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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

Los héroes (2 page)

BOOK: Los héroes
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Logró abrirse camino a través de un agujero en un muro derruido. El corazón le latía desbocado como un caballo salvaje por culpa de esa pendiente tan pronunciada y larga que había tenido que subir, de la maleza que se le enredaba en las botas y del viento que amenazaba con arrollarlo. Aunque, en realidad, si era sincero consigo mismo, era porque temía que lo mataran allá arriba. Nunca había alardeado de ser un tipo valiente y, con el paso del tiempo, se había vuelto aún más cobarde. Lo cual resultaba bastante extraño: cuanto más joven se es, menos miedo se tiene a morir. Tal vez un hombre recibe una cierta cantidad de valor cuando nace y éste se va agotando con cada lío en que acaba metido.

Craw había estado metido en un montón de líos. Y daba la impresión de que estaba a punto de meterse en uno nuevo.

Se tomó un respiro en cuanto llegó por fin a un terreno llano, se agachó y se frotó los ojos, que le lloraban a causa del fuerte viento. Si bien intentó amortiguar su tos, sólo consiguió que sonara más fuerte. Entonces, frente a él, en medio de la oscuridad, emergieron los Héroes de manera imponente; su tamaño cuadriplicaba o más la altura de un hombre y conformaban unos enormes vacíos en el cielo nocturno donde no brillaba ninguna estrella. Gigantes olvidados, abandonados en la cima de su colina sometidos a los azotes del intenso viento. Vigilando la nada de manera obstinada.

Craw se preguntó cuánto podrían pesar esas enormes losas de piedra. Únicamente los muertos sabían cómo habían sido capaces de arrastrar esas malditas piedras hasta ahí. O quién las había arrastrado. O por qué. Pero los muertos no se lo iban a contar y Craw no tenía previsto engrosar sus filas para poder descubrirlo.

En ese instante, divisó el leve fulgor de un fuego entre los duros contornos de las piedras. Escuchó el murmullo de unas voces que se imponía al gruñido grave del viento. Eso le hizo recordar el riesgo que estaba corriendo y, al instante, una nueva oleada de miedo lo invadió. Sin embargo, el miedo es algo sano, siempre que a uno le haga pensar, como le había dicho Rudd Tresárboles hace mucho tiempo. Lo había pensado detenidamente y sabía que eso era lo correcto. O, al menos, la opción menos mala. A veces, eso es lo único a lo que uno puede aspirar.

Respiró hondo e intentó recordar cómo se sentía cuando era más joven y no le dolían las articulaciones y le importaba todo una mierda; entonces, escogió un agujero que se abría entre dos de aquellas enormes y antiguas rocas y lo atravesó.

Quizá ese sitio hubiera sido un lugar sagrado en tiempos inmemoriales, quizá esas rocas atesoraran una potente magia, quizá fuera un delito gravísimo adentrarse en ese círculo sin haber sido invitado a hacerlo. Pero si alguno de los antiguos dioses se ofendía ante ese comportamiento, no tenía manera alguna de mostrar su enfado. El viento amainó y se transformó en un suspiro lúgubre, y eso fue todo. La magia era un bien escaso y ya no quedaban muchas cosas sagradas. Este era el signo de los tiempos.

Una luz danzaba en la parte interior de los rostros de los Héroes, su débil fulgor naranja brillaba sobre la piedra agujereada, cubierta aquí y allá de musgo, así como de una maraña de zarzas viejas, ortigas y hierbas. Uno de ellos estaba roto por la mitad, otros dos se habían venido abajo con el paso de los siglos, dejando así unos huecos vacíos que se asemejaban a unos dientes que faltasen en la sonrisa de una calavera.

