—En su día, frustré un plan del Consejo Cerrado, por el que intentaban impedir que ocupara el lugar de mi hermano como lord gobernador, ¿lo sabía? El Consejo Cerrado. ¿Acaso cree que la hija de un soldado va a tener éxito donde el Consejo fracasó? Como vuelva a dirigirse a mí sin el debido respeto, les aplastaré, tanto a usted como a su marido, como los piojos hermosos, ambiciosos e insignificantes que realmente son.
Entonces, le quitó, con una tremenda calma, el catalejo a Finree de su mano inerte y miró a través de él en dirección a Osrung, como si no hubiera dicho nada y como si ella no existiera.
Finree debería haber respondido de inmediato con una réplica sarcástica, pero en lo único en que pensaba en esos momentos era en satisfacer esa imperiosa necesidad que sentía de destrozar la parte frontal del catalejo de Meed de un puñetazo para que el otro extremo se le clavara en el cráneo. La habitación parecía hallarse demasiado iluminada. Los violines le destrozaban los tímpanos. Tenía el rostro tan rojo que parecía que la habían abofeteado. Pero se limitó a pestañear y retirarse dócilmente. Fue como si hubiera ido flotando hasta la otra punta de la sala sin haber movido siquiera los pies. Un par de oficiales observaron cómo se alejaba, murmuraron algo entre ellos; evidentemente, se alegraban de que la hubiera humillado y se estaban regodeando en ello.
—¿Estás bien? —le preguntó Aliz—. Te veo pálida.
—Estoy perfectamente bien.
O, más bien, estaba hecha una furia. Una cosa era insultarla, lo cual, sin lugar a dudas, se había ganado a pulso. Pero insultar a su marido y a su padre era algo muy distinto. Juró que ese viejo cabrón iba a pagar muy cara la afrenta.
Aliz se inclinó para acercarse a ella.
—¿Y ahora qué hacemos?
—¿Ahora? Nos quedaremos aquí sentadas como buenas chicas y aplaudiremos mientras esos idiotas acumulan un ataúd sobre otro. —Oh.
—No te preocupes. Más tarde, quizá te dejen sollozar sobre algún herido, si te encuentras aún con ánimo para llorar, y podrás parpadear con tus bonitas pestañas y poner ojitos ante la horrible futilidad de todo esto.
Aliz tragó saliva y miró para otro lado.
—Oh.
—Sí, eso es. Oh.
Así que esto era una batalla. Beck y Reft nunca habían tenido muchas cosas que decirse, pero, desde que la Unión había logrado atravesar la empalizada, no habían cruzado ni una palabra. Simplemente, miraban por las ventanas en silencio. Beck deseó tener algún amigo a su lado en esos momentos, o haberse esforzado más en hacerse amigo de los muchachos que ahora tenía a su lado. Sin embargo, ya era demasiado tarde para eso.
Tenía su arco en la mano, una flecha preparada y la cuerda lista para disparar. Llevaba con la flecha lista casi una hora, pero no había nadie a quien pudiera disparar. No podía hacer nada, salvo observar, sudar, relamerse los labios y observar otra vez. En un principio, había deseado poder ver más de lo que estaba ocurriendo, pero ahora que la lluvia había amainado y estaba saliendo el sol, Beck se había dado cuenta de que podía ver mucho más de lo que realmente quería.
La Unión había sobrepasado la empalizada en tres o cuatro sitios y habían logrado entrar en la ciudad en gran número. Se habían desatado combates por todas partes, la batalla se había transformado en pequeñas escaramuzas aisladas que tenían lugar por doquier. No había líneas de combate, sólo una tremenda confusión y un ruido enloquecedor. Los gritos y los alaridos se mezclaban con el fragor del choque del metal contra el metal y de la madera al quebrarse.
