—Yo debo ir a buscar a Galión —repuso Podalirio con seriedad.
—¿A Galión? —replicó Eos moviendo la cabeza, divertida—. ¿Y crees que Galión seguirá en la taberna bailando a estas horas? ¡Qué iluso eres, Podalirio! El procónsul habrá regresado ya a Corinto. Supongo que, tan borracho como estaba anoche, sus guardias cargarían con él cuando ya no pudiera dar ni un paso. No pienses que es la primera vez que va ahí a divertirse. ¡Le he visto un montón de veces en el puerto!
—Se habrá preocupado por mí…
—No creo que estuviera en condiciones de preocuparse por nadie.
Podalirio se calzó las sandalias y, tomándola de la mano, dijo:
—Presiento que estarán buscándome. Debemos irnos.
—Bien —contestó ella—. Pero antes déjame que le ofrezca estas flores a Isis.
Cerca de donde estaban se alzaba el templo de la diosa. Se encaminaron hacia allí por la arena.
Delante se extendía un diminuto y descuidado jardín, rodeado por una verja herrumbrosa. Las plantas estaban secas, ahogadas entre arbustos cargados de amenazadoras espinas.
Eos empujó la puerta y se asomaron. La cella pequeña guardaba la estatua de una vaca que sostenía el disco lunar entre sus cuernos. Era una talla antigua, de madera repintada mil veces, carcomida y ennegrecida por la humedad.
—¡Qué pena! —se quejó ella—. ¡Esto está hecho un desastre!
En un rincón había una escoba vieja. La cogió con decisión y se puso a barrer.
—¿Ahora te vas a entretener haciendo eso? —protestó Podalirio.
Ella no le hizo caso. Retiraba la arena del suelo mientras hablaba:
—La historia de Isis es verdaderamente hermosa. Fíjate que la diosa y su hermano Osiris se amaban ya desde el seno materno, ¡desde siempre! Se casaron y habrían sido felices, de no ser por el envidioso de Seth, que se interpuso entre ellos.
—Conozco esa historia de sobra —le interrumpió Podalirio—. No necesito que me la cuentes precisamente ahora que tenemos prisa.
Apremiada, Eos empezó a mover la escoba con mayor brío. Pero continuó con su relato:
—Fue Osiris, cuando reinaba en Egipto, quien enseñó a los hombres a cultivar los campos. Y para ello emprendió un largo viaje por tierra, pues la humanidad era entonces salvaje y las gentes se comían las unas a las otras. Osiris les enseñó, entre otros cultivos, el de la vid. También les mostró la manera de hacer vino…
—¡Ya él le debo yo este dolor de cabeza! —exclamó con sorna Podalirio.
—No me interrumpas.
—Ya te he dicho que conozco de memoria todo eso. ¡Vámonos!
Ella se detuvo durante un momento y le miró con algo de enfado en sus bellos ojos verdes.
—Antes eras un hombre paciente, Podalirio. ¿Qué te sucede últimamente? Déjame que te diga que vas perdiendo la curiosidad. ¿Te estarás haciendo viejo? ¿O acaso el cargo de hierofante te ha cambiado?
Él sonrió resignado:
—Es que ya me sé esa historia…
—De acuerdo que lo sabes. Tú eres un hombre muy sabio. Pero nunca lo has oído contado por mí. ¿No te interesa escucharme?
—Está bien, sigue con tu historia. Pero, por favor, no levantes más polvo con esa escoba.
