Él suspiró.
—No sabes nada de mi vida. ¿Por qué dices eso?
—No sé por dónde empezar… En principio, diré que creo firmemente que hay hombres a los que Dios les otorga caminos del corazón mucho más anchos que los de la razón.
—Ya me gustaría a mí poseer esos caminos…
—No te quejes, Podalirio. Has venido para encontrar algo que buscas y no andas descaminado…
Él la miró en un impulso súbito, involuntario; los ojos rebosando interés.
—¡Por favor, háblame de él!
—¿De quién?
—¡Oh, sabes de sobra a quién me refiero! Tú conociste a Crestos; ¡háblame de él, te lo ruego!
Ella no pudo sostener esa mirada suplicante. Se apartó y caminó en silencio hacia el montón de piedras.
Una vez más, Podalirio se arrepintió de haberla importunado. Pero de repente vio cómo Susana, completamente ganada, retornaba a su lado, con una rara dulzura en sus ojos grises, para decirle:
—Anoche te oí invocar a Dios en plena tormenta. No sabes cuánto me impresionó…
Podalirio corroboró, con reserva:
—Efectivamente… grité el nombre de Zeus…
Ella le preguntó, escrutando la expresión de su rostro:
—¿Qué te sucedió? ¿Por qué motivo clamaste de esa manera?
—Tuve un extraño sueño. Es difícil expresarlo con palabras…
—¡Inténtalo!
A Podalirio le empezó a latir el corazón violentamente. Soltó una breve risa nerviosa y respondió:
—Algo o alguien me habló anoche. Entonces comprendí que todo es gracia. No tenemos derecho a quejarnos, ni tenemos por qué pagar la deuda que supone vivir… ¡Oh, no sé cómo expresarlo!
Susana sacudió la cabeza urgiéndole a que continuase y él siguió:
—Cuando los demonios de las dudas ocupan el corazón, el hombre no encuentra sitio para sí mismo dentro de él… No encuentra el espacio deseado para descansar en su propio corazón, pero no porque esté lleno, sino precisamente porque está vacío…
La emoción le estranguló la voz.
Ella se aproximo más, estiró la mano y estuvo a punto de hacerle una caricia. Pero se conformó con decir, compadecida:
—Ahora lo comprendo: has perdido la fe. Pero no has perdido el deseo de tenerla. ¿Eso es lo que te sucede?
Podalirio levantó los ojos al cielo sin contestar.
Susana le miraba con conmiseración, y él sintió cierta vergüenza por estar allí dándole lástima. Entonces quiso decir algo, pero ella se anticipó y propuso:
—Aquí al lado hay una fuente. El agua es clara y fresca. ¿Tienes sed? ¡Vamos!
Al final del bosque, junto a unas rocas, crecían juncos muy apretados. Susana hurgó y encontró una jarra pequeña con la que recogió el agua que manaba en una oquedad.
—Anda, bebe —le ofreció, puesta en cuclillas.
Mientras calmaba su sed, Podalirio veía de soslayo y desde arriba cómo ella le miraba sonriente, con una expresión mucho más cercana y amistosa. Entonces imaginó la vida de aquella mujer, medio refinada, medio salvaje, que tantos misterios seguía guardando para él.
El interior de la bodega era fresco y silencioso; el aire estaba perfumado con aromas de mosto fermentado, humedades, barro y cuero. La bóveda de ladrillo apenas distaba un par de cuartas de sus cabezas. Tinajas de todos los tamaños, ventrudas y rojas se alineaban reposando sobre un lecho de arena, apoyadas en las paredes de fría roca subterránea. Susana sostenía una tea en la mano y, en la penumbra, le daba explicaciones a Podalirio:
—¿Ves? Todas las tinas están selladas, pero como el vino nuevo necesita respirar, hay una pequeña abertura en cada una de ellas. Aquí los mostos terminarán de hacerse vino y se decantarán. Después serán trasegados y guardados en otros recipientes más adecuados. Por eso no es bueno permanecer aquí abajo demasiado tiempo, porque el aire está viciado por la respiración del vino.
