Sin saber a ciencia cierta si el espectáculo le causaba admiración o vergüenza, Podalirio observaba atónito el enorme corpachón de su amigo, cuyos movimientos, normalmente lentos y ceremoniosos, se tornaban ahora en saltitos, frenéticas sacudidas y contoneos; alzaba el procónsul los brazos con rapidez y armonía, guiñaba los ojos y arrugaba el belfo, ahíto de satisfacción.
Así que el sacerdote del sobrio culto de Asclepio, algo desconcertado, apuró un par de vasos más. Entonces una de las mujeres, con descaro, se fue hacia él y, agarrándole por las muñecas, le exhortó:
—¡Danza tú también! ¿Qué haces ahí como un pasmarote?
—No, ¡que no sé! —se resistió él.
—¿Cómo que no? —exclamó Galión—. ¡Vamos, muévete de una vez!
Se puso en pie Podalirio e inició unos tímidos movimientos. La mujer, bailando a su lado, se reía con grandes carcajadas y le propinaba molestos empujones. Aguantó él así durante un rato, algo mareado, haciendo lo que podía, pero de manera alguna era capaz de seguir el ritmo al que, con tanto tino, se ajustaban los pies y los cuerpos de los demás.
Y no tardó pues en desistir, huyendo a refugiarse en un rincón, al resguardo de las cortinas. Desde allí contemplaba la escena, entre divertido y asustado: los músicos intensificaban la velocidad de la melodía y los danzarines se agitaban cada vez más frenéticamente.
Galión, enorme, resaltando por encima de los demás, iba de un lado a otro, con mucha gracia, sonriente, como en éxtasis, con los ojos brillantes de vino y felicidad fijos en los techos de la taberna. Aullaba con énfasis:
—¡Mirad! ¡Así se baila en Hispania!
En medio de su asombro, Podalirio exclamó, dejando escapar un espontáneo pensamiento:
—¡Si no lo veo no lo creo!
En ese momento, la voz de una mujer se alzó a sus espaldas:
—¿Qué haces tú aquí?
Se volvió Podalirio y casi se murió por la sorpresa: era Eos, que asomaba por entre las cortinas, bellísima, con una hilera de nacaradas perlas sobre la frente, mirándole con sus bonitos ojos verdes extasiados.
Podalirio se quedó mudo y pensó que sería cosa del vino. Pero ella extendió la mano y tiró de él apremiándole:
—¡Vamos afuera, querido! ¡Sígueme!
Obedeció él sin rechistar y la siguió hasta la puerta de la taberna, mientras se abrían paso entre el gentío. Salieron y en el exterior reinaba ya el fresco de la noche. También en la calle había lucernas encendidas, músicos con flautas y panderos, ríos de gente, humo de fritangas y escanciadores de vino aguado en cada esquina.
Eos llevaba a Podalirio de la mano, como en volandas, pasando por delante de los tenderetes, de la muchedumbre de marineros, prostitutas, mercachifles, soldados y extranjeros. En todas partes había mesitas abarrotadas de vasos, jarras y viandas; bajo los toldos, los cañizos y los emparrados. También en los barcos que se alineaban en la dársena y en los fondeaderos se veían luces y gentío alborotado.
Dejaron atrás la fiesta y se adentraron en la oscuridad de la noche, por un camino que discurría entre higueras y casuchas. Los viejos rosales exhalaban sus aromas de agonía entre las plantas salvajes y espinosas. Más adelante, los árboles se unían en pequeños grupos, como negros bultos en las sombras. Siguieron el camino que llevaba a la rumorosa orilla, plácida y fresca, donde el continuo ir y venir de las olas dejaba ver el clarear de la espuma en la apacible serenidad marina. La luna llena se reflejaba en las aguas foscas con una estela de plata. No muy lejos, el faro parecía mirarles con su ojo ciclópeo, anaranjado por el fuego que ardía en su altura.
