Los héroes (48 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

BOOK: Los héroes
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El Gran Guerrero que lideraba el muro de escudos se giró para gritar, blandiendo su hacha, y, acto seguido, cayó de rodillas e intentó agarrar algo que tenía en la espalda. Entonces, se derrumbó boca abajo, y pudo verse que una flecha sobresalía de su lujosa capa. Alguien profirió un largo grito al otro lado del puente y la Unión avanzó. Todo ese metal avanzó al unísono como si fuera una sola bestia iracunda. No realizaron una carga salvaje, como habría hecho un grupo de Caris, sino que avanzaron con paso firme y suma determinación. Y así, sin resistencia, el muro de escudos se desmoronó y sus integrantes salieron huyendo. La siguiente salva de flechas hizo que cayeran una docena o más, mientras el resto se dispersaban por la plaza como cuando Beck espantaba a los estorninos con una palmada.

Beck observó cómo un hombre se arrastraba, con tres flechas clavadas, sobre los adoquines. Lo contempló con los ojos desorbitados y estuvo a punto de quedarse sin aire. ¿Qué se siente cuando una flecha te atraviesa? ¿Cuando se clava profundamente en tu carne? O en tu cuello. O en tu pecho. O en tus partes nobles. ¿O cuando te clavan una espada? Cuando el metal afilado se adentra en la blanda carne. ¿Qué se siente cuando te cortan una pierna? ¿Hasta qué punto se puede sentir dolor? Si bien había pasado mucho tiempo soñando con la guerra, de algún modo, siempre había logrado evitar pensar en esas cosas.

Huyamos. Se volvió a Reft para decirle eso mismo, pero éste estaba disparando una flecha; después, lanzó un juramento e hizo ademán de coger otra. Beck debería estar haciendo lo mismo, tal y como Flood le había indicado, pero su arco parecía pesar una tonelada y apenas tenía fuerzas en las manos para sostenerlo. Por los muertos, se sentía fatal. Tenían que huir, pero era tan cobarde que era incapaz decirlo. Era demasiado cobarde como para mostrar que estaba muerto de miedo, que estaba temblando y quería gritar, a los muchachos de la planta de abajo. Lo único que era capaz de hacer era quedarse ahí sin hacer nada, con el arco asomando por la ventana pero sin estirar la cuerda, como un muchacho que se ha sacado la polla para mear pero que es incapaz de hacerlo si alguien lo está mirando.

Volvió a escuchar el tañido de la cuerda del arco de Reft. Y lo oyó gritar: «¡Voy para abajo!». Con su cuchillo largo en una mano y un hacha en la otra se dirigió a las escaleras. Beck lo observó boquiabierto pero no dijo nada. Se sentía atrapado entre el miedo que le daba quedarse solo ahí y el temor a bajar las escaleras.

Tuvo que hacer un gran esfuerzo para atreverse a mirar por la ventana. Los hombres de la Unión entraban en tropel a la plaza, los que portaban armaduras más pesadas seguidos de muchos otros. Eran docenas. Cientos. Las flechas arreciaban desde los edificios y caían sobre ellos. Había cadáveres por todas partes. Una piedra cayó desde el tejado del molino rompiendo el casco a un hombre de la Unión, que se derrumbó. No obstante, estaban por todas partes; cargaban por las calles, golpeaban las puertas y acababan con los heridos que intentaban alejarse de ellos como podían.

Entonces, divisó a un oficial de la Unión que se encontraba cerca del puente y señalaba con su espada a los edificios, iba vestido con una elegante chaqueta con ribetes dorados, como la del prisionero que había matado Escalofríos. Beck alzó su arco, apuntó a su objetivo y tensó la cuerda.

