Los milagros del vino (14 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: Los milagros del vino
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—¿Sólo eso contó? ¿No hay nada más?

—Sí —contestó Axión con mayor seriedad.

—¿Y bien? ¿Qué más contó? —le preguntó Podalirio, apremiante y lleno de sospechas.

El emisario respondió con el rostro sombrío:

—También dijo que Epafo, su mujer y su esclavo te están amargando la vida, que tu paciencia ya está al límite.

Podalirio le lanzó una mirada rápida como preguntando qué más había detrás de esas palabras.

—¿Sólo eso contó?

—¿Te parece poco?

El sacristán vaciló, mordiéndose indeciso los labios, y luego dijo:

—No tenía conocimiento de que Galión hubiera ido a Epidauro. Aquí sabíamos que andaba inspeccionando las principales ciudades de su gobierno, pero suponíamos que iría al santuario en las grandes fiestas de Asclepio. Él es muy devoto del dios.

—Por eso mismo ha creído conveniente solucionar cuanto antes este problema —observó el emisario—. Y ésa es la razón por la que el gran hierofante me envía a mí.

—¿Qué te mandan hacer?

—Poca cosa. Solamente enterarme bien de todo y preparar el terreno.

—¿Preparar el terreno? —preguntó preocupado Podalirio.

—Sí. He de ver a Epafo y sacar conclusiones, antes de que el gran hierofante llegue a Corinto.

—¡El gran hierofante! ¿Aquí? ¿Viene a Corinto? —exclamó con exaltación Podalirio.

—Sí. El procónsul regresa ya y ha decidido emprender el viaje en su compañía. Aprovecharán las fiestas de Higea para hacer grandes fastos y poner definitivamente en orden el Asclepion.

En ese momento, llegó Nana con el refresco de fresas e interrumpió la conversación. Aprovechó también para lanzarle a su esposo una mirada de complicidad, en la que él adivinó una gran preocupación.

Mientras tomaban en silencio la agradable bebida, Podalirio tuvo tiempo suficiente para ordenar sus ideas. Se daba cuenta de que aquel emisario venía con unos propósitos muy diferentes a los que él había pensado en un principio. En Epidauro no sabían nada del exorcismo, porque seguramente Galión tampoco sabía nada.

Aunque diariamente partía un correo desde Corinto para llevarle noticias, dondequiera que se hallase, era evidente que los magistrados no le habían comunicado el suceso del Asclepion. El problema ahora era buscar la manera de contárselo a Axión, antes de que tuviese delante a Epafo, a su mujer y a Erictonio. Sólo pensar en eso, le ponía los pelos de punta. A pesar de ello, decidió actuar con resolución, como si huyera en dirección al problema.

—¿Y qué opina el gran hierofante de ese informe del procónsul? —preguntó.

El emisario puso tono resignado.

—Esas cosas ya se sabían en Epidauro hace mucho tiempo. Lo que nos sorprende es que tú, Podalirio, hayas soportado tanto, con la alta consideración que allí se te tiene. ¿Qué has hecho durante todo este tiempo?

—Aguantar —suspiró el sacristán.

—Pues eso se va a terminar —observó Axión, mirando al suelo—. El gran hierofante te librará de esta situación.

Podalirio pensó que ése era el momento oportuno y dijo reverentemente:

—Si viene el gran hierofante, bienvenido sea, pero ya el mismo Asclepio ha resuelto poner orden en esta sagrada casa.

Axión le miró enigmáticamente.

—¿Tienes algo que contar?

—Sí.

—¿De qué se trata?

Podalirio respondió apesadumbrado:

—He tenido que practicar un exorcismo severo siguiendo el viejo ritual.

—¡Oh! ¿Cómo es eso? ¿A quién?

—A Epafo y a su familia.

Axión dejó en la mesa el vaso de refresco y miró al sacristán con ojos penetrantes. Tragó saliva y dijo con voz tonante:

—¿Al propio hierofante de Corinto?

