«Desde esta mañana, no sé por qué, deseaba contarte estas cosas. Pero… no quisiera aburrirte…
—No me aburres —dijo Podalirio—. Y no hace falta que te justifiques. Estoy deseando escucharte.
Susana se aproximó al fuego y arrojó un puñado de hierbas aromáticas secas. El resplandor de la llama iluminó su rostro mientras el humo perfumado se esparcía por la estancia.
—Piensa una: ¡Señor, qué distinta es luego la vida a como se la imaginó! —comentó ella.
Hablaba Susana con ironía en los ojos y, de vez en cuando, cortaba sus palabras repentinamente, como una hebra de hilo. Podalirio permanecía callado y absorto, escuchándola, mientras el viento acariciaba los postigos de las ventanas, silbaba en los aleros del tejado y bajaba como un espíritu invisible en el tiro de la chimenea, haciendo oscilar las llamas que ora se tornaban mortecinas, ora volvían a brillar de pronto con viveza.
—El primer hombre que se quiso casar conmigo… ¡Oh, qué ganas tenía de contarte esto…! Aunque me da cierta vergüenza… Aquel primer pretendiente, ¡si es que se le puede llamar así!, era un pariente lejano, un primo de mi abuelo, de Idumea, como mis ancestros. Tiquio se llamaba; era viejo y loco. Pero, inicialmente y a simple vista, su locura podía parecer genial. Vino a nuestra casa precisamente como invitado a la boda de una tía y se obsesionó conmigo. Como era simpático y sabio, además de muy rico, a mi abuelo no le pareció mal que se encariñara con el valle, con la viña y con la nieta, de manera que le permitió quedarse una temporada en nuestra casa.
»Tiquio tenía treinta años más que yo y no me llegaba al pecho… En fin, ¡toda una joya! Era, además de bajito, calvo, cabezón y feo. Pero he de reconocer que tenía una conversación curiosa. Se reía de todo y se jactaba constantemente de no tener apego a los dioses. Sin embargo, por paradójico que pueda parecer, estaba convencido del gran poder que pueden llegar a tener los démones intermedios entre Dios y los hombres. Entre bromas y veras, relataba curiosas historias sobre espíritus que, según él, poblaban el aire y experimentaban emociones como los seres humanos. Estaba seguro de poder dominar los peligrosos poderes espirituales de esos seres y de que, con ciertos medios y fórmulas que él manejaba, las fuerzas que podían desencadenar los demonios se ponían a favor suyo.
»Cuando contaba estas cosas, en casa nos quedábamos con la boca abierta. Y hasta nos daban ganas de creerle, porque, fuera merced a la suerte o a su intuición, Tiquio predecía la llegada de la lluvia y era capaz de adivinar secretos, interpretar el vuelo de las aves y sacar conclusiones observando el orden de las estrellas en la noche. Además, decía mi abuelo que no había conocido en su vida a un hombre a quien favoreciera más la fortuna que a este primo suyo, del que algunos habían incluso llegado a pensar que poseía una secreta fórmula para convertir el plomo en oro. No creo que mi abuelo se tragara eso, pero, ya viniera del plomo o de sus hábiles negocios, el caso es que no le hacía ascos al dinero de su primo, que, por otra parte, le venía muy bien para saldar las cuantiosas deudas que tenía contraídas con Herodes Antipas.
»Yo era por entonces una ingenua muchacha de dieciocho años, a quien le divertían las locuras de este pariente que solía presentarse un día y otro cargado de regalos. Había vivido durante una época en Jerusalén, donde debió de escandalizar a los sumos sacerdotes con sus habilidades misteriosas y sus lecciones sobre espíritus malignos, así que tuvo que irse y de allí pasó a Cesárea para congraciarse con los romanos y terminar de hacerse de oro. El caso es que podía contar historias de gentes y viajes que resultaban sumamente entretenidas. Pero ni sus ocurrencias ni su dinero podían hacer soportable, para una mujer joven, ilusa y soñadora, la visión de los pelos de sus orejas, el desagradable baboseo de su boca y esa voz de vieja sibilina que tenía.
