Los héroes (42 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

BOOK: Los héroes
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Dio un mordisco al queso y se lo lanzó a Scorry.

Whirrun suspiró.

—¿Ninguno de vosotros es capaz de
ver
más allá? —sostuvo en alto su obra maestra para que la iluminara la poca luz que había, que era prácticamente inexistente—. Esto no es sólo pan con queso, al igual que una buena hacha no es sólo madera y hierro, ni una persona viva es sólo carne y pelo.

—Entonces, ¿qué es? —preguntó Drofd, quien se apartó de la madera mojada a la vez que tiraba disgustado el pedernal.

—Algo totalmente nuevo. Una fusión de dos humildes elementos, el pan y el queso, para formar un todo mejor. Yo lo llamo… la trampa de queso —Whirrun le dio un delicado mordisquito en una esquina—. Oh, sí, amigos míos. Esto sabe a… progreso. También sabe bien con jamón. Bueno, con cualquier cosa.

—Deberías probarlo con un zurullo —le espetó Wonderful.

Drofd se sorbió un moco al echarse a reír, pero Whirrun apenas le prestó atención.

—Esto es lo que tiene la guerra. Obliga a los hombres a hacer cosas nuevas con lo que tiene. Los obliga a pensar de otra manera. Sin guerra, no hay progreso —se recostó sobre un codo—. Mirad, la guerra es como el arado que mantiene la tierra fértil, como el fuego que despeja los campos, como…

—¿Como la mierda que hace que las flores crezcan? —inquirió Wonderful.

—¡Exacto! —Whirrun la señaló bruscamente con esa cosa nueva que sostenía en la mano y el queso se cayó a la hoguera sin encender. Wonderful estuvo a punto de caerse al suelo del ataque de risa. Yon resopló tan fuerte que se le salió el pan por la nariz. Incluso Scony dejó de canturrear para carcajearse con ganas. Craw también se rió y eso le sentó muy bien. Tuvo la sensación de que había pasado mucho tiempo desde la última vez. Whirrun observó contrariado las dos rebanadas de pan.

—Me parece que no lo atrapé con suficiente fuerza.

Al instante, se las llevó a la boca y se puso a rebuscar el queso entre esas ramitas mojadas.

—¿Alguna señal de que la Unión pretenda actuar? —preguntó Craw.

—Yo no he visto nada —respondió Yon, entornando los ojos para observar las zonas iluminadas que empezaban a divisarse en el este—. Aunque despunta el alba. Supongo que en breve podremos ver más.

—Será mejor que despertemos a Brack —sugirió Craw—. Se pasará todo el día cabreado si se pierde el desayuno.

—Sí, jefe —respondió Drofd, y fue corriendo hacia donde el montañés estaba durmiendo.

Craw señaló al Padre de las Espadas, a la parte de su hoja que estaba desenvainada.

—¿Ahora no deberías saciar su sed de sangre?

—Quizá se conforme con unas migas —contestó Wonderful.

—Ay, no —Whirrun acarició su filo con la palma de la mano y luego lo limpió con el último trozo de pan que le quedaba. Después volvió a meter la espada en su vaina con suma delicadeza—. El progreso puede ser muy doloroso —masculló, chupándose el corte.

—¿Jefe? —por lo que pudo distinguir Craw en la penumbra, a pesar de que el viento mecía el pelo de Drofd de tal modo que le tapaba la cara, éste parecía preocupado—. No creo que Brack quiera levantarse.

—Eso ya lo veremos —Craw se dirigió hacia él dando grandes zancadas, su enorme silueta estaba vuelta de costado y las sombras se acumulaban en los pliegues de su manta—. Brack —le dijo, dándole un golpecito con la punta de su bota—. ¿Brack?

El lado tatuado de la cara de Brack se encontraba cubierto por gotas de rocío. Craw le puso una mano encima. Estaba frío. Ya no parecía una persona. Sólo era carne y pelo, tal y como Whirrun había dicho.

—Levanta, Brack, gordo puerco —le espetó Wonderful—. Antes de que Yon se coma todo tu…

—Brack está muerto —afirmó Craw.

Finree no habría podido precisar cuánto tiempo llevaba despierta, estaba sentada sobre su arcón de viaje, junto a la ventana, con los brazos apoyados sobre el frío alféizar y la barbilla apoyada sobre las muñecas. Lo bastante como para poder observar cómo el horizonte desigual que conformaban los cerros al norte se iba distinguiendo del cielo, como para que ese río que discurría tan rápido emergiera reluciente de la niebla, como para que los bosques al este adquirieran una tenue textura. Ahora, si entornaba los ojos, era capaz de distinguir la mellada parte superior de la valla que rodeaba Osrung, donde una luz brillaba en la ventana de una torre solitaria. Entre los pocos centenares de zancadas de negras tierras de labranza que separaban a Finree de la ciudad, podía verse una curva desigual de antorchas titilantes que indicaba dónde se encontraban las posiciones de la Unión.

