—Dow quiere verte.
Su Augusta Majestad:
Ya nos hemos recuperado totalmente del serio revés que sufrimos en Vado Sereno y la campaña prosigue. A pesar de la astucia de Dow el Negro, el Lord Mariscal Kroy lo está empujando sin cesar hacia el Norte, hacia su capital en Carleon. Ahora nos encontramos a no más de dos semanas de marcha de esa ciudad. No puede estar replegándose eternamente. Lo derrotaremos, Su Majestad puede contar con ello.
La división del General Jalenhorm ganó ayer una escaramuza en una cadena de montañas al nordeste. El Lord Gobernador Meed avanza con su división por el sur hacia Ollensand con la esperanza de obligar a los Hombres del Norte a dividir sus fuerzas y plantar batalla en desventaja. Yo viajo con la división del General Mitterick, junto al cuartel general del Mariscal Kroy. Ayer, cerca de una aldea llamada Barden, los Hombres del Norte emboscaron a nuestra columna de suministros, que se encontraba muy disgregada por culpa de estos pésimos caminos. No obstante, gracias a la diligencia y coraje de nuestra retaguardia, logramos derrotarlos y sufrieron muchas bajas. Debo destacar a Su Majestad que un tal teniente Kerns luchó con gran valor y perdió la vida en el combate, dejando, por lo que tengo entendido, esposa y un niño de corta edad.
Las columnas avanzan en orden. El tiempo acompaña. El ejército progresa con total libertad y la moral de los hombres está muy alta.
El más leal e indigno siervo de Su Majestad,
Bremer dan Gorst, Observador Real de la Guerra del Norte
La columna se hallaba sumida en el caos. Llovía a cántaros. El ejército se encontraba atascado en la mugre del camino y entre los hombres cundía el desánimo más absoluto.
Y mi ánimo es el que más hundido de todos está en este enjambre putrefacto.
Bremer dan Gorst se abrió camino como pudo a través de un grupo de soldados cubiertos de barro, que se retorcían como gusanos y cuyas armaduras estaban empapadas, mientras las picas que portaban al hombro apuntaban letalmente en todas direcciones. No avanzaban, eran como la leche cuando se agria y espesa en una botella; sin embargo, los hombres de atrás seguían avanzando por el barro, añadiendo así su irritación a aquella masa que se zarandeaba a empujones, ahogándose en un montón de mugre que hacía las veces de camino y que obligaba a los hombres a adentrarse en la zona arbolada lanzando juramentos. Gorst llegaba tarde y tuvo que hacer valer su autoridad, a medida que la masa se compactaba más y más, para que los hombres se apartaran a un lado. A veces, éstos se volvían para protestar mientras progresaban a trompicones por aquel barrizal, pero enseguida se callaban en cuanto veían de quién se trataba. Lo reconocían al instante.
El adversario que estaba desconcertando tanto al ejército de Su Majestad resultó ser uno de sus propios carromatos, que se había deslizado por el barro del camino, que les llegaba hasta los tobillos, hasta ir a parar a un lodazal mucho más profundo. Siguiendo el principio universal de que lo peor siempre acaba pasando, por muy improbable que parezca, de algún modo se había volcado prácticamente quedando con las ruedas traseras atascadas hasta la altura de los ejes. El conductor gruñía y fustigaba a los dos caballos, que se revolvían aterrorizados y nerviosos de manera inútil, mientras, en la parte de atrás, media docena de soldados desaliñados luchaban por ponerlo derecho con muy poca fortuna. A ambos lados del camino, los hombres reptaban entre la empapada maleza, maldiciendo mientras su uniforme quedaba rasgado por las zarzas, las alabardas se enredaban en las ramas y las ramitas les golpeaban en los ojos.
Tres jóvenes oficiales se encontraban cerca del carro; las hombreras de sus uniformes escarlatas se habían tornado de color granate, pues el aguacero les había empapado. Dos de ellos discutían y señalaban enérgicamente al carromato mientras el otro observaba impertérrito, con una mano apoyada despreocupadamente en la empuñadura dorada de su espada, tan inmóvil como un maniquí en una sastrería militar.
El enemigo no habría podido levantar un bloqueo más efectivo ni con un millar de hombres escogidos a tal efecto.
—¿Qué sucede? —exigió saber Gorst, quien se esforzó por usar un tono de voz autoritario, aunque fracasó miserablemente.
—¡Señor, los carromatos de provisiones no deberían ocupar el camino!
—¡Eso son bobadas, señor! La infantería debería detenerse mientras…
Está claro que aquí lo que importa es quién tiene la culpa y no dar con una solución, cómo no
. Gorst apartó a los oficiales de un empujón y se adentró chapoteando en el lodazal; después, se abrió paso entre los soldados cubiertos de barro y se metió de lleno en la mugre que cubría el eje trasero del carromato, al mismo tiempo que intentaba hallar suelo firme entre el cieno. Respiró hondo varias veces brevemente y se preparó para empujar.