No podía hacerlo. Lo único que alcanzaba a escuchar era el fragor de la batalla, no podía pensar. Temblaba tanto que apenas era capaz de ver; al final, cerró los ojos con fuerza y disparó la flecha a la nada. Fue la única que disparó. Ya era demasiado tarde para huir. El enemigo rodeaba la casa. Estaba atrapado. Había tenido su oportunidad de largarse, pero ahora la Unión estaba por todas partes. De repente, unas astillas salieron despedidas y se le clavaron en la cara, trastabilló hasta el interior del ático, se resbaló y cayó de culo, arañando los tablones de madera con los tacones. Una flecha que se había clavado en el marco de la ventana había atravesado la madera, y su punta resplandeciente había logrado adentrarse en la habitación. Beck siguió en el suelo, apoyando su peso en los codos, mientras la miraba fijamente.

Quería estar con su madre. Por los muertos, ahora quería estar con su madre. ¿Cómo podía desear eso un hombre como él?

Beck se puso en pie con dificultad y pudo escuchar choques y golpes por todas partes, así como aullidos y rugidos que apenas eran humanos, que provenían de la planta de abajo, de fuera y dentro de la casa, la cabeza le daba vueltas con cada leve ruido que oía. ¿Ya estaban dentro de la casa? ¿Venían a por él? Lo único que podía hacer era quedarse ahí sudando a raudales. Tenía las piernas empapadas. Demasiado empapadas. Se había meado encima. Se había meado como un niño y ni siquiera se había dado cuenta hasta que el orín se había enfriado.

Desenvainó la espada de su padre. Sintió su peso. Debería haberse sentido fuerte gracias a ella, como había sucedido siempre que la empuñaba. Pero, en vez de eso, le hizo sentir una gran añoranza por su hogar. Añoranza por esa diminuta habitación apestosa en la que siempre la había blandido, donde cada vez que la desenvainaba el susurro de su filo venía acompañado del murmullo de valerosos sueños. Ahora, a duras penas podía creer que entonces hubiera deseado vivir algo así. Se acercó a las escaleras, con la cabeza vuelta hacia atrás, mirando por el rabillo del ojo, que tenía entornado, como si el hecho de no ver con claridad fuera a mantenerlo a salvo.

Había mucho movimiento en la habitación del fondo, se atisbaban unas sombras, algunas más oscuras que otras, y unos destellos de luz que atravesaban los postigos rotos, así como unos muebles dispersos y unas hojas relucientes. Escuchó cómo alguien golpeaba de manera regular algo hecho de madera, alguien intentaba abrirse paso y entrar. Oyó unas voces entremezcladas que no parecían decir nada, o bien hablaban en el idioma de la Unión o aquello no eran siquiera palabras. Sólo gritos y quejidos.

Dos de los muchachos norteños de Flood yacían en el suelo. Uno estaba sangrando por todas partes. El otro repetía sin cesar: «No, no, no». Colving tenía una expresión salvaje y demente dibujada en su regordeta cara, clavaba su arma a un tipo de la Unión que había logrado colarse a través de la puerta. Reft abandonó el abrigo de las sombras y lo golpeó en la parte de atrás del casco con su hacha; al instante, cayó torpemente encima de Colving y, mientras intentaba levantarse, siguió dándole hachazos en su espaldar, hasta que por fin halló un resquicio entre la armadura y el casco y lo mató. Su cabeza semidecapitada quedo pendiendo del cuello.

—¡Que no entren! —gritó Reft, saltando hacia la puerta, que cerró empujándola fuertemente con el hombro.

Un hombre de la Unión logró entrar por una ventana, al lado de donde arrancaban las escaleras. Becklo podría haberlo atravesado por la espalda. Probablemente, sin ser visto siquiera. Pero no pudo evitar pensar en qué pasaría si todo saliera mal. En qué pasaría después de que lo atravesara. Así que no hizo nada. Brait chilló, se giró para alcanzar al hombre de la Unión con su lanza, pero antes de que pudiera hacerlo el soldado le acertó con su espada en el hombro y le abrió un tajo hasta el pecho. Brait profirió un grito ahogado, agitando la lanza, mientras el hombre de la Unión intentaba con todas sus fuerzas arrancar su espada de él y un manantial de sangre negra los cubría a ambos por entero.