Podalirio asintió con un movimiento de cabeza. Se encogió de hombros y comenzó a hablar con tono sincero:

—No voy a mentirte. Me debo a la verdad, ¡Asclepio me guíe!, ése es mi sagrado juramento…

Estaba diciendo esto, cuando de repente se abrió bruscamente la puerta y apareció de nuevo Nana, visiblemente nerviosa, para exclamar:

—¿Un poco más de refresco? ¿Hace falta algo por aquí? ¿Os ha gustado? Estoy encendiendo la lumbre para preparar una pata de cordero… En fin, supongo que tendréis hambre a estas horas…

Podalirio se dio cuenta de que su mujer había estado escuchando detrás de la puerta y de que no estaba dispuesta a que él le confesase la verdad al emisario.

—¡Déjanos ahora, por favor! —le pidió a ella, clavándole una enfurecida mirada.

—Quizás el emisario de Epidauro quiera conocer a toda la familia —dijo Nana, con forzada amabilidad—. Iré a buscar a nuestro hijo… ¡Ya nuestra nieta! Tenemos una nieta preciosa…

—¡Luego, Nana! —rugió Podalirio—. ¡Estamos tratando asuntos muy serios!

Ella no tuvo más remedio que dejarlos de nuevo a solas. Salió confundida y pálida como la cera.

Podalirio prosiguió con voz serena:

—No puedo decir con seguridad que se tratara de espíritus, ya se sabe lo peliagudos que son tales asuntos.

Pero Epafo se comportaba de una manera imposible, ¡iba a volverme loco!; se enfrentaba a todo el mundo, delirante y obsesivo; no había forma humana de hacerle entrar en razón. Entonces se me ocurrió de repente lo del exorcismo. Con ayuda de los fieles, los envolví a él, a su esposa y al esclavo en pieles de ovejas sacrificadas a Asclepio, e hice luego todo lo que manda el ritual, ya sabes…

Axión le escuchaba, muy atento, con gesto atónito.

—Y cuando emergieron del sueño, ¿qué pasó? —inquirió con impaciencia.

Podalirio respondió tristemente:

—Estuvieron sumisos, dispuestos a obedecerme.

El emisario se quedó muy pensativo. Y se cernió sobre ellos un silencio sombrío. Ambos tomaron algunos sorbos del refresco y después se miraron cavilosos. Al fin, Axión preguntó:

—¿Y desde aquel día qué han hecho?

—Les prohibí hablar del asunto. Están temerosos y confusos. Todo el mundo en Corinto sabe lo del exorcismo y la gente está de mi parte. Incluso el magistrado que se ocupó del caso no duda en que fue cosa de demonios.

Axión se puso en pie circunspecto.

—Vamos allá, he de verlos —dijo.

Podalirio sintió que empezaba a arrepentirse de haber sido tan sincero.

—Naturalmente, por eso estás aquí. Vamos a casa del hierofante —añadió sin que le quedara más remedio.

Salieron en dirección a la casa de Epafo. Y, antes de llegar a la puerta, el emisario dijo:

—Entraré yo solo, no diré quién soy; simplemente trataré de hacerme una idea de la situación.

—Me parece correcto.

Entró Axión y Podalirio regresó a su casa con el corazón en un puño. Nana le aguardaba en la puerta, presa de una gran ansiedad.

—¡Por la madre de los dioses!, ¿qué ha pasado? —exclamó.

—Ha entrado a ver.

—¿A ver?

—Sí, a ver.

—¿A ver qué?

Podalirio, cuya turbación mental y espiritual parecía ir en aumento, gritó:

—¡Por Asclepio, Nana, que sea lo que el dios quiera!

Al cabo de una hora regresó el emisario envuelto en una aureola de dudas.

—¿Qué opinas? —quiso saber Podalirio.

