Dow se puso en pie, la sangre aún manaba de la punta de su dedo anular y seguía manchando el suelo, mientras observaba cómo las puertas se cerraban. Entonces, profirió un suspiro.
—Discutiendo, discutiendo, siempre discutiendo, joder. ¿Por qué no se podrán llevar bien, eh, Calder?
—Mi padre solía decir: «Si les das el mismo rango a tres Hombres del Norte, se estarán matando entre ellos antes de que puedas ordenar que carguen».
—¡Ja! Bethod era un cabronazo muy listo, aparte de muchas otras cosas. Aunque no podía dejar de guerrear cuando se ponía a ello —Dow contempló con el ceño fruncido la palma de la mano que tenía cubierta de sangre y movió los dedos—. En cuanto uno tiene las manos manchadas de sangre, ya no es nada fácil limpiárselas. Eso me lo dijo el Sabueso. Toda mi vida he tenido las manos manchadas de sangre —Calder se estremeció al percatarse de que Pezuña Hendida lanzaba algo al aire; por suerte, sólo era un trapo. Dow lo cogió en el aire, en medio de la oscuridad, y con él se vendó la mano herida—. Supongo que ya es demasiado tarde para limpiármelas, ¿eh?
—Aún tendrá que derramarse más sangre —contestó Pezuña Hendida.
—Supongo que sí —Dow deambuló hasta uno de los boxes vacíos del establo, echó la cabeza hacia atrás, miró hacia el techo y esbozó una mueca de dolor. Un momento después, Calder escuchó el chapoteo del orín al salpicar el heno—. Allá… vamos.
Si el objetivo de todo aquello era hacerle sentirse todavía más insignificante, funcionó. En cierto modo, había esperado que lo asesinaran. Pero ahora le daba la impresión de que ni se habrían tomado esa molestia y eso hirió a Calder en su orgullo.
—¿No tienes ninguna orden que darme? —le espetó.
Dow miró hacia atrás.
—¿Para qué? ¿Para que la ignores o la cagues al intentar cumplirla?
Probablemente, estaba en lo cierto.
—Entonces, ¿por qué me has mandado llamar?
—Por lo que cuenta tu hermano, posees la mente más aguda de todo el Norte. Me he hartado de oírle decir que no podrá hacerlo sin ti.
—Creo que Scale está cerca de Ustred, en el norte, ¿no?
—Sí, a dos días a caballo de aquí. En cuanto supe que la Unión estaba en marcha, envié a buscarlo para que se una a nosotros.
—Entonces, no tiene mucho sentido que vaya para allá.
—Yo no diría eso —en ese instante, cesó el ruido de la meada—, Oh, sí, ¡aún hay más!
Y volvió a oírsele orinar.
A Calder le rechinaron los dientes.
—Quizá vaya a hacerle una visita a Reachey. Para ver cómo va el reclutamiento.
O igual mejor para convencerlo de que ayudara a Calder a sobrevivir un mes más.
—Eres un hombre libre, ¿no? —ambos sabían la respuesta a esa pregunta. Era tan libre como una paloma ya desplumada y metida en una cazuela—. Ahora, las cosas son como en tiempos de tu padre, la verdad. Todo el mundo puede hacer lo que le plazca, ¿verdad, Pezuña Hendida?
—Verdad, jefe.
—Siempre que hagan exactamente lo que les digo que hagan, joder —entonces, los Caris de Dow se rieron entre dientes, como si nunca hubieran oído un comentario más ingenioso—. Dale recuerdos a Reachey.
—Lo haré.
Calder se volvió hacia la puerta.
—¡Ah, Calder! —exclamó Dow, a la vez que se sacudía las últimas gotas—. No me vas a causar más problemas, ¿verdad?
—¿Problemas? No sé cómo podría causártelos, jefe.
