Epidio se quedó pensativo un momento y luego, mirándole fijamente a los ojos, le dijo, poco halagüeño:
—No te hagas ilusiones, griego. No eres el primero que viene a interesarse por eso en los últimos años. No sé qué demonios está pasando con esa historia… ¡Qué manía de venir a preguntar! ¡Qué pesadez! Ella está un poco harta de todo esto… Susana es una mujer muy suya y nada amiga de andar perdiendo el tiempo para satisfacer la curiosidad ociosa de la gente. Lo que sucedió lo guarda en su corazón como un tesoro. Habla muy poco de aquello…
Podalirio se sintió molesto y avergonzado.
—Gabinio, el tío de Susana, no me dijo nada de eso —repuso—. Llegué a Séforis y le conté que venía de parte de Lucius. Me pareció entender que Susana se alegraría…
—¡Oh, el viejo vive en su mundo! —exclamó con ironía Epidio.
Estando en esta conversación, entró un criado y avisó:
—La señora ha llegado.
—Vamos a recibirla —propuso el administrador.
Salieron a la puerta. En la explanada que se extendía delante de la casa los criados se llevaban ya los caballos, después de que hubieran descabalgado un grupo de hombres y mujeres.
—La más alta es Susana —indicó Epidio.
Podalirio la buscó entre los demás. Se fijó en una mujer de unos cincuenta años, muy delgada, fibrosa, de largo cuello; el pelo rubio ondulado y entreverado de canas; la tez clara y unos grandes ojos de iris color gris azulado. Vestía como las mujeres griegas, con un peplo cómodo ceñido que acentuaba su esbeltez.
El administrador se aproximó a ella y le estuvo hablando en voz baja, de manera que Podalirio no supo qué le decía. Susana se volvió hacia él y se acercó.
—Me crucé por el camino con Filipo y me dijo que te había acompañado hasta aquí. ¿Cómo te llamas?
—Podalirio.
—¿Te envía Lucius?
—Sí. En mi equipaje guardo una carta suya para ti.
Ella parecía escudriñarle con la mirada, a la vez que permanecía distante, incluso algo hosca.
Podalirio añadió con timidez:
—No quiero causarte ninguna molestia. Tengo dinero y puedo cuidarme.
Susana sacudió la cabeza con orgullo y replicó:
—¡Aquí somos hospitalarios! —Miró al administrador—. ¿Le habéis dado de comer?
Epidio asintió.
—Por supuesto, señora.
Ella explicó entonces:
—Estoy muy cansada —dijo Susana—. Ha sido una jornada entera de viaje y… ¡vengo muerta! Mi espalda se resiente; necesito darme un baño y que me apliquen unas friegas… Disculpadme.
Dicho esto, desapareció en el interior de la casa seguida por sus criadas.
Epidio se dirigió entonces a Podalirio y le preguntó:
—¿Necesitas alguna cosa?
—Nada —contestó él.
—Pues ve a descansar. Pronto anochecerá y tú también debes de estar fatigado. He ordenado que preparen tu aposento. Un criado te acompañará.
Podalirio había caminado hasta uno de los extremos del promontorio donde se asentaba la villa de Susana y se había acomodado en un peñasco. Se dejaba vencer por el peso de oscuros pensamientos; estaba cabizbajo y contemplaba los campos con el rostro ensombrecido. La visión de la tierra rojiza y de las hojas almagradas de las viñas avivaba su nostalgia. ¿A qué había ido a aquel país lejano y de extrañas costumbres? ¿Quién le había mandado dejar Grecia para hallarse ahora entre gentes que, de momento, muy poco parecían poder aportarle? Se desazonó al tratar de recapacitar y darse cuenta, no obstante, de que no le quedaba otro remedio que permanecer allí todo el tiempo que faltaba para la primavera.
En ese momento se presentó Susana y se situó a su lado sin decir nada. Él la miró y ella apretó los labios, como reprimiendo una sonrisa.
