—Yo sí lo sé y siempre te digo qué es lo mejor para todos, así que… sí.
—Pues me parece que hay unos cuantos cabrones muy testarudos en el Norte que no se dan cuenta de que nosotros tenemos todas las respuestas.
Seff recorrió con la mano el brazo de su amado hasta atrapar sus dedos que tamborileaban inquietos sobre la piedra.
—A los hombres no les gusta la paz, pero la acabarán aceptando. Ya lo verás.
—Ya, pero, hasta entonces, como todo visionario, seguiré sufriendo su desdén y menosprecio en el exilio.
—Hasta entonces, seguirás encerrado en una habitación con tu esposa. ¿Acaso eso es algo tan malo?
—No querría estar en ningún otro sitio —mintió.
—Serás mentiroso —susurró Seff, quien, con los labios, le hizo cosquillas en la oreja a su marido—. Eres casi tan mentiroso como se dice que eres. Preferirías estar ahí fuera, junto a tu hermano, llevando una armadura —en ese instante, deslizó ambas manos bajo las axilas de su esposo y luego las colocó sobre su pecho, haciendo que se estremeciera al sentir las cosquillas—. Decapitando a un sinfín de sureños.
—Asesinar es mi pasatiempo favorito, ya lo sabes.
—Has matado a más hombres que Skarling.
—Y, si pudiera, llevaría puesta la armadura incluso en la cama.
—Pero no lo haces porque temes lastimar mi suave piel.
—La sangre suele manar a raudales de las cabezas decapitadas —afirmó, mientras se giraba para encararse con ella. Entonces apretó perezosamente con un dedo el esternón de su esposa—. Prefiero atravesarles el corazón con una estocada rápida.
—Como has atravesado el mío. Eres un gran espadachín.
En cuanto sintió la mano de su mujer entre las piernas, lanzó un agudo chillido y se apartó riéndose, con la espalda pegada a la pared y los brazos alzados para protegerse de ella.
—¡Vale, lo admito! ¡Soy mejor amante que guerrero!
—Al fin dices la verdad. Mira lo que me has hecho.
Se llevó entonces una mano al vientre y le lanzó una mirada de reproche, que se transformó en una sonrisa en cuanto él se acercó para colocar sus manos sobre las de ella, entrelazando sus dedos, y acariciarle su prominente tripa.
—Es un chico —susurró Seff—. Lo noto. Será el heredero del Norte. Tú serás rey y, entonces…
—Chtttt —le dijo y le hizo callar con un beso, ya que nunca se sabe quién puede estar escuchando—. Recuerda que tengo un hermano mayor.
—Un hermano mayor muy imbécil.
Si bien Calder esbozó una mueca de contrariedad, no negó que eso fuera verdad, sino que se limitó a suspirar y bajar la mirada hacia el extraño, maravilloso y aterrador vientre.
—Mi padre siempre decía que no hay nada más importante que la familia —salvo el poder—. Además, no tiene sentido discutir por algo que no tenemos. Dow el Negro es quien lleva ahora la cadena de mi padre. Es de él de quien debemos preocuparnos.
—Dow el Negro no es más que un matón con una sola oreja.
—Un matón que tiene a todo el Norte bajo su yugo y cuyos poderosos jefes guerreros hacen lo que él dice.
—Esos poderosos jefes guerreros —aseveró ella, resoplándole a la cara— no son más que unos enanos con nombres de grandes hombres.
—Brodd Tenways.
—¿Ese gusano viejo y putrefacto? Con sólo pensar en él, me pongo enferma.
—Cairm Cabeza de Hierro.
—Tengo entendido que tiene la polla enana. Por eso se pasa todo el día con el ceño fruncido.
—Glama Dorado.
—Ése la tiene aún más pequeña. Como el dedo de un bebé. Además, tú tienes aliados.
—¿Ah, sí?
—Sabes que sí. A mi padre le caes en gracia.
Calder hizo una mueca de disgusto.
