Authors: Chufo Lloréns
—¿Cuál es mi misión, excelencia?
El de Sant Jaume dio un sorbo a la naranjada que tenía al lado y prosiguió.
—Espero no tener que arrepentirme de esto —le dijo el caballero, clavando su dura mirada en la gorda figura del subastador—. Tendrás que ser el eslabón que engarce esta colección de parásitos cortesanos con el pueblo llano. Te ocuparás de que en ferias y plazas se hable bien del heredero y socavarás la posible influencia de esa concubina mediante lo que digan los hombres que buscarás para tal menester. Para ello dispondrás de medios suficientes y serán bienvenidas todas aquellas aportaciones que consigas de comerciantes, mercaderes, gentes del
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y, en fin, de todos aquellos cuyo dinero sea grato pero no así su nombre. De todo ello tendrás un porcentaje y, desde luego, el heredero conocerá la procedencia de ese dinero y tu nombre.
Los ojillos porcinos del subastador brillaron de codicia.
—Entonces, ¿estoy autorizado para hablar en vuestro nombre a quien y en donde se me ocurra?
—Con la más absoluta discreción.
—Señor, hoy en día podéis encontrar a cualquiera en cualquier lugar. Os diré más: uno de los lugares escogidos es sin duda la mancebía de Mainar en la Vilanova dels Arcs.
—Admito que a juzgar por los signos externos, como son sin duda los rendimientos del dinero que proporciona el negocio, éste es excelente —reconoció Marçal.
—Creo que al día de hoy no podíais haber depositado vuestra influencia en lugar más rentable. En los pocos meses que lleva abierta, la parroquia aumenta día a día y no únicamente en cantidad sino también en calidad. Aunque sin pretender hacer mérito alguno, la excelencia de la mercancía es extraordinaria y, por ende, la clientela de mayor calidad.
La mención de la mancebía hizo que el caballero de Sant Jaume recordara lo sucedido horas antes con su esclava.
—Por cierto, quiero que te lleves a una esclava a la que he de castigar. No la quiero en mi casa, pero pretendo sacar algún rendimiento de ella por lo hasta ahora invertido.
Dio una palmada y en cuanto apareció el mayordomo le ordenó que trajera a su presencia a Zahira, que había merecido su repulsa en público por lo que él consideraba una torpeza imperdonable que le había hecho perder prestigio ante la distinguida concurrencia.
El astuto Simó calibró con mirada experta el rendimiento que la muchacha, que tan bien conocía, podría dar en la mancebía.
—¿Y cuál es vuestra pretensión, señor?
—Llévatela a la casa de la Vilanova dels Arcs y entrégasela a Mainar para que mientras sirva, ejerza el oficio, y cuando sea un viejo pellejo siga la suerte de las otras: éste será su castigo por haberme humillado con su desmaña ante gentes tan ilustres.
El astuto subastador la observó con ojos expertos.
—Es muy bella, señor. Alguien pagará buenos dineros por su himen.
—Haz lo que creas oportuno mientras yo recupere los dineros que invertí en ella.
—Dejadme hacer a mí y no os pesará —aseveró Simó, que en ello veía la ocasión de hacer méritos ante su valedor.
Las dudas de Berenguer
Corría el invierno del año 1070, y los gemelos de la condesa, Ramón Berenguer y Berenguer Ramón, cumplieron dieciséis años. A Berenguer y a Pedro Ramón les unía un lazo, su odio visceral a Cap d'Estopes, sobrenombre por el que el pueblo llano conocía a Ramón. Sin embargo, esta oscura aversión llegaba por distintas vías y su cara oculta tenía signos diferentes. Pedro Ramón intuía que la primogenitura se le podía escapar por el trato con que el viejo conde distinguía a aquel hijo, aunque era consciente de que la fuerza instigadora de dicha deferencia era sin duda la condesa Almodis, que ejercía sobre su esposo una extraordinaria y rara influencia. El odio de Berenguer hacia su hermano tenía otras raíces, asimismo marcadas por la envidia y los celos. Las diferencias que hacía su madre entre él y su hermano eran más que notorias. Nadie hubiera podido decir, sin saber la coyuntura de su nacimiento, que fueran ni tan siquiera parientes lejanos. En el físico nada tenían en común: Ramón había salido a sus ancestros maternos y hubiera podido pasar por un príncipe de estirpe carolingia. De altura notable, cabellos rubios como el trigo en sazón, ojos azules y porte sereno y amable, las gentes, que lo adoraban, desde muy pequeño lo apodaron «Cap d'Estopes». Aficionado a la caza, sobre todo con halcones, pese a su edad se le podía considerar un maestro del arte de la cetrería; buen estudiante de latín, griego, política y filosofía, amén de excelente tañedor de vihuela. Tenía, sobre todo, dos grandes aficiones: los juegos a caballo, en especial el estafermo, que practicaba por las mañanas, y las justas en la sala de armas al atardecer, donde pasaba las horas muertas adiestrándose con los jóvenes de la nobleza con espadas, yelmos, lanzas y corazas.
