Podalirio se preguntaba por qué motivo aquella mujer había acudido a él para contarle sus penas. Pero ella le dio la explicación:
—Me han dicho que eres médico. Yo sé que poco puedes hacer con esta lástima de cuerpo, pero ¡ay, si pudieras aliviarme algo los dolores! Te quedaría tan agradecida…
Con tristeza, Podalirio contestó:
—Soy asclepiada, en efecto. Aunque no tengo aquí mis medicinas. Me gustaría hacer algo por ti, mujer, pero sin mis cosas…
Ella se encogió de hombros y mostró sus dientes pequeños, irregulares y amarillos. Dijo, resignada:
—En fin, algún pecado habré cometido. Hay a quienes el Misericordioso no nos da respiro… ¡Él sabrá lo que hace!
Al verla irse con pasos menudos, esforzados, casi arrastrando los pies, Podalirio se compadeció y la llamó:
—¡Un momento, mujer!
Ella se volvió con el rostro iluminado por la esperanza.
—Intentaré quitarte esos dolores. Algunas de las cosas que necesito quizás puedan hallarse aquí. Pero no te garantizo nada.
La mujer se marchó contenta y agradecida. Y Podalirio fue en busca del administrador para decirle:
—Necesito hierba de Aquiles y capturar una serpiente.
—¿Capturar una serpiente? ¿Para qué?
—En la medicina de Asclepio la serpiente es esencial. La preciso para curar a esa mujer pequeña y jorobada que anda por ahí.
—¡Oh, ya ha ido esa desdichada a molestarte! —refunfuñó Epidio—. ¿Por qué le haces caso? ¡Esa pobre no tiene remedio!
—Quisiera intentarlo.
El administrador meditó y luego dijo:
—Haz lo que quieras. En los cañaverales hay serpientes. Los muchachos te acompañarán para buscar las guaridas. En cuanto a la hierba de…
—De Aquiles.
—Eso tendrás que procurarlo en los herbolarios de Séforis.
Con la ayuda de un par de pastores que conocían muy bien aquellos campos, Podalirio logró capturar una serpiente de mediano tamaño esa misma tarde. Dos días después, llegó de Séforis la hierba de Aquiles y algunas adormideras que también había pedido.
A la caída de la tarde, preparó una yacija en una cabaña pequeña que había junto a los establos, quemó incienso y sacrificó un gallo a Asclepio. Hizo tumbarse a la mujer después de darle los bebedizos y le colocó en el pecho la serpiente convenientemente adormecida.
Por la mañana se acercó a verla. La mujer estaba contenta y aliviada.
—Eres un buen médico. He mejorado mucho de las piernas. Me duelen, pero menos. ¿Cuánto te tengo que pagar?
—No es nada —respondió él.
Al cabo de un rato, la mujer regresó para traerle un panal de abejas recién cogido; el néctar clareaba desprendiendo su dulce perfume.
—No deberías haber hecho este gasto —le amonestó Podalirio—. Eso te habrá costado al menos medio denario.
La mujer repuso sonriente:
—No he gastado ni un óbolo en esto. Yo misma he ido a recogerlo a la corteza de un cedro que hay cerca de aquí. ¿Sabes una cosa? Resulta que a mí las abejas no me pican. Desde siempre los mieleros han hecho uso de esta virtud mía, alzándome hasta los panales para que recoja la miel. Las abejas no me causan ningún mal. Algo bueno tenía que tener yo en medio de tanta desgracia…
Esa misma noche, cuando Podalirio se fue a la cama, sentía la boca con empalago por haber abusado de aquella deliciosa miel, a la vez que le embargaba cierta amargura de corazón: le revolvía por dentro el desagrado por el recuerdo de la pobre mujer. Entonces, como a veces le sucedía después de haber tenido cerca la desgracia y la injusticia de las vidas de algunas personas, le asaltaron los remordimientos. Y experimentó un enorme vacío y un sentimiento de deuda irreparable.
Antes de dormirse tuvo mucho calor. La ventana estaba abierta y el aire entraba tórrido y denso, saturado por el aroma pegajoso de las uvas extendidas en las eras y del copioso mosto que fermentaba en los lagares. Se asomó y vio encendido el farolillo de los hombres que vigilaban para que los animales no fueran a robar la cosecha. Seguía desazonado, triste e inquieto. Una vez más se arrepintió de haber ido a Galilea. Nada extraordinario encontraba en aquella tierra donde la gente estaba sencillamente entregada a sus labores, como en cualquier otra parte del mundo.
Más tarde, después de haber dado muchas vueltas en la cama envuelto en sudor y con ardor en el estómago a causa de la miel, se fue quedando dormido. Y, en ese impreciso estado que se da entre la vigilia y el sueño, le sucedió algo extraño. Incapaz de determinar si estaba dormido o despierto, no podía mover ninguno de sus miembros; y a la vez era como si hubieran desaparecido sus limitaciones corporales y flotase, sin peso, con la mente expandida y libre. No sabía dónde se hallaba; sólo era capaz de percibir que estaba tendido e inmóvil en la oscuridad y el silencio total.