Axión le miró, confuso, y respondió:

—La verdad es que no sabría determinar si tienen o no aún los espíritus dentro. Pero he visto con claridad que están locos como cabras.

—¿Y qué piensas que debe hacerse?

—Tienen que irse. El culto de Asclepio no puede permitirse tener gente así de complicada a su servicio. Perderíamos fieles…

Con tristeza, Podalirio preguntó:

—¿Y quién les dirá que han de irse?

—Ya se lo he ordenado yo en nombre del sumo sacerdote de Epidauro —respondió con determinación el emisario—. Epafo y los suyos no deben estar aquí cuando regrese el procónsul romano. Esa es la orden que traigo.

Capítulo 14

Todavía no había amanecido cuando Nana fue a despertar a Podalirio. Entró en la alcoba llevando una lámpara encendida y se encontró a su esposo levantado, mirando por la ventana. No había dormido en toda la noche.

—¡Se van! —dijo ella, tratando de disimular su entusiasmo.

Él movió la cabeza, apesadumbrado.

—Ya lo sé. Se oían desde aquí los ruidos de los preparativos. No me han dejado pegar ojo.

Se cernió sobre ellos un silencio tan sombrío como el insomnio. Finalmente, Podalirio descolgó el manto de la percha e hizo ademán de salir.

—¡Será mejor que no vayas! —le retuvo Nana, interponiéndose entre su marido y la puerta.

Él la apartó a un lado y contestó sin detenerse:

—No me portaré así. Cargaría toda la vida con los remordimientos. He de ir a despedirme.

Cuando Podalirio llegó frente a la casa del hierofante, se alegró mucho al ver que su hijo Egimio estaba ayudando a cargar los pertrechos. Epafo y su mujer ya se habían acomodado en el carro y Erictonio se disponía a montar en la muía. El resto de la servidumbre se afanaba ajustando la carga y anudando las cuerdas que la sujetaban.

Egimio miró a su padre con cara de circunstancia, y Podalirio le puso la mano en el hombro cariñosamente antes de aproximarse a la parte delantera del carro.

Cuando le vio Erictonio, gritó con rabia al resto de los esclavos:

—¡Está a punto de amanecer! ¡Acabad de una vez con eso! ¡Hemos de partir!

Podalirio escrutó la penumbra para enfrentarse al rostro de Epafo. Éste iba envuelto en una manta y parecía tener la mirada perdida en el horizonte, donde la oscuridad empezaba a disiparse. A su lado, su esposa vigilaba los preparativos. Ninguno de los dos se percató de que estaba allí el sacristán.

Él dijo con voz seca:

—He venido a despedirme.

Ninguno de los dos respondió. Detrás del carro, el esclavo volvió a gritar:

—¡En marcha!

Podalirio se acercó más y dijo tímidamente:

—Si necesitáis alguna cosa de mí…

El hierofante se volvió entonces hacia él y contestó irritado:

—¡Sí, que mueras! ¡Ojalá el dios te castigue pronto por todo el mal que me has hecho! ¡Me has arruinado la vida!

A su lado, visiblemente nerviosa, la mujer chilló:

—¡No le dirijas la palabra! ¿Partimos de una vez o no?

—¡Adelante! —ordenó el esclavo, arreando a los caballos.

El aire se hacía transparente dejando ver los resplandores de la aurora, cuando el carro, seguido por las bestias a cuyos lomos iban los esclavos del hierofante, se alejaba por el camino del Lequeo dejando tras de sí una densa nube de polvo blanquecino.

Al ver a su padre quedarse tan afligido mirando en aquella dirección, Egimio dijo:

—No te preocupes. Ya sabes que es gente difícil.

—Hubiera preferido que todo esto sucediera de otra forma —se lamentó Podalirio.

—No te han dejado más solución que ésta —le dijo con ternura Egimio.

Ninguno de los dos se dio cuenta de que Nana estaba a sus espaldas, contemplando también cómo se perdían los viajeros en la lejanía.