—Tu padre no me odia, pero dudo mucho que estuviera dispuesto a lanzarse a cortar la soga en caso de que me ahorcaran.
—Es un hombre honorable.
—Claro que sí. Caul Reachey es un hombre de honor de verdad, todo el mundo lo sabe —aunque para lo que eso valía—. Pero cuando tú y yo nos prometimos, yo era el hijo del rey de los hombres del Norte y el mundo era muy distinto. Él iba a tener como yerno a un príncipe, no a un famoso cobarde.
Seff le dio una sonora palmadita en la mejilla.
Un apuesto cobarde.
—En el Norte, los hombres apuestos son incluso más despreciados que los cobardes. No estoy seguro de que tu padre esté contento con la suerte que he tenido últimamente.
—Me cago en la suerte —le espetó, a la vez que lo agarraba de la camisa con el puño y lo atraía hacia sí, pues era mucho más fuerte de lo que parecía—. Yo no cambiaría nada de lo que ha pasado.
—Yo tampoco. Sólo digo que quizá tu padre sí.
—Y yo te digo que te equivocas —le cogió de la mano y volvió a colocarla sobre su voluminosa tripa—. Eres de la familia.
—Familia —ni se molestó en decir que la familia podía ser tanto fuente de flaqueza como de fortaleza—. Así que contamos con tu honorable padre y con el imbécil de mi hermano. El Norte es nuestro.
—Lo será. Estoy segura —le aseguró, mientras retrocedía lentamente, y lo apartaba de la ventana en dirección a la cama—. Dow quizá sea un hombre hecho para la guerra, pero las guerras no duran eternamente. Eres mejor que él.
—Muy pocos se mostrarían de acuerdo contigo —replicó, aunque se sentía contento de oír esas palabras, sobre todo, si se las susurraban al oído con aquella voz suave, tenue y apremiante.
—Eres más listo que él —le rozó la mandíbula con su mejilla—. Mucho más —le acarició con la nariz la barbilla—. El hombre más listo del Norte.
Por los muertos, le encantaban los halagos.
—Sigue.
—No cabe duda de que eres más apuesto que él —añadió, a la vez que le apretaba la mano y lo obligaba a bajarla por su vientre—. Eres el hombre más apuesto del Norte…
Calder le lamió los labios con la punta de la lengua.
—Si la mujer más hermosa fuera quien gobernara, ya serías la reina de los hombres del Norte…
En ese instante, Seff jugueteaba nerviosa con los dedos con el cinturón de su marido.
—Siempre sabes qué decir, ¿verdad, príncipe Calder?
De improviso, se oyó un golpe sordo en la puerta y se quedó petrificado, la sangre fluyó repentinamente a su cabeza y abandonó su polla. No había nada como la amenaza de sufrir una muerte repentina para acabar con el espíritu romántico. Volvieron a escuchar otro golpe sordo y la pesada puerta vibró. Se separaron, ruborizados, y se colocaron bien la ropa, hechos un manojo de nervios. Más como un par de amantes jóvenes a los que hubieran sorprendido sus padres que como una pareja que llevaba ya cinco años casada. Cómo iba a soñar con ser rey cuando era incapaz siquiera de impedir que alguien entrara por su propia puerta.
—El puñetero cerrojo está de tu lado, ¿verdad? —le espetó a su mujer.
El metal chirrió y la puerta crujió al abrirse. En el dintel se hallaba un hombre cuya cabeza greñuda casi tocaba la piedra angular del mismo. Se giró con la parte destrozada de su cara vuelta hacia delante, una masa de carne cicatrizada que nacía cerca de una de las comisuras de su boca y le atravesaba una ceja y la frente; mientras tanto, la inerte bola metálica que tenía en la cuenca vacía refulgía. Si aún quedaba algún rastro de romance por algún rincón, o en los pantalones de Calder, ese ojo y esa cicatriz supusieron su espeluznante fin. Notó cómo la tensión se adueñaba de Seff, y, como ella era mucho más valiente que él, su miedo aumentó al percibir que ella también estaba asustada. Escalofríos era el peor pájaro de mal agüero que un hombre podía llegar a ver jamás. La gente decía que era el perro faldero de Dow el Negro, pero nunca se lo decía a la cara, que tenía quemada. Era el hombre al que el Protector del Norte enviaba para hacer el trabajo sucio.
