Los milagros del vino (16 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: Los milagros del vino
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En ese momento, se oyó la fuerte voz de Nana:

—¡Podalirio!

Él suspiró con resignación, al verse repentinamente arrancado de su placentera meditación.

Ella insistió con mayor ímpetu:

—¡Podalirio! ¡Baja de una vez! ¡Qué hombre éste!

Descendió, atravesó el patiecillo y se enfrentó a la presencia grande y sulfurada de su esposa. Nana tenía cara de meter prisa, que era su actitud favorita. Nada más ver a Podalirio, le dijo con atropelladas palabras:

—¡Sólo el dios sabrá el tiempo que llevas ahí arriba! Yo que creía que estabas dormido; voy a tu cuarto y me encuentro con que has volado. ¿Qué demonios haces ahí?

—Pensaba.

—¿Pensabas? ¿Eres el hierofante de Corinto y aún necesitas andar por los tejados, como los búhos…? ¡Por las Moiras, que no hay quien te entienda!

—¿A qué estas prisas? —preguntó él con desagrado—. No bien ha amanecido y ya andas importunándome. ¿Qué pasa ahora?

Ella señaló hacia las dependencias externas del templo:

—Ha venido muy temprano la mujer ésa a cuyo hijo arrebatan los espíritus. Está desolada porque, durante la noche, el muchacho ha estado padeciendo a consecuencia de su mal. Si me preguntan por ti, ¿qué culpa tengo yo? ¡Ahí afuera te esperan!

Podalirio se apartó de ella exclamando:

—¡Pues no hay necesidad de dar gritos y alborotar!

Nana se le quedó mirando con una sonrisa rara, y dijo con retintín:

—A ver si se te va a subir ahora el cargo a la cabeza y vas a acabar convirtiéndote en un hierofante peor que Epafo…

Podalirio rechinó los dientes y replicó meneando la cabeza:

—Nana, eres experta en chafar los amaneceres más deliciosos.

Ella se dio media vuelta y respondió arisca, mientras entraba en la casa:

—He preparado dulce de cebolla y pan tierno. Creo que deberías comer algo antes de ir a tus faenas. ¡Pero haz lo que te dé la gana!

Podalirio inspiró profundamente el aire limpio de la mañana, para serenarse, y repuso:

—Iré a ver qué le pasa al muchacho.

En la puerta del templo aguardaban ya varios enfermos, con sus familiares. A todos los conocía el sacerdote. Paseó la mirada por el grupo para determinar quién era el que necesitaba su atención con mayor premura. Una mujer bella y joven tenía puesta la mano sobre el hombro de un muchacho de unos quince años. Eran la madre y el hijo a los que se refería Nana. Podalirio les hizo un gesto de apremio y les indicó:

—Pasad, ya me ha dicho mi esposa que estáis aquí desde la primera hora.

Entraron en el templo. La mujer había traído un pastel y se lo entregó diciendo:

—Anoche, el demonio que nos aflige decidió meterse dentro del cuerpo de mi hijo. Le sacudió primero, como suele hacer, y después le derribó violentamente. Disculpa que hayamos venido tan temprano a molestarte… He hecho este pastel para ofrecérselo al dios. No sé cómo habrá salido, pues estaba nerviosa y ¡con las prisas…!

—No te preocupes —le dijo Podalirio con una sonrisa—. A Asclepio le gustará.

Ella le miró con ojos agotados y rostro anhelante:

—¡Ayúdanos, por favor!

El dolor y la angustia acentuaban su belleza. Tenía el cabello suelto, dorado y revuelto, y unos bonitos ojos grises. El muchacho se parecía a ella, esbelto, muy rubio, sano y de semblante tierno; como un ser celestial. Podía comprenderse que un espíritu maligno, comido de envidia, desease su cuerpo de formas perfectas y su piel luminosa.

Podalirio se dirigió a él y le preguntó:

—¿Qué sentiste antes de que te sucediera?

El adolescente respondió calmadamente, abriendo unos enormes, inocentes y claros ojos:

—Fue como siempre. Regresé a la caída del sol, después de haber estado por ahí con mis amigos… Tenía mucha sed… Ya no recuerdo más.

