—¡Maldita sea! —gritó Vallimir—. ¡Es el momento perfecto para atacar! Cualquier estúpido se daría cuenta.
—Pero… no podemos avanzar si no tenemos órdenes, señor.
—¡Por supuesto que no podemos! ¡A eso se llama abandono del deber! ¡Pero como ahora es el momento perfecto para avanzar, si no lo hago, luego el puñetero general Mitterick querrá saber por qué no actué siguiendo mi propia iniciativa!
—Es muy probable, señor.
—Iniciativa, ¿eh, Forest?
Iniciativa
. ¿Qué coño es eso salvo una excusa para poder degradar a un militar? ¡Esto es como un juego de cartas en el que no te explican las reglas, sólo lo que está en juego! —y así siguió y siguió, como siempre. Tunny suspiró y le tendió su catalejo a Yema.
—¿Adónde va, cabo?
—A ningún sitio, me temo. Absolutamente, a ninguno —se apoyó de nuevo contra el tronco de un árbol y se cubrió con el abrigo—. Despiérteme si hay algún cambio, ¿eh? —en ese instante, se rascó el cuello y después se bajó la gorra hasta cubrirse los ojos—. Eso sí que sería un milagro.
El ruido era lo que más le sorprendió de la batalla. Probablemente era la cosa más escandalosa que Finree había oído en su vida. En ella, se mezclaban los rugidos y chillidos de varias docenas de hombres que vociferaban con todas las fuerzas de sus quebradas gargantas, los crujidos de la madera al astillarse, los pisotones de las botas y el entrechocar del metal, todo ello amplificado hasta perder el sentido por el hecho de hallarse en un espacio cerrado, cuyas paredes resonaban con los incoherentes ecos del dolor, la furia y la violencia. Si el infierno tenía un sonido, era éste. Aquí nadie podría haber oído las órdenes, pero eso apenas importaba.
A estas alturas, oír las órdenes o no, no supondría ninguna diferencia.
Los postigos de otra ventana fueron abiertos a golpes y, al instante, un aparador dorado que había estado bloqueando el paso cayó, aplastando a un desdichado teniente y vomitando una avalancha de quebradiza vajilla por el suelo. Un enjambre de hombres se coló a través de ese cuadrado de luz, cuyas irregulares siluetas negras fueron cobrando cada vez más detalle de un modo espantoso a medida que irrumpían en la posada. Rugían furiosos y sus rostros estaban untados de pintura y manchados de suciedad. Sus largas melenas estaban adornadas con huesos, anillos de madera tallados y metal forjado. Blandían hachas de filo irregular y garrotes con clavos de hierro. Chillaban y proferían un disparatado clamor, y tenían los ojos desorbitados pues los dominaba la locura de la batalla.
Aliz volvió a gritar, pero Finree se sintió extrañamente calmada. Quizá era la suerte del principiante aplicada al valor. O quizá todavía tenía que darse cuenta de lo mala que era su situación. Que era realmente mala. Sus ojos recorrieron la estancia mientras intentaba asimilarlo todo, sin atreverse a parpadear para no perderse nada.
En el centro, un viejo sargento estaba forcejeando con uno de esos primitivos de pelo cano, se agarraban el uno al otro de las muñecas mientras sus armas raspaban el techo y se arrastraban mutuamente como si siguieran los pasos de un baile ebrio, sin ser capaces de ponerse de acuerdo sobre cuál de los dos debía llevar la voz cantante. Cerca, uno de los violinistas estaba vapuleando a alguien con su destrozado instrumento, que había quedado reducido a una maraña de cuerdas y estaba hecho añicos. Afuera, en el patio, las puertas temblaban y las astillas volaban mientras los guardias intentaban desesperadamente asegurarlas con sus alabardas.
Finree se sorprendió al desear que Bremer dan Gorst estuviese junto a ella en esos momentos. Probablemente, debería haber deseado que Hal estuviera ahí y no Gorst, pero tuvo la impresión de que el valor, el honor y el deber no servirían de nada en aquel lugar. Lo que necesitaba era fuerza bruta e ira.