Beck no era ningún experto en estas lides. Aunque no sabía cómo alguien podía llegar a serlo en algo así. No obstante, podía ver que la batalla se decantaba por un bando en la parte sur del río. Cada vez, más y más hombres del Norte retrocedían a toda prisa y desordenadamente por el puente, algunos iban cojeando o se cubrían las heridas, otros gritaban y señalaban hacia el sur, abriéndose paso a través del muro de escudos situado al extremo norte del arco del puente hasta adentrarse en la plaza a la que daba la ventana de Beck. Donde esperaba estar a salvo. Pero no se sentía nada seguro. En toda su vida, Beck jamás se había sentido tan poco seguro.
—¡Quiero ver! —exclamó Brait, quien tiraba a Beck de la camisa, para intentar atisbar algo por la ventana—. ¿Qué está pasando?
Beck no sabía qué decir. No sabía si sería capaz siquiera de hablar. Justo debajo de ellos, un herido estaba gritando. Profería gritos mientras gorgoteaba y sufría arcadas. Beck deseó que parara cuanto antes. Sintió un mareo.
La empalizada estaba prácticamente perdida. Pudo ver cómo un hombre bastante alto de la Unión, que se encontraba en la pasarela, señalaba hacia el puente con su espada y daba palmaditas a sus hombres en la espalda mientras ascendían en tropel por las escaleras que se encontraban a ambos lados de él. Todavía quedaban unas pocas docenas de Caris en la puerta, arremolinados alrededor de un estandarte hecho jirones, con sus escudos pintados conformando un semicírculo, pero estaban rodeados y los sobrepasaban en número; además, ahora, una lluvia de flechas arreciaba sobre ellos desde las pasarelas.
No obstante, algunos de los edificios más grandes seguían en manos norteñas. Beck pudo ver cómo algunos hombres se asomaban fugazmente a las ventanas para disparar sus flechas y se retiraban de inmediato al interior del edificio. Pese a que las puertas habían sido atrancadas con clavos y habían montado barricadas, los hombres de la Unión se aglomeraban en torno a ellas como abejas en torno a un panal. Lograron prender fuego a un par de las casas que más resistencia ofrecían, a pesar de la humedad. Ahora, un humo marrón, iluminado por el tenue naranja de las trémulas llamas, ascendía en oleadas hacia el cielo y era arrastrado por el viento hacia el este.
Un norteño salió de un edificio ardiendo a todo correr, blandiendo un hacha por encima de su cabeza con ambas manos para cargar contra el enemigo. Beck no pudo oír qué gritaba, aunque sí podía verlo. Según las canciones, debería haberse llevado consigo a muchos adversarios y se habría unido con orgullo a los muertos. En la realidad, sólo logró que un par de hombres de la Unión se alejaran de él antes de que unos cuantos más lo obligaran a retroceder contra un muro con sus lanzas. En cuanto le clavaron una en el brazo, tuvo que soltar el hacha. Entonces, alzó la otra mano y gritó aún más. No sabía si estaba gritando que se rendía o les estaba insultando, aunque, la verdad, eso daba igual. Le atravesaron el pecho con una lanza y cayó al suelo. Después, lo atravesaron una y otra vez con sus armas, que se alzaban y descendían como las palas de hombres que cavan en el campo.
Beck lo observó todo con unos ojos llorosos que parecía que se le iban a salir de sus órbitas. Su mirada se desplazaba a gran velocidad de un edificio a otro; entonces, fue testigo de un asesinato que se produjo a menos de cien pasos de donde se hallaba, en la ribera del río. De una casucha, sacaron a rastras a alguien que se resistía y a quien obligaron a agacharse. Vio el destello de un cuchillo y, acto seguido, lo tiraron al río, donde el cadáver se alejó flotando boca abajo, mientras sus asesinos volvían al interior de la casa. Beck supuso que lo habían degollado. Le habían rajado la garganta, así, sin más.
—Se han hecho con la puerta —afirmó Reft, con un tono de voz ahogado, como si nunca antes hubiera hablado. Beck comprobó que tenía razón. Habían eliminado a los últimos hombres que defendían esa posición y estaban quitando las barras para abrir las puertas. En ese instante, la luz del día se filtró por el arco de la entrada de la plaza.
