona conduce con cautela por delante de la casa, gira a la izquierda y se detiene delante de un edificio de ladrillo. Tres banderolas con logos de empresa ondean al viento. Sin decir nada, Joona saca la llavecita, suelta una mano de Vicky y se la esposa al volante antes de bajarse del coche. Ella lo mira con ojos oscuros, pero no protesta.
Por la ventanilla ve al comisario corriendo bajo la luz de una farola. El viento sopla fuerte y levanta porquería del suelo.
Entre los edificios hay un callejón con muelles de carga, escaleras de hierro y contenedores para restos de carne.
Joona llega a la puerta que le ha señalado Vicky, mira hacia atrás y echa un vistazo al polígono desierto. Muy lejos hay una carretilla de carga dando vueltas dentro de un edificio parecido a un hangar.
Sube por una escalera de hierro, abre la puerta y aparece en un pasillo con una alfombra de plástico. Pasa sin hacer ruido por delante de tres despachos de paredes delgadas. En una maceta blanca llena de bolas de arlita hay un limonero de plástico cubierto de polvo. Entre las ramas hay restos de las guirnaldas de Navidad. En la pared, una licencia de matadero de 1943 enmarcada, emitida por el Comité de Crisis de Estocolmo.
En la puerta de hierro del final del pasillo hay un cartel plastificado con normas de higiene y reciclaje. Alguien ha escrito «manipulación de pollas» atravesado sobre la normativa. Joona abre la puerta un par de centímetros, pega la oreja y oye voces lejanas.
Con mucho cuidado echa un vistazo a una gran sala de máquinas para despiece en línea, con medición automatizada de medios cerdos. El suelo de gres amarillo y las mesas de acero inoxidable brillan débilmente. Por debajo de la tapa de un cubo de basura asoma un delantal de plástico con restos de sangre.
Joona desenfunda la pistola sin hacer ruido y siente un ligero cosquilleo en el corazón cuando aspira el aroma de la grasa del arma.
Joona entra en la sala agazapado, con el arma en la mano y pegado a las máquinas. Siente el olor dulzón que emanan los desagües enjuagados y las alfombras sintéticas al mismo tiempo que cae en la cuenta de que al final no le ha confirmado ninguna dirección a la centralita de la policía provincial. Probablemente ya hayan llegado a la zona del matadero, pero pueden tardar un rato en encontrar a Vicky.
El recuerdo le viene a la mente igual de repentino que despiadado. Los segundos en los que nuestra vida queda expuesta están en constante movimiento. Los tiempos se funden. Joona tenía once años y el rector fue a buscarlo a la clase, lo sacó al pasillo y le explicó lo que había pasado sin poder reprimir las lágrimas.
Su padre era agente de policía y había muerto asesinado en acto de servicio. Iba a entrar en un piso y le dispararon por la espalda. A pesar de que iba en contra del reglamento, su padre había entrado solo en la vivienda.
Ahora Joona no tiene tiempo para esperar a que lleguen refuerzos.
En el techo hay travesaños y grúas correderas con garfios neumáticos de carga tapados con fundas sucias.
Joona avanza sigilosamente y las voces se van aclarando.
—No, primero tiene que despertarse —dice un hombre en tono tajante y con voz ronca.
—Dale un poco de tiempo.
Joona reconoce la voz de Tobias por su timbre inocente e infantil.
—¿En qué cojones estabas pensando? —pregunta otro.
—En mantenerlo tranquilo —responde Tobias pacífico.
—Está casi muerto —dice el hombre de la voz ronca—. No puedo pagar hasta saber que está bien.
—Esperaremos dos minutos más —declara un tercero en tono serio.
Joona sigue avanzando y, cuando llega al final de una hilera de máquinas, descubre al niño. Está tumbado sobre una manta gris en el suelo. Lleva puesto un jersey azul arrugado, pantalones azul marino y zapatillas de deporte. Tiene la cara limpia, pero las manos y el pelo sucios.
Al lado del niño hay un hombre corpulento con chaleco de cuero y un vientre prominente. El sudor le cae a chorros por la cara, camina de un lado a otro, se rasca la barba blanca de la mejilla y resopla irritado.
A Joona le caen unas gotas de algo. Hay una manguera con una abrazadera floja. El agua cae a gotas y se escurre por las baldosas de gres hasta un desagüe en el suelo.
El hombre gordo se mueve nervioso por la sala, mira el reloj, una gota de sudor se desprende de la punta de su nariz. Se sienta de rodillas junto al niño jadeando por el esfuerzo.
—Le haremos unas fotos —dice otro hombre que no había hablado hasta ahora.
Joona no sabe qué hacer, ha calculado que hay cuatro hombres, pero no puede decir si van armados o no.
Necesitaría un grupo de asalto.
Al gordo se le ilumina la cara cuando le quita las zapatillas a Dante.
Los calcetines a rayas son arrastrados por el calzado y acaban en el suelo. Los taloncitos redondos del niño se desploman sobre la manta.
Cuando las grandes manos del hombre empiezan a desabrocharle los vaqueros Joona ya no lo aguanta más y se levanta de su escondite.
Sin ocultar su presencia empieza a caminar junto a las mesas de despiece, donde hay toda una colección de cuchillos recién afilados de diferentes medidas, grados de rigidez y dibujos en el filo.
El comisario camina con el arma apuntando al suelo.
Su corazón late angustiado.
Joona es consciente de que se está saltando el reglamento, pero ya no puede esperar más, sigue andando con paso firme.
—Qué coño… —dice el gordo levantando la cabeza.
Suelta al niño, pero se queda sentado de rodillas.
—Sois sospechosos de ser cómplices de un secuestro —dice Joona dándole una patada en el pecho.