Eos también sonrió y prosiguió con su relato:
—Osiris no sólo enseñó a los hombres a hacer vino. También les dijo cómo debían alimentarse y les dio leyes con las que regirse para vivir en paz, los instruyó en el respeto a los dioses y les regaló la música y la alegría de vivir. Después partió a otras tierras más lejanas para proseguir con sus buenas enseñanzas en los reinos de otras gentes que le necesitaban. Pero, mientras tanto Seth, deidad de la fuerza bruta, de lo tumultuoso y lo incontenible, señor del mal y las tinieblas, dios de la sequía y del desierto, que le odiaba por su popularidad y por el amor y la veneración que todos le profesaban, instigó a algunos amigos suyos para concebir un malévolo plan. Obtuvieron en secreto las medidas exactas del cuerpo de Osiris y construyeron un cofre, una especie de sarcófago de maderas nobles ricamente adornadas donde el divino cuerpo encajara perfectamente. Cuando Osiris regresó, Seth le ofreció un gran banquete, al que fueron los setenta y dos conspiradores. Pero no Isis, que por ser tan inteligente se había percatado de la confabulación y había advertido a su esposo.
—Vamos, Eos, abrevia —le apremió él de nuevo—. ¿Adónde quieres llegar?
Ella hizo un mohín y, tras un suspiro gracioso, siguió:
—Cuando Seth dijo que tenía preparado aquel preciosísimo cofre para quien cupiera exactamente en él, los comensales se fueron introduciendo uno por uno, sin que, como era de esperar, ninguno se ajustase perfectamente a sus medidas. Entonces Osiris, que estaba maravillado por las bellas maderas y los adornos de oro, dijo: «Permitidme probar en mí». Se introdujo y, como encajaba, afirmó: «Mío es para siempre». Y Seth, que esperaba el momento, saltó sobre él, cerrando la tapa bruscamente y sellando de inmediato con clavos y plomo fundido el ataúd.
—Es una bonita alegoría de la muerte —comentó Podalirio—. Los egipcios son muy ocurrentes en todo lo que a eso se refiere.
—Un momento, que no he terminado —dijo Eos mientras iba sacando la arena con una pequeña pala—. Falta lo mejor de la historia. ¿Podrías echarme una mano con esto?
—¡Era lo que me faltaba! —contestó él fatigosamente—. ¿Qué se me ha perdido a mí en este templo viejo y descuidado de Isis? ¡Ya tengo bastante con mi Asclepion!
—Haz lo que quieras —observó ella—. Pero yo creo que debo barrer esto. Es un trabajo que la diosa pagará con sus favores.
Él la miró muy extrañado.
—¿Desde cuándo tienes esta devoción a los misterios de Egipto? —le preguntó.
—Después te lo contaré. Pero ahora déjame que siga con la historia.
—Anda, dame esa pala —dijo él, dispuesto a echarle una mano.
—El cofre de Osiris fue arrojado al Nilo —prosiguió Eos—, donde el dios Hapi lo recogió y lo arrastró por las aguas hasta la costa fenicia. Allí quedó detenido en un arbusto de tamarisco, que creció hasta convertirse en un enorme árbol que conservaba incrustado en su tronco el ataúd con el cuerpo. Enterada Isis de la traición, deambuló por toda la Tierra en busca de Osiris para darle una sepultura digna. Y lo encontró, y lo llevó de nuevo a Egipto. Allí Seth lo descubrió, abrió el cofre y despedazó el cuerpo en catorce trozos que esparció por el Nilo para que sirviera de alimento a los cocodrilos. Isis tuvo que ir en busca de cada una de las partes viajando en su barca de papiro. Poco a poco fue recuperando el cuerpo y, cuando lo tuvo reunido, lo reconstruyó, excepto el miembro viril, que no había aparecido. Con la ayuda de Anubis, lo envolvió en cera aromatizada y perfumes, y lo embalsamó. Así surgió la primera momia, que quedó escondida en un lugar oculto, secreto, esperando…
—¿Esperando qué? —preguntó Podalirio.
—Pues a que todo el cuerpo estuviese completo, con el falo, para reunirse de nuevo ambos amantes.
—¡Qué tontería! —suspiró Podalirio—. ¿Por qué te interesa tanto esa vieja historia, enrevesada y llena de fantasías?
Eos se puso de repente muy seria. Dejó la escoba apoyada en la pared, se acercó a él y le miró a los ojos muy fijamente. Con hierática expresión, le dijo:
—Quiero pedirte que hagas algo por mí.