»En cambio, mi abuelo veía las cosas de otra manera y se empeñó en que debía desposarme con él. ¡Qué espanto! Entonces sí que se me presentaron todos los demonios. Sería yo ingenua con aquella edad, pero ya tenía mi carácter. Cuando me enteré del plan, me puse hecha una fiera y, en una cena en la que estaba reunida toda la familia para hacer el trato matrimonial, insulté a mi pretendiente y me burlé de él delante de todo el mundo.
»Tiquio, lejos de ofenderse, lo consideró divertido y respondió a mi rabia con un par de frases cariñosas y ocurrentes. Yo me sentí como una tonta y, para contentar a mi abuelo, que se había llevado un gran disgusto, tuve que pedirle perdón.
»Pocos días después, el viejo loco apareció repentinamente en mis aposentos. No me asusté, pues era yo más grande y más fuerte que él, pero tuve que soportar sus abrazos, su sobeteo y sus babas mientras forcejeaba para quitármelo de encima. ¡Todavía tengo pegada al oído aquella voz chillona y ansiosa! Le empujé y logré quitármelo de encima… ¡Qué asco! Él se desnudó y me mostró sus vergüenzas… ¡Creía que me iba a impresionar!
La voz de Susana se quebró. Y Podalirio, mientras su rostro reflejaba compasión, le preguntó:
—¿Se lo contaste a tus familiares?
Ella se levantó y se fue a la ventana. Mirando hacia la noche, respondió:
—Por supuesto que se lo conté. ¿Y qué crees que sucedió…? En vez de poner en la calle al brujo aquel, intentaron las buenas componendas… Como, a fin de cuentas, no me había penetrado ni nada…
—¡Qué ignominia! —exclamó Podalirio.
—Bueno —añadió ella—, acabaron echándole de casa, ¡faltaría más! Pero antes mi abuelo se encargó de sacarle un buen dinero a cuenta del oprobio…
Podalirio reflexionó un instante y luego observó en voz queda:
—Al menos te lo pudiste quitar de encima… Imagínate que hubieras sido más débil que ese hombre… El dios te protegió de él.
Ella se enderezó y repuso:
—¡Nada eso! Después empezó lo peor…
Él la miró interrogativamente, esperando a que le contara el fin de la historia. Ella prosiguió con tristeza:
—Tiquio me maldijo el día que se fue de Galilea. Nunca más le volví a ver y no supe más de él. Pero una parte de esos demonios en que él tanto creía, y cuyo poder estaba seguro de controlar, se quedaron en esta casa y en mi vida…
Después de escuchar esto último con atención y con el corazón en un puño, Podalirio suspiró profundamente. Bajando los párpados e inclinando la cabeza, le preguntó a Susana:
—¿Tuviste que sufrir a partir de entonces?
—Sí, mucho. Pero eso es una larga historia… —respondió ella.
Su cara se estremeció y, una tras otra, brotaron de sus ojos lágrimas grandes, pesadas.
Podalirio alzó la cabeza y, pálido, la miró, sintiendo que se cernía sobre él una sombría inquietud.
—¡Cuéntamelo, por favor!
Ella se acercó a él, impetuosa, y le agarró las manos, murmurando con ardiente susurro:
—No, hoy no, Podalirio.
—¿Por qué?
—Hoy ya es tarde. Como te he dicho, se trata de una larga historia… Tenemos muchos días para hablar; el invierno será largo…
—Yo sí creo en los milagros —le dijo Susana a Podalirio llena de convicción—. ¡No pongas esa cara! ¿Qué esperabas? ¿Acaso te he parecido desde el principio una mujer descreída?