—Dow quiere verte.
Si un héroe sólo se hubiera horrorizado a medias al ver el rostro de Escalofríos, su voz habría hecho el resto. Hablaba con un susurro quebrado que hacía que cada palabra sonara como si doliera.
—¿Por qué? —preguntó Calder, manteniendo un tono de voz tan alegre y radiante como una mañana de verano, a pesar de que tenía el corazón desbocado—. ¿No puede derrotar a la Unión sin mí?
Escalofríos no se rió. Ni tampoco frunció el ceño. Permaneció de pie ahí, en la entrada, impertérrito, silencioso y amenazante.
Calder intentó quitar hierro al asunto y se encogió de hombros de la manera más despreocupada posible.
Bueno, supongo que todo el mundo está a las órdenes de alguien. Pero ¿qué pasa con mi esposa?
Escalofríos posó su ojo sano sobre Seff. Calder habría preferido que la hubiera mirado con lascivia y lujuria, o con asco y desdén sin embargo, Escalofríos observaba a su mujer embarazada como un carnicero habría observado a una res muerta, como si sólo fuera un trabajo que había que hacer.
—Dow quiere que se quede aquí como rehén. Para asegurarse de que todo el mundo se comporta como debe. Estará a salvo.
—Siempre que todo el mundo se comporte como debe.
Entonces, Calder se dio cuenta de que se había colocado delante de ella, como si quisiera escudarla con su cuerpo. Aunque, ante un tipo como Escalofríos, no sería un escudo muy eficaz.
—Eso es.
—¿Y si es Dow el Negro quien no se comporta como debe? ¿Quién será mi rehén?
El ojo sano de Escalofríos volvió a posarse sobre Calder y se quedó clavado en él.
—Yo seré tu rehén.
—Entonces, si Dow no cumple su palabra, podré matarte, ¿verdad?
—Podrás intentarlo.
—Ah —a Escalofríos le precedía su reputación: era uno de los guerreros más duros del Norte. Calder, no hacía falta señalar que no—. ¿Puedes concedernos un momento para despedirnos?
—¿Por qué no? —Escalofríos retrocedió hasta que únicamente el destello de su ojo metálico pudo distinguirse entre las sombras—. No soy un monstruo.
—Debo volver a ese nido de víboras —masculló Calder.
Seff lo agarró de la mano y alzó la mirada hacia él con los ojos desorbitados, temerosa y ansiosa a la vez. Casi tan temerosa y ansiosa como lo estaba él.
—Ten paciencia, Calder. Muévete con cuidado.
—Entonces, iré andando de puntillas hasta llegar ahí.
Si es que lograba llegar. Daba por sentado que había una posibilidad de cuatro de que hubieran ordenado a Escalofríos que lo degollara por el camino y se deshiciera de su cadáver en una ciénaga.
Su mujer le agarró la barbilla con el índice y el pulgar y, acto seguido, la movió con fuerza.
—Lo digo en serio. Dow te teme. Mi padre afirma que se valdrá de cualquier excusa para matarte.
—Dow debería temerme. Yo puedo ser muchas cosas, pero, sobre todo, soy el hijo de mi padre.
En ese instante, le apretó con aún más fuerza la barbilla, mientras lo miraba directamente a los ojos.
—Te quiero.
Calder miró al suelo, porque sintió la súbita presión de las lágrimas en el fondo de su garganta.
—¿Por qué? ¿Acaso no te das cuenta de que soy una mierda?
—Eres mejor de lo que crees.
Cuando ella lo decía, casi se lo creía.