—¡Socorro!—bramó Stodder, quien se encontraba pegado a la pared con un enorme cuchillo en una mano, a nadie en concreto—. ¡Socorro!

Beck no se giró y huyó. Simplemente, retrocedió sigilosamente, volvió a subir las escaleras por las que acababa de bajar y se dirigió rápidamente al armario abierto, le arrancó la única balda que tenía y, acto seguido, se agachó y acomodó en las sombras confusas que albergaba en su interior. Logró introducir la punta de los dedos en un hueco que había entre dos tablas de la puerta y consiguió cerrarla, se hizo un ovillo con la espalda apoyada contra las vigas. De este modo, se quedó acurrucado en la oscuridad, dentro de un mal escondite propio de un crío. Solo, con la única compañía de la espada de su padre, de su propia respiración sollozante y de los ruidos de la masacre que tenía lugar en la planta de abajo con su grupo.

El Lord Gobernador Meed observaba lo que sucedía con porte regio por la ventana norte de la sala principal con las manos entrelazadas a su espalda, asintiendo ante los retazos de información que le daban como si los entendiera, mientras los oficiales se apiñaban a su alrededor y hablaban atropelladamente como unas crías de oca impacientes alrededor de su madre. Una metáfora adecuada, ya que Meed tenía la misma experiencia militar que un animal de esa especie. Finree merodeaba por el fondo de la sala, intentando desentrañar ese horrendo secreto; deseaba desesperadamente saber qué estaba ocurriendo pero no quería darle a nadie la satisfacción de tener que preguntárselo, así que se mordía las uñas, mientras en silencio se planteaba y daba vueltas a escenarios improbables para llevar a cabo su venganza.

Aunque tenía que admitir que con quien más enfadada estaba era con ella misma. Ahora se daba cuenta de que habría sido mucho mejor que hubiera fingido ser paciente, encantadora y humilde, tal y como Hal había deseado; sí, así habría aplaudido la patética incompetencia militar de Meed y se habría ganado su confianza, como un cuco se hace con el nido de una paloma.

Aun así, aquel hombre era tan vanidoso como para haber traído hasta ahí un pretencioso retrato suyo en plena campaña. Quizá aún no fuera tarde para utilizar la estrategia de la oveja descarriada que quiere volver al redil, para ganarse su favor, esbozando una sonrisa tonta teñida de arrepentimiento. Entonces, cuando se presentara la oportunidad, podría apuñalarlo por la espalda a una corta distancia. Se prometió a sí misma que lo acabaría apuñalando de una manera u otra. Se moría de ganas de ver qué cara ponía Meed, ese viejo de rostro ajado, cuando al fin lo…

Aliz soltó un bufido al intentar contener la risa.

—Pero ¿quién es ése?

—¿Quién es quién? —preguntó Finree, que estaba mirando por la ventana este, a la que nadie prestaba ninguna atención, ya que la batalla estaba teniendo lugar al norte.

Un hombre harapiento había salido del bosque y se encontraba sobre una pequeña roca, con la mirada clavada en la posada. El viento le agitaba su pelo negro. Sin lugar a dudas, no era, ni por asomo, un soldado de la Unión.

Finree frunció el ceño. Se suponía que casi todos los hombres del Sabueso iban muy por detrás de ellos y tardarían en llegar; además, en cualquier caso, había algo en esa figura solitaria que daba…
mala espina.

—¡Capitán Hardrick! —exclamó—. ¿Es uno de los hombres del Sabueso?

—¿Quién? —Hardrick se acercó al lugar donde se hallaban ambas mujeres—. Sinceramente, no sabría…

El hombre que se encontraba sobre la roca se llevó algo a la boca y echó la cabeza hacia atrás. Un momento después, una larga y lúgubre nota reverberó por todos los campos vacíos.

Aliz se echó a reír.

—¡Un cuerno!

Finree sintió esa nota en las tripas y, al instante, lo supo. Agarró a Hardrick del brazo.

