Mientras las gastadas botas del Primero de los Magos y su único sirviente se alejaban por el pasillo, los oficiales mantuvieron un nervioso silencio, como unos niños a los que hubieran mandado pronto a la cama, pero que estaban dispuestos a quitarse las mantas de encima en cuanto sus padres se hallaran a una buena distancia.
En cuanto escucharon que se cerraba la puerta de la entrada, estallaron una serie de balbuceos iracundos.
—Pero ¿qué demonios…?
—¿Cómo se atreve?
—¿Antes de que acabe la campaña? —se preguntó Mitterick, quien parecía que iba a echar espumarajos por la boca—. ¡Está loco!
—¡Es ridículo! —exclamó Felnigg—. ¡Ridículo!
—¡Malditos políticos!
Gorst, sin embargo, sonreía, y no sólo le divertía la consternación de Mitterick y el resto. No, se reía porque ahora tendrían que entrar en combate.
No sé para qué han venido ellos aquí, pero yo he venido a luchar.
Kroy llamó al orden a sus díscolos oficiales al golpear la mesa con su bastón.
—¡Caballeros, por favor! El Consejo Cerrado ha hablado, así como el rey; por tanto, no nos queda más remedio que obedecer. Al fin y al cabo, sólo somos unos albañiles —entonces, se volvió hacia el mapa, mientras la habitación se sumía en el silencio, y recorrió con la mirada los caminos, las colinas y los ríos del norte—. Me temo que tendremos que prescindir de la cautela y concentrar a todo el ejército para realizar un avance al unísono hacia el norte. ¿Sabueso?
El norteño se acercó a la mesa y saludó de manera enérgica.
—¡Mariscal Kroy! —lo decía en broma, por supuesto, ya que era un aliado y no un subalterno.
—Si marchamos hacia Carleon con todas nuestras fuerzas, ¿cree probable que Dow el Negro nos plante por fin cara en batalla?
El Sabueso se frotó la mandíbula, cubierta por una barba de tres días.
—Tal vez. No es muy paciente. Esto tiene mala pinta para él, pues ha dejado que ustedes campen a sus anchas por su retaguardia estos últimos meses. Pero Dow el Negro siempre ha sido un malnacido muy impredecible —durante un instante, su expresión se tiñó de amargura, como si estuviera recordando algo muy doloroso—. Aunque puedo asegurarle una cosa, si decide luchar, ya no habrá vuelta atrás. Intentará darles por culo. Aun así, merece la pena intentarlo —afirmó el Sabueso, sonriendo abiertamente a todos los oficiales—. Sobre todo, si les gusta que les den por culo.
—No es lo que yo elegiría, pero, como se suele decir, un general debe estar preparado para cualquier cosa —Kroy siguió un camino hasta llegar a un cruce y, acto seguido, propinó unos golpecitos al mapa—. Esta ciudad… ¿cuál es?
El Sabueso se inclinó sobre la mesa para observar el mapa y escudriñó el mapa, lo que incomodó bastante a un par de oficiales del estado mayor que no estaban precisamente muy contentos, aunque no dio la impresión de que eso le importara lo más mínimo.
—Esto es Osrung. Una antigua ciudad, en medio del campo, con un puente y un molino, quizá vivan ahí, no sé… ¿unas trescientas o cuatrocientas personas en tiempos de paz? Algunos edificios son de piedra, pero la mayoría son de madera. Está rodeada de una valla bastante alta. En su día, tenía una buena taberna, pero, ya saben, ya nada es como antes.
—¿Y cómo se llama esta colina situada cerca de donde se cruzan los caminos de Ollensand y Uffrith?
—Los Héroes.
—Un nombre raro para una colina —refunfuñó Mitterick.
—Recibe ese nombre por un círculo de antiguas piedras que hay en su cima. Algunos guerreros de antaño están enterrados bajo ellas, o, al menos, eso se rumorea. Desde ahí arriba, la vista es excepcional. El otro día envíe allí a una docena, a echar un vistazo, bueno, de hecho, los envíe a comprobar si los muchachos de Dow habían asomado sus jetas por ahí o no.
—¿Y?
—Aún no tengo noticias, pero tampoco tendría por qué haberlas. Si tienen algún problema, hay refuerzos muy cerca.
—Entonces, ése será el lugar —Kroy estiró el cuello para acercarse más al mapa y apretó la punta de su bastón sobre la colina, romo si así pudiera hacer que su ejército apareciera de inmediato en aquel lugar—. Los Héroes. ¿Felnigg?
—¿Señor?
—Informe al Lord Gobernador Meed de que debe abandonar el asedio de Ollensand y partir con premura para encontrarse con nosotros cerca de Osrung.
Esas palabras provocaron que unos cuantos respiraran muy hondo.
—Meed se pondrá furioso —aseveró Mitterick.
—Casi siempre lo está. Es lo que hay.
—Yo voy a regresar por ese camino —comentó el Sabueso—. Me reuniré con el resto de mis muchachos y nos desplazaremos al norte. Así que puedo llevar el mensaje.
—Será mejor que el coronel Felnigg lo lleve personalmente. El Lord Gobernador Meed no… no es el mayor admirador de los Hombres del Norte.