La mujer añadió con ansiedad:

—Oí un fuerte golpe y corrí a ver ¡Oh, dioses! Le encontré en el suelo, junto a un reguero de sangre… ¡Mira! —Revolvió los dorados cabellos de su hijo y descubrió una herida recién cerrada, muy roja por la sangre fresca—. Cayó al suelo de espaldas y se hizo esto. ¡Creí que iba a morir! —sollozó.

Podalirio se acercó para observar la herida. Palpó el hueso del cráneo y dijo:

—No es nada; se trata de algo meramente superficial.

La sangre de la cabeza suele brotar escandalosamente. ¿Qué más sucedió?

La mujer se secó las lágrimas y respondió:

—Se revolcaba por el suelo y echaba espumarajos por la boca. ¡Como siempre! Entonces hice lo que me recomendaste: corrí a evitar que el espíritu le hiciera tragar la lengua y mantuve mis dedos presionando todo lo que podía… Duró mucho tiempo la lucha.

—¿Y después?

—Después el demonio le dejó al fin… Pero ya no pudimos dormir a causa del miedo y el sobresalto. Entonces me puse a cocinar el pastel.

El sacerdote suspiró profundamente. Le entristecía mucho la historia de esa pobre mujer, que era viuda y no tenía en el mundo a nadie más que a su hermoso hijo. Ambos llevaban yendo al templo dos años, desde que comenzaron los ataques, y habían experimentado ya con numerosos tratamientos sin resultados. Ahora hacía más de seis meses que no acudían y el sacerdote llegó a suponer, esperanzado, que el mal tal vez hubiese cesado.

Podalirio acarició cariñosamente la frente del muchacho y la encontró sudorosa y fría. Preguntó a la madre:

—¿Habló algo mientras tenía el espíritu dentro?

—No —contestó la madre—. Era el mismo demonio mudo y sordo de siempre.

Pensativo, el sacerdote quiso saber:

—¿Le has estado dando las flores de hipérico?

—He cumplido con exactitud todo lo que me mandaste hacer —respondió la mujer—. Diariamente le doy el polvo de flores por la mañana, antes de que tome el primer alimento. ¡Oh, creí que ya estaba curado!

—Yo también lo pensé —dijo Podalirio—. Pero veo que el espíritu sigue enamorado de tu hijo.

—¿No puedes alejarlo de mí para siempre? —preguntó con tristeza el muchacho.

El sacerdote le miró enternecido. Contestó sonriendo:

—¡Claro que sí! Asclepio te ayudará. ¿Lo crees?

El adolescente asintió con un movimiento de cabeza y también sonrió. Después preguntó:

—¿Por qué viene a mí? A ninguno de mis amigos les suceden cosas como ésta.

—Eso te pasa por ser tan apuesto —dijo Podalirio—. Pero veremos la manera de echar para siempre de tu vida a ese ser impuro. ¡Nunca más volverá a molestarte! Esperemos que, a partir de ahora, sólo se prenden de ti las muchachas, como debe ser.

—¡Haz lo que sea necesario! —exclamó anhelante la madre—. ¡Temo que algún día el demonio lo arroje al fuego o al agua para matarlo!

—No temas, mujer. Confía en mí. Vamos a presentar el sacrificio.

—No he traído ni un pobre pichón para ofrecer —dijo con pena la mujer—. Ya sabes que no tengo dinero.

No importa. Asclepio se conforma con el pastel. Sacrificaré uno de los gallos del corral del templo. Esperad aquí, que iré a por él.

Mientras iba a por el ave, Podalirio repasaba en su cabeza los posibles remedios. Sólo una cosa tenía muy clara: el hecho de que el muchacho padecía la denominada
hiere nousos
, la «enfermedad sagrada». Pues sabía muy bien que este expresivo nombre se usaba desde antiguo en Epidauro para referirse al estado de las personas que se hallan bajo la influencia de las divinidades infernales, las cuales buscan la manera de consagrarse al infeliz en que se fijan. Los más antiguos tratados que se referían a este padecimiento lo hacían con asombro, reverencia y temor, y sólo daban vagas explicaciones, entretejidas con representaciones de fuerzas sobrenaturales capaces de enamorarse de algunos hombres y mujeres por su especial hermosura. De ahí el carácter sagrado del mal, que, llamado también «epilepsia», consistía en una especie de miasma o efluvio maligno a los ojos del resto de la gente, lo cual hacía que el epiléptico quedara al margen de la sociedad, como perteneciente a divinidades terribles, celosas, que eran capaces de causar los mayores perjuicios a quien osara arrebatarles a su víctima.