—¡Dale! —le chilló al conductor, olvidándose por una vez de intentar impostar la voz con un tono más grave.
El látigo restalló. Los hombres gimieron. Los caballos resoplaron. El barro los absorbió. Gorst se estremeció, desde la punta de los dedos de los pies hasta la coronilla, todos sus músculos se tensaron y estremecieron debido al tremendo esfuerzo. El mundo se desvaneció a su alrededor, sólo existían él y su objetivo. Resopló, gruñó y siseó, mientras la ira se acumulaba en él como si tuviera una reserva sin fondo de furia en vez de un corazón y sólo tuviera que abrir la espita para partir en dos el carromato.
Las ruedas emitieron un chillido en señal de protesta, dieron una sacudida y avanzaron entre el cieno. Gorst, de repente, se encontró con que no estaba empujando nada y se tambaleó desesperadamente hasta que cayó de cara en la mugre, seguido por un soldado que se desplomó junto a él. Se levantó haciendo un gran esfuerzo mientras el carromato se alejaba traqueteando y el conductor luchaba por mantener bajo control a sus caballos desbocados.
—Gracias por la ayuda, señor —el soldado cubierto de barro le estrechó la mano torpemente y, de ese modo, logró manchar aún más de lodo el uniforme de Gorst—. Lo siento, señor. Lo siento mucho.
Esto no habría pasado si engrasarais bien los ejes, escoria, menuda panda de alelados. Si mantuvierais los carromatos en el camino, no pasaría esto, so alelados. Si hicierais vuestro puñetero trabajo, no ocurriría esto, alimañas perezosas. ¿Acaso es mucho pedir?
—Bien —masculló Gorst, a la vez que apartaba la mano de aquel hombre y hacía un fútil intento de estirarse la chaqueta—. Gracias.
Se adentró en la llovizna tras el carromato, mientras le parecía oír las risas burlonas de los soldados y sus oficiales mofándose de él a sus espaldas.
El Lord Mariscal Kroy, comandante en jefe de los ejércitos de Su Majestad en el Norte, había requisado, para utilizarlo como su cuartel general temporal, el mayor edificio que había en una docena de kilómetros a la redonda; básicamente, se trataba de una casita achaparrada, tan cubierta de musgo que parecía más bien un estercolero abandonado. Una mujer desdentada y su marido, aún más anciano, quienes presumiblemente eran los dueños de la casa, se encontraban sentados en la entrada del granero adyacente, abrigados con un mantón raído, desde donde observaron cómo Gorst avanzaba chapoteando por el barro hacia la vetusta puerta. No parecieron muy impresionados al verlo. Ni tampoco los cuatro guardias que haraganeaban por el porche con sus gabardinas mojadas. Ni tampoco el grupo de oficiales calados hasta los huesos que infestaban la sala de estar, que se volvieron con interés cuando Gorst entró, pero parecieron decepcionados en cuanto se percataron de quién se trataba.
—Es Gorst —comentó uno de ellos despectivamente, como si hubiera estado esperando a un rey y se hubiera topado inesperadamente con el mozo de una posada.
En la habitación se había concentrado la flor y nata del estamento militar. El Mariscal Kroy era la figura más destacada, presidía la mesa donde estaba sentado haciendo gala de una férrea disciplina y, como siempre, tenía un aspecto impecable con su uniforme negro recién planchado, su cuello almidonado con hojas plateadas incrustadas y todos los cabellos grises como el hierro de su cabeza en punta como si se estuvieran cuadrando. Su jefe de estado mayor, el coronel Felnigg, se encontraba sentado junto a él y muy erguido; era pequeño, astuto y poseía unos ojos brillantes que no se perdían ningún detalle; además, tenía la barbilla alzada hacia arriba de un modo que debía de resultarle muy incómodo, aunque más bien, como era un hombre que carecía de barbilla, su cuello conformaba una línea casi totalmente recta desde el cuello de su uniforme hasta las fosas nasales de su nariz picuda.
Parece un altivo buitre que aguarda a que aparezca un cadáver con el que darse un festín.
El general Mitterick habría sido un manjar considerable. Era un hombre enorme con una cara igualmente enorme, con unos rasgos descomunales incrustados en el espacio que dejaba libre su cabeza. Si Felnigg tenía muy poca barbilla, Mitterick tenía demasiada; además, lucía un gran hoyuelo justo en el medio.
Es como si tuviera un culo que pendiera de su magnífico mostacho
. Llevaba unos guantes de gamuza bastante vulgares que le llegaban hasta el codo; probablemente, con ellos quería dar la impresión de ser un hombre de acción, pero a Gorst le recordaban más bien los guantes que lleva un granjero cuando quiere ayudar a cagar a una vaca estreñida.
Mitterick arqueó una ceja al ver que Gorst llevaba el uniforme cubierto de barro.
—¿Acaba de realizar otra heroicidad, coronel Gorst? —inquirió, entre leves risitas.
