En el interior la confusión se redoblaba. Mitterick se encontraba inclinado sobre una mesa en mitad de una masa clamorosa de uniformes escarlata, estudiando un mapa improvisado del valle y debatiendo a voz en grito. Felnigg sintió que su revulsión por aquel hombre le azotaba como un viento huracanado. Era el peor soldado que podía haber, aquel que disfraza su incompetencia de estilo y, para empeorar las cosas, consigue engañar a la gente la mayor parte de las veces. Pero a Felnigg no lo engañaba.
Felnigg se adelantó y saludó de manera impecable. Mitterick realizó un perentorio ademán con la mano y apenas alzó la vista del mapa.
—Traigo una orden para el Primer Regimiento del Rey de parte del Lord Mariscal Kroy. Si pudiera atenderla
de inmediato
, se lo agradecería —fue incapaz de esconder por completo el desprecio que sentía por él en su tono de voz y Mitterick, evidentemente, se dio cuenta.
—Ahora mismo estamos un poco ocupados
luchando
, quizá pueda dejarla…
—Me temo que no, general —Felnigg tuvo que hacer un gran esfuerzo para no abofetear a Mitterick con sus guantes—. El lord mariscal ha sido muy concreto en ese aspecto y debo insistir en la premura.
Mitterick se enderezó, tensando los músculos de la mandíbula hacia un lado de su sobredimensionada cabeza.
—¿No hay más remedio?
—Exactamente. No hay más remedio —entonces, Felnigg agarró la orden como si fuera a arrojársela a la cara. Sólo una última pizca de autocontención impidió que ésta abandonara la punta de sus dedos.
Mitterick le arrebató el papel y logró contener a duras penas las ganas que tenía de darle un puñetazo en la cara con la otra mano. Acto seguido, abrió el sobre.
Felnigg. Menudo asno. Menudo imbécil arrogante y pedante. Un quisquilloso obsesionado con la disciplina sin pizca de imaginación ni iniciativa, sin nada de lo que los hombres del Norte llamaban, con su don para la simplicidad, «agallas». Era afortunado de tener por amigo al Mariscal Kroy y de que éste le hubiera arrastrado consigo en su ascendente carrera porque, si no, se habría pasado toda la vida siendo un mero capitán que siempre iba con la chaqueta totalmente abotonada.
Felnigg. Menudo
imbécil
. Mitterick lo recordó escoltando aquellas miserables seis carretas después de que Kroy se cobrase su gran victoria en Ulrioch. Lo recordó exigiendo que se tuviese en cuenta su contribución al triunfo. Su batallón prácticamente aniquilado en pos de seis condenadas carretas. Por supuesto que se había tenido en cuenta su contribución.
Menudo imbécil
, había pensado Mitterick entonces, y su opinión no había cambiado en todos los años que habían transcurrido desde entonces.
Felnigg. Menudo imbécil redomado. Míralo. Qué imbécil. Probablemente se creía mejor que todos los demás, todavía, a pesar de que Mitterick sabía de buena tinta que era incapaz de levantarse sin antes empinar el codo. Probablemente, pensaba que sería capaz de hacer el trabajo de Mitterick mejor que él mismo. Probablemente, pensaba que se merecía el puesto de Kroy. Maldito imbécil. Era el peor soldado que podía haber, el que disfraza su estupidez de disciplina y, para empeorar las cosas, consigue engañar a la gente la mayor parte de las veces. Pero a Mitterick no lo engañaba.
Dos de sus asaltos al puente habían terminado en fracaso, por lo que debía preparar un tercero y no tenía tiempo para perderlo con burócratas pomposos. Se volvió hacia Opker, el jefe de su estado mayor, golpeando el mapa con la orden arrugada en su mano.
—Dígales que preparen a la Séptima, y quiero que la Segunda marche detrás de ellos. Quiero que la caballería atraviese ese puente tan pronto como consigamos asegurar esa posición, maldita sea, ¡esos campos están hechos para llevar a cabo una carga! Haga que se retire el regimiento de Klein y que aparten a los heridos. Que los echen al río si hace falta, estamos dando a esos condenados hombres del Norte tiempo para recuperarse. ¡Ha llegado el momento de demostrarles qué es en realidad un baño de sangre si eso es lo que quieren! Dígales que lo hagan de inmediato o yo mismo bajaré hasta allí y encabezaré la carga, tanto si puedo meter mi gordo culo en la armadura como si no. Dígales que…
Alguien le golpeó con un dedo en el hombro.
—Esta orden debe ser obedecida
de inmediato
, General Mitterick. ¡De inmediato! —Felnigg casi chilló estas últimas palabras, salpicando con saliva a Mitterick. A éste le resultaba muy difícil creer que alguien pudiera tener tal obsesión por las formas. Las normas cuestan vidas en momentos como ese. ¿Qué clase de oficial insistía en que se cumplieran las normas en un puesto de mando mientras en el exterior los hombres luchaban y morían? Furioso, echó un rápido vistazo a la orden.