Podalirio dijo, con pena:
—Siento haberte importunado con mi llegada. Aquí estáis ocupados en vuestros trabajos y temo ser una molestia. ¡Lo siento de veras! Ahora me doy cuenta de que no debí venir. Obré impetuosamente; me dejé llevar por el deseo de saber, por el ansia de averiguar cosas que quizás no me incumban.
Susana se sentó a su lado y soltó un puñado de nueces en el suelo. Cogió una piedra y se puso a cascarlas. La primera que peló se la ofreció a él.
—No te preocupes. Sé que sientes curiosidad por haber leído esos escritos que te dio Lucius. También tenía él la misma curiosidad cuando estuvo aquí y puso empeño para enterarse bien de todo. Comprendo que has hecho un largo viaje y quieres aprovecharlo. Y me imagino que ahora estás algo desconcertado.
Él bajó la mirada, asintiendo con gesto humilde.
—No sé qué me pasó por la cabeza… Me hice ilusiones.
—Tal vez esperabas encontrar aquí una mujer santa —comentó ella—, o una profetisa. ¿Qué te contó Lucius de mí?
—¡Oh, nada! —respondió él con determinación—. Me aconsejó que viniera y no me contó nada más.
Susana suspiró.
—Lucius quería escribir un relato y para ello necesitaba cuanta información pudiera recabar. Vino una primavera, hace ya dos años, y permaneció aquí durante un mes. Hicimos amistad. Pero él deseaba tener más testimonios y prosiguió su recorrido por Galilea hablando con unos y con otros. La verdad, no sé por qué motivo te aconsejó que vinieras precisamente a mi casa… No creo que aquí hallara él lo que considerase de más valor para ponerlo por escrito.
—Dijo que tú podrías contarme cosas que yo comprendería. He de ser sincero y confesarte que no sé a qué se refería. He venido un poco a ciegas…
Ella replicó, visiblemente molesta:
—¿Cosas que comprenderías…? ¿Qué quería decir Lucius con eso? Yo no soy una mujer santa; no he tenido una vida ejemplar que digamos. Tampoco soy una profetisa. De cualquier mujer se espera que pase por uno de los tres estadios propios de una vida virtuosa: joven virgen, esposa y viuda entregada al Señor. Ya ves, ninguno de ésos es mi caso: soy una mujer madura, soltera, sin hijos y… ¡y dedicada a hacer vino!
Podalirio la miró comprensivo y extendió la mano esperando que ella le diera otra nuez. Pero Susana, sulfurada, le entregó la piedra diciendo:
—¡Pártela tú!
Él se desazonó al ver que ella adoptaba una actitud fría. No obstante, como de ninguna manera deseaba contrariarla más, cogió la piedra y la dejó caer con torpeza sobre la nuez, de manera que, en vez de cascarla, la aplastó completamente. Después lo intentó con otra, que se le deshizo también en mil pedazos.
—¡Las estás despachurrando! —le reprochó Susana—. ¡Anda, déjame hacer a mí!
Cohibido, Podalirio observaba en silencio cómo ella golpeaba con habilidad las nueces y extraía el fruto entero, que iba depositando en un montoncito, con sus manos de dedos largos y delicados en los que resplandecían un par de anillos de plata.
Él trató de cambiar de conversación.
—¿Suele llover por aquí a principios del otoño?
—¡Como en todas partes! Unas veces sí y otras no. Pero eso ya me da igual; la vendimia está concluida. Ahora sólo falta esperar a que termine de hacerse el vino. En este tiempo hay poco trabajo en la viña y nos dedicamos al lagar y a las bodegas.
Suspiró y se quedó callada durante un rato. Luego miró de repente a Podalirio y le dijo intempestivamente:
—¡Coge nueces, hombre! Las estoy pelando para ti…
—Oh, gracias… —balbució él con timidez, alargando la mano hacia el montoncito.