—Porque con todos esos sureños contra los que tenemos que luchar… con esos tarados de Whirrun de Bligh y ese Bicho Raro que Alardea… y mi propia gente pisándose los callos unos a otros… ya tengo bastantes cosas que me tocan los cojones. No permitiré que nadie juegue sus propias bazas. Como alguien intente jugármela en un momento como éste, bueno, ¡te juro que las cosas se pondrán
feas de cojones
! —las tres últimas palabras las gritó y los ojos se le desorbitaron, las venas del cuello se le hincharon, la furia bulló súbitamente en él, provocando que todos los que estaban en esa estancia se estremecieran. Acto seguido, volvió a estar tan tranquilo como un gatito—. ¿Me has entendido?
Calder tragó saliva e intentó que no se notara que estaba asustado, pese a que se le había puesto la piel de gallina.
—Creo que he comprendido el mensaje.
—Buen chico —Dow meneó la cadera de un lado a otro mientras terminaba de abrocharse; a continuación, sonrió a todos los allí presentes como un zorro sonríe ante un gallinero que alguien se ha dejado abierto—. Lamentaría tener que lastimar a tu hermosa esposa, es tan bonita. Aunque no tanto como tú, por supuesto.
Calder disimuló su furia con otra sonrisa.
—¿Acaso alguien lo es?
A continuación, pasó entre los sonrientes Caris y se adentró en la noche, pensando en cómo iba a matar a Dow el Negro y a recuperar lo que éste le había robado a su padre.
—Es hermoso, ¿verdad? —dijo Agrick, con una enorme sonrisa dibujada en su pecosa cara.
—¿Ah, sí? —masculló Craw, quien había estado pensando en el terreno, en cómo podría utilizarlo en su provecho y en cómo lo emplearía el enemigo.
Era un viejo hábito. El terreno y cómo convertirlo en un arma había sido lo más interesante de las conversaciones que solía mantener con Bethod cuando estaban en campaña.
La colina en la que se encontraban los Héroes era un terreno que poseía un gran valor estratégico, incluso un idiota habría sido capaz de verlo. Era lo único que sobresalía en aquel valle plano, estaba tan solo y tenía una forma tan extrañamente suave que casi parecía obra del hombre. Dos estribaciones brotaban de ella; una, hacia el oeste, que poseía una solitaria aguja de piedra en su extremo final que a la gente le había dado por llamar el Dedo de Skarling; otra, hacia el sudeste, con un anillo de piedras más pequeñas en su parte superior al que llamaban los Niños.
El río serpenteaba a través del fondo poco profundo del valle y bordeaba unos campos dorados de cebada al oeste, hasta perderse en una ciénaga llena de charcas para llegar después al ruinoso puente que Scorry Sigiloso estaba observando en esos momentos, al que llamaban, con una falta total de imaginación, el Puente Viejo. El agua discurría veloz alrededor del pie de la colina, centelleando por los brillantes bajíos repletos de guijarros. En algún lugar, allá abajo, entre los escuálidos arbustos y la madera que flotaba a la deriva por el río, se encontraba pescando Brack. O, lo que era aún más probable, durmiendo.
En el extremo más lejano del río, al sur, se alzaba el Cerro Negro. Una burda masa de hierba amarilla y helechos marrones, cubierta de guijarros y surcada por quebradas profundas por donde discurría el agua blanquecina. El río se extendía hasta el este de Osrung; un conjunto de casas situado alrededor de un puente y un gran molino, que se apiñaban dentro de una alta empalizada. El humo brotaba de sus chimeneas y ascendía por un cielo azul brillante hasta perderse en la nada. Todo parecía muy normal y no se veía nada destacable, tampoco había ni rastro de la Unión, ni de Hardbread, ni de ninguno de los muchachos del Sabueso.
Resultaba muy difícil creer que se estuviera librando una guerra.
