Los héroes (44 page)

Read Los héroes Online

Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

BOOK: Los héroes
2.93Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Que les den a las canciones —dijo Wonderful.

—Sí. Que les den. No sé quién está enterrado aquí debajo, la verdad. Pero si se tratara del mismísimo Skarling, estaría orgulloso de compartir la misma tierra con Brack-i-Dayn —los labios de Craw se curvaron—. Y si no, que le den también a él. Regresa al barro, Brack.

Se arrodilló y no le costó mucho fingir que sentía un hondo dolor ya que tuvo la sensación de que la rótula se le iba a salir de su sitio, después cogió un puñado de húmeda de tierra negra y espolvoreó sobre el resto.

—Regresa al barro —murmuró Yon.

—Regresa al barro —repitió Wonderful.

—Aunque mirándolo por el lado bueno —dijo Whirrun—, ahí es donde vamos a acabar todos, de un modo u otro, ¿no?

Miró a su alrededor como si esperara que eso fuera a subirle los ánimos a los demás, pero, en cuanto comprobó que no era así, se encogió de hombros y se volvió.

—El viejo Brack se nos ha ido —Scorry se puso de cuclillas junto a la tumba, con una mano apoyada sobre la tierra húmeda y el ceño fruncido ante un enigma que no alcanzaba a comprender—. No me lo puedo creer. Aunque ha dicho unas grandes palabras, jefe.

—¿Tú crees? —Craw esbozó una mueca de dolor mientras se ponía en pie y, a continuación, se limpió la tierra de las manos—. No sé cuántos funerales como éstos voy a poder soportar.

—Ya —murmuró Scorry—. Es el signo de los tiempos.

Primeras observaciones

—Levanta.

Beck apartó el pie de un empujón, con gesto iracundo. No le gustaba demasiado recibir una patada en las costillas, pero menos aún de Reft, y menos aún cuando le daba la sensación de que se acababa de dormir. Había permanecido despierto en la oscuridad por mucho tiempo, pensando en cómo Escalofríos había atravesado a aquel hombre, dándole vueltas y más vueltas a esa imagen mientras se revolvía bajo su manta. Incapaz de sentirse a gusto. Ni con su manta ni pensando en cómo aquel pequeño cuchillo entraba y salía.

—¿Qué?

—¿Cómo que qué? La Unión se acerca.

Beck se quitó la manta de encima, cruzó la buhardilla y se agachó para evitar una viga bastante baja, olvidándose de inmediato de la ira y el sueño. Cerró de una patada la chirriante puerta de un gran armario que había ahí, apartó a empujones de su camino a Brait y Stodder y se plantó delante de una de las estrechas ventanas para observar lo que pasaba.

Casi esperaba ver a unos hombres masacrándose unos a otros en las afueras de los senderos de Osrung, así como sangre volando y banderas ondeando, mientras se cantaban canciones justo debajo de su ventana. No obstante, a primera vista, la ciudad estaba muy tranquila. Hacía poco que había amanecido y la lluvia conformaba una grasienta neblina sobre los apiñados edificios.

Al otro lado de una plaza empedrada, a quizá unas cuarenta zancadas, fluía un río marrón, cargado de la lluvia que procedía de los cerros. El puente no parecía ser gran cosa para todo el follón que se estaba montando por él; no era más que un arco de piedra desgastada por el que apenas podían cruzar dos jinetes a la vez de lo estrecho que era. A su derecha, había un molino; a su izquierda, una hilera de casas bajas, con los postigos abiertos, por cuyas ventanas se asomaban unos pocos rostros de gente nerviosa, la mayoría de ellos oteando hacia el sur, al igual que Beck. Más allá de aquel puente, un camino repleto de surcos serpenteaba entre casuchas de adobe y ascendía hasta la empalizada situada al sur de la ciudad. Entonces, creyó ver a unos cuantos hombres desplazándose por unas pasarelas, aunque no pudo estar seguro a causa de la llovizna. Quizá un par de ellos portaban unas ballestas con las que ya debían de estar disparando.