Susana soltó la piedra y entrelazó los dedos sobre el regazo, dejando que sus ojos grises se perdieran en la lejanía del valle. Entonces, como si quisiera retornar a la anterior conversación, comentó:
—Aquí la vida puede parecer monótona: las tareas propias de la viña, la vendimia, la elaboración del vino, la poda… Pero, para una mujer de mi edad, sin marido ni hijos… Esto me gusta; porque encierra su propio misterio… ¿Qué hago yo encerrada en la casa de Séforis?
Mientras masticaba la última nuez, Podalirio cruzó las manos en torno a las rodillas y murmuró, contemplando el paisaje otoñal:
—Es bello todo esto… ¡Es verdad!
Susana alzó la frente con orgullo, dejando que se le agitara la melena recogida en la nuca. Él vio de soslayo el fino cuello, blanco y firme a pesar de su edad, la barbilla de noble forma y el perfil recto de su larga nariz.
—¿Tú tienes mujer e hijos?
—Sí. En Corinto dejé a mi esposa y a mi hijo. También tengo una nieta.
—¡Vaya, un abuelo! —exclamó ella, divertida—. Me doy cuenta de que debes de tener una vida muy feliz allí. ¿No es así?
—Así es —contestó él secamente—. Yo tampoco puedo quejarme.
—¿A qué te dedicas en Corinto? —inquirió ella, haciendo más visible su curiosidad—. Tienes apariencia de hombre instruido…
—Sirvo en un templo.
Susana le miró atónita y exclamó asombrada:
—¡Anda, eres sacerdote pagano! ¿De qué culto?
—Soy asclepiada.
—¡Ahora lo comprendo! Por eso Lucius te aconsejó que vinieras a Galilea. Él también es médico.
—No tiene nada que ver —repuso Podalirio—; fue una simple casualidad.
—¡Oh, no creo en las casualidades! —aseveró ella muy seria—. Hay una razón clara entre la profesión de Lucius y su interés por los milagros. De la misma manera, no creo que tú hubieras emprendido un viaje tan largo si no se hubiera generado dentro de ti esa curiosidad. Los sacerdotes de Asclepio estáis obsesionados con los milagros. No me negarás eso…
—Puede que tengas algo de razón en lo que dices. Pero Lucius y yo no hemos tenido tanto trato como veo que supones. Nuestro encuentro fue accidental y breve. Aunque he de reconocer que fue él quien despertó en mí el deseo de venir a Galilea.
—Entonces tengo razón en todo y no en parte —replicó Susana un poco airada.
—Déjame que te explique —le pidió él—. La curiosidad por los milagros no se despertó en mí por las conversaciones con Lucius, ni por haber leído esos escritos. Esa inquietud llevaba ya mucho tiempo en mi alma. Si he de ser sincero, te diré que siempre pensé en tales cosas.
Por primera vez, Susana dulcificó algo su mirada. Se quedó un momento pensativa y luego observó:
—Los milagros no son tan importantes…
—¿Cómo que no? —preguntó él, extrañado.
—Bueno, no es lo más importante.
—Pero… ¿hubo milagros aquí?
Susana frunció el ceño.
—¿De verdad te importa tanto eso? ¿Por qué has emprendido un viaje tan largo sólo para saber si existen o no los milagros?
—No sería capaz de expresarlo de manera sencilla.
—¿Crees que no podría entenderte? —observó irónica ella—. Las razones de los hombres y las mujeres no son tan diferentes en lo esencial.
—¡Oh, no me refiero a eso! Y no te empeñes en llevar siempre la conversación hasta ese extremo. No vayas a pensar que me he pasado la vida únicamente entre hombres. Aunque en Epidauro éramos todos varones, pronto me casé y he tratado mucho con mujeres. No me consideres de esa manera, pues a mí no se me ha ocurrido pensar que juzgaras mis intenciones por el hecho de ser tú mujer. Sólo quería tratar de hacerte entender que me resulta muy difícil explicar el porqué de mi interés por los hechos extraordinarios.