No obstante, Craw sabía, gracias a su tremenda experiencia, que las guerras eran en un noventa y nueve por ciento aburrimiento, donde normalmente uno sufría además frío y humedad, hambre y enfermedad, y frecuentemente acababa teniendo que subir a una colina algo metálico de gran peso, y en un uno por ciento el terror más absoluto. Lo cual le hizo preguntarse una vez más por qué escogió en su día un oficio tan siniestro y por qué aún no lo había dejado. Quizá porque tenía talento para ello, o más bien porque carecía de talento para hacer otra cosa. O quizá se había dejado llevar por las circunstancias y éstas lo habían arrastrado hasta ahí. Entonces alzó la vista y vio cómo unos jirones de nubes se desplazaban por el cielo azul, convirtiéndose sucesivamente en meros recuerdos.
—Es hermoso —repitió Agrick.
—Todo parece mucho más bonito cuando brilla el sol —replicó Craw—. Si estuviera lloviendo, dirías que es el valle más horrendo del mundo.
—Tal vez —Agrick cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Pero no está lloviendo.
Lo cual era innegable, pero no necesariamente una circunstancia afortunada. Como Craw siempre había tenido tendencia a quemarse si le daba el sol, se había pasado casi todo el día anterior al abrigo de las sombras de los Héroes más altos. El frío era lo único que le gustaba aún menos que el calor.
—Lo que daría yo por tener un techo —masculló—. Qué gran invento para protegerse de las inclemencias del tiempo.
—A mí que llueva un poco no me importa —comentó Agrick.
—Porque eres joven. Espera a tener mi edad y a hallarte a la intemperie con mal tiempo.
Agrick se encogió de hombros.
—Para entonces espero tener un techo, jefe.
—Buena idea —dijo Craw—. Ay, qué descarado eres, cabrón —entonces, cogió su machacado catalejo, que había arrebatado al cadáver de un oficial de la Unión que había hallado congelado en invierno, y volvió a observar el Puente Viejo. Nada. Comprobó los bajíos. Nada. Echó un vistazo al camino de Ollensand y se sobresaltó al ver que algo se movía por ahí, pero enseguida se dio cuenta de que se trataba de una mosca diminuta volando que se encontraba al otro lado del cristal y, acto seguido, se echó hacia atrás—. Bueno, al menos un hombre puede ver mucho más lejos cuando hace un buen día, o eso supongo.
—Estamos vigilando por si aparece alguien de la Unión, ¿no? Esos cabrones no podrían acercarse con sigilo ni a un cadáver. Te preocupas demasiado, jefe.
—Alguien tiene que hacerlo.
Sin embargo, Agrick tenía razón. Preocuparse demasiado o demasiado poco son dos actitudes extremas que no llevan a nada bueno; además, Craw siempre se inclinaba por preocuparse en demasía. Todo leve movimiento lo sobresaltaba y siempre parecía dispuesto a gritar que todo el mundo cogiera sus armas. Los pájaros aleteaban perezosamente por el cielo. Las ovejas pastaban en las pendientes de los cerros. Los carros de los granjeros se arrastraban por los caminos. Como hacía poco tiempo que el Jovial Yon había empezado a enseñarle a manejar el hacha a Athroc, el repentino estruendo del choque del metal lo había pillado desprevenido y había estado a punto de mearse en los pantalones. Sí, Craw se preocupaba demasiado. Lamentablemente, un hombre no puede decir que va a dejar de preocuparse por algo sin más.
—¿Por qué estamos aquí, Agrick?
—¿Aquí? Bueno, ya lo sabes. Estamos sentados en los Héroes para vigilar y comprobar si la Unión se acerca, y, en caso de que sea así, avisar a Dow el Negro. Estamos reconociendo el terreno como siempre.
—Lo sé. Eso ya te lo he dicho yo. Me refiero a
por qué
estamos aquí en general.
—¿Te refieres al sentido de la vida y demás?