Entonces fue percibiendo que una extraña presencia se hacía manifiesta en su proximidad, como un ser invisible, sin forma ni contornos, que no resultaba en absoluto amenazante, y que, no obstante, infundía un vago temor. Podalirio se estremeció y se puso a temblar sin todavía poder moverse ni intentarlo siquiera. Aquel ser incorpóreo emitió una voz sutil y penetrante, como un susurro casi inaudible:
—¡Podalirio!
Aterrado, él no respondió y permaneció paralizado.
—¡Podalirio, no temas! —habló de nuevo el ser.
Tampoco ahora él respondió ni se movió. Entonces, al estar tumbado con el pecho hacia abajo, sintió que una mano le acariciaba la espalda delicadamente, infundiéndole confianza. La voz habló de nuevo, y él escuchó con claridad:
—Podalirio, la vida no es una deuda. La vida es un don. Y como es un regalo, no la debemos. Está llamado el hombre a nacer, vivir y morir sin que deba nada a nadie, ni siquiera a sus padres. En el mundo, esa vida se debe continuar dando a través de la buena voluntad; sin que nadie deba glorificarse sobre los otros ni se empeñe en reformar a los demás; sin que se acuse, ni se lleve cuentas del mal, sin creerse mejores, ni peores, ni con mayor derecho… sin tenerse por una víctima. Estás llamado a vivir y a morir sin ninguna razón, por pura gracia…
En esto, el viento arreció y agitó sonoramente los árboles. Un gran trueno sobresaltó a Podalirio y le hizo dar una sacudida brusca en la cama. Abrió los ojos. El corazón le latía de manera que parecía querer salírsele del pecho. Se quedó muy quieto, frío y jadeante, teniendo aún muy viva la impresión de lo que había sentido y escuchado.
Entonces reparó en que la cortina que pendía en la ventana estaba siendo agitada por el viento muy cerca de él y se dio cuenta de que era eso lo que le había acariciado la espalda y no una mano, como le había parecido.
El resplandor cárdeno de un brillante relámpago iluminó el pedazo de cielo que se veía, y siguió otro trueno más fuerte que el anterior.
Podalirio se incorporó y se agitó recobrando el dominio de sus miembros, y a la vez deseando que aquello no hubiera sido un mero sueño, sino un contacto misterioso con la divinidad, una teofanía. Y gritó:
—¡Oh, Zeus! ¿Dónde estás? ¡Zeus! ¡Zeus!
Alarmado, uno de los criados de la casa acudió a ver qué le pasaba con una lámpara encendida. Al encontrar a Podalirio aterrado, gritando, le dijo tranquilizadoramente:
—No te asustes; es sólo una tormenta. En este valle los truenos suelen retumbar.
Desconcertado, Podalirio miró hacia los contornos de la habitación y escrutó cada rincón.
—Ha estado aquí, él ha estado aquí… —repetía.
—¿Quién? —preguntó el criado—. ¿Quién ha estado aquí?
—¡Él! ¡Zeus!
En ese momento se oyeron voces fuera que gritaban:
—¡Ha empezado a llover! ¡Todo el mundo a las eras! ¡Hay que recoger las uvas!
—Si se mojan las uvas que están extendidas sobre las esteras de mimbre para solearse, se pudrirán y se echará a perder el mejor vino —explicó el criado—. ¡Hay que ir a guardarlas!
Cuando salieron, llovía copiosamente. Toda la gente de la casa, incluidos los niños y los ancianos, se afanaban en recoger las uvas en cestos a la escasa luz de las teas, luchando contra el viento y el agua.
—¡Cuidado, no las piséis! —les gritaba el administrador.
Susana vio a Podalirio, empapado, afanándose en ayudar, y le dijo con una enigmática sonrisa:
—El mejor vino es un don, pero hay que luchar mucho para ganárselo.
El la miró, sin entender a qué se refería.
Podalirio pasó la mañana deambulando, de la casa al lagar y del lagar a la viña, con un cansancio penoso que oprimía su cuerpo y su alma mientras su mente permanecía sumida en una abigarrada niebla de recuerdos. No sabía en qué entretenerse e iba y venía por los alrededores; se sentaba delante de la puerta, miraba hacia los campos, volvía a caminar y escrutaba cada rincón, como si buscara algo, sin objeto alguno. En medio del vacío desolador que sentía, en su corazón palpitaba una pregunta: «¿Para qué habré venido a este lugar lejano?» Esa perplejidad encendía dentro de su pecho un fuego de angustia y agravio contra sí mismo.
Entonces le vino a la memoria súbitamente el extraño sueño que había tenido esa noche, antes de que estallara la tormenta. Le sacudió un escalofrío, pero pronto se dio cuenta de que aquella misteriosa impresión, que tan vivamente se había grabado en su mente cuando despertó, se había vuelto lejana y difusa.
