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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

La zona (2 page)

BOOK: La zona
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«Típico de los africanos», pensó Aguirre, tapándose la nariz. Eran seres primarios que hacían lo que les daba la gana, cuando les apetecía y donde primero se les ocurriese.

Ahora no podría pasar por esa calle, y tendría que retroceder y dar un rodeo. Se había comprado la moto para evitar aquellos atascos, pero ni aun así lo conseguía. La única forma rápida de viajar en aquel país era en avioneta o en helicóptero. Aunque también había obtenido la licencia para pilotar ambos aparatos, utilizarlos en la ciudad era impensable. Sólo los alquilaba para desplazarse a otros lugares del país en busca de sujetos para sus estudios, y cada vez que lo hacía tenía que sobornar al menos a cuatro personas para conseguir los permisos de vuelo.

Debido a aquel corte, llegó más tarde de lo previsto a su destino, la escuela de las hermanas misioneras de Nuestra Señora de los Apóstoles. En cualquier caso, daba igual: la puntualidad en África era un concepto tan esotérico como la antimateria.

Las monjas estaban ya almorzando. Sor Odile, una robusta igbo de sesenta y tantos años que hablaba un perfecto francés, le dijo:

—Por favor, doctor Aguirre, coma con nosotras.

Él no tenía apetito, pero se sentó a la mesa con ellas. El plato único era
fufu
, una pasta espesa de ñame hervido y macerado en el mortero. A Aguirre el ñame en todas sus formas le rebosaba ya por las orejas, pero por educación tomó una porción de pasta y la revolvió en la mano derecha, sin usar en ningún momento la zurda, hasta conseguir una especie de bola. Después clavó el pulgar en ella, abrió una pequeña concavidad y usó el
fufu
a modo de cuchara para coger guiso de su cuenco. Repitió la misma operación dos veces más. A la tercera, tras encontrar un trozo de carne muy especiada en el caldo, dijo que ya estaba ahíto y se lavó los dedos en un pequeño aguamanil.

Mientras comían, reinó el silencio. Sólo tras retirar los platos, ya en la sobremesa, sor Odile le habló del programa en el que colaboraba Aguirre.

—¿Puedo ver los test, hermana? —preguntó él, también en francés.

Ella hizo un gesto, y otra monja más joven le trajo una carpeta con las pruebas.

Aguirre los estudió con atención. Siempre había controlado sus emociones, pero al pasar las hojas notó que el pulso se le aceleraba por la emoción.

Eugenio Aguirre era médico neurólogo especializado en enfermedades neuroinfecciosas. Muy brillante durante la carrera y el MIR, llegado el momento de seleccionar sus investigaciones no había elegido los senderos más acertados. Por un exceso de ambición, paradójicamente, se vio pasada la barrera de los cuarenta años sin haber logrado nada lo bastante importante como para conseguir el reconocimiento con el que siempre había soñado.

En realidad, no se trataba de eso. Debía ser sincero consigo mismo. El reconocimiento estaba bien para otros. Él ansiaba la gloria. Había sido número uno en el colegio, en el instituto y en la facultad, y eso le había hecho creer que toda su vida seguiría descollando entre los demás. Por desgracia, quienes le habían privado del puesto que merecía no eran sus superiores, ni siquiera sus iguales, sino investigadores mediocres que apenas sabían seguir la lógica de sus razonamientos.

Al ver que el tiempo resbalaba entre sus dedos, huidizo y burlón como bolitas de mercurio, había decidido aceptar la oferta de la multinacional Janus y viajar a Nigeria. En aquel momento pensó que trabajar para una empresa farmacéutica de tal magnitud le abriría muchas puertas.

Pero Nigeria había resultado ser un agujero sucio y hediondo del que parecía casi imposible escapar. Una auténtica fosa séptica en la que estaba hundiendo su carrera de forma tan inexorable como si pisara un tremedal de arenas movedizas. Por desgracia, su contrato con Janus se hallaba blindado y lo encadenaba a aquel estercolero durante cinco años más.

Pero, justo cuando estaba a punto de dejarse llevar y convertirse en otro occidental más, solitario, borracho y putañero, había encontrado oro entre el estiércol.

Sonrió al recordarlo. O creyó sonreír. Las comisuras de su boca apenas se alzaron un milímetro. Sin que él lo intentara, su rostro siempre había sido tan impenetrable como una máscara yoruba.

—¿Le gustan los trabajos que han hecho nuestros niños? —le preguntó sor Odile.

—Me encantan —respondió Aguirre con voz átona, sin apartar la mirada de los papeles.

—Son unos pasatiempos muy divertidos —añadió la monja.

«No son pasatiempos, pobre ignorante, sino test de inteligencia homologados», pensó Aguirre. Sin embargo, contestó en voz alta:

—Me alegro de que esos críos se lo pasen bien.