Se detuvieron jadeantes y se abrazaron. Podalirio seguía abrumado, creyendo que aquello era un sueño. Ella volvió a preguntarle:
—¿Qué haces tú aquí?
Él contestó en un susurro:
—¿Y tú? ¿Qué haces tú aquí?
Eos se apartó un poco y él pudo ver el brillo de sus ojos a la luz de la luna.
—He venido a ejercer mi oficio. ¿O te has olvidado de que soy una hetera de Afrodita? Estamos en julio; en esta época el puerto es una fiesta permanente. Acuden adinerados hombres desde todas partes y no se deben dejar escapar los beneficios.
Podalirio se entristeció.
—De vez en cuando se me olvida… —dijo.
—Ya lo sé, querido. Pero ahora lo que importa es que nos hemos encontrado. Y dime tú: ¿Qué haces aquí? Nunca antes te he visto en el puerto.
—El procónsul se empeñó en traerme…
Ella le acarició el pelo con ternura y exclamó:
—¡Podalirio, has bebido mucho vino! Creo que estás algo borracho.
—Sí, eso creo yo también.
Eos le tomó nuevamente de la mano.
—Vamos a caminar por la arena; se te pasará —propuso.
Anduvieron un buen trecho, dejando cada vez más lejano el ajetreo de la fiesta. Podalirio no se cansaba de repetir:
—¡Qué raro…! ¡Esto parece un sueño!
—¡Ja, ja, ja…! —reía ella encantada.
Así llegaron junto al pequeño templo de Isis. Era aquél un lugar solitario y silencioso. Una misteriosa claridad envolvía las blancas piedras y el tejado puntiagudo. En unos arbustos cercanos, un ave marina permanecía despierta y enviaba una especie de lastimero quejido.
—¡Me encanta este lugar! —suspiró Eos—. Parece que aquí la luna traza un camino de claridad en el mar, como si Isis marcara por donde se ha de ir después de la muerte…
Con voz temblorosa, Podalirio confesó:
—A mí nada me dice el culto de Isis.
A lo que ella contestó enigmáticamente:
—Pues a mí cada día me dice más. A menudo vengo aquí a suplicarle a la diosa que se ocupe de mí a la hora de mi muerte. Ella reina sobre el mar, sobre los frutos de la tierra… y sobre los muertos… Recorre la noche en busca de Osiris muerto por el dios de las sombras; como Demeter buscó a su hija raptada por Hades… Igual que ella, es mujer y madre… Isis vence sobre los infiernos y las potencias nocturnas…
—¿Vas a dejar a tu Afrodita por ella? —le preguntó él con ironía.
—Nada tienen que ver la una con la otra. Ya te digo: me confío a Isis de cara a la muerte…
Podalirio suspiró y se quedó pensando en esas palabras. No podía concebir que Eos llegara a morir algún día, y sintió angustia, como si se asomara a un negro y frío abismo. La abrazó de nuevo.
—Aparta de ti esas ideas —le dijo—. No quiero volver a oírte hablar de ello.
Ella se rió. Y él vio agitarse su cabello con reflejos de luna. Se besaron.
—Sabes a vino —comentó ella.
—Y tú a rosas —contestó él.
—¡Cómo te amo, hijo de Asclepio!
—No es nada al lado de lo que te amo yo, sierva de Afrodita.
Se tumbaron en la arena seca y caliente que rodeaba el templo. La música lejana del puerto se deshacía en la brisa y se mezclaba con el rumor de las olas. En la paz de la noche, con la confusión del vino, bajo la luz clara, Podalirio sintióse invadido por una melancolía fresca, jovial, pensativa y dulce. Envolvía con sus brazos el cuerpo esbelto, flexible y suave de Eos, y se disipaba cualquier amargura. Alborozado de alegría y pródigo en afectos, le demostraba a ella todo su cariño e imprecaba a la vez a los dioses que la protegieran siempre.
En medio de tanto amor, se quedaron dormidos bajo el firmamento azul de luna, constelado e infinito.
