Los héroes (49 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

BOOK: Los héroes
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—¿Están cerradas las puertas?

—¡Bloquéenlas!

—¡Avisen al Decimoquinto!

—¿Es demasiado tarde para llevar…?

—Por los Hados —dijo Aliz, con los ojos como platos, cuyo blanco se veía en todo su esplendor, mientras miraba a todas partes como si buscara una vía de escape. Pero no había ninguna—. ¡Estamos atrapados!

—La ayuda llegará —le aseguró Finree, quien intentó hablar con la mayor calma posible mientras su corazón amenazaba con salirse de sus costillas.

—Pero ¿quién nos va a ayudar?

—El Sabueso —quien de un modo perfectamente comprensible se había esforzado lo máximo posible por poner tierra de por medio entre él y Meed— o el general Jalenhorm —cuyos hombres se encontraban totalmente desorganizados tras el desastre del día anterior y no podían ser de ayuda a nadie—, o nuestros maridos —quienes se hallaban muy atareados con el ataque a Osrung y probablemente no tenían ni la menor idea de que una nueva amenaza había surgido justo a sus espaldas—. La ayuda llegará —repitió, aunque sonaba tan patéticamente poco convincente que ni ella se lo creyó.

Los oficiales corrían de aquí para allá de manera absurda, señalaban a todas partes y se vociferaban órdenes contradictorias unos a otros, y la oscuridad y la confusión se fueron adueñando de la sala a medida que iban colocando barricadas en las ventanas con cualquier basura lujosa que tuvieran a mano. Meed se encontraba en medio de todo aquel caos; de repente, se hallaba solo y era ignorado por todos, mientras abría y cerraba una mano presa de la impotencia y miraba a su alrededor sin saber qué hacer con su espada dorada en la otra. Era como un padre nervioso en una gran boda, planeada con todo detalle, que cuando llega el gran día se da cuenta de que nadie quiere que esté ahí. Por encima de él, su retrato contemplaba la situación con desdén y gesto autoritario.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó a nadie en particular. Al final, su mirada que deambulaba desesperada se posó en Finree—. ¿Qué podemos hacer?

En cuanto abrió la boca para contestar, Finree se dio cuenta de que no tenía una respuesta.

Cadenas de mando

Tras una escasa racha de buen tiempo, las nubes habían regresado y la lluvia había comenzado a caer de nuevo, administrando suavemente al mariscal Kroy y a su estado mayor otra dosis de húmeda miseria y oscureciendo por completo ambos flancos del campo de batalla.

—¡Maldito sea este aguacero! —bramó—. Para esto bien podría llevar un cubo en la cabeza.

La gente a menudo suponía que un lord mariscal ostentaba el poder supremo en el campo de batalla, más aún que el emperador en la sala del trono. No eran conscientes de las infinitas restricciones que sufría su autoridad. El clima, en particular, se mostraba proclive a ignorar sus órdenes. Después había que tener en cuenta el equilibrio político: los caprichos del monarca, el humor del pueblo. Había un sinfín de preocupaciones logísticas: dificultades en el abastecimiento y el transporte, en las señales y la disciplina, y cuanto mayor era el ejército, más torpe y lento se volvía. Si uno conseguía, mediante algún milagro, arrastrar aquella masa ingobernable hasta una posición desde la que poder realmente luchar, había que instalar un cuartel general convenientemente alejado de primera línea, e incluso en el caso de disponer de un buen punto de observación estratégicamente situado, un comandante podía no llegar a ver absolutamente nada del combate. Las órdenes podían tardar media hora o más en llegar hasta sus destinatarios y a menudo eran inútiles o decididamente peligrosas para cuando les alcanzaban, si es que alguna vez lo hacían.