—Por los muertos —susurró Beck apenas audible.
Cientos de esos cabrones tomaron Osrung en tropel, adentrándose en el humo y en los edificios esparcidos aquí y allá, anegando el camino que llevaba al puente. La triple hilera de hombres del Norte que se encontraban en su extremo norte parecía conformar, súbitamente, una barrera muy patética. Una suerte de muro de arena que debía contener todo un océano. Beck pudo observar cómo se estremecían. Como, prácticamente, se venían abajo. Pudo sentir su tremendo deseo de unirse a los hombres que cruzaban el puente y los dejaban a ellos atrás, para intentar escapar de la masacre que estaba teniendo lugar en la orilla más lejana.
Beck también sintió esa tremenda necesidad de salir corriendo, de hacer algo, pero lo único que se le ocurría era huir. Recorrió rápidamente con la mirada los edificios ardiendo situados en la parte sur del río, las llamas habían ascendido bastante y el humo se extendía por toda la ciudad.
Beck se preguntó qué sentiría en esos momentos la gente que estaba dentro de esas casas, sin salida. Miles de cabrones de la Unión golpeaban sus puertas y sus muros, mientras lanzaban flechas a su interior. Sus pequeñas habitaciones se estaban llenando de humo. Los heridos no debían de albergar ya muchas esperanzas de que se apiadaran de ellos. Esa gente debía de estar contando sus últimas flechas y cuántos de sus amigos habían muerto. No había salida. Hubo un tiempo en que a Beck le habría hervido la sangre al pensar en estas cosas. Pero, ahora, se le había helado. Esos edificios no eran unas fortalezas construidas en el otro lado del río para defenderse del enemigo, sino unas pequeñas casuchas de madera.
Como la casa en la que se encontraba él.
Su Augusta Majestad:
Durante la mañana del segundo día de batalla, los hombres del Norte se han hecho fuertes y mantienen posiciones en la parte norte del río. Mantienen el Puente Viejo, mantienen Osrung y mantienen los Héroes. También mantienen los cruces de caminos y nos invitan a intentar apoderarnos de ellos. Cuentan con la ventaja del terreno, pero le han dado la iniciativa al Lord Mariscal Kroy y, ahora que todas nuestras fuerzas han llegado al campo de batalla, en breve el mariscal recuperará el terreno perdido.
En el flanco este, el Lord Gobernador Meed ya ha comenzado a atacar con una fuerza abrumadora la ciudad de Osrung. Yo me encuentro en la parte oeste, observando el asalto del General Mitterick sobre el Puente Viejo.
Esta mañana, en cuanto la primera luz del alba ha asomado por el horizonte, el general ha pronunciado un discurso muy inspirador. Y en cuanto ha pedido voluntarios para liderar el ataque, todos los hombres han levantado la mano sin titubeos. Su Majestad debe estar orgullosa del coraje, honor y dedicación de sus soldados. En verdad, todos ellos son héroes.
Atentamente se despide, el siervo más leal y humilde de Su Majestad,
Bremer dan Gorst, Observador Real de la Guerra del Norte.
Gorst secó la carta, la dobló y se la dio a Younger, quien la selló con una masa informe de cera roja y la introdujo en una cartera de mensajero, que llevaba el sol dorado de la Unión dibujado sobre el cuero de manera muy elaborada.
—El mensaje irá de camino al sur en una hora —dijo el sirviente, mientras se volvía para marcharse.
—Excelente —replicó Gorst.