Sabía Podalirio que muy poco podía hacerse para liberar al muchacho de tan terrible enfermedad. Por eso sufría mucho por él y por su madre; sobre todo porque temía que la gente llegase a enterarse y los confinaran a una penosa situación de oprobio y soledad. Por esa misma razón, le repetía una y otra vez a la mujer que no le contase a nadie el problema de su hijo.

El sacerdote degolló el gallo e hizo un ritual de purificación con la sangre mientras invocaba la poderosa protección de Asclepio frente a las presencias infernales. Después introdujo el pastel que había traído la mujer por la ranura de la guarida de las serpientes sagradas.

—Ahora debes dormir el sueño de Asclepio —le dijo al muchacho.

El joven, que ya sabía lo que tenía que hacer, por haberlo repetido otras veces, se fue hacia el cuarto destinado a la incubación y se tumbó en la yacija. Su madre le cubrió amorosamente con una manta. Podalirio le dio entonces las adormideras y luego le impuso las manos sobre la cabeza y el cuerpo.

—¡Duerme! —le ordenó con voz enérgica.

El muchacho cerró los ojos y su rostro se relajó completamente; entreabrió los labios e inició una respiración profunda y sosegada.

—Duerme ahora —le decía el sacerdote, cada vez más pausadamente y bajando la voz—. Duerme. Duerme; no pasa nada… Duerme…

Salieron del cuarto dejando al chico muy tranquilo. Podalirio fue entonces y sacó la serpiente de la guarida, la acarició con delicadeza y regresó para colocársela al durmiente sobre el pecho.

—Ahora dejémosle dormir —le dijo a la madre en un susurro.

—¿Cuánto tiempo esta vez? —preguntó ella.

—El que sea necesario. Si quieres puedes regresar a tu casa para ocuparte de tus faenas. Si el chico no ha pegado ojo en toda la noche, como dices, es posible que esto sea cosa de horas.

La madre asintió con un movimiento de cabeza.

—Iré a ver si consigo algo de dinero —dijo, echándose el manto por encima de la cabeza.

Podalirio la miró sonriente.

—Sabes que no te pediré nada por esto.

—Sí, pero yo quiero pagarte. Me parece que si lo hago el dios me ayudará de mejor grado.

—¡Tonterías! Anda, ve a ocuparte de tu casa. Y recuerda que no debes contárselo a nadie.

Cuando la mujer se hubo marchado, el sacerdote echó un último vistazo al muchacho para cerciorarse de que dormía plácidamente. Después salió del templo y les dijo a los fieles que esperaban su turno:

—Enseguida volveré. He de ir a tomar algo de alimento.

Entró en la casa y percibió el agradable aroma del dulce de cebolla. En la cocina, Nana avivaba el fuego canturreando. Y en la mesa había una torta de aceite y miel de aspecto muy apetecible.

Podalirio se sentó y dijo con tristeza:

—¡Cuánto sufre la gente!

Nana se volvió hacia él. Parecía dolida.

—A ver si ahora te vas a amargar la vida; precisamente cuando empezamos a levantar cabeza. ¡No te preocupes, hombre!

Él sonrió.

—Tienes razón. Bien podemos estar contentos, pues no nos falta de nada. —Pellizcó la torta y se llevó un pedazo a la boca.

Nana se aproximó y le besó en la frente. Dijo compadecida:

—Lograrás echarle el demonio del cuerpo a ese pobre muchacho.

—No todo puede hacerse —se lamentó él.

—¡Anda, come! —le espetó ella, displicente.

Podalirio mojaba la torta en los hilos melosos de la cebolla y disfrutaba como un niño con cada bocado, absorto en sus cavilaciones.

Como quien no quiere la cosa, Nana le preguntó:

—¿No te vas a hacer con un ayudante?

El alzó la cabeza y la miró extrañado:

—¿Un ayudante?

—Sí, eso he dicho. Tienes mucho trabajo ahí en el templo. ¿No has pensado en tener sacristán?