En ese instante, vio cómo un rechoncho capitán con un arañazo en la cara, del cual se rumoreaba que era el hijo bastardo de alguien importante, apuñalaba a un hombre que llevaba un collar de huesos; ambos estaban cubiertos de sangre. Vio también cómo un agradable mayor, que solía hacerle bromas sin gracia cuando era niña, recibía un garrotazo en la nuca, daba un par de pasos dubitativos y se derrumbaba al doblársele las rodillas como las de un payaso, mientras que con una de sus manos rebuscaba algo en vano en su vacía vaina. De repente, se le clavó la espada extendida de otro oficial y cayó al suelo bañado en sangre.
—¡Están sobre nosotros! —gritó alguien.
De algún modo, los salvajes habían conseguido acceder a la galería y estaban disparando desde ahí sus flechas. Un oficial que se encontraba justo al lado de Finree se derrumbó sobre una mesa con una flecha clavada en la espalda y arrastró uno de los tapices al caer al suelo. Su larga espada se estrelló contra el suelo con estrépito. Finree se agachó nerviosamente junto a él y extrajo un puñal de la vaina del oficial caído. Después, retrocedió hacia la pared, ocultando la hoja entre sus faldas. Como si alguien fuese a quejarse de un pequeño hurto en mitad de todo aquello.
La puerta se abrió de par en par y los salvajes entraron en tropel al salón. Debían de haber tomado el patio y matado a los guardias. Los hombres que intentaban contener desesperadamente a los atacantes en las ventanas giraron sobre sí mismos con muecas de horror dibujadas en sus rostros.
—¡El lord gobernador! —gritó alguien—. ¡Protejan a su…! —la frase quedó cortada por un alarido.
El tumulto se había vuelto totalmente caótico. Los oficiales peleaban fieramente por cada palmo de terreno, pero estaban perdiendo, iban retrocediendo siniestramente contra un rincón, mientras eran aniquilados uno tras otro. Finree se vio empujada contra la pared, quizá por un inútil acto de caballerosidad, aunque lo más probable es que fuera una mera cuestión de azar en medio del caos de la refriega. Aliz estaba a su lado, pálida y llorosa. Al otro lado, se hallaba el Lord Gobernador Meed, quien parecía un poco más entero. Los tres se encontraban tras un muro compuesto por las espaldas de unos hombres que luchaban desesperadamente por sobrevivir.
Finree apenas podía ver por encima del hombro acorazado del guarda que la protegía. Entonces, éste cayó y un salvaje ocupó su espacio empuñando una espada dentada de hierro. Finree observó rápida y atentamente su cara. Era enjuto y rubio, y llevaba unos trozos de hueso incrustados en el lóbulo de una de sus orejas.
Meed alzó una mano y tomó aliento para hablar, gritar o rogar. Al instante, la espada dentada se hundió en el espacio que había entre su cuello y la clavícula. Meed trastabilló, alzó la mirada hacia el techo y puso los ojos en blanco. Con la lengua fuera, se llevó las manos a la irregular herida y la sangre manó entre ellas empapando su desgarrado uniforme. Después cayó de bruces, se golpeó contra una mesa y la volcó de tal manera que una resma de papeles fue a caer sobre su espalda.
Aliz dejó escapar otro chillido desgarrador.
Mientras miraba el cadáver de Meed, a Finree se le pasó fugazmente por la cabeza la idea de que todo aquello podía ser culpa suya. Que los Hados habían organizado todo aquello para propiciar su venganza. Aunque eso parecía un poco desproporcionado, como poco. Se habría sentido satisfecha con algo considerablemente menos…
—¡Ah!
Alguien le había agarrado el brazo izquierdo y se lo estaba retorciendo dolorosamente. De repente, Finree se encontró frente a frente con una cara burlona, con una boca llena de dientes limados en punta, con una mejilla picada pintada de azul y moteada de rojo.
