Los héroes (47 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

BOOK: Los héroes
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—Balsas —murmuró Bayaz, haciendo sobresalir su mentón mientras se rascaba distraídamente su corta barba.

—Balsas —murmuró Gorst, mientras observaba cómo un oficial que iba a bordo de una de ellas blandía furioso su espada ante la orilla más lejana, aunque era tan probable que la alcanzara como que llegara a la luna.

Entonces, se escuchó otra atronadora explosión, seguida inmediatamente por todo un coro de gritos ahogados, suspiros y vítores maravillados de un público cada vez más numeroso, que se había congregado en la cima del montículo formando una curiosa medialuna. Esta vez, Gorst apenas se estremeció.
Es asombroso lo rápidamente que algo insoportable se convierte en banal
. Más humo emergió del tubo más próximo, que ascendió delicadamente para unirse a la acre humareda que ya pendía sobre el experimento.

Aquel extraño estruendo volvió a sonar y el humo se alzó desde algún lugar situado al otro lado del río, al sur.

—¿Qué diablos estarán tramando? —masculló Calder, quien, a pesar de hallarse subido al muro, no podía ver nada.

Llevaba ahí toda la mañana, esperando. Andando de arriba abajo; primero, bajo la llovizna; después, bajo el sol. Aguardando mientras cada minuto se le hacía eterno, mientras sus pensamientos daban vueltas sin parar en su mente como una lagartija encerrada en un tarro. Miró al sur, pero fue incapaz de ver nada, aunque el fragor del combate cruzaba los campos en oleadas; a veces, sonaba distante; otras, preocupantemente cerca. Pero nadie pedía ayuda a gritos. Nadie pasó junto a ellos, salvo unos pocos heridos, lo cual no ayudó a reforzar el ánimo de Calder.

—Se acerca un mensajero —dijo Pálido como la Nieve.

Calder se estiró y se protegió los ojos del sol. Ojo Blanco Hansul se acercaba al galope desde el Puente Viejo. En cuanto éste detuvo su caballo, pudieron comprobar que había una sonrisa dibujada en la cara cubierta de arrugas, lo cual hizo albergar ciertas esperanzas a Calder. En aquellos instantes, posponer la lucha parecía algo casi tan bueno como no hacer nada de nada.

Colocó un pie sobre la puerta con la esperanza de estar adoptando así una postura varonil, intentando hablar con un tono de voz tan gélido como la nieve a pesar de que su corazón le quemaba.

—Scale se ha metido en un buen lío, ¿verdad?

—De momento, son los sureños los que están en un buen lío, esos estúpidos cabrones —Ojo Blanco se quitó el casco y se secó la frente con la parte posterior de la manga—. Scale les ha obligado a retroceder dos veces. La primera vez, intentaron cruzarlo a pie como si pensaran que les íbamos a entregar el puente sin más. Pero tu hermano enseguida los obligó a desechar esa idea.

Entonces, soltó una carcajada y Pálido como la Nieve hizo lo propio. Calder también se carcajeó, pero sus risas estaban teñidas de amargura. Como todo ese día.

—La segunda vez, intentaron tomarlo con unas balsas —Ojo Blanco giró la cabeza y escupió a la cebada—. Yo mismo les podía haber dicho que la corriente es demasiado fuerte como para intentar algo así.

—Menos mal que nunca te lo preguntaron —aseveró Pálido como la Nieve.

—Ya. Creo que podéis quedaros aquí sentados e incluso quitaros las botas. Tal y como van las cosas, seremos capaces de evitar su avance todo el día.

—Aún queda mucho día —masculló Calder.

Entonces, algo pasó a gran velocidad. Al principio, pensó que podía tratarse de un pájaro que volaba rozando la cebada, pero iba demasiado rápido y era muy grande. Rebotó una vez sobre el campo, levantando una nube de tallos y polvo, dejando una larga cicatriz a través de la cosecha. Se detuvo un par de cientos de pasos al este, al pie cubierto de hierba de los Héroes, y se estrelló contra el Muro de Clail.