La propia hermana Odile y dos monjas más jóvenes lo acompañaron a la escuela. Pasaron corriendo de un porche a otro, pues se había desatado un aguacero que tableteaba en los tejados de uralita con tanta violencia como si los ametrallara la guerrilla. El agua hervía en charcos oscuros como chocolate: en aquel lugar ni siquiera la lluvia limpiaba, pues bajaba del cielo ya contaminada de ácidos y todo tipo de partículas y aerosoles.

Las monjas y Aguirre se acercaron a una puerta de la que salía un alegre canto que competía con el repiqueteo del chaparrón. Allí, en barracones algo mejor construidos que los que atestaban las calles de Port Harcourt —sobre todo, mucho más limpios—, niños y niñas de todas las edades recitaban tablas de sumar y multiplicar y, entre oración y oración, aprendían a leer y escribir en francés y en igbo.

Muchos de los que estaban sentados en aquellos pupitres eran niños de la guerra, críos cuyos padres habían sido asesinados durante el conflicto interminable con las petroleras. Todo había empezado en 1956, cuando se descubrió petróleo bajo la aldea de Oloibiri. Un don aparente de la tierra; una maldición en la práctica. A partir de ese momento entraron en tromba las compañías petrolíferas: la Shell, la Chevron-Texaco, la BP, la Total.

Aquello supuso el final de todo un mundo. El medio ambiente del delta del Níger se degradó de forma rápida y brutal. Los sondeos y explotaciones se llevaron a cabo sin el menor cuidado ni responsabilidad alguna. Como resultado, las filtraciones de petróleo lo contaminaron todo y acabaron con los peces, los moluscos y crustáceos y las aves del lugar.

Si alguna vez las compañías intentaban reparar las consecuencias de sus derrames, lo hacían con agentes dispersantes no degradables que sólo empeoraban la situación. Los habitantes de la región, privados de ganarse la vida mediante la agricultura y la pesca como habían hecho siempre, se hacinaron en Port Harcourt para trabajar en condiciones infrahumanas o, directamente, vagar por las calles entre pilas crecientes de basura, escombros y excrementos.

No tardaron en aparecer grupos armados que lucharon contra las compañías petrolíferas, como la Fuerza Voluntaria Popular del Delta del Níger o el MEND. La violencia se apoderó de las calles, y quienes primero lo pagaron fueron los niños.

Aguirre entró en la clase junto con sor Odile. La maestra ordenó callar, y todos los niños se levantaron de sus asientos.

«¡Firmes!». El neurólogo casi creyó oír esa orden en su cabeza. Por circunstancias algo rocambolescas había estado en un campamento de la guerrilla y había visto con qué brutalidad adiestraban a los niños a los que recogían o directamente secuestraban para convertirlos en soldados. Lo único que se esperaba de ellos era que fuesen capaces de sujetar un fusil Kalashnikov y disparar a matar. Pero algunos lograban escapar y refugiarse con las monjas, que les daban cobijo, ropa, comida y cuidados médicos, y además les enseñaban a leer y a escribir.

Aquella labor de caridad no estaba exenta de peligros: hacía pocas semanas que los guerrilleros habían secuestrado y asesinado a cuatro monjas de otra congregación. Su falta había sido tratar de rescatar a unos niños mientras los llevaban a un campo de entrenamiento.

—¡Buenas tardes, señor don Eugenio! —le saludaron los alumnos al unísono. Aquella bienvenida era una de las pocas fórmulas que habían aprendido en español.

—Sentaos,
biko
—dijo él, haciendo un gesto con ambas manos.

Al verlos ahora limpios, bien vestidos y sonrientes, todo ojos brillantes y sonrisas resplandecientes, Aguirre pensó que el esfuerzo de las monjas era muy loable.

Teóricamente.

La realidad era mucho más cruel. Acogerlos, alimentarlos y brindarles una educación sólo era convertirlos a la larga en criaturas más infelices. Cuanto más embrutecidos estaban, menos se daban cuenta de que chapoteaban en un infierno del que no había esperanza de salir. Las lecturas y el cariño de las monjas sólo servían para hacerlos soñar con una existencia mejor. Pero no la encontrarían ni en el infierno postapocalíptico de Port Harcourt ni en las calles de Europa.

Vivir es competir por los recursos, y eso significa matar y pisotear. La vida es una excrecencia de la naturaleza, un proceso de oxidación algo más sofisticado que otros, una forma de organizar una minúscula isla de orden durante un instante a cambio de provocar mucho más caos y entropía en el conjunto.

Lo que maravillaba a Aguirre era que esa excrecencia lograra crear prodigios de belleza como la Novena de Beethoven o
El arte de la pintura
de Vermeer. Pero, por pura estadística y economía de medios, de esas maravillas sólo podía gozar la cúspide de la pirámide.

«Donde estaré yo cuando salga de este lodazal», pensó Aguirre.

Y precisamente gracias a esos niños.

Los críos volvieron a sentarse y reanudaron sus cuentas de matemáticas. Aguirre paseó entre los pupitres de madera sin desbastar. Tras ellos, los alumnos trabajaban en sus cuadernos, esforzándose en agradarle. Algunos eran tan pequeños que casi daba lástima verlos allí, tan fuera de lugar, tan perdidos y desorientados en aquella réplica chapucera de un aula del Primer Mundo, frente a una cruz en la que colgaba un Cristo negro torpemente tallado.