Finree le dio un empujón y el norteño aulló; entonces, se dio cuenta de que llevaba el puñal en la mano y que se lo había hundido en las costillas. El salvaje la empujó contra la pared, inmovilizándole la cabeza. Finree consiguió liberar la hoja, que ahora se había tornado muy escurridiza, y, tras deslizaría entre ambos, gruñó al clavar su punta en el mentón del salvaje, donde el acero se le hundió en la cara. Pudo ver cómo la piel azul de su mejilla se hinchaba al abrirse paso el metal.
El salvaje retrocedió e intentó asir torpemente la ensangrentada empuñadura que tenía clavada bajo la mandíbula, dejando junto a la pared a la jadeante Finree, quien apenas era ya capaz de mantenerse en pie debido al temblor de sus rodillas. Finree notó de repente que le echaban la cabeza hacia un lado y sintió un doloroso pinchazo en el cráneo, en el cuello. Intentó gritar pero se interrumpió en seco cuando su cabeza chocó contra…
El mundo se iluminó totalmente por un momento.
Se golpeó de costado contra el suelo. Oyó unos pies que se arrastraban y crujidos.
Sintió entonces unos dedos alrededor del cuello.
No podía respirar y le clavó las uñas a esa mano que la ahogaba, mientras notaba el pálpito de su pulso en sus orejas.
Le clavaron una rodilla en el estómago y la aplastaron contra una mesa. Sintió un aliento cálido y apestoso en la mejilla. Se sentía como si le fuera a reventar la cabeza. Apenas podía ver, pues todo era sumamente brillante.
Entonces, se hizo el silencio. La mano que le rodeaba la garganta flaqueó un solo segundo, lo suficiente como para dejar pasar una temblorosa inspiración. Tos, ahogo, nuevamente tos. Finree pensó que se había quedado sorda hasta que se percató de que toda la estancia se había sumido en una quietud sepulcral. Había cadáveres de ambos bandos hechos un revoltijo junto a muebles destrozados, cubiertos diseminados, papeles rotos y montones de yeso caído. Oyó un par de débiles gemidos procedentes de hombres agonizantes. Sólo tres oficiales parecían haber sobrevivido, uno de ellos se agarraba un brazo ensangrentado y los otros dos se encontraban sentados con las manos levantadas. Uno lloraba quedamente. Los salvajes se cernían sobre ellos, inmóviles como estatuas. Parecían nerviosos, como si estuvieran esperando algo.
Entonces, Finree escuchó el crujido de una pisada en el pasillo. Y después otra. Era como si un enorme peso estuviera presionando los maderos. Otra quejumbrosa pisada. Volvió los ojos hacia la puerta, esforzándose por ver quién era.
Al instante, entró un hombre. Al menos, tenía la forma de un hombre, aunque no la talla. Tuvo que agacharse por debajo del dintel y después se alzó sospechosamente encorvado, como si se hallara bajo cubierta en un pequeño navío y temiera golpearse contra las vigas del techo. Una melena negra veteada de gris se pegaba a su nudoso rostro, del que sobresalía una gran barba negra, como negro era el pellejo que cubría sus enormes hombros. Observó la escena con una extraña expresión de decepción. Parecía dolido, incluso. Como si le hubieran invitado a tomar el té y, en cambio, se hubiese encontrado una carnicería.
—¿Por qué está todo roto? —inquirió en un tono de voz curiosamente suave. Acto seguido, se agachó para coger uno de los platos caídos, que apenas era un platillo en su inmensa mano, se lamió la punta de un dedo y limpió un par de gotas de sangre que tapaban la marca del fabricante en el dorso, mientras fruncía el ceño como un comprador exigente. Posó su mirada sobre el cadáver de Meed y su entrecejo se hundió más aún—. ¿No os había dicho que quería algún trofeo? ¿Quién ha matado a este anciano?