Craw contó ocho hombres; estaban apiñados alrededor de una hoguera azotada por el viento, vestidos con capas remendadas, abrigos raídos y mantas hechas jirones con los que combatían el frío. La luz de la hoguera parpadeaba sobre sus rostros demacrados, cubiertos de cicatrices y barbas de pocos días o espesas según el caso, y relucía en los filos de sus escudos, en las hojas de sus armas. Muchas armas. Aunque la mayoría era un poco más joven, no tenían un aspecto muy diferente del que podía tener el grupo de Craw una noche cualquiera. Probablemente, no eran muy distintos. Incluso llegó a pensar por un momento que uno de esos hombres, que se encontraba de perfil, era Jutlan. Se sobresaltó al creer reconocerlo e incluso estuvo a punto de saludarlo. Entonces, recordó que Jutlan llevaba doce años enterrado y que se había despedido de él ante su tumba.

Quizá hubiera un número limitado de rostros en el mundo. Y cuando uno llega a viejo, se da cuenta de que se repiten una y otra vez.

Craw alzó las manos, mostrando las palmas abiertas, e intentó hacer todo lo posible para que le dejaran de temblar.

—¡Buenas noches!

Todos giraron la cabeza bruscamente hacia él y cogieron sus armas al instante. Uno de ellos alzó un arco y a Craw se le encogieron las entrañas, pero antes de que tensara la cuerda para disparar, el hombre que se hallaba junto al arquero estiró un brazo y lo obligó a apuntar hacia abajo.

—Tranquilo, Cuervorojo.

El hombre que había hablado era un anciano robusto, de barba gris enmarañada y espesa, cuya reluciente espada se encontraba desenvainada entre sus rodillas dispuesta a ser utilizada. Craw sonrió ampliamente, algo raro en él, ya que ese rostro le resultaba familiar, y era consciente de que su funesto horizonte se despejaba.

Se llamaba Hardbread, y era un Gran Guerrero al que conocía desde hacía mucho tiempo. Craw había combatido en el mismo bando que él en unas cuantas batallas a lo largo de los años y en el bando contrario en otras cuantas más. Era un hombre de gran reputación. Un astuto guerrero muy experimentado que solía pensar las cosas y no matar primero y luego hacer preguntas, que era la forma de actuar por la que optaba cada vez más gente. Al parecer, también era el jefe de ese grupo, ya que el tipo llamado Cuervorojo bajó el arco de mala gana, para gran alivio de Craw. No quería que esa noche muriera nadie, y mucho menos él; no le avergonzaba admitirlo.

No obstante, todavía quedaban unas cuantas horas de oscuridad por delante y lo rodeaban demasiadas armas de afilado acero.

—Por los muertos —juró Hardbread, quien se encontraba sentado tan inmóvil como los Héroes, aunque, sin duda alguna, su mente iba a gran velocidad—. A menos que me equivoque, Curnden Craw acaba de surgir de la oscuridad.

—No te equivocas —replicó Craw, quien dio unos cuantos pasos hacia delante muy despacio, con las manos aún en alto, intentando en la medida de lo posible parecer tranquilo y despreocupado mientras ocho pares de ojos enemigos lo examinaban.

—Tu pelo se ha vuelto más gris, Craw.

—El tuyo también, Hardbread.

—Bueno, ya sabes. Hay una guerra en marcha —el viejo guerrero se dio unas palmaditas en el estómago—. Lo cual es muy malo para mis nervios.

—Si he de ser sincero, a mí me pasa lo mismo.

—¿Quién querría ser un soldado en estos tiempos?

—Es un trabajo de mierda. Pero dicen que los viejos caballos no son capaces de saltar nuevas vallas.

—Hoy en día, ni siquiera intento saltar —replicó Hardbread—. Tenía entendido que luchabas a favor de Dow el Negro. Tú y tu docena.

—Procuro combatir lo mínimo posible, pero en cuanto a favor de quién lucho, tienes razón. Dow es quien me paga las gachas.