De repente, una serie de piedras partidas se elevaron a gran altura en el aire, girando sobre sí mismas, conformando una gran nube de polvo y fragmentos que cayeron cual lluvia. De fragmentos de tiendas. De fragmentos de armas. De fragmentos de hombres, dedujo Calder, ya que sabía que había algunos acampados detrás del muro.

—Por… —dijo Hansul, mientras observaba boquiabierto cómo volaban los escombros.

De improviso, se escuchó un ruido similar al restallido de un látigo pero un millar de veces más potente. El caballo de Ojo Blanco se encabritó y derribó a éste de su grupa, quien cayó rodando por la cebada, moviendo los brazos frenéticamente. A su alrededor, la gente se quedó boquiabierta o gritó, desenvainó sus armas o se lanzó al suelo.

Eso último parecía una gran idea.

—¡Mierda! —susurró Calder, quien se alejó corriendo de la puerta y se arrojó a una zanja, su deseo de mantener una actitud varonil se vio superado con creces por su deseo de seguir vivo. La tierra y las piedras resonaron en torno a él, como una granizada que cae en la estación que no le corresponde, y tintinearon al chocar con las armaduras y rebotar en el camino.

—Hay que verle el lado positivo a esto —comentó Pálido como la Nieve, sin inmutarse para nada—, esa parte del muro la protegía Tenways.

El sirviente de Bayaz bajó el catalejo con una leve mueca dibujada en su semblante que denotaba una ligera decepción.

—Impredecible —dijo.

Eso es quedarse corto
. Esos artilugios habían sido disparados dos docenas de veces y su munición, que, al parecer, eran unas enormes bolas de metal o piedra, se hallaban esparcidas aquí y allá a lo largo de la pendiente de la colina que tenían delante, de los campos que tenían a cada lado, de los manzanos que tenían a sus pies, del cielo que se hallaba sobre sus cabezas y, en una ocasión, una había ido a parar directamente al río levantando un inmenso chorro de espuma.

¿Cuánto habrá costado este capricho, con el que podremos abrir unos cuantos agujeros más en el paisaje norteño? ¿Cuántos hospitales se podrían haber construido con ese dinero? ¿Cuántos hospicios? ¿Cuántas cosas más útiles y valiosas? ¿Cómo los entierros de los niños más pobres, por ejemplo?
Gorst intentó sentir alguna emoción que refrendara sus pensamientos, pero le fue imposible.
A lo mejor, con ese dinero, habríamos podido sobornar a los hombres del Norte para que asesinaran a Dow el Negro y podríamos estar volviendo ya a casa. Pero, entonces, qué haría para rellenar todas esas puñeteras horas entre que me levanto de la cama y…

De repente, un destello naranja lo iluminó todo y tuvo la vaga sensación de que volaban ciertas cosas por el aire. Creyó ver cómo el sirviente de Bayaz, que se hallaba al lado de su amo, golpeaba a la nada con un brazo que era un borrón imposible. Un momento después, un zumbido se adueñó de la cabeza de Gorst a causa de una explosión más colosal de lo habitual, acompañada de una nota que recordaba al tañido de una enorme campana. Sintió cómo la onda expansiva le tiraba del pelo y trastabilló al intentar mantener el equilibrio. El sirviente tenía un trozo irregular de metal curvado del tamaño de un plato llano en la mano, que lanzó al suelo, donde humeó entre la hierba.

Bayaz arqueó las cejas.

—Algo ha funcionado mal.

El sirviente se frotó las manos para quitarse la negra suciedad de los dedos.

—El sendero del progreso siempre es tortuoso.

Diversas piezas de metal habían salido volando en todas direcciones. Una particularmente grande había acertado de pleno, tras rebotar en un grupo de trabajadores, matando a varios de ellos y dejando al resto salpicados de sangre. Otros fragmentos habían abierto pequeños vacíos en el estupefacto público, o habían derribado a los guardias como si fueran bolos. Una enorme nube humo se elevaba desde el lugar donde uno de los tubos había estado unos momentos antes. Un ingeniero cubierto de sangre y suciedad había salido de allí, con el pelo en llamas, caminando con paso vacilante y en diagonal. Le faltaban ambos brazos y, enseguida, cayó al suelo.