»No sé de qué clase de milagros te habrán hablado a ti. Ni siquiera sé qué piensas tú acerca de eso y aún no me has referido lo que Lucius te contó. Pero… ¿no tengo acaso derecho a plantear la historia a mi manera? El otro día, hablando tú y yo, llegábamos a una conclusión tan simple que puede parecer tonta: en cada persona hay un mundo. Sí… ¿por qué te ríes? No es una obviedad de tantas…
»Cada persona es un mundo, porque cada uno de nosotros ha venido a un mundo diferente. En muchos aspectos, los mundos se parecen, pero sólo se parecen. Por ese motivo nos creamos ilusiones y caemos en los más grandes engaños. Hasta el punto de que a veces hinchamos los pequeños momentos dichosos de nuestra vida para convertirlos en una especie de marejada de felicidad que está realmente más allá de nuestras verdaderas posibilidades…
»¡Oh, otra vez estoy embrollándome! En fin, trataré de explicarlo de una manera sencilla, sin apartarme del orden en que se dieron los hechos que voy a contarte.
»He aquí cómo sucedieron las cosas. Antes de que Tiquio se marchara de nuestra casa, despechado y furibundo, me maldijo a voz en cuello delante de mi familia y de la servidumbre. Él conocía los conjuros y las secretas palabras de los misterios egipcios y caldeos y los lanzó sobre mí.
»Mis padres se aterraron y yo quedé desconcertada. Porque, cuando sucede algo así, es como cuando alguien profiere una amenaza: aunque no se tome demasiado en serio el peligro, el daño o el castigo, no se puede evitar cierta inquietud. Sin embargo, mi abuelo se quedó impasible y nos tranquilizó diciéndonos que un hombre como Tiquio, que no temía a Dios y que despreciaba sus preceptos, no podía tener ningún poder sobre nosotros, que éramos piadosos y cumplidores de la ley de Israel. No obstante, tuvo la precaución de llevarme a los sacerdotes al día siguiente para que me purificaran y alejaran el posible maleficio.
»Con todo, el miedo es un sentimiento corruptor que no siempre se puede dominar. Y las maldiciones de aquel sucio viejo me robaron el sueño durante muchas noches. Era como si se me hubiera adherido una oscura presencia… Esto es difícil de explicar… ¡Sufrí mucho con todo aquello! Aunque luego, con el paso del tiempo, fui capaz de irme quitando de la cabeza tan desagradables recuerdos.
»Ya sabes dónde está nuestra casa de Séforis, en la ciudadela, no lejos de la puerta que llaman de Escitópolis. Como habrás visto, en la parte delantera hay un pequeño atrio que se abre a la vía principal. En las traseras se despacha el vino y se reúnen los hombres a la caída de la tarde. Pero no siempre fue así. Cuando todavía vivía mi abuelo, en la parte posterior había un patio con columnas pintadas, una higuera y una parra, bajo cuya sombras solíamos hacer la vida. Desde las ventanas de los establos es posible ver más allá de las murallas, parte de estos valles y las sierras de Nazaret.
»Hasta que cumplí veinte años, sólo conocía de oídas las otras ciudades: Tiberíades, Caná, Nazaret, Magdala, Escitópolis… aunque teníamos parientes, amigos y clientes en todos esos sitios. El invierno lo pasábamos en Séforis hasta la época del año en que las gentes, idas las lluvias tardías, se instalaban en los campos. Entonces nosotros nos bajábamos al valle, a esta villa.
»En fin, si te cuento todo esto es para que comprendas cómo era la vida para una muchacha de la edad que yo tenía entonces. Puesto que todavía era demasiado joven para comprender las cosas serias, simplemente disfrutaba de una existencia un tanto monótona, esperando a que llegaran las fiestas o alguna boda, ocasionalmente entretenida con los chismorreos de las mujeres de la casa, y, siempre, en aquella especie de estado de alerta e incertidumbre en que quedábamos después de que nos explicaran lo que es ser virgen y la obligación grave de aguardar en tal condición al esposo.