—Capitán, debe ir a buscar al general Jalenhorm y decirle que nos están atacando.

—¿Qué? Pero si… —la sonrisa idiota del capitán se desvaneció en cuanto miró hacia el este.

—Oh —dijo Aliz.

De repente, la línea que conformaban los árboles se llenó de gente. Parecían bárbaros, incluso desde esa distancia. Tenían el pelo largo, vestían con harapos y muchos iban medio desnudos. Ahora que el hombre del cuerno se encontraba rodeado de otros cientos más, se le podía comparar con ellos para saber cuán grande era, y Finree entonces se percató de qué era lo que tanto le había desconcertado de él. Era un gigante, en el sentido más literal del término.

Como Hardrick no reaccionaba y se limitaba a mirar boquiabierto por la ventana, Finree le tuvo que clavar las uñas en el brazo para arrastrarlo hacia la puerta.

—¡Váyase ya! Busque al general Jalenhorm. Dé con mi padre. ¡Vamos!

—Debería recibir órdenes de…

Los ojos del capitán se posaron fugazmente sobre Meed, quien seguía observando risueño y despreocupado el ataque a Osrung, junto a todos los demás oficiales, salvo un par de ellos que se habían alejado del resto sin muchas prisas para investigar la procedencia del sonido de ese cuerno.

—¿Quiénes son? —preguntó uno de ellos.

Finree no tenía tiempo para dar explicaciones. Así que dio el grito más agudo, largo y espeluznante que una chica podría dar. Entonces, uno de los músicos tocó una nota equivocada, haciendo rechinar su instrumento, aunque el otro siguió tocando un poco más hasta que toda la sala se quedó en silencio, hasta que todos los allí presentes giraron la cabeza bruscamente hacia Finree, salvo Hardrick. Se sintió aliviada al comprobar que había logrado que reaccionara y que fuera corriendo a la puerta.

—Pero ¿qué demonios…? —acertó a decir Meed.

—¡Hombres del Norte! —exclamó alguien—. ¡Al este!

—¿Cómo que hombres del Norte? ¿Se puede saber que está…?

Súbitamente, todo el mundo estaba gritando.

—¡Ahí! ¡Ahí!

—¡Me cago en todo!

—¡A las defensas!

—¿Tenemos defensas?

Los hombres que se encontraban en el campo —conductores, criados, herreros y cocineros— salieron corriendo alocadamente desde las tiendas y carromatos en dirección a la posada. Entre ellos, ya se podía ver a unos cuantos jinetes, montados sobre unos ponis peludos, que ni siquiera llevaban estribos, pero que avanzaban con celeridad a pesar de todo. Finree pensó que podrían ir armados con arcos y, un momento después, unas flechas golpearon la pared norte de la posada. Una de ellas logró atravesar una ventana y se deslizó por el suelo. Era una cosa negra, mellada y con una forma tosca, pero no por ello era menos peligrosa. Se pudo escuchar el tenue tintineo del metal, lo cual indicaba que alguien había desenvainado su espada; enseguida, un buen número de hojas relucieron por toda la sala.

—¡Que unos ballesteros suban al tejado!

—¿Tenemos ballesteros aquí?

—¡Cierren las contraventanas!

—¿Dónde está el coronel Brint?

Una mesa plegable chilló a modo de protesta al ser arrastrada hasta delante de una de las ventanas; los papeles que había sobre ella acabaron en el suelo.

Finree logró echar un vistazo por la ventana mientras un par de oficiales se esforzaban por cerrar las malditas contraventanas. Una gran línea de hombres estaba atravesando aquel campo en dirección hacia ellos, ya se encontraban a medio camino entre los árboles y la posada y se aproximaban muy rápido; además, a la vez que cargaban, se iban separando. Unos estandartes hechos jirones y adornados con huesos ondeaban tras ellos. Al principio, estimó que debían ser al menos dos mil hombres, mientras que ellos no eran más que un centenar en la posada y no estaban bien armados. Tragó saliva ante el terror que le infundía la mera aritmética.

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