—Me encantan las gachas —Hardbread posó la mirada sobre el fuego y lo atizó pensativo con una ramita—. La Unión es quien me paga a mí las mías —sus compañeros estaban nerviosos; se relamían los labios mientras acariciaban con los dedos sus armas y les brillaban los ojos bajo la luz del fuego. Eran como los espectadores de un duelo que observaban los primeros movimientos, mientras intentaban dilucidar quién tenía las de ganar. Hardbread volvió a alzar la mirada—. Lo cual nos coloca en bandos opuestos.

—¿Vamos a dejar que una tontería como a qué bando pertenecemos nos estropee una conversación tan cordial? —preguntó Craw.

Cuervorojo reaccionó como si la palabra
cordial
fuese un insulto y volvió a enrojecer de ira.

—¡Matemos a este cabrón!

Hardbread se volvió lentamente hacia él, con un gesto de deslíen dibujado en su semblante.

—Si sucede lo imposible y necesito que me ayudes, ya te lo diré. Hasta entonces, mantén la boca cerrada. Un hombre de la experiencia de Curnden Craw no sube hasta aquí arriba sólo para que lo asesine alguien como tú —su mirada vagó por entre las piedras y, acto seguido, volvió a posarse en Craw—. ¿Por qué has venido solo? ¿Acaso no quieres luchar más por ese cabrón de Dow el Negro y has venido a unirte al Sabueso?

—No puedo negar que me lo he planteado, pero luchar por la Unión no va conmigo, aunque respeto a quienes luchan en su bando. Todos tenemos nuestras razones para hacer lo que hacemos.

—Procuro no juzgar a un hombre sólo por los amigos que escoge.

—Siempre hay buenos hombres a ambos lados de una buena pregunta —afirmó Craw—. La cuestión es que Dow el Negro me pidió que me acercara a los Héroes, vigilara el lugar un rato y comprobara si la Unión se aproximaba por este camino. Pero tal vez podrías ahorrarme tantas molestias. ¿La Unión viene hacia aquí?

—No lo sé.

—Pero aquí estás.

—Yo no prestaría mucha atención a ese detalle —Hardbread lanzó una mirada, teñida de desánimo, a sus compañeros, que se encontraban alrededor del fuego—. Como puedes ver, a mí también me han enviado solo, más o menos. El Sabueso me pidió que me acercara hasta los Héroes y vigilara para ver si Dow el Negro o alguno de su bando aparecía por aquí —entonces, arqueó las cejas—. ¿Crees que alguno de ellos aparecerá por aquí?

Craw esbozó una amplia sonrisa.

—No lo sé.

—Pero aquí estás.

—Yo no prestaría mucha atención a ese detalle. Sólo hemos venido aquí yo y mi docena. Menos Brydian Flood, que se rompió la pierna hace unos meses y lo tuvimos que dejar atrás para que se recuperase.

Hardbread sonrió pesarosamente y removió el fuego con la ramita, levantando así una nube de chispas.

—Siempre habéis sido un grupo muy bien avenido. Me atrevería a decir que ahora mismo tus hombres están repartidos alrededor de los Héroes, con los arcos preparados.

—Algo así —los hombres de Hardbread se apartaron a un lado nerviosos y boquiabiertos. Una voz que parecía surgir de ninguna parte los sobresaltó, aunque lo que más les pasmó fue que se tratara de una voz de mujer. Wonderful, que se encontraba con los brazos cruzados, la espada envainada y un arco sobre el hombro, estaba apoyada contra uno de los Héroes con la misma despreocupación con la que se habría apoyado en la pared de una taberna—. Hola, Hardbread.

El viejo guerrero esbozó una mueca de disgusto.

—Al menos, podrías tener una flecha preparada para disparar para que diera la impresión de que nos tomas en serio.

Wonderful movió bruscamente la cabeza en la oscuridad.

—Por ahí atrás hay unos chicos dispuestos a clavarte una flecha en la cara si uno solo de vosotros nos mira mal. ¿Así te sientes mejor?

Hardbread volvió a hacer una mueca de contrariedad.