Cuanto más ascendía por la cadena de mando, más eslabones se interponían entre él y el acero desnudo, más difícil se volvía la comunicación y más retorcían sus propósitos la cobardía, la precipitación, la incompetencia o, lo peor de todo, las buenas intenciones de los hombres. Un papel mayor jugaba el azar, y el azar raras veces se muestra favorable. Con cada nuevo ascenso, el Mariscal Kroy había soñado con librarse al fin de las ataduras y alzarse todopoderoso. Y con cada nuevo ascenso, se había descubierto más incapacitado que antes.

—Soy como un viejo invidente e idiota que se ha dejado enredar en un duelo —murmuró. Sólo que eran miles las vidas que pendían de sus golpes ciegos, en vez de sólo la suya.

—¿Desea un brandy con agua, Lord…?

—¡No, no lo deseo en absoluto! —le espetó a su ordenanza, e hizo una mueca mientras el hombre retrocedía nerviosamente con la botella. ¿Cómo podría explicar que eso era lo que había estado bebiendo ayer cuando se le informó de que había sido el responsable de la muerte de cientos de sus hombres, y que ahora la mera idea de tomar ese brandy con agua le revolvía por completo el estómago?

En nada le ayudaba que su hija se hubiera situado tan cerca de primera línea. Una y otra vez, se sorprendía dirigiendo su catalejo hacia el flanco oriental de la batalla, intentando distinguir entre la llovizna la posada que Meed había escogido como cuartel general. Se rascó insatisfecho la mejilla. Había visto interrumpido su afeitado por un preocupante informe enviado por el Sabueso; según éste, había indicios de que unos salvajes venidos de más allá del Crinna campaban a sus anchas por la campiña hacia el este. Y para que el Sabueso los considerase salvajes, ciertamente debían serlo. Ahora Kroy se sentía aturdido y, encima, tenía un lado del rostro suave y el otro sin afeitar. Este tipo de detalles siempre le habían molestado. Un ejército se levanta sobre los detalles igual que una casa se alza sobre ladrillos. Basta colocar un ladrillo mal para que peligre todo el conjunto. Pero coloca debidamente todos y cada uno de ellos y…

—Vaya —musitó para sí mismo—. Ahora soy un maldito albañil.

—El último informe de Meed indica que todo va bien por la derecha —afirmó Felnigg, sin duda intentando atenuar sus temores. Su jefe del estado mayor le conocía demasiado bien—. Han ocupado la mayor parte del sur de Osrung y están haciendo un gran esfuerzo para tomar el puente.

—¿De modo que las cosas iban bien hace media hora?

—Hasta cierto punto se puede decir que sí, señor.

—Cierto —Kroy siguió mirando un momento más, pero apenas fue capaz de distinguir la posada, y mucho menos la propia Osrung. Nada ganaba preocupándose. Si todo su ejército hubiera sido tan valeroso y contara con tantos recursos como su hija ya habrían vencido y estarían de regreso a casa. Casi compadeció al hombre del Norte que se cruzara en su camino estando ella de mal humor. Kroy se volvió hacia el oeste, siguiendo el trazado del río con su catalejo hasta que llegó al Puente Viejo.

O pensó haberlo hecho. Pues sólo vio una débil línea recta de color claro sobre otra débil línea curva de color oscuro que, asumió, debía ser el río, todo ello dibujándose y desdibujándose según la lluvia se espesara o aclarase en el par de kilómetros que lo separaban del objetivo. En realidad, podría haber estado mirando cualquier cosa.

—¡Maldita lluvia! ¿Qué hay del flanco izquierdo?

—Lo último que hemos sabido de Mitterick era que su segundo asalto había sido… ¿cómo ha dicho él? Ha sido rechazado.

—A estas alturas habrá fracasado, entonces. Aun así, tomar un puente defendido con determinación es una tarea muy difícil.

—Oh —gruñó Felnigg.

—Puede que Mitterick tenga muchas carencias…

—Oh —volvió a gruñir Felnigg.

—Pero la persistencia no es una de ellas.

—No señor, piensa persistentemente con el culo.