En cuanto el cielo se hallara un poco más iluminado, en cuanto el mundo se llenara de unos cuantos detalles más, los hombres del Lord Gobernador Meed abandonarían raudos y veloces esas trincheras y se dirigirían a la ciudad. Eran el fuerte puño derecho del ejército de su padre. Entonces, se mordió la punta de la lengua con tanta fuerza que le dolió. Se encontraba emocionada y asustada al mismo tiempo.

Se estiró y miró hacia atrás, para observar la estancia, pequeña y repleta de telarañas. Si bien había intentando limpiarla con cierta desgana, tenía que admitir que como ama de casa era patética. Se preguntó qué habría sido de los dueños de aquella posada. Se preguntó incluso cuál era el nombre de aquel lugar. Creyó haber visto un listón por encima de la puerta, pero de él no pendía ningún letrero. Eso es lo que hace la guerra. Priva de su identidad a la gente y a los lugares y los transforma en enemigos que forman una línea, en posiciones que deben ser tomadas, en recursos a acaparar. En cosas anónimas que pueden ser aplastadas y robadas despreocupadamente y quemadas sin remordimientos. Sí, la guerra es un infierno y todo eso. Pero también presenta muchas oportunidades.

Se dirigió a la cama, o, más bien, al colchón relleno de paja que estaban compartiendo, y se inclinó sobre Hal, para estudiar detenidamente su rostro. Parecía tan joven, con los ojos cerrados y la boca abierta, con la mejilla apretada contra la sábana, mientras respiraba lanzando silbidos por la nariz. Parecía tan joven e inocente, e incluso un poco estúpido.

—Hal —susurró y, a continuación, le lamió con dulzura el labio superior. El abrió los ojos y se estiró. Acto seguido, con los brazos aún por encima de la cabeza, elevó el cuello para besarla. Después, vio la ventana y la trémula luz que iluminaba el cielo.

—¡Maldita sea! —se quitó las mantas de encima y salió de la cama a todo correr—. Deberías haberme despertado antes.

Se acercó a un cuenco agrietado y se echó agua a la cara; a continuación, se secó con un trapo y se puso los pantalones que había llevado el día anterior.

—Vas a llegar pronto —le dijo, apoyándose sobre los codos mientras observaba cómo se vestía.

—Tengo que llegar más pronto que nadie. Ya lo sabes.

—Parecías tan tranquilo que no me he atrevido a despertarte.

—Se supone que tengo que ayudar a coordinar el ataque.

—Sí, supongo que alguien tiene que hacerlo.

Se quedó paralizado por un momento, con la camisa por encima de la cabeza, hasta que, de repente, tiró de ella hacia abajo.

—Quizá… deberías quedarte hoy en el cuartel general de tu padre, arriba, en el cerro. La mayoría de las esposas de los demás han regresado ya a Uffrith.

—Si hubiéramos podido lograr que Meed se largara con el resto de esas viejas obsesionadas con todo lo relacionado con la ropa, quizá aún tendríamos alguna oportunidad de obtener la victoria.

Hal insistió.

—Ya sólo quedáis Aliz dan Brint y tú, y estoy preocupado por ti…

Hal era tremenda y dolorosamente transparente.

—Quieres decir que te preocupa que le monte una escena al incompetente de tu comandante en jefe.

—Eso también. ¿Dónde está mi..?

Finree dio una patada a la espada, que rodó estruendosamente por los tablones del suelo, y Hal tuvo que agacharse para cogerla.

—Es una vergüenza que un hombre como tú tenga que aceptar órdenes de un hombre como Meed.

—El mundo está repleto de cosas realmente vergonzantes. Hay cosas mucho peores.

—Hay que hacer algo con él, lo digo en serio.

Hal aún seguía muy ocupado forcejeando con el cinturón en el que llevaba la espada.

—No se puede hacer nada al respecto, salvo intentar sobrellevarlo con dignidad.

—Bueno… alguien podría comentarle al rey lo mal que lo está haciendo.

—Quizá aún no lo sepas, pero mi padre y el rey tuvieron ciertas desavenencias sin importancia en su día. Ahora mismo no cuento con el favor del rey precisamente.

—Pero tu buen amigo, el coronel Brint, sí.

Hal alzó la mirada bruscamente.

—Fin. Eso sería un golpe muy bajo.

—¿Y eso a quién le importa si al final puedes lograr lo que te mereces?

—A mí me importa —le espetó, a la vez que se conseguía abrochar el cinturón—. Uno progresa haciendo lo correcto. Esforzándose, actuando de manera leal y obedeciendo las órdenes. Uno no asciende de esa… de esa…

—¿De esa qué?

—De esa manera que sugieres, sea cual sea.

Finree sintió la repentina e irrefrenable necesidad de hacerle daño. Quería decirle que podría haberse casado fácilmente con un hombre cuyo padre no fuera el traidor más infame de su generación. Quería señalar que el cargo que ahora ostentaba lo tenía únicamente gracias al mecenazgo de su padre y de las constantes maniobras arteras de ella, que si lo hubiera abandonado a su suerte, habría tenido que acabar demostrando su valía y su lealtad como un mero teniente de un regimiento provincial. Quería decirle que era un buen hombre, pero que el mundo no era como las buenas personas creían que era. Por suerte, él habló primero.