Ella sonrió al fin y le miró con algo de afecto. En un tono que indicaba su deseo de no volver a hablar más del tema, dijo:
—No soy tan testaruda como puede parecer a primera vista. Pero, ya que no nos queda más remedio que hablar de nuestras cosas a partir de ahora, hagámoslo sin prejuicios.
El la tranquilizó:
—Tampoco tú te equivoques conmigo. Ya me has dejado claro que no consentirás que te trate como a una ilusa. Pues ahora te pido yo que te libres de la imagen que te hayas podido hacer de mí. No soy uno de esos sacerdotes aferrados a las supersticiones, ni mucho menos un fanático. Soy un pobre hombre lleno de dudas que ha sobrepasado ya la mitad de su vida y no quiere llegar a la muerte sin haber buscado al menos algunas respuestas.
Susana extendió la sonrisa y Podalirio descubrió brillo en sus ojos cuando le dijo:
—He comprendido. Tendremos tiempo para conocernos y para hablar sin prisas. Aunque ya te advierto de que dudo que pueda ayudarte a dar con eso que buscas. Aquí hay pocos misterios. Que no te engañe tu imaginación y te haga lucubrar esperando narraciones fantásticas y sucesos maravillosos. Esto es un lugar como otro cualquiera. Y supongo que en Corinto ya habrás adquirido suficiente experiencia en la vida, pues eres abuelo a fin de cuentas.
Podalirio le devolvió la sonrisa y le dijo, agradecido:
—Empiezo a presentir que llegaremos a entendernos…
Susana añadió, fingiendo ponerse seria:
—Aquí todo el mundo trabaja a sueldo.
Él se inclinó con reverencia y contestó con guasa:
—Haré lo que mandes, ama.
Una mujer menuda, extremadamente delgada, débil, jorobada y de caminar trabajoso, el pelo largo, pobre y negro, los ojos diminutos, vivarachos, y el rostro gozoso, se aproximó a Podalirio y le habló con una voz finísima:
—¡Qué mala suerte la mía! Nací en este desastre de cuerpo… ¿Te das cuenta? Para mí, caminar de una parte a otra de mi casa se me hace un mundo y ¿qué te puedo contar de ir al mercado o al templo? ¡Me duele todo! Cuando era pequeña… ¡Qué tonterías digo! Pequeña he sido desde que nací. En fin, cuando era niña, tenían que llevarme en brazos hasta que cumplí diez años. Como comprenderás, mi madre, que tenía otros cuatro hijos más pequeños, debía de estar harta de mí. Cuando pude caminar, aunque con mucho esfuerzo, ¡qué felicidad! Pero luego me hice mujer y… bueno, ¿quién iba a casarse con algo como yo? He cumplido ya los cuarenta años. Menos mal que Susana me recogió y me da trabajo en la cocina. Aunque, ¿qué otra cosa mejor puedo hacer que cortar pepinos, pelar cebollas o cocer huevos? Y, encima, ¡estos dichosos dolores!
Con suma atención, conmovido, Podalirio la escuchaba. Y ella proseguía con su retahíla de lamentaciones, sin dejar de sonreír un solo momento.
—Ni siquiera en asno puedo montar; ¡me resulta un animal enorme! Cuando cumplí los catorce años, a mi padre, que era muy ocurrente, no se le vino a la cabeza mejor idea que domar una cabra y acostumbrarla a llevar una silla sobre los lomos. Y me convenció para que me montara en ella, amarrada con unas correas. ¡Qué bien de momento! Aquello parecía funcionar; mi padre la llevaba de las riendas y yo, ¡tan feliz!, haciéndome ilusiones de que sería la solución. Pero la cabra se echó a correr un día monte arriba conmigo encima y… ¡qué horror! Me restregó por todas las plantas espinosas y se revolcó en unos pedregales. Poco más y me mata…