La luna se había ocultado y, en la oscuridad de la noche, Podalirio recorría los campos intentando hallar el camino del Lequeo para regresar a Corinto. Sólo encontraba sombras en su caminar cada vez más fatigado. Ascendía trabajosamente por unos cerros pelados, casi arrastrándose por el suelo yermo, aterronado y áspero, sintiendo una enorme soledad y una profunda tristeza. Como un niño perdido y angustiado, gemía esperando que alguien se cruzara en su errático deambular.
Hasta que descubrió a lo lejos una tenue luz, junto a lo que parecían ser las ruinas de un viejo templo. Se encaminó en aquella dirección con pasos torpes y cansinos, y se topó al fin con un desdibujado sendero al pie de una pendiente. Entonces vio un carro entoldado que iba traqueteando por el firme irregular y pedregoso. Esperanzado gritó:
—¡Oh, es el carro de Galión! ¡Galión, Galión, estoy aquí! ¡Detente! —Corrió a colocarse delante del vehículo para interceptar su paso—. ¡Soy Podalirio! ¡Detente, por favor!
El carro se paró delante de él. Los caballos negros bufaban furiosos y golpeaban el suelo con los cascos. Entonces Podalirio se dio cuenta de que aquél no era el carro de Galión y de que, además, no se le parecía en nada. Este carro era oscuro, viejo y sucio. Los toldos más bien eran colgajos ajados que le daban cierto aspecto tétrico. Pero ¿qué otra cosa podía hacer a esas horas, extraviado como estaba, sino esperar a que le recogieran? Así que se encaramó como pudo a las maderas y descorrió los cortinajes para ver quién iba dentro.
Se sorprendió y se descorazonó al encontrarse con que no viajaba nadie en el carro. Nadie de carne y hueso, quiere decirse, puesto que, sentada en el asiento, se hallaba la estatua de Asclepio, fría y tiesa.
—¡Oh, dios soberano! —exclamó Podalirio—. ¿Pero qué haces tú aquí?
Como era de esperar, Asclepio no respondió. Y en ese momento el carro echó a andar llevando a ambos, al dios y a su sacerdote, dando grandes tumbos por el camino sembrado de baches y pedruscos. Para no caerse, Podalirio se aferró a la estatua con todas sus fuerzas y aguantó así un buen trecho, temeroso de que aquel imposible vaivén acabara dando en tierra con ellos.
Pero entonces reparó en que no viajaban solos Asclepio y él, sino que, sin saber cómo ni cuándo, se había subido un tercer ocupante, cuya presencia era de momento poco definida, y que también se agarraba a la estatua e incluso pugnaba para apropiársela y desasir de ella al sacerdote.
—¿Quién hay ahí? —gritaba Podalirio—. ¿Quién eres tú? ¡Suelta a Asclepio!
El enigmático viajero dejó, en efecto, la imagen, pero fue para abalanzarse ahora sobre él, con una rabia y una fuerza incontenibles, resoplando con furor y clavándole unos dedos como garras en los costados y la espalda.
—¡Ay, suéltame! —gritaba Podalirio—. ¿Quién eres? ¡Déjame, bestia!
Sintió el sacerdote la proximidad repugnante de aquel ser: una suerte de hombre con la carne putrefacta, hedionda y cubierta de excreciones. Entonces reparó en que se trataba de un demonio mudo y sordo que además no tenía piernas. Peleó contra él con todas sus fuerzas, tratando de arrojarlo fuera del carro, pero no lo conseguía, pues su pujanza era enorme, y se unía a ella el balanceo brusco, cada vez más violento. Sólo le quedaba suplicar:
—¡Asclepio, haz algo! ¡Líbrame de este diablo!
Pero la estatua también parecía muda y sorda, y permanecía inerte oscilando con el traqueteo. Hasta que el vehículo dio un fuerte bandazo y la imagen cayó al exterior. Entonces Podalirio, extenuado, pensó que ésa era su única posibilidad ante el acoso feroz del demonio: saltar del carro en pos de Asclepio.