—¿Vino nuevo y vino viejo no deben convivir en la misma estancia? —preguntó Podalirio.
—No es nada conveniente. Porque el uno puede resabiarse por la proximidad del otro. De la misma manera que nadie echa vino nuevo en odres viejos, porque revientan los odres y se echan a perder el vino y los odres.
—¿Por qué razón revientan?
—Porque el vino, al entrar en los odres, estira el cuero y, al fermentarse, lo hincha. Por eso reza el dicho: «Odres nuevos para vino nuevo»; ya que el odre viejo ha perdido la elasticidad; es decir, está más rígido y se rompe si intenta contener el vino nuevo. En cambio, es apto para el vino viejo, que ya no respira ni fermenta.
—He comprendido.
Susana sonrió, guardó silencio y paseó la mirada por la bodega. Luego se fue hacia un odre enorme que pendía del techo en el rincón más alejado; deslió el pedazo de cuerda que ceñía un extremo y dejó que brotara un fino chorro de vino espeso y brillante que recogió en un recipiente hecho con la mitad de una calabaza. Después de observarlo, irguiose y le ofreció:
—Toma, pruébalo.
Podalirio cogió la calabaza, miró el vino rojo y alegre a la luz de la tea y se lo llevó a la boca con avidez. Pero ella se aproximó impetuosa y le agarró la mano, murmurando con ardiente susurro:
—¡Despacio! Saboréalo con calma…
El se mojó los labios y luego se pasó la lengua por ellos.
—¡Humm…!
Susana le aconsejó:
—Ahora bebe un par de tragos y paladéalo antes de tragarlo.
Así lo hizo Podalirio. Sonrió y exclamó:
—¡Delicioso!
—Éste es el penúltimo mosto —explicó Susana—. El último todavía no ha llegado al lagar; es el que darán las uvas que se solean ahí afuera, en la era. Si la tormenta de ayer por la noche no las perturbó, será el mejor vino de este año.
—¿Por qué han de solearse las uvas? ¿No sería mejor pisarlas cuanto antes y así no correr el riesgo de que se las coman los pájaros o les llueva encima?
—La uva puesta al sol envejece suavemente, madura y su sangre se hace fuerte y espesa. Así hay mayor garantía de que el líquido no se convertirá en vinagre, porque la caricia del sol lo sana todo y, de la misma manera que el astro fortalece los miembros débiles, aporta su energía a los racimos y los preserva de los malos efluvios. No hay vino mejor que aquel que se hace con uvas pasas expuestas al menos durante dos semanas al sol. ¡El sol es vida!
Excitado por la explicación, Podalirio bebió un par de sorbos más y luego dijo:
—Es curioso cómo el vino lleva en sí mismo toda la energía del sol.
—Y de la tierra… —añadió Susana con enigmática expresión—. Y de la luna…
—Por eso tiene tanta fuerza curativa —sentenció él—. Bebido en conveniente cantidad, destruye las congojas, los bostezos y los espeluznos del frío. Con razón en el santuario de Epidauro se atesoran más de quinientas recetas hechas con vino. De entre ellas, destaca la milagrosa tisana, que consiste en hervir una parte de cebada en doce o quince partes de agua, a lo cual se añade vino, aceite y sal. Este remedio cura las llagas de la garganta y el paladar, la fiebre alta, la retención de la orina o la pérdida de apetito.
Después de un instante de silencio en el cual le miró asombrada, Susana exclamó:
—¡Tú y yo tenemos que aprender mucho el uno del otro!
Podalirio, con satisfacción, se llevó una vez más la calabaza a los labios. Entonces ella le reconvino:
—¡Cuidado, amigo! El vino nuevo tomado así, solo, sin rebajarse convenientemente con agua fresca, tiene cierto peligro.
—¡Es delicioso! No me hará ningún mal…
—También quiero que pruebes el vino añejo. Deja ahí la calabaza y sígueme. El vino viejo está en la otra bodega.