Mientras observaba todo aquello, unos hombres salieron corriendo de un callejón y se adentraron en la plaza situada más abajo, conformando un muro de escudos en el extremo norte del puente al mismo tiempo que un hombre ataviado con una lujosa capa les gritaba. Los Caris se encontraban al frente de la formación, dispuestos a unir sus escudos pintados. Los Siervos se encontraban detrás de ellos, con las lanzas en ristre.

Sí, se iba a desatar una batalla.

—Deberías haberme avisado antes —le espetó, mientras se apresuraba a volver, arrastrando los pies, al lugar donde se hallaba su manta.

—Te he avisado en cuanto me he enterado —replicó Reft.

—Toma —Colving le ofreció a Beck un trozo de pan negro, sus ojos eran unos círculos teñidos de miedo dibujados sobre su cara regordeta.

El mero hecho de pensar en comer hizo que a Beck se le revolvieran las tripas. Cogió su espada y, entonces, se dio cuenta de que no tenía adonde ir con ella. No tenía un sitio reservado para combatir en la valla, ni en el muro de escudos, ni en ningún otro sitio en particular. Miró en dirección a las escaleras, luego hacia la ventana, mientras abría y cerraba la mano que le quedaba libre.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Esperaremos —contestó Flood, quien subió las escaleras hasta llegar al ático arrastrando su pierna mala. Llevaba puesta su cota de malla, cuyos hombros brillaban a causa de la llovizna—. Reachey nos ha ordenado que defendamos dos casas, ésta y la que está al otro lado de la calle. De ésa me ocuparé yo.

—¿Tú? —Beck se dio cuenta de que había hablado con un tono de voz teñido de miedo, como si se tratara de un niño que preguntara a su mamá si lo iba a dejar abandonado en la oscuridad—. A algunos de estos muchachos les vendría bien tener un líder al que…

—Ese papel os toca desempeñarlo a Reft y a ti. Aunque no os lo creáis, los chicos de la otra casa están aún más verdes que vosotros.

—Sí, claro —Beck se había pasado toda la semana pasada enfadado con Flood porque siempre estaba en medio, manteniéndolo a raya. Sin embargo, ahora, con sólo pensar que el viejo los iba a dejar solos, tenía los nervios a flor de piel.

—En esta casa, os quedáis vosotros cinco y otros cinco más. Son muchachos que reclutamos con vosotros. Por el momento, limitaos a afianzar la posición. Tapad las ventanas del piso de abajo lo mejor que podáis. ¿Alguno de vosotros tiene un arco?

—Yo —contestó Beck.

—Y yo —respondió Reft, alzando el suyo.

—Yo tengo una honda —afirmó Colving, ilusionado.

—¿Eres bueno con eso? —preguntó Reft.

El muchacho negó con la cabeza, con suma tristeza.

—De todos modos, tampoco podría disparar con ella por una ventana.

—Entonces, ¿para qué has mencionado que tienes una honda? —le espetó Beck, a la vez que tocaba su arco. Tenía las palmas de las manos muy sudorosas.

Flood se acercó a las dos estrechas ventanas y señaló al río.

—Quizá logremos contener su avance en la empalizada, pero, por si acaso, estamos formando un muro de escudos en el puente. Si no logramos detenerlos ahí, entonces, bueno, todo el mundo que tenga un arco deberá disparar. Aunque tened cuidado, ¿eh?, no queremos que acertéis a ninguno de los nuestros en la espalda. Es mejor que no disparéis a que os arriesguéis a matar a uno de los nuestros, cuando la locura de la batalla se desata, puede resultar muy difícil distinguir a amigos de enemigos. El resto bajaréis a la planta baja, para impedir que entren en la casa en caso de que logren cruzar el puente —Stodder se mordisqueó su enorme labio inferior—. No os preocupéis. No pasarán, y, aunque lo consigan, estarán perdidos. Para entonces, Reachey se estará preparando para contraatacar, podéis estar seguros de ello. Así que, si intentan entrar, evitadlo hasta que llegue la ayuda.