—Al contrario que ustedes, ¿eh? —el Sabueso mostró a los mejores hombres de la Unión una boca repleta de afilados dientes muy amarillentos—. Bueno, de todos modos, iré para allá. Con suerte, nos veremos en los Héroes en… ¿tres o cuatro días?
—Cinco si el tiempo no mejora.
—Estamos en el Norte. Así que mejor lo dejamos en cinco.
Acto seguido, siguió el mismo camino que había recorrido Bayaz para salir de la estancia.
—Bueno, quizá las cosas no estén saliendo como queríamos —aseveró Mitterick golpeándose con su carnoso puño su carnosa palma de la mano—. Pero tendremos la oportunidad de demostrarles de qué estamos hechos, ¿eh? ¡Podremos sacar a campo abierto a esos cabrones que merodean y se esconden y
demostrarles
de qué estamos hechos! —las patas de su silla crujieron en cuanto se puso en pie—. Me pondré en marcha con mi división sin más dilación. ¡Deberíamos marchar de noche, Lord Mariscal! ¡Para acercarnos así cuanto antes al enemigo!
—No —replicó Kroy, quien ya estaba sentado a su escritorio y se encontraba introduciendo la punta de una pluma en un tintero para redactar las órdenes—. Que las tropas se detengan y descansen por la noche. En estos caminos y con este tiempo, las prisas harán más mal que bien.
—Pero Lord Mariscal, si…
—Pretendo actuar con presteza, general, pero no pienso lanzarme de cabeza hacia la derrota. No debemos presionar demasiado a los hombres. Tienen que estar listos para la batalla.
Mitterick estiró sus guantes.
—¡Malditos sean estos puñeteros caminos!
Gorst se apartó para dejar que el general y su estado mayor abandonaran la habitación, mientras deseaba en silencio que los estuviera guiando a todos hacia una fosa insondable.
Kroy alzaba las cejas mientras escribía.
—Todo hombre sensato… rehúye… las batallas —su pluma rozó nítidamente el papel—. Alguien tendrá que llevarle estas órdenes al general Jalenhorm. Deberá informarle de que marche hacia los Héroes con gran celeridad y asegurar la colina, la ciudad de Osrung, así como cualquier otro cruce del río que…
Gorst dio un paso al frente.
—Yo llevaré el mensaje.
Si iba a haber acción, la división de Jalenhorm sería la primera en participar en la batalla.
Y yo estaré en primera línea de la primera línea. Nunca enterraré a los fantasmas de Sipani si me quedo en un cuartel general.
—No podría confiarle esta misión a ningún otro —replicó Kroy. A pesar de que Gorst cogió la orden, el mariscal no la soltó de inmediato. Permaneció mirándolo con suma calma, mientras el papel doblado era como un puente entre ambos—. No obstante, recuerde que es el observador del rey, no el campeón del rey.
No soy ninguna de esas cosas. Sólo soy un chico de los recados con pretensiones, que está aquí porque nadie más me quiere a su lado. Soy un secretario vestido de uniforme. Con un uniforme realmente repugnante en estos momentos. Soy un muerto que todavía se retuerce. ¡Ja, ja! ¡Mirad a ese tremendo idiota que tiene una voz tan estúpida! ¡Hacedle danzar al son que nosotros marcamos!
—Sí, señor.
—Observe entonces, por lo que más quiera. Pero nada de heroicidades, por favor. No haga como el otro día en Barden. Una guerra no es el lugar más idóneo para las heroicidades. Y ésta menos que ninguna.
—Sí, señor.
Kroy soltó la orden y se volvió para contemplar el mapa, para medir las distancias con su pulgar extendido y su índice.
—Si usted muriera, el rey nunca me lo perdonaría.
El rey me ha abandonado aquí a mi suerte y a nadie le importa una mierda si me despedazan y mis sesos acaban esparcidos por todo el Norte. En realidad, a mí es al que menos le importa.
—Sí, señor.
Acto seguido, Gorst salió de la habitación, atravesó la puerta y volvió a hallarse bajo la lluvia, donde un relámpago lo deslumbró.
Ahí estaba ella, abriéndose camino a través del cenagoso jardín en dirección hacia él. En medio de todo aquel lúgubre barro, su sonrisa era tan deslumbrante, tan incandescente como el sol. Sintió una honda alegría, lo embargó la emoción y contuvo la respiración. Los meses que había pasado lejos de ella no habían servido de nada. Seguía tan desesperada, perdida e irremediablemente enamorado de ella como siempre.
—Finree —susurró, con un tono de voz lleno de sobrecogimiento, como si se tratara de un brujo que pronunciase una palabra muy poderosa en un cuento tonto—. ¿Qué haces aquí?
Casi esperaba que ella se desvaneciera en la nada, como si fuera un mero producto de su extenuada imaginación.
—Vengo a ver a mi padre. ¿Está ahí dentro?
—Sí, redactando órdenes.
—Como siempre —en ese momento, Finree se fijó en el uniforme de Gorst y alzó una ceja, que, a causa de la lluvia, se había oscurecido y había pasado de su castaño habitual a ser casi negra—. Por lo que veo, todavía sigues jugando en el barro.