—Bueno, bueno, seamos generosos —dijo Kroy. Después, en voz baja, añadió—: Todo el mundo necesita un culo, aunque sólo sea para sentarse.

Si el segundo asalto de Mitterick había fracasado hacía poco, ya estaría preparando otro. Además, los hombres del Norte con quienes se enfrentaba ya deberían estar un tanto agotados. Kroy replegó el catalejo y se golpeó con él la palma de la mano.

El general que aguarda a saber todo lo necesario para tomar una decisión nunca llega a tomarla o, si lo hace, ya es demasiado tarde. Tenía que intuir cuál era el momento adecuado. Anticiparse al cambio de las mareas de la batalla. A las variaciones de moral, de presión y de ventajas. Uno debía confiar en sus instintos. Y los instintos del Mariscal Kroy le indicaron que el momento crucial del flanco izquierdo se hallaba ya próximo.

Atravesó a grandes zancadas la puerta del granero que hacía las veces de cuartel general, asegurándose esta vez de agacharse, pues no necesitaba otro doloroso cardenal en la coronilla, y se encaminó directamente hacia su escritorio. Hundió la pluma en el tintero sin sentarse y escribió sobre la más cercana de varias hojas de papel preparadas para tal propósito:

 

Coronel Vallimir

Las tropas del General Mitterick están encontrando una fuerte resistencia en el Puente Viejo. Pronto obligarán al enemigo a agotar todas sus energías. Por tanto, deseo que inicie usted su ataque de inmediato, según lo establecido, con todos los hombres a su disposición. Buena suerte.

Kroy

 

Por último, añadió una rúbrica a su firma.

—Felnigg, quiero que le lleve esto al General Mitterick.

—Puede que se lo tome mejor si se lo entrega un mensajero.

—Puede tomárselo como le dé la maldita gana, pero no quiero que tenga la más mínima excusa para ignorarla.

Felnigg era un oficial de la vieja escuela y raras veces se dejaba traicionar por sus sentimientos; ése era uno de los motivos por los que Kroy siempre le había admirado. Pero su desagrado por Mitterick era evidentemente superior a su autocontrol.

—Si no me queda más remedio, mariscal —replicó, y cogió, con cierta amargura, las órdenes de la mano de Kroy.

El coronel Felnigg salió apresuradamente del cuartel de mando y a punto estuvo de descalabrarse con el dintel bajo, consiguiendo a duras penas disimular su enfado. Metió las órdenes en el bolsillo interior de su chaqueta, comprobó que nadie estuviera mirando y le dio un rápido sorbo a su petaca, después volvió a mirar a su alrededor y le dio un segundo, se subió al caballo y le fustigó para que bajara por el estrecho sendero, obligando a apartarse a los criados, soldados y jóvenes oficiales que halló a su paso.

Si hubiese sido a Felnigg a quien hubieran puesto al mando del Asedio de Ulrioch años atrás y Kroy hubiese sido enviado en una infructuosa misión en medio de una polvorienta nada, habría sido Felnigg quien hubiese obtenido la gloria y Kroy quien hubiese regresado sediento tras haber perdido veinte carromatos y quien hubiera sido ignorado por todos, Felnigg podría haber acabado siendo el mariscal y Kroy su chico de los recados con grandes aspiraciones.

Descendió la colina estruendosamente, espoleando su montura en dirección oeste, hacia Adwein, siguiendo un camino lleno de charcos. Un gran número de hombres de Jalenhorm todavía se esforzaban por encontrar algún atisbo de organización en el terreno que se inclinaba hacia el río. Ver que las cosas se hacían de manera tan descuidada le hacía sentir algo a Felnigg muy próximo al dolor físico. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no detener su caballo y empezar a chillarles órdenes a todos para imbuirles un poco de puñetera determinación.
Determinación
. ¿Acaso eso era demasiado pedir en un ejército?