—Siempre —dijo Bayaz mientras se hundía presa del descontento en su silla plegable— es tortuoso.

Algunas personas permanecieron sentadas, parpadeando. Otras gritaron. Un buen número corrió de un lado para otro, para intentar ayudar a los muchos heridos. Gorst se preguntó si él debería hacer lo mismo.
Pero ¿de qué serviría? ¿Acaso iba a subirles la moral contándoles unos chistes? ¿Os sabéis ése del idiota con voz estúpida cuya vida quedó arruinada en Sipani?

Denka y Saurizin se acercaron sigilosamente hacia ellos, sus túnica negras estaban manchadas de hollín.

—Y aquí llegan los penitentes —murmuró el sirviente de Bayaz—. Con su permiso, debería irme. He de atender ciertos asuntos al otro lado del río. Intuyo que los discípulos del Profeta tampoco permanecen ociosos ahí.

—Entonces, nosotros tampoco podemos permanecer ociosos —el Mago hizo un gesto con la mano despreocupadamente para indicarle a su sirviente que se podía ir—. Tienes cosas más importantes que hacer que servirme el té.

—Muy pocas —apostilló el sirviente, quien sonrió levemente a Gorst mientras se alejaba—. En verdad, como dicen las escrituras kantics, los honrados no se pueden permitir el lujo del descanso…

—Lord Bayaz, esto… —Denka miró a Saurizin, quien le indicó con un gesto frenético que dijera lo que tuviera que decir ya—. Lamento informar de que… uno de los artilugios ha explotado.

El Mago no pronunció palabra durante un rato, mientras, una mujer, a la que no podían ver, chillaba como una tetera hirviendo.

—¿Acaso creéis que no me he dado cuenta?

—Otro se ha salido de su soporte con el último disparo, me temo que llevará bastante tiempo reajustarlo.

—El tercero —dijo suavemente Denka— presenta una diminuta grieta que a la que habrá que prestar atención. Me… —en ese momento, contrajo la cara como si temiera que alguien fuera a clavarle una espada en ella— muestro reticente a recargarlo otra vez, pues correríamos un gran riesgo.

—¿Reticente? —replicó Bayaz, mostrando su tremendo desagrado. A pesar de hallarse junto a él de pie, Gorst sintió la urgente necesidad de arrodillarse.

—El fallo se ha producido por culpa de un defecto en la forja del metal —acertó a decir Saurizin con dificultad, a la vez que lanzaba una mirada iracunda a su colega.

—Mis aleaciones son perfectas —gimoteó Denka—, ha sido una inconsistencia en la pólvora explosiva lo que ha…

—¿Provocado el fallo? —señaló el Mago, con un tono de voz tan aterrador como lo había sido la propia explosión—. Créanme, caballeros, después de una batalla, siempre hay muchas recriminaciones. Incluso en el bando ganador —los dos ancianos se postraron ante él de forma humillante. Acto seguido, Bayaz gesticuló con una mano y todo rastro de amenaza desapareció de su voz—.

Pero son cosas que pasan. En general, ha sido… una demostración muy interesante.

—Lord Bayaz, es usted muy generoso…

Sus balbuceos serviles se desvanecieron en la lejanía a medida que Gorst se aproximaba al lugar donde un guardia se había encontrado sólo unos instantes antes. Ahora, yacía entre la larga hierba, con los brazos extendidos, y tenía un trozo de metal de forma curva e irregular clavado en el casco. A través del visor retorcido, todavía podía verse uno de sus ojos, que contemplaba fijamente el cielo congelado en ese último momento de tremenda sorpresa.
En verdad, todos ellos son unos héroes.