Coronel Vallimir
Las tropas del General Mitterick están encontrando una fuerte resistencia en el Puente Viejo. Pronto obligarán al enemigo a emplear todas sus fuerzas. Por tanto, deseo que inicie usted su ataque de inmediato, según lo convenido, con todos los hombres a su disposición. Buena suerte.
Kroy
La Primera había sido asignada a la división de Mitterick, de modo que, como su comandante, era responsabilidad suya clarificar sus instrucciones. Como siempre, la orden de Kroy era tan directa y eficiente como el propio mariscal, y el momento de darla era el más adecuado. Pero Mitterick no iba a dejar escapar la oportunidad de fastidiar al insecto sin mentón que éste tenía por mano derecha, no, señor. Si Felnigg quería hacer las cosas siguiendo al pie de la letra el reglamento, lo asfixiaría con el puñetero reglamento. De modo que extendió el papel sobre el mapa, chasqueó los dedos hasta que alguien le puso una pluma en ellos y garabateó una frase debajo prácticamente sin pararse a pensar en lo que escribía.
Asegúrese de que el enemigo ha lanzado todos sus efectivos a la batalla antes de cruzar la corriente y, entretanto, procure no revelar su posición ante el flanco del adversario. Mis hombres y yo nos estamos dejando la piel en esto. No aceptaré que se les falle.
General Mitterick, Segunda División
A continuación, se dirigió hacia la puerta de la tienda, lo que le dio una excusa para apartar bruscamente a Felnigg de su camino.
—¿Dónde está ese muchacho del regimiento de Vallimir? —bramó bajo la cada vez más escasa lluvia—. ¿Cómo se llama? ¿Lerdodemierda?
—¡Lederlingen, señor! —respondió un joven alto y pálido que dio un paso al frente y saludó titubeante antes de añadir con menos seguridad aún—. General Mitterick, señor.
Mitterick no habría confiado de él ni para que llevase su orinal sano y salvo hasta el río y mucho menos para transmitir una orden vital, pero suponía, tal como había dicho Bialoveld en una ocasión, que «en la batalla uno debe aprovechar en la medida de lo posible las condiciones adversas».
—Llévele esta orden al coronel Vallimir de inmediato. Es del Lord Mariscal, ¿entiende? Y es de gran importancia —acto seguido, Mitterick le metió el papel plegado y ahora ligeramente hinchado por la tinta en su lacia mano.
Lederlingen aguardó inmóvil un momento, observando la orden.
—¿Y bien? —le espetó el general.
—Er… —Lederlingen saludó de nuevo—. Señor, sí…
—¡Muévase! —le rugió Mitterick a la cara—. ¡Vamos!
Lederlingen retrocedió, todavía manteniendo una absurda posición de firmes y, a continuación, atravesó corriendo el barro pisoteado en dirección hacia su caballo.
Para cuando hubo conseguido montar, un oficial delgado y sin mentón, que iba ataviado con un uniforme almidonado, había salido ya de la tienda de Mitterick y estaba susurrándole algo incomprensible al general mientras un grupo de guardias y oficiales los observaban, entre ellos un hombre corpulento de ojos tristes sin apenas cuello que le resultó vagamente familiar.
Lederlingen no podía perder el tiempo en intentar recordar quién era, pues al fin tenía un trabajo que merecía la pena desempeñar. Dio la espalda al lamentable espectáculo que estaban dando esos dos oficiales de alto rango del ejército de Su Majestad discutiendo entre sí y espoleó a su montura para que se dirigiera al oeste. Sinceramente, no podía decir que lamentase marcharse. El puesto de mando parecía un lugar más terrorífico y desconcertante que la vanguardia.
Pasó junto a una gran cantidad de hombres que se encontraban arremolinados frente a la tienda y gritó para que lo dejaran pasar, después, cruzó la muchedumbre algo menos compacta que se estaba preparando para un nuevo ataque en el puente; en todo momento, llevaba las riendas una mano y la orden en la otra. Debería habérsela guardado en el bolsillo, ya que así le resultaba más difícil controlar a su montura, pero le aterrorizaba la posibilidad de perderla. Una orden del Lord Mariscal Kroy en persona. Era exactamente el tipo de situación con la que había soñado cuando se había alistado con los ojos brillantes por la emoción… ¿hacía realmente sólo tres meses?
Ahora ya había dejado atrás al grueso de la división de Mitterick, cuyo clamor iba apagándose a sus espaldas. Aceleró el ritmo, inclinándose sobre el lomo de su caballo, para recorrer el irregular camino que lo alejaba del Puente Viejo en dirección a las marismas. Por desgracia, tendría que dejar su caballo con el piquete de la orilla sur y cruzar la ciénaga a pie para poder llevarle la orden a Vallimir. Eso si no se equivocaba de ruta y acababa llevándole la orden a Klige.