—Sí y no —respondió, mientras sus muchachos miraban fijamente los huecos que había entre esas piedras, pues la noche de repente parecía hallarse repleta de amenazas—. Aún sigues siendo la segunda al mando de este grupito, ¿verdad?

Wonderful se rascó una larga cicatriz que se le veía claramente entre el pelo ralo de la cabeza.

—No he tenido ninguna oferta mejor. Somos como un matrimonio de viejos que no ha follado desde hace años, y ya sólo discute.

—Yo y mi esposa éramos así hasta que murió —afirmó Hardbread a la vez que daba unos golpecitos con un dedo a su espada desenvainada—. Ahora la echo de menos. En cuanto te vi, pensé que venías acompañado, Craw. Pero, como seguís parloteando y yo sigo respirando, supongo que estáis dispuestos a darnos una oportunidad de solucionar esto dialogando.

—Joder, me parece que supones muy bien —aseveró Craw—. Sí, ése es el plan.

—¿Mis centinelas siguen vivos?

Wonderful giró la cabeza y dio uno de sus característicos silbidos. Al instante, Scorry Sigiloso salió de detrás de una de esas piedras. Rodeaba con un brazo a un hombre que tenía una gran marca de nacimiento rosa en una mejilla. Casi daba la sensación de que fueran viejos amigos, hasta que uno reparaba en que Scorry llevaba un cuchillo en la mano, con cuyo filo acariciaba la garganta de Antojo.

Lo siento, jefe —le dijo el prisionero a Hardbread—. Me pillo con la guardia baja.

Son cosas que pasan.

Entonces, un tipo flacucho se adentró dando tumbos en la zona iluminada por el fuego como si hubiera recibido un fuerte empujón, se tropezó con sus propios pies y cayó, cuan largo era, sobre la alta hierba soltando un chillido. Tras él, el Jovial Yon emergió con paso impetuoso de la oscuridad, con un hacha en la mano, cuyo pesado filo relucía a la altura de una de sus botas, mientras en su barbuda cara se dibujaba un ceño fruncido.

Doy gracias a los muertos porque sigue vivo —Hardbread señaló al muchacho, que se estaba poniendo en pie, con la ramita que tenía en la mano—. Es el hijo de mi hermana. Le prometí que cuidaría de él. Si lo hubieras matado, siempre me lo habría recriminado.

Estaba dormido —gruñó Yon—. Me parece que no estabas cuidando muy bien de él, ¿verdad?

Hardbread se encogió de hombros.

No esperábamos encontrarnos aquí con nadie. Si hay dos cosas que estamos aburridos de ver en el Norte, son colinas y piedras. No supuse que una colina repleta de piedras fuera a ser una gran atracción.

—Para mí no lo es —afirmó Craw—, pero Dow el Negro nos ha ordenado que viniéramos aquí…

—Y cuando Dow el Negro ordena una cosa… —Brack-i-Dayn pronunció esas palabras casi cantando, como suelen hacer los montañeses.

A continuación, se adentró en el amplio círculo de hierba, con la parte tatuada de su enorme cara girada hacia la zona iluminada por el fuego, mientras las sombras se acumulaban en los huecos del otro lado de su rostro.

Cuervorojo hizo ademán de saltar pero Hardbread se lo impidió, dándole una palmadita en el hombro.

—Vaya, vaya. No dejan de aparecer más miembros de tu banda —la mirada de Hardbread fue del hacha del Jovial Yon a la amplia sonrisa de Wonderful, al estómago de Brack y se detuvo sobre el cuchillo de Scorry, que seguía posado sobre la garganta de su hombre. Sopesaba las posibilidades, sin duda alguna, al igual que habría hecho Craw—. ¿Whirrun de Bligh está contigo?

Craw asintió lentamente.

—No sé por qué, pero insiste en seguirme allá donde vaya.

En ese mismo instante, como si le hubieran dado una señal, la voz de Whirrun, con su extraño acento del valle, rasgó la oscuridad.

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