Había otros, en cambio, que tenían la mirada opaca, como ancianos. Eran los que habían pasado más tiempo con la guerrilla. Aguirre sospechaba que algunos incluso habían matado; sus mentes jamás se recuperarían de esa experiencia.

El neurólogo se acercó hasta la última fila. Allí se sentaba la niña que buscaba.

Alika.

Era muy pequeña, y tenía unos ojos enormes y muy hermosos, dos pequeños mares brillantes e inocentes. Entre sus brazos acunaba una muñeca de madera muy fea de la que nunca se separaba. Las monjas le calculaban cuatro o cinco años de edad, pero no había modo de saberlo. Su familia era de Costa de Marfil. Casi todos habían muerto en la última epidemia de ébola que asoló la zona. Un tío suyo la llevó a Nigeria, huyendo de aquel mal. A pesar de todo, en África existían sitios todavía peores que el delta del Níger.

—Hola, Alika.

—Hola, doctor Aguid’de —lo saludó ella, poniéndose de pie.

Aguirre le cogió la muñeca y la colocó sobre el pupitre.

—Es Nina —dijo ella.

—No te preocupes. Ahora mismo podrás volver a jugar con ella. Pero primero levanta el brazo, por favor.

Ella le obedeció dócilmente. Aguirre le tomó la mano y le giró suavemente el bracito para observar cómo había evolucionado el pinchazo en la parte interior del codo. Estaba bien, no había infección.

Cuando la soltó, la niña mantuvo el brazo en horizontal.

Aguirre sonrió. Así tenía que ser.

—Está bien, ya puedes bajarlo.

La niña obedeció.

Así tenía que ser también.

Cuando volvió a casa en la moto, había dejado de llover. Los baches se habían convertido en charcos de color café. Si uno no se fijaba bien, no se distinguían del lodo que manchaba la calzada, y corría el riesgo de clavar la rueda y salir volando de cabeza sobre el manillar. Pero Aguirre metió más gas de lo habitual y se dedicó a rodear aquellos socavones de una forma casi temeraria.

Se sentía más animado que en cualquier otro momento de los últimos años. Los experimentos marchaban como la seda. Ya se imaginaba la prensa mundial con su nombre a cuatro columnas. Y, aunque tardaría, porque los miembros del Instituto Karolinska se tomaban las cosas con mucha calma, sabía que, llegado el momento, le otorgarían el Nobel.

Pasó por la calle donde unas horas antes destazaban animales. Los improvisados matarifes ya se habían ido, dejando tan sólo un enorme charco de sangre en la calzada y algunos montones de vísceras. Eso le ahorró algunos minutos de camino.

«Sí, todo va sobre ruedas», pensó cuando llegó frente a su casa.

«Casa» era un término algo optimista. Se trataba de un contenedor portuario pintado de blanco, con ventanas cuadradas protegidas por gruesas rejas. En los cuatro costados se veían grandes y bien pintadas las insignias de la ONU, una de las pocas cosas que todavía se respetaban en Port Harcourt. Una vez se le había estropeado el aire acondicionado y tuvo que poner pies en polvorosa. Cuando le arreglaron el aparato y pudo regresar, la tapicería de escay del sillón se había convertido en un amasijo fundido. Con todo, alojarse allí era mejor que vivir en uno de los hoteles infestados de ratas y cucarachas de la ciudad.

Para su sorpresa, junto al contenedor había un coche negro, de lunas tintadas y aspecto de llevar un pesado blindaje bajo la carrocería.

La puerta del copiloto se abrió. Durante un segundo, Aguirre se preparó para girar el puño y acelerar a tope, aunque se dejara la mitad de las ruedas fundidas en el asfalto. En África, y más en Port Harcourt, nunca se sabía. Luego se dio cuenta de que la puerta tenía pintado un logotipo que representaba dos caras barbudas mirando en sentidos opuestos, y separadas y unidas al mismo tiempo por una serpiente enrollada en un caduceo.

Era el emblema de la compañía Janus, basado en el rostro de Jano, el dios bifronte de los romanos.

El hombre que bajó del coche era alto, de unos treinta años, vestido con un traje gris de Brioni, corbata roja y gafas Ray-Ban. Aguirre lo conocía: Maurice Pouncet, uno de los abogados que trabajaba para la Janus. Aparte de haberlo visto en diversas fiestas, Pouncet se hallaba presente el día en que firmó el contrato con la compañía farmacéutica.

Apenas abandonó el aire acondicionado del interior del vehículo, el abogado empezó a transpirar copiosamente.

—Doctor Aguirre, ¿se acuerda de mí? —preguntó.

—Sí —respondió el médico, apretando los puños del manillar. Las pulsaciones le subieron a setenta. Eso en él equivalía casi a una taquicardia—. ¿Ocurre algo?

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