—Me cago en Jalenhorm —susurró Felnigg. Aquel tipo era un chiste y ni siquiera era un chiste con gracia. No tenía ni el ingenio ni la experiencia para ser sargento, ni mucho menos general, pero, al parecer, haber sido compañero de copas del rey era mejor cualificación que años de servicio competente y abnegado. Si bien eso habría bastado para convertir a un hombre inferior a él en un amargado, a Felnigg le animó a alcanzar mayores cotas de excelencia. Entonces, redujo un momento el ritmo para darle otro sorbo a su petaca.

Sobre la ladera cubierta de hierba que quedaba a su derecha había tenido lugar un accidente. Unos mecánicos ataviados con mandiles se afanaban junto a dos grandes tubos de metal oscuro y un largo tramo de hierba ennegrecida. Varios cuerpos yacían junto a la carretera, cubiertos por sábanas ensangrentadas. Sin duda alguna, ese maldito experimento ridículo del Primero de los Magos les había estallado en la cara. Cada vez que el Consejo Cerrado se inmiscuía en la guerra, uno podía tener por seguro que se iba a producir una abundante pérdida de vidas humanas y, según la experiencia de Felnigg, raras veces en el bando enemigo.

—¡Fuera de mi camino! —rugió, abriéndose paso a través de un rebaño de ganado al que nunca se le debería haber permitido acceso al camino y obligando a uno de los pastores a apartarse de un salto. Atravesó Adwein a medio galope, un pueblo tan miserable como el que más, atiborrado ahora de rostros desgraciados, hombres heridos y sucios remanentes de quién sabe qué otras unidades. Los desechos inútiles y lamentables de los fracasados asaltos de Mitterick, que habían sido barridos hacia la retaguardia de su división como estiércol en un establo.

Al menos Jalenhorm, por estúpido que fuese, era capaz de obedecer una orden. Mitterick siempre intentaba desobedecerlas y hacer las cosas a su manera. La incompetencia era imperdonable, pero la desobediencia era… más imperdonable aún, maldita sea. Si todo el mundo se limitase a hacer lo que le apetecía, no habría coordinación, ni mando, ni propósito. No habría ejército, sino únicamente una enorme masa de hombres entregados a su mezquina vanidad. Sólo de pensarlo se ponía…

Un criado cargado con un cubo salió repentinamente de un pórtico cruzándose en el camino de Felnigg. El caballo de éste se detuvo violentamente, se encabritó y estuvo a punto de tirarlo de la silla.

—¡Quita de en medio! —le gritó Felnigg al hombre mientras le cruzaba la cara sin pensar con la fusta. El criado chilló y cayó de bruces al suelo, salpicando una pared con el agua que llevaba en el cubo. Felnigg espoleó a su caballo y siguió adelante, pero el calor del alcohol en su estómago se enfrió de repente. No debería haber hecho aquello. Había dejado que la furia le dominase y darse cuenta de ello sólo sirvió para irritarle más aún.

El puesto de mando de Mitterick era el lugar más ingobernable de su ingobernable división. Los oficiales corrían de un lado a otro, levantando barro aquí y allá, mientras se gritaban unos a otros, obedeciendo siempre a quien más gritaba e ignorando las mejores ideas. Un comandante es el ejemplo a seguir por sus subordinados. Un capitán da ejemplo a su compañía, un mayor a su batallón, un coronel a su regimiento y Mitterick daba ejemplo a toda su división. Los oficiales descuidados acaban mandando sobre soldados descuidados, y los soldados descuidados acaban llevando a un ejército a la derrota. Las reglas salvaban vidas en momentos como aquéllos. ¿Qué tipo de oficial permitía que el caos reinara en su propio puesto de mando? Felnigg tiró de las riendas de su caballo y se dirigió en línea recta hacia la puerta de lona de la gran tienda de Mitterick, apartando de su camino a los nerviosos jóvenes ayudantes de campo con sólo la fuerza de su desaprobación.

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