Ni siquiera fue capaz de sentirse avergonzado, pues se hallaba perdido en su mirada. Algunos mechones de pelo se habían pegado a su rostro mojado. Deseó ser uno de ellos.
Antes pensaba que nada podría rivalizar con tu hermosura, pero te has superado a ti misma, ahora estás más guapa que nunca
. No se atrevía a mirarla pero tampoco se atrevía a apartar la mirada.
Eres la mujer más hermosa del mundo… no… de toda la historia… no… eres la cosa más bonita de toda la historia. Mátame ahora mismo, para que tu cara sea la última cosa que vea.
—Te veo muy bien —murmuró.
Finree posó su mirada sobre su empapado abrigo, que llevaba manchado de barro hasta la cintura.
—Sospecho que no estás siendo sincero del todo conmigo.
—Yo nunca miento.
Te quiero Te quiero Te quiero Te quiero Te quiero Te quiero Te quiero…
—¿Estás bien, Bremer? Puedo llamarte Bremer, ¿verdad?
Podrías reventarme los ojos con los tacones de tus botas si quisieras. Sólo repite mi nombre de nuevo.
—Claro que sí. Estoy… —
Muy mal mental y físicamente, me he arruinado económicamente y he arruinado mi reputación, odio al mundo y todo lo que hay en él, pero nada de eso importa, mientras tú estés conmigo
— bien.
A continuación, ella extendió la mano y él se inclinó para besársela. Como lo habría hecho un sacerdote de una aldea al que se le hubiera permitido tocar el dobladillo de la túnica del profeta…
En uno de sus dedos llevaba un anillo dorado en el que había engarzada una pequeña y brillante piedra azul.
A Gorst se le revolvieron las tripas con tanta fuerza que estuvo a punto de perder completamente el control de sus entrañas. Únicamente haciendo un esfuerzo supremo se pudo mantener en pie. Aunque apenas pudo susurrar las siguientes palabras.
—¿Es eso…?
—¡Sí, una alianza!
¿Acaso no era consciente de que habría preferido que le restregara por la cara una cabeza decapitada?
Se aferró a la sonrisa que esbozaba como un hombre que se ahoga en el mar al último tablón. Sintió que su boca se movía con vida propia y se escuchó hablar con su repugnante y patética voz aguda que era más propia de una mujer.
—¿Quién es el afortunado?
—El coronel Harod dan Brock —respondió con cierto tono de orgullo, de cariño en su voz.
Lo que daría yo por escucharla pronunciar mi nombre de ese modo. Lo daría todo. Aunque ahora lo único que tengo es el desprecio de los demás.
—Harod dan Brock —susurró, y al pronunciar ese nombre, se sintió como si tuviera arena en la boca. Conocía a ese hombre, por supuesto. Eran parientes lejanos, eran primos en cuarto grado o algo así. Hace años, habían hablado algunas veces, cuando Gorst había servido en la guardia de su padre, Lord Brock. Por aquel entonces, Lord Brock intentó hacerse con la corona y fracasó, así que fue exiliado por cometer la peor de las traiciones. No obstante, el rey se apiadó de su hijo mayor. Le desposeyó de sus muchas tierras y de sus títulos nobiliarios, pero le perdonó la vida. Ahora Gorst deseaba con todas sus fuerzas que el rey hubiera sido menos misericordioso.
—Es miembro del estado mayor del Lord Gobernador Meed.
—Ya.
Brock era nauseabundamente apuesto, de sonrisa fácil y de trato encantador.
El muy cabrón
. Era elocuente y muy querido y admirado, a pesar de que su padre había caído en desgracia.
Esa víbora
. Se había ganado su puesto gracias a su valor y bonhomía.
El malnacido
. Era todo lo que Gorst no era.
Apretó el puño derecho con tal fuerza que le tembló sobremanera; entretanto, se imaginaba que le arrancaba de un puñetazo la mandíbula y borraba así de la hermosa cara de Harod dan Brock aquella sonrisa que solía esbozar tan fácilmente.
—Claro —repitió Gorst.
—Somos muy felices —afirmó Finree.
Me alegro por ti. Quiero suicidarme
. Si ella le hubiera aplastado la polla en un torno, no le habría provocado tanto dolor. ¿Cómo podía ser tan necia? ¿Cómo no podía ver cuánto sufría? Una parte de ella debía de ser consciente de ello, debía de estar disfrutando de su humillación.
Oh, cuánto te amo. Oh, cuánto te odio. Oh, cuánto te deseo.
—Os felicito a ambos —murmuró.
—Se lo diré a mi marido.
—Sí —
Sí, sí, dile que se muera, que arda y que sea pronto
. Gorst mantuvo el rictus de amargura en su semblante mientras sentía que el vómito se le acumulaba en la garganta—. Claro.
—Debo ir a ver a mi padre. Quizá volvamos a vernos pronto.
Oh, sí. Muy pronto. Esta noche, de hecho, cuando yazca despierto con la polla en la mano, imaginándome que es tu boca…