El escudo del guardia yacía cerca, donde un brillante sol refulgía mientras su contrapartida se asomaba entre las nubes. Gorst lo cogió, introdujo la mano izquierda en las correas y se dirigió, río arriba, hacia el Puente Viejo, caminando con dificultad. Cuando pasó junto a Bayaz, éste se encontraba recostado en su silla plegable con un pie sobre el otro y su cayado olvidado junto a él sobre la húmeda hierba.

—¿Cómo se podría llamar a esas cosas? Son unos artefactos que escupen fuego, así que se les podría llamar… ¿Escupefuegos? No, qué tontería. ¿Tubos de la muerte? Los nombres son tan importantes… pero nunca se me han dado bien. ¿Se os ocurre a alguno una idea?

—Me gusta los tubos de la muerte…—masculló Denka.

Pero Bayaz no le estaba escuchando.

—Me atrevo a decir que, a su debido tiempo, ya se le ocurrirá a alguien un nombre adecuado. Algo sencillo. Tengo la sensación de que acabaremos viendo un gran número de esos artilugios…

Un debate razonable

Por lo que podía ver Beck, todo se estaba yendo al traste.

La Unión había dispuesto una doble hilera de ballesteros en la ribera sur del río. Estaban agachados tras una valla para poder recargar sus malévolas ballestas. De vez en cuando, se ponían de pie para lanzar una salva de estrepitosas flechas en dirección al extremo norte del puente. Tras el muro de escudos acribillado a flechazos se encontraban agazapados los Caris, y tras ellos se acurrucaban los Siervos, con sus lanzas enredadas en una maraña absurda. Un par de hombres también habían acabado acribillados a flechazos y se los habían llevado chillando a rastras, lo cual no había envalentonado precisamente al resto. Tampoco a Beck. A quien apenas quedaba ya una brizna de valor.

Cada vez que respiraba, estaba a punto de decir: huyamos. Muchos otros ya lo habían hecho. Hombres hechos y derechos con sus sobrenombres y demás, que habían salido corriendo para salvar el pellejo y alejarse de la lucha que se libraba en el río. ¿Por qué se quedaban ahí Beck y los demás? ¿Por qué les debía importar una mierda a ellos si Caul Reachey se apoderaba de una ciudad, o si Dow el Negro seguía llevando la vieja cadena de Bethod?

El combate ya había concluido en la parte sur del río. La Unión había entrado en las últimas casas y había masacrado a quienes las defendían, o las había quemado, obteniendo así unos resultados parecidos, y el humo todavía cruzaba el río. Ahora, los soldados, que se estaban congregando en el extremo más alejado, se preparaban para intentar el asalto al puente mientras adoptaban una formación en cuña. Beck nunca había visto a nadie con unas armaduras tan pesadas, que les cubrían de metal de los pies a la cabeza de tal modo que parecían algo que hubiera sido forjado y no nacido. Entonces, pensó en las patéticas armas con las que contaba el grupo de desgraciados al que pertenecía. Unos cuchillos desafilados y unas lanzas dobladas. Iba a ser como intentar matar a un toro con un alfiler.

Otra salva de flechas atravesó el río siseando y, de repente, un colosal Siervo dio un salto, lanzó un chillido demencial y apartó a empujones a todo aquel que se encontró en su camino, para, a continuación, ser derribado del puente y caer al agua. El muro de escudos se abrió por donde había pasado el Siervo, su retaguardia se desmoronaba, se disgregaba. Ninguno de ellos quería quedarse ahí agazapado hasta que lo acribillaran y menos aún enfrentarse de cerca con esos cabrones de las armaduras. Quizá a Dow el Negro le gustaba el olor que despedían los cobardes al ser quemados, pero Dow se hallaba ahora muy lejos. La Unión, sin embargo, se encontraba terriblemente cerca y se estaban preparando para acercarse todavía más. Beck pudo ver cómo les abandonaba el coraje, mientras retrocedían al unísono, los escudos dejaban de estar juntos y las lanzas temblaban.

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