Métete las risas por ese culo que tienes en la barbilla, vanidoso amante del culo de las vacas
. Esas palabras se asomaron a los labios de Gorst. Sin embargo, como tenía voz de falsete, dijera lo que dijera, siempre acabaría siendo objeto de burla. Habría preferido enfrentarse a un millar de hombres del Norte que a esa tortura de conversación. Así que, en cuanto se le iba a escapar la primera palabra, la transformó en una sonrisa desasosegada y se limitó a sonreír ante la humillación como siempre. Buscó el rincón más sombrío, cruzó los brazos sobre su mugrienta chaqueta y aplacó su furia al imaginarse las cabezas sonrientes de toda la plana mayor de Mitterick empaladas en las picas del ejército de Dow el Negro. Pese a que tal vez no fuera el pasatiempo más patriótico del mundo, sí estaba entre los más satisfactorios.
Esto es el mundo al revés, una farsa en la que hombres como éstos, si se les puede calificar como tales, pueden despreciar a un hombre como yo. Yo valgo el doble que todos vosotros, ¿Y esto es lo mejor que tiene que ofrecer la Unión? Merecemos perder.
—No se puede ganar una guerra sin ensuciarse las manos.
—¿Qué? —preguntó Gorst, mirando de soslayo a la vez que fruncía el ceño.
Entonces, comprobó que el Sabueso estaba apoyado junto a él, ataviado con una capa destrozada, y esbozaba una expresión de resignación en su hastiado y no menos maltratado rostro.
El norteño echó la cabeza hacia atrás hasta que golpeó con ella levemente la pared desconchada.
—Aunque cierta gente preferiría no manchárselas y perder, ¿eh?
Gorst no podía permitirse el lujo de mostrar cierta simpatía por el único hombre de la sala al que despreciaban aún más que a él. Así que se sumió en su acostumbrado silencio, que utilizaba como defensa, como una armadura desgastada por el uso, y centró su atención en la nerviosa cháchara de los oficiales.
—¿Cuándo llegarán aquí?
—Pronto.
—¿Cuántos son?
—Tengo entendido que tres.
—Sólo vendrá uno. Sólo hace falta un miembro del Consejo Cerrado.
—¿El Consejo Cerrado? —chilló Gorst, presa de los nervios, y su voz alcanzó un tono tan agudo que casi superó el rango de sonidos audibles por el oído humano. Una nauseabunda secuela del horror que había experimentado el día en que esos horribles viejos le habían arrebatado su posición social.
Destrozaron mis sueños con la misma despreocupación con la que un niño aplastaría a un escarabajo
. Luego, fue conducido por un pasillo cuyas puertas negras se cerraban a su paso como las tapas de unos ataúdes.
Ya no era el comandante de los guardias del rey. Ya no era Caballero de la Escolta Regia. Ya no era nada, salvo un ridículo chillón; mi nombre, sinónimo de fracaso y desgracia
. Aún podía ver aquel tribunal conformado por sonrisas burlonas, ajadas y arrugadas. Lo había presidido el rey, con el rostro lívido y cargado de tensión, que había sido incapaz de mirar a la cara a Gorst.
Como si la caída en desgracia de su siervo más leal no fuera más que una mera tarea desagradable que llevar a cabo…
—¿De cuál de ellos se trata? —estaba preguntando Felnigg—. ¿Lo conocemos?
—Eso no importa —contestó Kroy, que estaba mirando hacia la ventana. Tras las contraventanas medio abiertas, la lluvia caía cada vez con más intensidad—. Ya sabemos qué va a decir: que el rey nos exige que obtengamos una gran victoria, con el doble de rapidez y a la mitad de coste de lo normal.
—¡Como siempre! —exclamó Mitterick jactancioso, cual pavo real—. ¡Malditos políticos, siempre están metiendo las narices donde nadie les llama! Os juro que esos estafadores del Consejo Cerrado nos cuestan más vidas que el puñetero enemigo…
Súbitamente, el pomo de la puerta se giró con un agudo traqueteo y, a continuación, un corpulento anciano entró en la habitación; estaba completamente calvo y tenía una barba gris bastante corta. A primera vista, no transmitía la sensación de poseer un poder supremo. Su ropa sólo estaba un poco menos mojada por la lluvia y menos manchada de barro que la de Gorst. Su cayado estaba hecho de madera forrada con acero, parecía más un bastón para andar que un bastón de mando. Aun así, a pesar de que él y su único y humilde sirviente, que entró en la estancia tras su amo, se veían superados en diez a uno por algunos de los mejores pavos reales del ejército, fueron los oficiales los que contuvieron la respiración. El anciano transmitía una sensación de confianza inquebrantable, de desdeñoso dominio y de control total de la situación.
Como un matarife que echa un vistazo a los puercos de esa mañana.
—Lord Bayaz —dijo Kroy, que había palidecido ligeramente.
Ésa podría haber sido la primera vez que veía al mariscal sorprendido, y no era el único. La gente que abarrotaba esa habitación no se habría quedado más estupefacta si el cadáver de Harod el Grande hubiera entrado montado en un carro para dirigirse a ellos.