—¡Allá van nuestros problemas! —exclamó exaltada— ¿A qué esta pena? ¡Deberíamos cantar y bailar!

Dos días después de la partida de Epafo, Corinto bullía entusiasmado por la visita del gran hierofante de Epidauro. La gente se había echado a la calle y caminaba apresurada hacia la puerta de Cencreas, donde ya estaban hacinados todos los enfermos de la ciudad: ciegos, tullidos, cojos, dementes…, solos o acompañados por sus familiares, arrastrándose sobre sus males, en camillas, en carritos, con muletas, sin piernas, llevados a hombros… Todos ellos esperaban un milagro del sumo sacerdote del dios de la salud, aquel que gobernaba el santuario más célebre del orbe, en cuyas sagradas piedras, en sus templos, en sus bosques y en sus aguas, se manifestaba el misterioso
pneuma
, el espíritu invisible, incorpóreo, capaz de restablecer las almas y los cuerpos enfermos. Ilusionados, soñaban con que algo de ese divino soplo viniese envolviendo la presencia de tan venerable visitante.

El área central de Corinto estaba engalanada con coloridas colgaduras de fiesta; y las imágenes de los dioses se habían sacado a las calles, entre perfumados humos de inciensos y lánguidos sones de flauta, sistro y címbalo; los templos se habían adornado con guirnaldas de flores, ramas de olivo, palmas y coronas de laurel. Una centuria de soldados romanos con uniformes de gala ocupaba en formación el centro de la plaza, frente al pretorio, después de haber desfilado marcialmente al ritmo de una fanfarria militar atronadora. Las bruñidas corazas de bronce lanzaban arrogantes destellos bajo el sol.

En un lugar del ágora, sobre un estrado dispuesto para la ocasión, Podalirio también esperaba con nerviosismo, junto a las autoridades y a los sacerdotes de los diversos cultos, que lucían sus mejores vestimentas. Era una tarde cálida de junio y los ropajes solemnes resultaban gruesos y olían a rancio por llevar guardados algún tiempo. En medio de los agasajos y las frases de cortesía, el sacristán no podía librarse de sus remordimientos. Todo el mundo le trataba ya como si fuera el nuevo hierofante del Asclepion de Corinto, mientras pesaba sobre su alma, como una losa, la sensación de haber usurpado ese cargo, a pesar de las miradas de veneración y hasta temerosas de la gente por el célebre suceso de los demonios.

Por fin, la multitud se agitó y se vieron aparecer al fondo de la vía de Cencreas los lictores con las fasces y las insignias que anunciaban la llegada del procónsul.

—El gobernador viene al frente —explicó un magistrado—, adelantándose para recibir al gran hierofante, aunque han hecho el viaje juntos. El protocolo así lo requiere.

En efecto, Lucio Junio Galión precedía al sumo sacerdote de Epidauro y entró con gran solemnidad en la plaza a lomos de su caballo. Fue cumplimentado por las autoridades y ocupó su lugar en la tribuna. Estaba sonriente y presentaba un rostro saludable, moreno por el sol de los caminos, en el que se adivinaba la gran satisfacción por traer a la ciudad a tan ilustre visitante.

Podalirio se dio cuenta de que, nada más sentarse, Galión miró a un lado y a otro, como buscando a alguien. Después hizo una indicación a uno de sus ayudantes, el cual se encaminó directamente hacia donde estaba el sacristán. Cuando estuvo frente a él, le comunicó:

—Su excelencia el procónsul de Roma te manda ir a sentarte a su lado.

Podalirio se estremeció y quiso que la tierra se abriera bajo sus pies para tragarle en ese momento. Miró hacia Galión y, con un disimulado gesto, le hizo ver que prefería permanecer donde estaba. Pero el procónsul insistió con un movimiento firme de su mano, sin dejar de sonreír.

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