Él se extrañó en principio. Luego contestó:
—Di de qué se trata. Sabes que no tienes más que decirlo con esa preciosa boca.
A ella le temblaban los labios, y un asomo de profunda tristeza acudió a sus ojos. Habló con aflicción:
—Cuando yo muera… —se detuvo durante un momento, mientras él la escuchaba con atención y estupor—. Cuando yo muera —prosiguió—, quiero que cumplas un deseo mío. Se trata de algo muy importante para mí.
Podalirio también se entristeció:
—¿A qué viene esto? ¿Por qué me hablas ahora de tu muerte?
—¿Harás lo que voy a pedirte o no? —le preguntó ella con ansiedad—. ¿Me harás este último favor?
—¡Es absurdo! —protestó él—. ¿Quién sabe cuándo le va a llegar la muerte? Seguramente moriré yo antes que tú…
—Eso ahora es lo de menos —repuso ella—. ¿Harás lo que voy a pedirte?
Podalirio posó en ella unos ojos apenados y llenos de confusión.
—Sí, lo haré. Si eso sucede, puedes contar conmigo. ¿De qué se trata?
Eos sonrió y se le escapó una lágrima.
—Deseo que te ocupes de que me embalsamen.
Él la miró atónito.
—¿Qué? ¿Que te…?
—Sí, lo has oído muy bien. Deseo ser embalsamada después de mi muerte.
—Pero… ¿Para qué…? —balbució él.
—Se me ha metido en la cabeza. Lo pienso constantemente…
—¡Pamplinas! —exclamó Podalirio, dejando caer al suelo la pala con toda la arena que tenía recogida—. ¡Eso es una estupidez!
—¿Por qué? —sollozó Eos—. Todo el mundo se ocupa de los detalles de su sepultura. Soy libre para decidir lo que se ha de hacer con mi cuerpo cuando haya muerto. Si tú, Podalirio, hijo de Asclepio, no me quieres hacer ese favor, se lo encomendaré a otro.
Él la abrazó. Enternecido, le dijo:
—¿Por qué te preocupas ahora tanto por eso? No me gusta que andes pensando en la muerte. Yo procuro no tenerla presente. Lo que tenga que pasar, ya pasará. Es absurdo angustiarse…
—Yo no me angustio —repuso ella—. Veo que no me has comprendido. Quiero que me hagas ese favor y nada más.
—Pero… ¿por qué? ¿Es acaso por toda esa historia de Isis que me has contado?
—Sí, es por eso y por muchos otros motivos.
—¿Qué motivos?
Después de un momento de angustia, Eos le respondió con una extraña calma:
—No quiero desvanecerme en la nada.
Podalirio sentía que el pecho le ardía y que el sudor le corría por la frente. Observó con voz entrecortada:
—Y yo no quiero hablar de esto ahora… No me encuentro con fuerzas. Estoy cansado y deseo regresar a casa.
Los ojos de Eos brillaban. Le apretó fuertemente al contestar:
—Está bien, amor. Pero prométeme que trataremos pronto este asunto.
—Te lo prometo.
—Muy bien. Terminemos pues de limpiar y regresemos a Corinto.
Podalirio cogió de nuevo la pala.
Estaba Eos retirando la arena que se amontonaba en la parte trasera de la estatua cuando, de repente, exclamó:
—¡Mira lo que hay aquí!
Podalirio fue a ver. Eos había encontrado una golondrina muerta, seca, enterrada en un rincón.
—Es sólo un pájaro —explicó él—. Una vieja golondrina que seguramente no tuvo fuerzas para volar hacia el sur en otoño y tuvo que refugiarse aquí para pasar el invierno.
—¡Qué pena! ¿Ves, Podalirio? Es una momia de golondrina. La diosa ha querido conservarla cerca. Esto es como un presagio…
—¡Qué fantasía! —repuso él—. Se trata sólo de una golondrina muerta cuyo cuerpo se ha secado entre la arena. Es algo muy normal.
