—Oh —se escuchó un tintineo mientras Cabeza de Hierro se apretaba el cinturón—. Entonces, mátalo. Pero hasta que lo hagas, búscate a otros para que escuchen tus mentiras. Y búscate otra fosa para mear, seguro que no quieres acabar ahogándote en ésta.
Acto seguido, le dio un golpe en la espalda con la palma abierta, lo bastante fuerte como para dejarlo tambaleándose en el mismo borde de la fosa, agitando los brazos en el aire para recuperar el equilibrio. En cuanto lo recuperó, se dio cuenta de que Cabeza de Hierro se había marchado.
Calder permaneció ahí un momento más. Si esa charla había sembrado alguna semilla, no estaba nada seguro de qué fruto daría. Pero no tenía por qué ser algo malo. Además, habría aprendido que Cairm Cabeza de Hierro era un tipo mucho más perspicaz de lo que aparentaba. Por eso sólo, ya merecía la pena haber acabado con las botas manchadas de meados.
—Algún día, me sentaré en la Silla de Skarling —susurró Calder en la oscuridad—. Y te obligaré a comerte mi mierda y me dirás que nunca has probado nada tan dulce.
Eso le hizo sentirse un poco mejor.
Se secó las botas como pudo y se perdió ufano en la noche.
Finree no hizo mucho ruido. Tampoco Gorst. Pero eso le venía bien. A través de la pálida piel de su amada, podían adivinarse los huesos de su columna, mientras los finos músculos de sus hombros encorvados se tensaban y relajaban y se formaba una antiestética onda que le recorría el trasero a cada embestida, cada golpe de caderas de Gorst, quien cerró los ojos; en su imaginación, ese acto era mucho más hermoso.
Se encontraban en la tienda de su marido.
O no
. No estaba funcionando.
Mejor en mis aposentos en palacio
. Esos que tenía cuando era el Primer Guardia del rey.
Sí
. Así mejor. Ahí se estaba muy bien.
Eran muy espaciosos
. ¿O quizá mejor en el cuartel general del padre de ella?
¿Sobre su escritorio? ¿Delante de los demás oficiales en una reunión?
Joder, no.
Puaj
. Sus aposentos en palacio eran lo mejor, pues le resultaban muy familiares, ya que aparecían en un millar de sus manidas fantasías en las que el Consejo Cerrado nunca le había desposeído de su cargo.
Te quiero, te quiero, te quiero
. Aunque, en realidad, eso no tenía mucho que ver con el amor. Ni con nada. Con nada bonito, seguro. Sólo era un acto mecánico.
Como dar cuerda a un reloj o pelar una zanahoria u ordeñar una vaca
. ¿Cuánto tiempo llevaba ya dándole? Le dolían las caderas, le dolía el estómago, tenía la espalda y el hombro cubierto de moratones, como una manzana pisoteada, tras el combate en los bajíos. Zas, zas, zas, piel contra piel. Mostró los dientes, se aferró con fuerza a sus caderas, a la vez que se obligaba a regresar a sus espaciosos aposentos de palacio…
Me voy, me voy, me voy…
—¿Te falta mucho?
Gorst se quedó paralizado, se vio arrastrado a la realidad repentinamente y sufrió una gélida conmoción. Esa voz no se parecía en nada a la de Finree. Esa mujer tenía la cabeza girada de lado hacia él y piel sudorosa brillaba bajo la luz de la única vela que había allí; además, tenía un hoyuelo, una cicatriz de un acné sufrido hace tiempo, que estaba cubierto de mala manera por una gruesa capa de maquillaje. Ese rostro no se parecía en nada al de Finree. Sus embestidas no parecían haberla impresionado mucho. Le había hecho esa pregunta como una panadera le preguntaría a su aprendiz si los pasteles ya estaban hechos.
Su áspera respiración reverberaba por toda la lona de la tienda.
—Creía que te había dicho que no hablaras.
—Es que hay cola.
Ahora sí que me voy pero de verdad
. Ya la tenía flácida. Se puso en pie, haciendo un gran esfuerzo, y se rozó contra el techo de la tienda con su cabeza magullada. Esa mujer era una de las más limpias, pero el aire seguía resultando asfixiantemente empalagoso. El fuerte olor a sudor y jadeos, además de a otras cosas, se había intentado tapar de manera inadecuada con agua de flores. Se preguntó cuántos hombres más habrían pasado por allí esa noche y cuántos más pasarían aún. Se preguntó si ellos también se imaginaban que estaban en otro sitio y que ella era otra persona.
¿Acaso ella también se imagina que somos otra persona? ¿0 le da igual? ¿Nos odia? ¿Acaso sólo somos una sucesión de relojes a los que hay que dar cuerda, de zanahorias que hay que pelar, de vacas que hay que ordeñar?