—Yo también te quiero.
Ni siquiera tuvo que mentir. Aunque, cuando su padre anunció que los habían emparejado, la furia lo dominó. ¿Cómo iba a casarse con aquella zorra con nariz de puerco y lengua viperina? Pero, ahora, cada vez que la veía, le parecía más hermosa. Amaba su nariz y su lengua más incluso. Casi tanto como para hacerle renunciar a otras mujeres. La acercó hacía sí, parpadeó para contener las lágrimas y la besó una vez más.
—No te preocupes. Nadie tiene menos ganas de asistir a mi ahorcamiento que yo mismo. Volveré a estar en esa cama contigo antes de que te des cuenta.
—¿Con la armadura puesta?
—Si quieres —contestó mientras retrocedía.
—Y mientras estés fuera, nada de mentiras.
—Yo nunca miento.
—Mentiroso —le espetó antes de que los guardias cerraran la puerta y corrieran el cerrojo.
Calder se quedó así en ese pasillo envuelto en sombras, con un único y tremendamente triste pensamiento en la cabeza: que tal vez nunca volviera a ver a su esposa. Lo cual le infundió un extraño valor que le llevó a correr tras Escalofríos, y darle una palmadita en el hombro cuando le alcanzó. Se sintió desconcertado al comprobar que era tan robusto como un roble y se puso nervioso; no obstante, se atrevió a decir:
—Como le ocurra algo, te prometo que…
—Tengo entendido que tus promesas no valen mucho.
Escalofríos clavó su mirada ofendido en la mano de Calder; al instante, éste la retiró con sumo cuidado. El príncipe rara vez actuaba valientemente y, cuando lo hacía, nunca iba más allá de lo que dictaba el sentido común.
—¿Quién dice eso? ¿Dow el Negro? Si hay alguien en todo el Norte cuyas promesas valgan aún menos que las mías es ese cabrón —Escalofríos permaneció callado, pero Calder no era un hombre que se desalentara fácilmente. Llevar a cabo una buena traición siempre requiere un gran esfuerzo—. Dow nunca te dará más de lo que puedas arrebatarle con ambas manos. No habrá nada para ti, da igual lo leal que seas. De hecho, cuanto más leal seas, menos obtendrás de él. Ya verás. Falta carne para alimentar a tantos perros hambrientos.
Escalofríos entornó su único ojo muy levemente.
—No soy un perro.
Ese breve destello de ira habría sido suficiente como para acobardar y acallar a la mayoría de los hombres, pero para Calder sólo era una grieta que había que cincelar y agrandar.
—Ya lo veo —susurró, con el mismo tono de voz bajo y apremiante con el que le había susurrado antes a Seff—. La mayoría es incapaz de ver más allá del miedo que provocas en ellos, pero yo sí soy capaz. Veo lo que eres. Eres un guerrero, por supuesto, pero también un pensador. Eres ambicioso. Y orgulloso, ¿por qué no? —en ese instante, Calder hizo que se detuvieran en una parte muy sombría del pasillo, se inclinó hacia él en actitud conspiradora y, en cuanto aquel rostro marcado por una horrenda cicatriz se volvió hacia él, tuvo que hacer un gran esfuerzo para no apartarse horrorizado, tal y como le dictaba su instinto—. Si yo contara con un hombre como tú a mi servicio, lo utilizaría mucho mejor que Dow el Negro, eso te lo prometo.
Escalofríos le indicó con una mano, en cuyo meñique llevaba un enorme rubí que refulgía con el color de la sangre en la penumbra, que se acercara más. A Calder no le quedó más remedio que aproximarse aún más, demasiado para su gusto. Hasta que se halló lo bastante cerca como para sentir el cálido aliento de Escalofríos. Lo bastante cerca como para haberse besado. Lo bastante cerca como para que Calder pudiera contemplar su propia sonrisa, distorsionada y muy poco convincente, reflejada en esa bola de metal inerte que tenía Escalofríos por ojo.