—Fin, lo siento. Sé que quieres lo mejor para ambos. Sé que ya has hecho mucho por mí. No te merezco. Pero… déjame que haga las cosas a mi manera. Por favor. Prométeme que no harás nada… sin pensar.

—Lo prometo.

De ese modo, se estaba limitando a prometerle que hiciera lo que hiciese estaría bien pensado. O, llegado el caso, simplemente rompería su promesa, pues no se las tomaba demasiado en serio.

Hal sonrió, un tanto aliviado, y se agachó para besarla. Ella le devolvió el beso con muy poco entusiasmo, pero, entonces, cuando notó que los hombros de él se hundían, se acordó de que hoy correría peligro, así que le pellizcó en la mejilla y se la agitó.

—Te quiero.

Por eso había ido hasta aquí, ¿no? Por eso se había arrastrado por el barro junto a los soldados, ¿eh? Para estar con él. Para apoyarlo. Para dirigirlo por el camino adecuado. Los Hados sabían que necesitaba su guía.

—Yo te quiero aún más —replicó.

—Esto no es una competición.

—¿No?

Acto seguido, salió de la habitación mientras se ponía la chaqueta. Amaba a Hal. De verdad. Pero si tenía que esperar a que lograra lo que tanto se merecía a través de su honradez y bondad natural, más le valdría esperar a que el cielo se cayera.

Y no pensaba malgastar su vida siendo la esposa de un vulgar coronel.

Hacía mucho tiempo que el cabo Tunny se había labrado una reputación como el mayor dormilón de todo el ejército de su Majestad. Era capaz de dormirse en cualquier sitio, en cualquier situación, y despertarse, al instante, preparado para entrar en acción o, aún mejor, dispuesto a evitarla. Fue capaz de permanecer dormido durante todo el asalto a Ulrioch en la trinchera más cercana a la zona donde lograron quebrar las defensas de la ciudad, a sólo cincuenta zancadas; después, cuando la lucha ya menguaba, se despertó justo a tiempo para poder avanzar a saltos entre los cadáveres y hacerse con un buen botín al igual que cualquiera que hubiera desenvainado la espada ese día.

Por eso, una zona boscosa anegada en medio de una llovizna, donde sólo contaba con un apestoso impermeable para protegerse de la lluvia, era un lugar tan bueno para dormir para él como una cama de plumas. Pero sus reclutas tenían bastantes más problemas para conciliar el sueño. Tunny se despertó súbitamente bajo la gélida penumbra cuando despuntaba el alba, estaba apoyado contra un árbol y sostenía el estandarte del regimiento en un puño, mientras levantaba la capucha del impermeable con un dedo para comprobar si seguían ahí los dos hombres a los que había dejado encorvados sobre el terreno empapado.

—¿Así? —preguntó Yema con su aguda voz.

—No —susurró Worth—. Pon la madera ahí debajo y luego frótala como…

Tunny se levantó como un rayo y pisoteó con firmeza aquel montón de palos viscosos, aplastándolo por completo.

—¡No hagan un fuego, idiotas, si el enemigo no divisa las llamas, seguro que podrá ver el humo!

No obstante, Yema no habría sido capaz de encender aquella madera podrida y empapada ni aunque lo hubiera estado intentando diez años. Ni siquiera sostenía el pedernal como era debido.

—¿Cómo vamos a freír el beicon si no, cabo? —preguntó Worlh, levantando una sartén, en cuyo interior yacía una blanquecina loncha muy poco apetecible.

—No lo van a freír.

—¿Nos lo vamos a comer crudo?

—Yo no se lo aconsejaría —contestó Tunny—. Y menos a usted, Worth, que tiene los intestinos muy sensibles.

—¿Mis qué?

—Me refiero a sus jodidas tripas.

Worth se hundió de hombros.

—Entonces, ¿qué vamos a comer?

—¿Qué tienen?

—Nada.

—Pues eso es lo que van a comer. A menos que den con algo mejor.

Si bien era cierto que lo habían despertado antes del alba, Tunny estaba más malhumorado de lo normal. Tenía la sensación de que tenía que estar muy enfadado por algo, pero no sabía por qué. Hasta que se acordó de cómo el agua sucia había cubierto el rostro de Klige; al instante, dio una patada a la patética hoguera que había intentando montar Yema y las ramas se perdieron entre la empapada maleza.

—El coronel Vallimir se ha presentado aquí hace un rato —murmuró Yema, como si eso fuera justo lo que necesitaba Tunny para animarse.

—Estupendo —masculló—. A lo mejor podemos comérnoslo.

—Quizá haya venido con algo de comida.

Tunny resopló.

—Los oficiales lo único que traen siempre son problemas y nuestro amigo Vallimir es uno de los peores en ese aspecto.

—¿Es estúpido? —inquirió Worth entre susurros.

—No, es muy listo —respondió Tunny—. Y muy ambicioso. De esos que ascienden trepando por encima de los cadáveres de los plebeyos.

—¿Nosotros somos plebeyos? —preguntó Yema.

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