Con el deseo de contemplar algo agradable, se puso a caminar en dirección al valle, aspirando el aire fresco y fragante de la tierra humedecida por el aguacero. El sendero discurría entre cañas e higueras y más adelante cruzaba la viña, para serpentear después por una hondonada, donde algunas palmeras parecían manos esbeltas que se difuminaban brillando en el cielo limpio, como en acción de gracias al sol.
Se detuvo en un altozano y dejó perderse la vista en los campos que se extendían hacia la colina donde se alzaba Séforis. Allí se quedó durante un rato, abstraído, hasta que una voz le llamó a sus espaldas:
—¡Podalirio!
Susana iba hacia él, alta, flexible y ágil, con los brazos desnudos y el paso decidido y apresurado. Sin que él le dijera nada, ella dijo:
—Estaba mirando por la ventana y te vi partir. Supuse que te apetecía dar un paseo y, si no te importa, me gustaría acompañarte. Así podré mostrarte estas tierras.
—Me parece bien —asintió él.
Anduvieron un buen trecho, hasta llegar cerca de un bosquecillo. Susana le dijo:
—Escucha.
Sentíase un rumor caricioso y lejano, como si fuera de olas. Se aproximaron a los árboles y se adentraron entre su sombra. A pocos metros de ellos, más allá, se extendía un arenal estéril e infecundo del cual llegaban ráfagas de viento que hacían sonar las hojas de una manera especial.
En el centro del bosque, en la parte de mayor espesura, se veían unas piedras amontonadas, como restos de un edificio.
—Son las ruinas de un antiguo templo gentil dedicado al dios Pan —contó Susana—. La estatua era de madera muy antigua. Mi abuelo mandó quemarla y derruir el templo, en los tiempos de Herodes el Grande, cuando los miembros de nuestra familia se hicieron prosélitos.
—¿Prosélitos? —preguntó Podalirio—. ¿Qué significa eso?
—Los prosélitos son los paganos convertidos a la fe de Israel, después del baño y la ofrenda del sacrificio. Nuestra familia desciende de griegos de Idumea, gentiles que, cuando Herodes el Grande conquistó Jerusalén con la ayuda de las legiones romanas, se instalaron aquí, en Galilea, protegidos por él. Mi abuelo recibió estas tierras y se hizo construir la casa de Séforis. Entonces abandonó a los dioses paganos y se dejó circuncidar junto a todos los varones de su casa. Muchas familias de gentiles hicieron lo mismo durante aquellos años.
—Entonces, ¿sois judíos? Vuestro aspecto y vuestras costumbres parecen de griegos, sin embargo.
—Profesamos la fe de Israel, pero eso no significa que gocemos de todos los derechos que el israelita de origen puro, pero cierto es que, como todo judío, estamos obligados a observar el conjunto de la ley. Por eso, el vino que se hace en esta viña puede ser consumido por los judíos, porque tenemos en cuenta todas las purificaciones que exige la ley. Si no fuera así, nuestro vino sería considerado vino de gentiles, es decir, «vino de libación», que está estrictamente prohibido. Mi abuelo, que era un buen negociante, tuvo eso muy en cuenta y no le importó circuncidarse. Los judíos sólo beben vino producido por otros judíos. Por eso, si te has dado cuenta, en el lagar hay un baño ritual junto a la prensa de la uva. Gracias a eso podemos vender el vino en toda Galilea.
Podalirio se quedó pensativo y la miró en silencio, sin poder apartar los ojos de su rostro.
Ella se turbó un momento, pero enseguida le preguntó con descaro:
—¿Qué miras así?
—No sé… —balbució él—. A veces tengo la impresión de que te conozco de antes…
Susana se rió.
—¡Eso suele pasar! Comprendo lo que sientes, porque a mí me ha sucedido más de una vez.
Podalirio la miró dubitativamente mientras replicaba sonriente:
—Me doy cuenta de que no estás dispuesta a tomarte en serio nada de lo que te digo.
—¿De verdad piensas eso?
—Sí. No quieres conversar conmigo más allá de lo puramente cordial. Creo que, en el fondo, estás contrariada porque he venido para saber cosas… Te importuna mi presencia.
Ella dijo con tranquila seguridad:
—Te expresas sinceramente. Pero no olvides dos cosas importantes. —Y guardó silencio para crear un ambiente propicio a sus consejos—: No es bueno precipitar las cosas… —Calló otra vez, y luego prosiguió—: Debes comprender que guardo un recuerdo íntimo que no quisiera violentar de cualquier manera. Te ruego que te pongas en mi lugar.
—Lo comprendo. Y te pido perdón si me he mostrado demasiado exigente.
—¡Oh, no! Tampoco se trata de eso. He sido yo la que ha venido siguiéndote por propia iniciativa esta mañana. No quiero que pienses que rehúso completamente hablar contigo.
Podalirio bajó la vista para ocultar la expresión de esperanza que asomó en sus ojos y murmuró:
—Quizás yo debiera haber empezado por hablar de mí. A fin de cuentas, soy un extraño que se ha presentado aquí sin más.
Ella le miró comprensiva.
—En tu rostro he leído un mensaje. No estoy segura de lo que dice…, pero creo entender que eres, antes que nada, una buena persona.