Se desembarazó como pudo de la presa que hacía en él la inmunda criatura y huyó tirándose por el lateral. Pero no cayó a tierra, como suponía, sino que su maltrecho cuerpo se encontró sumergido en las aguas del mar. Se dio cuenta de que no había caído del carro, sino de una fúnebre embarcación que seguía su ruta alejándose y escupiendo espuma tras de sí.
Cerca de Podalirio flotaba la estatua de Asclepio, asomando su cara barbada por encima del oleaje, con enigmática sonrisa. El sacerdote se aproximó braceando y se sirvió de ella como tabla de salvación. Así, moviendo los pies en las aguas, se desplazaba sin saber a dónde ir, en la oscuridad de la noche marina. Nadaba y nadaba, aterrado, agotado, sin esperanza…
Hasta que descubrió felizmente a lo lejos una playa clara, en la cual rompían las olas mansamente, dejando en la orilla el blanquear de la espuma.
—¡Oh, Asclepio, estamos salvados! —gritó loco de contento.
Nadó en aquella dirección aferrado a su estatua y sintió felizmente que se aproximaba a tierra con rapidez. Amanecía y la luz era cada vez más intensa cuando sus pies sintieron al fin la firmeza del fondo.
En ese momento, escuchó una dulce y alegre voz de mujer que le decía:
—¡Podalirio, estoy cogiendo flores!
Abrió los ojos y, algo deslumbrado, se encontró tumbado en la arena. Frente a él se extendía el mar intensamente azul, envuelto en una claridad brumosa.
—¿Podalirio, ya despiertas? —repitió la voz—. ¡Mira qué flores tan bonitas!
Él se removió y miró hacia donde estaba Eos, que traía en las manos un gran ramo de genistas de un amarillo exultante:
—¡Eos! —exclamó—. ¿Qué haces tú aquí?
—Pero… ¿no recuerdas? —contestó ella—. Estabas ahíto de vino y has dormido profundamente.
Podalirio sintió una gran sequedad en la boca y cierto entumecimiento en los miembros.
—¡Oh, mi cabeza! —se quejó.
Ella se aproximó y le besó cariñosamente en la frente.
—Te agitabas y tiritabas durante el sueño, al principio. Después no te has movido. ¡Como un muerto!
Él la miró con ojos espantados.
—¡He tenido una terrible pesadilla!
—¿Sí? ¿Qué has soñado?
—Algo sin pies ni cabeza.
Eos sonrió compadecida.
—Vamos, levántate y refréscate en el mar.
Trabajosamente, Podalirio se incorporó y empezó a estirarse con lentitud.
—¡Ay, me duele todo! Creo que no volveré a abusar del vino en mi vida.
—Ese Galión te pierde —comentó ella—. Ni él ni tú tenéis ya edad para estas juergas.
—Eso mismo digo yo.
Eos soltó una sonora carcajada.
—¡Basta ya de lamentos! El mar te quitará todos esos males.
Dicho esto, se quitó el peplo y corrió desnuda, feliz como una chiquilla, hacia las aguas.
—¡Eh! ¿Adónde vas? —le gritó él.
—¡Abañarme! ¡Ven, anímate!
Después del baño, Podalirio se sintió mejor. Pero su mente seguía confusa y tenía mucha sed.
—Si no estuviera salada, me bebería toda el agua del mar —observó.
Eos se secaba el cabello con el velo color azafrán. Sonreía pletórica y bella bajo el sol mañanero.
—También yo estoy sedienta y no probé anoche el vino. Iremos a recoger mi yegua y pediremos agua.
—¿Dónde guardas la yegua? —preguntó él.
—Cerca del puerto. En la casa de unos pescadores, en la que suelo hospedarme cuando bajo al Lequeo. Ellos nos darán de beber y algún alimento.