—Evitaremos que entren —afirmó Brait con voz aguda, haciendo como que clavaba a la nada la rama que tenía por lanza. Daba la impresión de que con esa arma sería incapaz de impedir que un gato entrase en un gallinero.

—¿Alguna pregunta? —Beck no tenía ni idea de qué iba a hacer, pero, como pensó que con hacer una pregunta no iba a solucionar nada, prefirió permanecer callado—. Muy bien. Si puedo, volveré para ver cómo va todo.

Flood cojeó hasta la escalera y se marchó. Los había abandonado a su suerte. Beck se volvió a acercar a la ventana, pensando que eso era mejor que no hacer nada, pero, por lo que pudo ver, todo seguía igual.

—¿Ya están cerca de la empalizada? —preguntó Brait, quien estaba de puntillas, intentando ver algo por encima del hombro de Beck. Parecía hallarse muy emocionado y le brillaban los ojos como a un niño en su cumpleaños, a la espera de ver cuál será su regalo. En cierto modo, estaba reaccionando como Beck siempre había pensado que él mismo reaccionaría al encarar una batalla. Pero no se sentía así, sino que se sentía enfermo y agobiado de calor, a pesar de que una brisa húmeda acariciaba su semblante.

—No. Además, ¿no se supone que tú deberías estar en la planta baja?

—No hasta que llegue el enemigo. Esto no es algo que uno vea todos los días, ¿verdad?

Beck se lo quitó de encima con un codazo.

—¡Aparta! ¡Tu hedor me está poniendo enfermo!

—Vale, vale —replicó Brait, quien se apartó, arrastrando los pies, con cara de sentirse dolido, pero Beck era incapaz de mostrarse cordial en esos momentos. Era lo mejor que podía hacer si no quería vomitar el desayuno que no había tomado.

Reft se encontraba de pie junto a la otra ventana, con el arco sobre el hombro.

—Creía que esto te alegraría. Me parece que vas a tener la oportunidad de convertirte en un héroe.

—Sí, me alegro —le espetó Beck, que no estaba aterrorizado, qué va.

Meed había establecido su cuartel general en la sala principal de la posada, que para los estándares del Norte era una estancia palaciega, ya que contaba con una doble altura y una galería en el primer piso. De la noche a la mañana, también había sido decorada como un palacio con tapices de colores chillones, armarios con incrustaciones, candelabros dorados y toda la demás parafernalia pomposa que uno podría esperar hallar en la residencia de un lord gobernador; probablemente, habían traído todo eso en carreta a través de medio Norte incurriendo para ello en unos gastos monstruosos. Un par de violinistas se habían colocado en una esquina y se sonreían mutuamente con aire de suficiencia mientras tocaban una alegre música de cámara. Los diligentes sirvientes de Meed habían colgado tres enormes cuadros al óleo: dos recreaciones de grandes batallas de la historia de la Unión y, aunque pareciera increíble, un retrato del propio Meed, quien miraba ceñudo desde lo alto, ataviado con una vetusta armadura. Finree se quedó contemplándolo boquiabierta un instante, no sabía si reír o llorar.

Las enormes ventanas del sur daban al patio de la posada que se encontraba invadido por la hierba; las del este, a unos campos salpicados de árboles que iban a parar a un melancólico bosque; las del norte, a la ciudad de Osrung. Como tenían las contraventanas abiertas de par en par, una brisa gélida se estaba colando en la sala, despeinándoles y haciendo volar papeles aquí y allá. Los oficiales estaban arremolinados en torno a las ventanas que daban al norte, ansiosos por captar un leve atisbo del asalto, Meed se encontraba en medio de todos ellos, vestido con un uniforme carmesí que hacía daño a la vista. El Lord Gobernador la miró de soslayo en cuanto Finree logró situarse como pudo a su lado y esbozó un leve gesto de desprecio, como si se tratara de un comensal quisquilloso que acabara de ver que había un insecto en su ensalada. Ella respondió a ese gesto con una sonrisa radiante.