¿Realmente lo es? ¿De verdad importa que llegue antes o después, o si Younger la tira a las letrinas junto al resto de los excrementos del campamento? ¿Acaso importa que el rey lea alguna vez mis pomposas perogrulladas sobre las pomposas perogrulladas que suelta el general Mitterick en cuanto la primera luz del alba ha asomado por el horizonte? ¿Cuándo fue la última vez que recibí una carta de respuesta? ¿Hace un mes? ¿0 dos? ¿Acaso es demasiado pedir que me envíen una mísera nota en la que diga: gracias por toda esta mierda patriotera que me escribe, espero que siga bien en su ignominioso exilio?
Se arrancó distraídamente las postillas que tenía en el dorso de la mano derecha, ya que quería comprobar si podía sentir así dolor. Esbozó una mueca de agonía al hacerse más daño del que había pretendido.
Siempre es una línea muy fina
. Estaba cubierto de rozaduras, cortes y moratones, cuya causa era incapaz de recordar; no obstante, lo que más le hacía sufrir era el hecho de haber perdido su espada corta, que había sido forjada por Calvez, ya que se le había hundido en algún lugar de los bajíos. Una de las pocas reliquias que todavía le quedaban de la época en que había sido el eminente Primer Guardia del Rey en vez de redactor de unas fantasías deleznables.
Soy como un amante al que han abandonado y que es incapaz de seguir adelante por pura cobardía, que se aferra, con labios temblorosos, a los últimos y frágiles recuerdos que alberga sobre esa canalla que lo abandonó. Pero yo soy aún más patético, más horrendo y tengo una voz mucho más aguda. Y además, mato agente como pasatiempo.
Entonces, dejó atrás el toldo empapado de la entrada de su tienda y salió de ella. La lluvia había amainado; sólo chispeaba y se entreveían algunos fragmentos de cielo azul que desgarraban el velo de nubes que cubría asfixiantemente el valle. Seguramente, debería haber sentido un destello de optimismo ante el mero placer de sentir el sol sobre su rostro. Pero lo único que sentía, en esos momentos, era la insoportable losa de su desgracia. De la cantidad de tareas necias que debía hacer una tras otra de una manera descorazonadoramente tediosa.
Corre. Entrénate. Caga un zurullo. Escribe una carta. Coiné. Observa. Escribe un buen zurullo. Caga una carta. Come. Acuéstate. Finge que duermes mientras realmente permaneces despierto toda la noche intentando hacerte una paja. Levántate. Corre. Escribe una carta…
Mitterick ya había comandado un intento fallido de tomar el puente: un intento audaz y precipitado realizado por el Décimo de Infantería que hasta entonces había avanzado sin hallar mucha resistencia entre gritos de victoria. Entonces, mientras intentaban organizarse en un extremo del puente, los hombres del Norte los recibieron con una salva de flechas lanzadas desde el otro; a continuación, aparecieron súbitamente más norteños que emergieron de unas trincheras ocultas entre la cebada y cargaron lanzando unos aullidos que le helaban a uno la sangre. Quienquiera que estuviera al mando de esos hombres sabía lo que hacía. Los soldados de la Unión lucharon con fiereza pero se vieron rodeados por tres flancos y aislados, con suma rapidez, del resto de fuerzas de la Unión; después, los obligaron a retroceder hacia el río, donde intentaron mantenerse a flote en vano, o se vieron atrapados y aplastados en medio de la infernal confusión que reinaba en el mismo puente, donde se mezclaron con aquellos que todavía intentaban absurdamente cruzarlo.
Una gran línea de ballesteros de Mitterick surgió entonces desde detrás de un seto situado en la ribera sur y acribillaron a los hombres del Norte con una salva despiadada de flechas, lo que los obligó a retirarse a sus trincheras desorganizadamente, dejando numerosos muertos desperdigados por las cosechas pisoteadas situadas en su lado del puente. El Décimo había recibido tal castigo que no pudo aprovecharse del vuelco de la situación. Ahora, los arqueros de ambos bandos se hallaban demasiado ocupados intercambiándose flechazos caóticamente de un lado a otro del río mientras Mitterick y sus oficiales organizaban el próximo asalto.
Y, es de suponer, que también la próxima remesa de ataúdes.