—Pues no —contestó él rotundo—. Me gusta hacer las cosas a mi manera y temo empezar a tener problemas si meto a alguien. ¡Acuérdate de lo que llevamos pasado!

—Bueno —replicó ella encogiéndose de hombros—, siempre se podrá encontrar a alguien de toda confianza.

—¿De toda confianza? ¿Y dónde está ese alguien? —refunfuñó él.

Nana le miró entonces muy fijamente y le dijo con un hilo de voz:

—Aquí mismo, en nuestra casa.

Él abrió los ojos, incómodo, y murmuró:

—¿Qué estás queriendo decir?

—No eres tonto, Podalirio…

—¡Nana, habla con claridad!

Ella se volvió de nuevo hacia el fuego, como resentida.

—¡Mejor no hablar!

Podalirio rugió:

—¡Qué manía tienes de meterte en todo!

Nana se dio de nuevo la vuelta hacia él y le espetó:

—¡Te preocupas de todo el mundo, menos de nosotros, de tu propia familia!

—¡Oh, no empecemos…!

—¡Sí, empecemos! —exclamó ella, airada—. ¿Te preocupas acaso de nuestro hijo Egimio? ¡Ya no es un niño!

Podalirio se puso en pie e inspiró profundamente. Luego dijo:

—Me entiendo con mi hijo perfectamente. ¡Es una bendición de los dioses!

Nana sonrió con ironía.

—Pues hazle sitio en el templo, contigo. ¿Qué padre no desea que su hijo le siga en el oficio?

—¡Esto es otra cosa! —exclamó él—. ¡Esto no es un oficio cualquiera!

Nana dejó escapar una lágrima, derramada más por rabia que por dolor, y dijo encorajinada:

—Consientes que Egimio sea jardinero… ¡Un simple jardinero del templo! Y no le das la oportunidad de aprender de ti. ¡No tienes entrañas!

—Mujer, ¿no lo comprendes? —replicó él—. Las cosas del templo son muy complicadas… Se necesitan profundos conocimientos, intuición, paciencia, sabiduría…

—¡Odio oírte decir eso! —gritó ella—. Parece que menosprecias a Egimio. Bien podrías ocuparte de él y enseñarle todas esas cosas.

Esto desarmó a Podalirio. Se quedó en silencio, pensativo y triste.

Llamaron a la puerta. Era precisamente Egimio. Nana se fue hacia él y le besó.

—Hijo —le dijo—. ¡Qué contenta estoy! Tu padre acaba de decirme ahora mismo que empezarás a ayudarle en el templo.

El joven, lleno de felicidad, se fue hacia Podalirio y le abrazó efusivamente.

Capítulo 17

Con los ojos desmesurados y hondos, como los de un niño lleno de curiosidad, Egimio permanecía muy atento a lo que hacía su padre en el pequeño y desordenado cuartucho del Asclepion, donde se amontonaban por todas partes grandes jarrones, ventrudos y decorados con figuras de dioses y diosas; recipientes más pequeños, vasos, platos coloreados con signos sagrados, piezas de metal, piedras pulidas, afilados cuchillos, alfileres con grandes cabezas planas, punzones, ollas de todos los tamaños para hacer cocimientos y muchos, muchísimos tarros llenos de hierbas medicinales, ungüentos, tinturas, bebedizos, elixires, de los cuales emanaba un intenso aroma mezclado, el inconfundible olor de la farmacopea sacra del dios; y, dominándolo todo, como objetos de culto más grandes, las imágenes del propio Asclepio, ora sentado, ora de pie, con los rasgos propios de Zeus, para acentuar su poder sanador; y también las estatuas del centauro Quirón, de las tres diosas, Higea, laso y Panakeia, de Macaón con los perros sagrados, de la serpiente, de la mandrágora… Las paredes aparecían completamente abarrotadas de representaciones, relieves, pinturas, estantes, colgajos de plantas secas, pieles de animales, huesos, dientes, cuernos… No había espacio para nada más en aquella estancia, donde Podalirio se dedicaba diariamente con esmero y concentración, a las tareas propias del arte de sanar. En una de las paredes, un amplio ventanal dejaba entrar abundante luz.

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