—¿Me permite que utilice su catalejo, excelencia?

Meed titubeó por un momento y esbozó un gesto de contrariedad, pero, como era rehén de los buenos modales, se lo entregó con gran envaramiento.

—Por supuesto.

El camino se curvaba hacia el norte, era una franja de tierra embarrada que atravesaba campos embarrados donde se asentaba el extenso campamento, con las tiendas desperdigadas caprichosamente, como unos hongos monstruos que hubiesen brotado durante la noche. Más allá, se encontraban los terraplenes que los hombres de Meed habían levantado en la oscuridad. Más allá, a través del velo de la niebla y la llovizna, pudo distinguir la empalizada que rodeaba Osrung, e incluso llegó a atisbar lo que parecían ser unas escaleras de asalto apoyadas sobre ella.

Finree rellenaba los huecos con su imaginación. Filas y más filas de soldados marchaban hacia la empalizada siguiendo órdenes, con gesto sombrío y dispuestos a todo mientras las flechas arreciaban sobre ellos. Los heridos eran arrastrados hasta la retaguardia o se les dejaba chillando allá donde habían caído. Caían piedras, las escaleras eran apartadas a empujones, los hombres eran masacrados en cuanto intentaban encaramarse y adentrarse en las pasarelas, caían gritando y se estrellaban contra el suelo.

Se preguntó si Hal se hallaría en medio de esa batalla, jugando a ser un héroe. Por primera vez, sintió cierta preocupación por él y un escalofrío le atravesó los hombros. Aquello no era ningún juego. Bajó el catalejo de Meed y se mordió el labio.

—¿Dónde diablos están el Sabueso y su chusma? —inquirió el lord gobernador al capitán Hardrick, de manera apremiante.

—Creo que iba detrás de nosotros por el camino, excelencia. Sus exploradores se toparon con una aldea quemada y el lord mariscal les dio permiso para abandonar la formación e ir a investigar. Deberían llegar aquí en un par de horas…

—Qué típico. Siempre puedes confiar en que esté ahí para encogerse de hombros de manera cómplice, pero, en cuanto la batalla comienza, no hay manera de dar con él.

—Los hombres del Norte son traicioneros por naturaleza —aseveró alguien súbitamente.

—Y unos cobardes.

—Si estuvieran aquí, sólo nos retrasarían, excelencia.

—Eso es cierto —dijo Meed, resoplando—. Ordene a todas las unidades que ataquen. Quiero que el enemigo se vea abrumado. Quiero que esa ciudad quede reducida a polvo y que todo hombre del Norte que more en ella acabe muerto o tenga que salir huyendo.

Finree no pudo contener su lengua.

—¿No cree que sería más acertado dejar al menos un regimiento en la retaguardia? Por lo que tengo entendido, el bosque del este no ha sido registrado del…

—¿En serio cree que va a hacerme caer en una trampa para que meta la pata y su marido me sustituya?

Reinó un silencio que pareció hacerse eterno, mientras Finree se preguntaba si estaba soñando.

—Le ruego que me…

—Sí, es un hombre muy agradable, por supuesto. Valiente, honrado y todas esas cosas sobre las que tanto les gusta cotillear a las esposas entre susurros. Pero es un necio y, lo que es aún peor, el hijo de un famoso traidor y, para colmo de males, el marido de una arpía taimada. Su único amigo importante es su suegro y a éste no le quedan muchos días en este mundo —afirmó Meed en voz baja, pero lo suficientemente alto como para que los demás pudieran escucharle con facilidad. Un joven capitán se quedó boquiabierto. Al parecer, la etiqueta no ataba a Meed con tanta fuerza como ella había creído.

Other books

Consumption by Kevin Patterson
A Little White Death by John Lawton
The Secret Knowledge by David Mamet
In My Dreams by Renae, Cameo
A Game of Authors by Frank Herbert
Dream Weaver by Martin, Shirley
Cry in the Night by Colleen Coble