El mero hecho de plantearse esa posibilidad hizo que se estremeciera. Su primo le había advertido de que no debía alistarse. Le había dicho que las guerras eran el mundo al revés, un lugar donde los hombres buenos se las arreglaban peor que los malos. Le había dicho que las guerras sólo satisfacían las ambiciones de los ricos y que sólo procuraban tumbas a los pobres, y que no había encontrado dos tipos honestos que mostraran un mínimo de decencia en toda compañía en la que él había servido. Que los oficiales eran arrogantes, ignorantes e incompetentes. Que todos los soldados eran unos cobardes, unos bravucones, unos matones o unos ladrones. Lederlingen había supuesto que su primo había exagerado con el casi único fin de impresionarle, pero ahora debía reconocer que en realidad se había quedado bastante corto. El cabo Tunny, en particular, daba toda la impresión de ser un cobarde y un bravucón, un matón y un ladrón, todo a la vez. Pese a que se trataba del mayor villano que Lederlingen había conocido en toda su vida, los demás hombres lo agasajaban como a un héroe. ¡Loor y gloria para el bueno del cabo Tunny, el granuja más tramposo y mezquino de toda la división!
El sendero se había convertido en un camino empedrado que atravesaba una hondonada junto a un arroyo, o, a veces, en una ancha zanja embarrada sobre la que crecían árboles repletos de bayas rojas. Ese lugar olía a podredumbre. Era imposible avanzar más rápido que a un torpe trote. Ciertamente, la vida de soldado podía llevarle a uno hasta parajes bellos y exóticos.
Lederlingen dejó escapar un suspiro. Efectivamente la guerra era un lugar que parecía el mundo al revés y rápidamente estaba llegando a la misma conclusión que su primo: que no era para él. Tendría que limitarse a mantener la cabeza gacha, no meterse en problemas y a seguir el consejo de Tunny y nunca presentarse voluntario para nada…
—¡Ah!
Una avispa le había picado en la pierna. O eso es lo que pensó en un primer momento, a pesar de que el dolor fue considerablemente más intenso. En cuanto bajó la mirada, se dio cuenta de que tenía una flecha clavada en el muslo. Se quedó mirándola fijamente. Era un palo largo y recto con plumas grises y blancas. Una flecha. Por un momento, se preguntó si alguien le estaría gastando una broma. Se preguntó si sería una flecha falsa. Dolía mucho menos de lo que jamás hubiera sospechado. Pero la sangre había empezado a empaparle los pantalones. Era una flecha de verdad.
¡Alguien le estaba disparando!
Hundió los talones en los ijares del caballo y gritó. Ahora sí le dolía. Dolía como si le hubieran clavado un hierro de marcar en la pierna. Su montura se arrojó hacia delante sobre el camino pedregoso y Lederlingen perdió las riendas, rebotó sobre la silla y agitó frenéticamente la mano en la que llevaba la orden. Entonces se cayó al suelo. Le castañetearon los dientes y la cabeza le dio vueltas mientras se golpeaba contra las piedras.
Se puso en pie como pudo, sollozando debido al dolor que sentía en la pierna, y giró sobre sí mismo a la pata coja, intentando orientarse. Consiguió desenvainar su espada. Había dos hombres en el sendero. Eran hombres del Norte. Uno de ellos se dirigía hacia él con un cuchillo en la mano. El otro tenía un arco alzado.
—¡Socorro! —gritó Lederlingen, pero se hallaba débil, casi sin aliento. No estaba seguro de cuándo había pasado por última vez junto a un soldado de la Unión. Antes de adentrarse en la hondonada, quizás, había visto a algunos exploradores, pero eso había sido hacía un buen rato— ¡Socorro!
Otra flecha atravesó limpiamente la manga de su chaqueta. Y el brazo. Esta vez le dolió desde el primer momento. Soltó la espada con un chillido. Todo su peso recayó sobre su pierna derecha y ésta cedió. Cayó rodando por el terraplén y notó varias oleadas de agonía que le atravesaron el cuerpo cada vez que las flechas rotas chocaban contra el suelo.
Estaba en el barro. Todavía conservaba la orden en un puño. Intentó levantarse. Entonces, oyó una bota en el barro a su lado. Algo le golpeó en el cuello y su cabeza dio una sacudida.
Foss Deep arrancó el papel de la mano del sureño, limpió su cuchillo en la espalda de su chaqueta y después le plantó una bota sobre la cabeza y le hundió la cara en el barro repleto de sangre. No quería que gritase. En parte por sigilo, pero también porque había descubierto últimamente que no le agradaban los ruidos que hacían las personas cuando agonizaban. Si había que hacerlo, se hacía, pero no tenía por qué oírlo, la verdad.
Shallow estaba guiando al caballo del sureño terraplén abajo hacia el pantanoso lecho del arroyo.
—¿Has visto que hermosura? —preguntó, sonriendo.
—Es una yegua. No hables de ella como si fuera tu esposa.
Shallow acarició al animal en la cara.
—Es más guapa de lo que era tu mujer.
—Eso ha sido una grosería.
—Perdona. ¿Qué hacemos con ella, entonces? Es un buen animal. Podríamos ganarnos un…
—¿Cómo piensas hacer que cruce el río? No voy a arrastrarla por el pantano y el puente es un campo de batalla, en caso de que lo hayas olvidado.