Cuando hubieron subido a la superficie, Susana empujó una recia puerta que se encontraba al lado. Como antes, descendieron por una escalera y llegaron a otro espacio subterráneo. Pero aquí había algo más de luz merced a un ventanuco abierto casi a la altura del techo. Cuando los ojos de Podalirio se adaptaron a la penumbra, pudo ver una bodega mucho más amplia que la anterior, bajo una bóveda sostenida por columnas de piedra y gruesos troncos de árboles a modo de vigas. Las orondas tinajas descansaban en perfecto orden arrimadas a las paredes de tierra.
—Esta bodega tiene más de doscientos años —explicó Susana—. Mi abuelo la amplió cuando se hizo cargo de la hacienda y nada aquí se ha movido de su sitio desde que él murió.
Podalirio observaba el lugar maravillado.
—¡Parece un templo!
—Y en cierto modo lo es… El vino tiene su misterio, hay algo sagrado en él… Mi abuelo solía contar una antigua leyenda caldea: «Hubo una vez un rey que vivía apasionado por las uvas. Tenía muchas mujeres que le complacían sirviéndole grandes y lustrosos racimos que él desgranaba feliz. Pero como es fruto efímero que tiene una corta temporada, para saborearlas todo el año, se le ocurrió guardarlas dentro de grandes vasijas en la despensa más fresca de su palacio. Un día, cuando iba a por su fruta favorita, descubrió que las uvas habían reventado y que de ellas manaba un líquido de aroma y de sabor totalmente distinto. Entonces se disgustó pensando que aquello era algo corrompido y venenoso y advirtió a sus mujeres del peligro. Pero una de ellas, que sufría de melancolía porque había perdido los favores del rey y, por tanto, el deseo de vivir, decidió suicidarse bebiendo un sorbo del extraño brebaje que había en las ánforas. En vez de morir, se sintió inmediatamente mareada; las piernas le temblaban y el corazón se le llenó de alegría y deseo. Loca de felicidad, llenó una jarra con el líquido extraño y se dirigió a la alcoba del rey en medio de risas. Cuando ella cayó a sus pies ofreciéndole el licor, él no pudo contenerse y lo probó. De repente, alcanzó la alegría del corazón, igual que la mujer, y juntos se pusieron a danzar, a conversar y a reír. Después se amaron como nunca antes lo habían hecho».
Cuando hubieron concluido las faenas del lagar, y los mostos nuevos dormían en los vientres de las tinajas el sueño hirviente que los convertiría en vino, pareció que un silencio y una quietud triste se cernían sobre el valle. En la viña, los sarmientos se quedaron desnudos y un viento húmedo, frío, llegaba cada tarde desde el norte. Una sombría calma, meditativa y envolvente, caía anocheciendo sobre la villa… En los establos mugía soñoliento el ganado, y sólo de vez en cuando se oían las voces secas y breves de los campesinos.
Durante la última luz del día, Podalirio había estado paseando su alma cavilosa bajo los cipreses y cedros de perenne verdor, respirando el aire fresco del otoño. Ahora regresaba a la casa sintiéndose preparado y en paz, deseoso de conversar con Susana.
Ella reconoció sus pasos en el atrio y le salió dulcemente al encuentro; sus pálidas mejillas lucían por la llama del hogar y sus ojos grises, enormes y serios, brillaban de lágrimas.
Él se detuvo y la miró. Durante un rato estuvieron callados, como si rindieran homenaje a las largas conversaciones que habían mantenido durante aquellos últimos días, en una especie de corriente de aguas que fluían y brillaban aquí y allá, al intercambiarse mutuamente pensamientos, experiencias, recuerdos… A partir de entonces, sus dos almas se fundieron en una unión cada vez más libre y hermosa.
—Entra —dijo Susana, limpiándose con el dorso de la mano las lágrimas.
Impresionado, él le preguntó en un susurro:
—¿Has estado llorando?
Ella sonrió.
—Es esa santa tristeza… El otoño resulta tan propicio para los recuerdos… ¡Nada de particular! Vamos, no te quedes ahí parado.
Ella tenía dispuesta la mesa.