—¡Incrédulo! —contestó ella, mientras volvía a enterrar la golondrina—. Yo, de todas formas, la voy a dejar aquí.
—¡Eos, vámonos de una vez! ¡Se hace tarde! —le suplicó él.
Salieron del templo, cerraron la puerta y emprendieron el sendero en dirección al puerto. Caminaban en silencio, abstraídos. El sol alumbraba ardoroso desde el cielo limpio; ascendía rápido, haciendo brillar el mar con fuerza. Más adelante, unas mujeres recolectaban los frutos dulces en las higueras frondosas, mientras un hervidero de niños desnudos las rodeaban extendiendo sus manitas sucias.
Bebieron el agua fresca que les ofrecieron los pescadores en la casa donde Eos recogió su yegua. Después, montados los dos, tomaron el camino del Lequeo. La ciudad, a lo lejos, resplandecía bajo la imponente colina de la Acrocorinto. Ella cabalgaba detrás de él, rodeándole con los brazos, puesta la cara ardiente en su espalda.
Podalirio no podía dejar de pensar en lo que habían hablado en el templo de Isis. Esa conversación había ensombrecido su alma.
—Eos, déjame decirte algo —le rogó con dulzura—. Pero, por favor, no te lo tomes a mal.
—Di lo que quieras.
—No dejes que tu imaginación te lleve al desastre.
—¿Lo dices por lo que te he pedido en el templo?
—Sí.
Ella no contestó nada de momento. Al cabo, afirmó:
—Cada persona es un mundo. Yo tengo mi propia manera de ver las cosas y no hago mal a nadie con ello.
—Me preocupa que des vueltas en la cabecita a esas locuras.
—Para mí no son locuras.
Se alejaron de la costa, adentrándose en los campos de espigas doradas. Los segadores cortaban haces y los amontonaban junto al camino.
—¡Humm…! —exclamó Eos—. ¡Me encanta el olor del trigo recogido!
Cerca de la ciudad el paisaje era aún más hermoso: había pequeños manzanos rebosantes de frutos verdes, entre las vides, y grandes olivos de troncos retorcidos al pie mismo de las murallas.
—Daremos un rodeo —propuso Podalirio—. No debemos atravesar juntos Corinto. Iremos por el barranco, entre los olivares, y bordearemos los muros hasta las proximidades de la puerta de Fliunte. Allí nos despediremos.
Cabalgaban despacio, adentrándose por una arboleda que crecía en la pendiente de una suave ladera. La yegua era mansa, de paso tranquilo, y ellos empezaban a olvidarse de la prisa al saber que pronto debían separarse.
De repente, Eos exclamó:
—¡Qué mal olor!
Ambos percibieron un hedor nauseabundo y llegó hasta sus oídos el zumbido de una nube de moscardones. Pasaban junto al barranco cuando se encontraron de sopetón con un trágico espectáculo: el cadáver de un ajusticiado pendiendo de una cruz. Los familiares del muerto permanecían algo alejados del patíbulo, con las cabezas inclinadas, silenciosos, los hombres con los sombreros de paja en las manos y las mujeres con velos descoloridos. En el suelo estaban las ropas del crucificado, cuyo cuerpo desnudo, destrozado y cubierto de negra sangre seca se corrompía bajo el sol del verano. Era una horrible visión.
—¡No mires! —le gritó Podalirio a Eos.
Pero ella lo había visto ya y empezaba a temblar llena de ansiedad. Dio un grito extraño, inconsciente, y se abrazó a él con fuerza. Podalirio arreó a la yegua para alejarse de allí cuanto antes. Mientras explicaba nervioso:
—Se me ha olvidado que últimamente los romanos ejecutan aquí a los condenados. No debí tomar este camino.
Siguieron al galope en silencio y llegaron a un claro, cerca de la tumba de Diógenes. Allí descabalgaron, se besaron largamente y cada uno siguió su camino.