La mujer se encontraba de espaldas a él, poniéndose el vestido que pronto se volvería a quitar. Se sintió como si se estuviera ahogando. Se subió los pantalones y se abrochó torpemente el cinturón. Tiró unas monedas a una caja de madera sin ni siquiera contarlas, se abrió paso a través de la portezuela, se adentró en la noche y se quedó ahí de pie, con los ojos cerrados, respirando el aire húmedo y jurando que nunca más lo haría.
Nunca más.
Uno de los proxenetas estaba fuera y no parecía molestarle el agua que goteaba ligeramente del ala de su sombrero, mientras esbozaba la sonrisa cómplice y levemente amenazadora que suele llevar dibujada en la cara ese tipo de gente como un uniforme.
—¿Le ha gustado?
¿Que si me ha gustado? He sido incapaz de correrme en el tiempo pactado, cuando la mayoría de los hombres son capaces, al menos, de mantener esta clase de relación social ¿no? ¿Qué clase de persona soy, que he de mancillar y arruinar incluso la única emoción decente que siento? Si es que alguien puede definir como decente a estar total y enfermizamente obsesionado con la esposa de otro hombre. Supongo que nadie puede considerarlo como algo decente. Bueno, probablemente, este tipo sí.
Gorst contempló al hombre con detenimiento. Lo miró directamente a los ojos y vio que tras su sonrisa vacua se escondían una gran avaricia y crueldad, así como un tedio infinito.
¿Que si me ha gustado? ¿A lo mejor debería estallar en carcajadas y abrazarte como a un hermano? ¿A lo mejor debería abrazarte sin parar hasta retorcerte la cabeza junto a ese ridículo sombrero de mierda? Si te golpeara la cara hasta que no te quedara ningún hueso en ella, si te aplastara ese cuello escuálido con las manos, ¿crees que el mundo sufriría una gran pérdida? ¿Acaso alguien se daría cuenta? ¿Me daría cuenta yo mismo? ¿Sería un acto de maldad o de bondad? ¿Acaso no libraría al glorioso ejército del rey de uno de esos gusanos que tanto engordan entre su mierda?
La máscara con la que Gorst tapaba su infierno interior debió de caerse por un momento, o quizá ese hombre estaba mucho más preparado que los cultivados miembros del estado mayor de Jalenhorm y del cuartel general de Kroy, gracias a años de experiencia, para detectar un estallido inminente de violencia con sólo mirar a alguien a la cara. El proxeneta entornó los ojos y dio un paso atrás con suma cautela, al mismo tiempo que se llevaba una mano al cinturón.
Gorst deseó que ese tipo sacara un cuchillo y una oleada de excitación fugaz lo invadió al pensar en el destello del acero.
¿Acaso es eso lo único que me excita ya? ¿La muerte? ¿Enfrentarme a ella y causarla?
¿No sintió un ligero cosquilleo de nuevo en su dolorida entrepierna ante la posibilidad de una pelea violenta? Pero el proxeneta permaneció inmóvil, observándolo.
—Todo ha ido perfecto.
Gorst se fue caminando con dificultad, sus botas chapotearon en la mugre, mientras paseaba entre aquellas tiendas y se alejaba para adentrarse en el demencial carnaval que, como por arte de magia, surgía tras las líneas del frente siempre que un ejército se detenía en un lugar por más de un par de horas seguidas. Aquel bazar era tan bullicioso y variado como cualquier mercado de las Mil Islas, tan repleto de colores cegadores y fragancias sofocantes como cualquier bazar de Dagoska, donde toda necesidad, gusto o capricho era saciado docenas y docenas de veces.
Mercaderes zalameros sostenían muestras de telas brillantes ante oficiales que estaban demasiado borrachos como para permanecer en pie. Los armeros tocaban una música demoledora con sus yunques mientras los vendedores demostraban la resistencia, el filo o la belleza de unos objetos que eran reemplazados hábilmente por pura basura en cuanto les entregaban el dinero. Un mayor de erizado bigote posaba sentado totalmente inmóvil, con su gran papada y su porte beligerante, mientras un pintor improvisaba precipitadamente un retrato a la luz de las velas. Risas sin alegría y palabras inconexas martilleaban la cabeza dolorida de Gorst. Allí todo era lo mejor de lo mejor, todo estaba hecho a medida, todo era de calidad incontestable.
—¡La nueva vaina que afila sola su espada! —bramó alguien—. ¡Que se afila sola!
—¡Adelantos de sueldo para los oficiales! ¡Préstamos a intereses de primera!
—¡Chicas de Suljuk! ¡Las mejores en la cama!
—¡Flores! —exclamó alguien, con un tono de voz a medio camino entre un cántico y un grito—. ¡Para su esposa! ¡Para su hija! ¡Para su amante! ¡Para su ramera!