—He cocinado un par de pichones con menta. Verás como te gustan; es mi especialidad.
Podalirio percibió el perfume del guiso y se fijó en lo que estaba dispuesto con armonía y color sobre el mantel: ensalada de ruda, coriandro, perejil, gamón, cebolla, nabo, apio…; remolacha con lentejas y mostaza; alcachofas y, en una bonita fuente, las orondas pechugas de los pichones asomando doradas por encima de la verde y aromática salsa.
—¡Un banquete! —exclamó él—. ¿Qué celebramos?
Susana se acercó al fuego que ardía en la chimenea y prendió una fina varilla de mirto seco con la cual encendió un par de velas que estaban colocadas en sendos candelabros de plata sobre la mesa.
—Es sabbat y me apetece mucho celebrarlo contigo. —Dicho esto, llenó las copas con vino. Y añadió emocionada—: ¡Nos bendiga el Señor! Que Él te conserve, que su semblante te ilumine, agradeciéndote… ¡Que el semblante del Señor se dirija hacia ti concediéndote la paz!
Podalirio se estremeció. Suspiró y se reclinó con aplomo delante de la mesa. Susana sirvió la cena con una ancha sonrisa.
Se pusieron a comer sin decir nada. Él saboreaba los platos con deleite. Se había olvidado ya de toda prudencia y hundía los dedos en la carne del pichón, rebañaba los huesos del ave y mojaba grandes pedazos de pan en la salsa. Tampoco se recataba con el vino. Había en su pecho un sentimiento tranquilo y gozaba del momento sin ansiedad, libre y seguro de no ofender. Y ella, que comía muy poco, le observaba de vez en cuando con sus ojos francos, serenos, en su rostro seguro de facciones poco acusadas.
De postre había peras cocidas en vino y miel. Después de tomarlas, arrimaron los triclinios al amor del fuego, dispuestos a beber un poco más y a dejar que la conversación brotase y fluyese, como en los días precedentes.
Susana, recostada y con la cabeza hacia atrás, empezó a hablar calmadamente mientras sus ojos claros brillaban con seco fulgor a la luz de las velas:
—Hace más de veinte años fui invitada a una boda. No sé cómo será en Grecia, pero aquí las bodas se celebran mucho. Por la tarde, la novia es llevada a casa del novio en una procesión alegre, en medio de haces de ramas verdes y antorchas encendidas. Antes de esto, cada uno en su casa, la novia y el novio se bañan y se perfuman con esencias y aceites aromáticos y se ponen unos delicados vestidos reservados especialmente para la ocasión. También todos los invitados se preparan concienzudamente en sus casas y se lucen las mejores ropas y alhajas de cada familia. ¡Qué maravilla! No te puedes imaginar lo que eso supone para una muchacha joven: es una oportunidad inigualable para encontrarse con parientes y amistades que hace tiempo que no se ven, o para conocer gente nueva y hacer amigos en un ambiente de fiesta y alegría inigualable.
«Cuando era joven, nada me gustaba más en este mundo que una boda. ¡Qué buena ocasión para hacerse ilusiones! La familia, los vecinos y todos los invitados se reúnen en el patio, empieza el banquete y más tarde sigue el jolgorio; se leen poesías, se cantan canciones, se danza y se ofrecen regalos a la pareja. Aunque las mujeres suelen estar en una parte y los hombres en otra, a medida que avanza la fiesta, el vino empieza a correr y se van dejando de lado las fórmulas de cortesía y parte del decoro. No quiero decir que todo esté permitido en tales ocasiones, pero en un determinado momento, muchachas y muchachos pueden intercambiar miradas, bromas e incluso aproximarse y hablar; mientras, los mayores están a lo suyo, entretenidos en sus conversaciones, eufóricos por la alegría del momento o, sencillamente, haciéndose los tontos y facilitando las cosas para que surjan nuevas parejas. Todo eso, cuando se está empezando a descubrir la vida, ofrece su propio encanto. Pero, después, la realidad tiene poco que ver con los sueños de la juventud… Supongo que en todas partes sucede lo mismo…