Los salvajes se miraron unos a otros, con los ojos desorbitados en sus pintados rostros. Finree se dio cuenta de que estaban aterrorizados. Entonces, uno de ellos alzó una temblorosa mano para señalar al hombre que la tenía inmovilizada.
—¡Ha sido Saluc!
La mirada del gigante se posó en Finree, después en el hombre que tenía la rodilla clavada en el estómago de ésta y, a continuación, entornó los ojos. Dejó el plato sobre una mesa destrozada, con tanta delicadeza que no hizo ruido alguno.
—¿Qué estás haciendo con mi mujer, Saluc?
—¡Nada! —respondió, a la vez que soltaba el cuello de Finree, quien retrocedió arrastrándose sobre la mesa, mientras luchaba por respirar en condiciones—. Esta mujer ha matado a Bregga, yo sólo estaba…
—Me estabas robando —el gigante avanzó un paso, ladeando la cabeza. Saluc miró desesperadamente a su alrededor, pero todos sus amigos se apartaron de él como si estuviera infectado por la peste.
—Pero si… sólo quería…
—Lo sé —asintió tristemente el gigante—. Pero las reglas son las reglas.
En un instante, había cruzado la distancia que les separaba. Con una de sus enormes manos, agarró al hombre de la muñeca al tiempo que cerraba la otra alrededor de su cuello casi por completo. Después, lo alzó, mientras se revolvía desesperadamente, y le aplastó el cráneo contra la pared, una, dos, tres veces, salpicando de sangre el yeso agrietado. Acabó con tanta rapidez que Finree no tuvo tiempo ni de estremecerse.
—Uno intenta enseñarles buenos modales… —dijo el gigante, mientras sentaba cuidadosamente al muerto contra la pared, le cruzaba los brazos sobre el regazo y le colocaba la cabeza aplastada en una posición más cómoda, como una madre que estuviera preparando a su hijo para irse a dormir—. Pero algunos hombres nunca llegarán a civilizarse. Llevaos a mis mujeres de aquí. Y no les toquéis ni un pelo. Vivas valen algo. Muertas sólo son… —entonces, propinó una patada al cadáver de Meed con una de sus enormes botas y el cuerpo rodó por el suelo. El lord gobernador quedó de espaldas con sus desorbitados ojos clavados en el techo— basura.
Aliz volvió a gritar. Finree se preguntó cómo podía seguir alcanzando esas notas tan intensas y agudas después de todo lo que había chillado ya. Ella, sin embargo, fue incapaz de proferir un solo sonido mientras la sacaban a rastras de ahí. En parte, porque el golpe que había recibido en la cabeza parecía haberle arrebatado la voz. En parte, porque todavía seguía experimentando dificultades para respirar tras ese intento de estrangulamiento. Pero, sobre todo, porque estaba muy ocupada intentando concebir desesperadamente un plan para sobrevivir a toda aquella pesadilla.
La batalla todavía proseguía en el exterior, Beck podía oír su fragor. Pero abajo todo había quedado muy tranquilo. Quizá los hombres de la Unión pensaran que habían matado a todo el mundo. A lo mejor se les había pasado por alto esa pequeña escalera. Por los muertos, ojalá se les hubiera pasado por alto la…
Uno de los escalones crujió y Beck contuvo la respiración de inmediato. Pese a que quizá todos los crujidos suenan parecidos, de algún modo supo que aquél había sido producido por el pie de un hombre que intentaba no hacer ruido. El sudor perló su piel. Las gotas le caían por el cuello, haciéndole cosquillas. No osó moverse para rascarse. Tensó hasta el último de sus músculos para no hacer ningún ruido e incluso le asustaron los más mínimos resoplidos de su garganta, no atreviéndose ni a tragar. Notaba los testículos, el trasero y las tripas como un peso enorme y helado que esperaba el momento adecuado para descolgarse de su cuerpo.