—¡Como mascota o para el caldero! —chilló una mujer, a la vez que alzaba en el aire a un perrito perplejo—. ¡Como mascota o para el caldero!
Unos niños que habían madurado mucho antes de lo que les correspondía atravesaban corriendo la multitud ofreciéndose a sacar lustre a alguna prenda o leerle el futuro, a afilarle cualquier cosa o a afeitarle otras, a acicalarlo o incluso a cavar una tumba. Ofrecían cualquier servicio o cosa que pudiera ser comprado o pagado. Una niña cuya edad no pudo precisar dio vueltas alrededor de Gorst danzando y brincando, con sus pies desnudos cubiertos de barro hasta las rodillas. ¿Quién podía saber qué sangres se mezclaban en esa mestiza? ¿Quizá la suljuk, gurka o estiria?
—¿Te gusta lo que ves? —le susurró sensualmente, señalando a un palo donde había colocado con corchetes unas muestras de hilo dorado.
Gorst sintió la repentina necesidad de llorar, esbozó una triste sonrisa y negó con la cabeza. La niña le escupió a los pies y desapareció. Un par de ancianas se encontraban a la entrada de una tienda empapada por la lluvia, repartiendo unos panfletos donde se ensalzaban las virtudes de la templanza y la sobriedad a unos soldados analfabetos que ya habían dejado esos panfletos pisoteados en el barro a un kilómetro a la redonda, donde la lluvia borraba esas lecciones tan valiosas con suma delicadeza.
Dio unos cuantos pasos más, haciendo un esfuerzo inimaginable, hasta que se detuvo en el camino, solo, en medio de aquel gentío. Unos soldados, que lanzaban juramentos, chapotearon por el barro a su alrededor, todos ellos se hallaban tan varados como él en aquel lugar con su patética desesperación, todos ellos buscaban como él en aquel mercado algo que no podía ser comprado. Alzó la vista, boquiabierto, y la lluvia le hizo cosquillas en la lengua. Tal vez esperaba hallar alguna guía ahí arriba, pero las nubes ocultaban las estrellas.
Ellas iluminan el camino de la felicidad a hombres mejores que yo. Como Harod dan Brocky otra gente como él
. Entretanto, recibía empujones y codazos.
Que alguien me ayude, por favor.
Pero ¿quién?
«
No se puede decir que la civilización
no avance, ya que, en todas las guerras
,
se inventan nuevas formas de matar
»
WILL ROGERS
Cuando Craw consiguió arrastrarse fuera de su lecho, que estaba frío y húmedo como la tumba de un ahogado, el sol no era más que una mancha tan marrón como el barro en medio de la oscuridad del cielo. Después, se pasó torpemente la espada por la hebilla del cinturón y, acto seguido, se estiró, le crujieron los huesos y gruñó mientras llevaba a cabo su rutina de todas las mañanas que consistía en precisar exactamente cuánto le dolía todo. Podía echarle la culpa del dolor que sentía en la mandíbula a Hardbread y sus muchachos, el de las piernas a haber tenido que atravesar unos cuantos campos corriendo y a haber ascendido una colina, donde había pasado la noche acurrucado para protegerse del viento, pero de aquel jodido dolor de cabeza el único culpable era él. Se había tomado un par de tragos o quizá unos cuantos más la noche anterior, para sobrellevar mejor la pérdida de los caídos y brindar por la suerte de los vivos.
La mayoría de la docena se encontraba ya reunida alrededor de un montón de madera mojada que en un día mejor habría permitido hacer un fuego. Drofd se hallaba agachado sobre la leña y juraba en voz baja al fracasar una y otra vez sus intentos por encenderla. Tendrían que desayunar algo frío.
—Oh, lo que daría por un techo —susurró Craw mientras se acercaba cojeando.
—Estoy partiendo el pan en rebanadas muy finas, ¿lo ves? —Whirrun sostenía al Padre de las Espadas entre ambas rodillas, mientras frotaba una barra de pan contra la hoja con un cuidado ridículo, como cuando un carpintero cincela una junta muy importante.
—¿Rebanadas de pan? —Wonderful dejó de observar aquel valle negro para contemplarlo a él—. No veo que ese fuego prenda, ¿eh?
Yon escupió hacia atrás.
—Eso da igual, ¿puedes seguir con eso, joder? Tengo hambre.
Whirrun los ignoró.
—En cuanto tenga cortadas las dos rebanadas —entonces, dejó caer una pálida loncha de queso en una de las rebanadas y colocó bruscamente la otra encima como si estuviera atrapando así a una mosca—, coloco el queso entre ambas, ¡y ya está!
—Pan con queso —en ese momento, Yon sopesó la media barra que tenía en una mano con el queso que sostenía en la otra—. Es lo mismo que tengo yo.