—No, no —Craw hizo un gesto con la mano en el aire, como si lo que quería decir fuera algo que no pudiera aprehender—. ¿Por qué estamos
aquí
?
Agrick frunció el ceño mientras reflexionaba al respecto.
—Bueno… porque Nueve el Sanguinario mató a Bethod, se quedó con su cadena y se nombró a sí mismo rey de los Hombres del Norte.
—Eso es cierto —Craw se acordaba de ese día a la perfección, así como del cadáver de Bethod cubierto de sangre que yacía en el suelo de aquel círculo, de la muchedumbre rugiendo el nombre de Nuevededos y de que le recorrió un escalofrío a pesar de que hacía sol—, ¿Y?
—Dow el Negro traicionó a Nueve el Sanguinario y se quedó con la cadena —en ese instante, Agrick se percató de que quizá había utilizado unas palabras no muy adecuadas, por lo que intentó matizar lo que había dicho—. O sea, tuvo que hacerlo. ¿Quién querría como rey a un cabrón tarado como Nueve el Sanguinario? Sin embargo, el Sabueso consideró a Dow un traidor y lo acusó de haber roto su juramento, al igual que la mayoría de los clanes del Uffrith para abajo, que tienden a ver las cosas como las ve él. Por otro lado, el rey de la Unión había compartido una locura de viaje con Nuevededos y se había hecho amigo de él. Así que el Sabueso y la Unión decidieron declararle la guerra a Dow el Negro y, por todo eso, estamos aquí.
Agrick se echó hacia atrás, mientras seguía apoyado sobre los codos, y cerró los ojos, parecía muy satisfecho consigo mismo.
—Esa es una buena explicación sobre las causas políticas que han llevado a este conflicto.
—Gracias, jefe.
—Por eso Dow el Negro y el Sabueso están enfrentados. Por eso la Unión ha tomado partido por el Sabueso, aunque me atrevería a decir que todo esto es más una mera cuestión de poder que de lealtades o amistad.
—Pues sí. Eso es.
—Pero ¿por qué estamos
nosotros
aquí?
Agrick volvió a incorporarse, con el ceño fruncido. Tras ellos, algo metálico resonó al golpear contra algo de madera; se trataba de su hermano, que había arremetido contra el escudo de Yon y había acabado siendo derribado de un modo doloroso.
—¡He dicho lateralmente, so idiota! —se oyó exclamar al no demasiado jovial Yon.
—Bueno… —conjeturó Agrick—. Supongo que defendemos a Dow porque Dow defiende al Norte, da igual que sea un cabronazo o no.
—Así que defiende al Norte, ¿eh? —Craw le dio unas leves palmaditas a la hierba que tenía a su lado—. Así que defiende sus colinas, bosques, ríos y demás, ¿no? Entonces, ¿por qué quiere que unos ejércitos pasen por encima de todas estas cosas?
—Bueno, no me refería a la tierra en sí, sino a la gente que vive en ella. Ya sabes. El Norte.
—Pero en el Norte viven todo tipo de personas, ¿verdad? A la mayoría Dow el Negro no les importa demasiado y a él seguramente tampoco le importan mucho ellos. La mayoría sólo quiere agachar la cabeza, no llamar la atención y sobrevivir como sea.
—Sí, supongo.
—Así que… ¿cómo es posible que Dow el Negro los represente a todos?
—Bueno… —Agrick retorciéndose un poco—. No lo sé. Supongo que… —entonces, miró hacia el valle con los ojos entornados mientras Wonderful se les acercaba por detrás—. Entonces, ¿por qué estamos aquí?
Wonderful le pegó un buen golpe en la cabeza que le hizo gruñir.
—Hay que quedarse en los Héroes a vigilar si se acerca la Unión. Dedícate a examinar el terreno, como siempre, idiota. Menuda pregunta más estúpida, joder.
Agrick negó con la cabeza por lo injusta que era esa reprimenda.
—Se acabó. No vuelvo a hablar.