»En mi caso, ese estado de espera se fue demorando y, mientras tanto, yo soñaba con un hombre joven capaz de conseguir que latiera mi corazón a toda velocidad. Pero aquellos en que se fijaban mis ojos eran para mi abuelo simples tramposos, sinvergüenzas, pobretones y astutos interesados que no buscaban otra cosa que nuestro dinero. Y así, las mujeres de la casa se iban casando; menos yo, que, boda tras boda, seguía esperando.
»A todo esto, se empezó a morir mi gente. Primero le tocó a mi padre, que no había pinchado ni cortado nada nunca en la casa. Se cayó de un caballo y se quedó como dormido durante más de un mes; su cuerpo se agotó y se fue al seno de Abraham sin ser capaz de despertar. Poco después, mi madre se arrojó al pozo. Como no habían tenido más hijos que yo, me quedé sola al cuidado de mi abuelo. Pero no transcurrió demasiado tiempo antes de que fuera consciente de que era más bien yo la que tenía que cuidar de él, porque empezó a perder la cabeza y lo único que le preocupaba al final de su vida era el dinero. Acabó sus días vagando por la casa agarrado a la caja de caudales, gimiendo y dando voces, echándole en cara a todo el mundo que pretendían robarle. Un día desapareció y, después de buscarle por todas partes, lo encontraron muerto en el bosquecillo sagrado que se encuentra en mitad de la viña, entre las ruinas del templo del dios Pan que él mismo había mandado derruir. Entonces comprendí que, en el fondo de su alma, nunca había roto con sus viejos dioses.
»De repente, me encontré sin familia, soltera y al cargo de todo. Entonces me hundí al darme cuenta de que se habían pasado los mejores años de mi vida mientras estaba como entre brumas, cautiva del excesivo celo y cariño de los míos, del apego al dinero tan propio de nuestra casa y de todos los prejuicios y temores que unos y otros habían sembrado en mi corazón. Con casi treinta años ya, sin marido ni hijos, ¿qué podría hacer? Me encerré en casa y me dispuse a pasarme el resto de la vida amargada, entregada como tantas otras mujeres frustradas a las lamentaciones de lo que pudo o no pudo ser… y a las lágrimas.
»Hasta que una mañana llamaron a la puerta de mi casa de Séforis. Abrí y era un apuesto comprador de vino con unos ojos negros enormemente abiertos. Me dijo que venía a ofrecerse para llevarme los negocios, que era experto en intendencia y cuentas y que se encargaría de extender la venta del vino por las otras ciudades de Galilea. Su ayuda me venía muy bien, porque, en mi estado melancólico, tenía descuidados muchos asuntos de la bodega y los administradores empezaban a hacerme trampas.
»No sé si tú te habrás preguntado alguna vez esto, Podalirio: ¿es el amor lo que vuelve locas a las personas o son sólo las personas locas quienes se enamoran perdidamente?
»A mí, de momento, me cambió la vida por completo. Aquel hombre de los ojos enormes y negros se llamaba Pisto, y pertenecía a una rica familia de Cesárea de Filipo que habían sido administradores de Herodes el Grande y luego, con Antipas, recaudadores de impuestos. Era de esa clase de gente hábil con los negocios que se dedicaba a cualquier cosa que pudiera reportarle beneficios. Por eso no resultaba extraño que hubiera visto una posibilidad más en la hacienda de una propietaria sola y algo desorientada. Y yo vi el cielo abierto.
»Pisto era impetuoso, inteligente, despierto y rápido como nadie para solucionar problemas. Puse mis asuntos en sus manos sin pararme a pensarlo lo más mínimo, sobre todo porque, por fin, había aparecido en mi vida ese hombre tan esperado que era capaz de conseguir que mi corazón latiera a toda velocidad.