Berenguer, en cambio, había salido a su padre. Su raigambre era mediterránea: más bajo que su hermano, cetrino de piel, moreno de cabellera, algo patizambo; en cuanto a sus aficiones, era poco o nada dado a los clásicos; no obstante, era un gran jinete, a lo cual ayudaban sus curvas piernas. Las armas le interesaban en tanto que con ellas pudiera mostrar su crueldad, pues su talante era violento y su carácter de mal perdedor. En una liza podía recurrir a cualquier artimaña para salir airoso, pese a las reprimendas del maestro de armas e inclusive del senescal, quienes le decían que un gentilhombre debe siempre atenerse a las reglas de los caballeros. El pueblo no lo amaba, pero en aquel momento de su vida, tal circunstancia le era indiferente, y lo que más le interesaba, por el misterio que para él entrañaba, era el sexo femenino: las mujeres le obsesionaban. Sin embargo, para entretener sus ocios y soportar el tedioso día a día, sobre todo en las veladas invernales, entre sus diversiones favoritas se hallaba el acoso a Delfín, el enano nigromante que la condesa había traído de Tolosa en su accidentada huida y al que la edad tornaba más quisquilloso e intransigente, lo cual incitaba a Berenguer a hostigarle todavía más, hasta conseguir que el hombrecillo se refugiara bajo las faldas protectoras de la condesa en demanda de amparo ante sus burlas y chanzas.
Aquel febrero, dada la inesperada nevada, las gélidas corrientes de aire se filtraban entre las paredes del palacio condal y pese a los fuegos de las chimeneas encendidas en todos los aposentos y a los espesos tapices y cortinones que cubrían ventanas y puertas, el frío era el huésped eterno de aquellas estancias. Berenguer recordaba la nieve de cuando la corte se trasladó a Urgel en 1063 para celebrar el tercer enlace del primo de su padre, Armengol III, con Sancha de Aragón, cuando él tenía nueve años. Todo ello hacía que cualquier entretenimiento para aliviar el tedio fuera insuficiente y que, al tener que permanecer dentro de palacio sin salir en ningún momento al exterior, las horas pasaran espesas y densas cual aceite de candil.
Aquella tarde, una idea fija rondaba en su mente y para resolverla, buscó a su hermanastro Pedro Ramón. Lo halló en el «cuarto del sabio», así llamado porque en el torreón del lado de poniente su padre había instalado una serie de artilugios que le había proporcionado el armador más importante de Barcelona e importador del aceite negro que alimentaba los candiles de la ciudad, Martí Barbany, relacionados todos ellos con los métodos de navegación.
Brújulas imantadas, cuadrantes náuticos, astrolabios, tablas astronómicas, ampolletas, almanaques, ecuatorios, nocturlabios, una esfera armilar, un triquetum, dos tipos distintos de armillas y otros mecanismos de observación, se conservaban en los anaqueles. Se podía decir que allí se hallaban todos los útiles que tanto interesaban a su padre, cuya curiosidad por las invenciones náuticas era notoria. Presidía la estancia un muñeco de tamaño natural con los ojos de vidrio y luenga barba, con la diestra posada en una superficie plana que representaba el mundo conocido. De ahí el nombre del aposento.
Ascendió Berenguer por la escalera de caracol del torreón y llegado a la puerta de la última habitación llamó con los nudillos. La voz de su medio hermano respondió desde dentro.
—¿Quién llama?
—Soy yo, Berenguer.
—Pasad, hermano.
Berenguer empujó la pequeña puerta y se introdujo en aquella recoleta estancia que por lo misteriosa y recóndita, siempre había llamado su atención. La pieza era redonda, pues ocupaba todo el contorno de la torre. Durante el día, la luz entraba por tres alargados ventanales algo más anchos que una tronera corriente, y entre los dos que daban a la puerta del Bisbe, lucía el fuego de una chimenea entre cuyos morillos ornados con dos cabezas de perro ardían gruesos troncos de encina.
Como ya había anochecido, dos grandes ambleos y un candelabro de diez bujías alumbraban la estancia.
Al tiempo que enrollaba el pergamino que había estado estudiando, Pedro Ramón preguntó:
—¿Qué es lo que os trae por aquí, hermano?
Berenguer se introdujo en la sala y cerró la puerta.
—Vuestro consejo en un tema para mí comprometido. La verdad es que no se me ocurre a quién recurrir.
Pedro Ramón se removió en su asiento.
—¿Entre todo el personal de palacio no encontráis a quien acudir?
—Para el asunto que me ocupa, no. Cuando os lo cuente lo comprenderéis.
—Os escucho. Tomad asiento y explicaos —le invitó Pedro Ramón.
Berenguer acercó un escabel tapizado de damasco y se sentó en él.
—Como adivinaréis fácilmente, no es tema de estudios ni de armas; para esas materias tengo al senescal y al padre Llobet —aclaró Berenguer.
—¿Entonces?
—Mucho he dudado antes de acudir a vos.
Pedro Ramón sonrió, complacido.
—Pero ya que estáis aquí, empezad.
Berenguer dudaba, pero finalmente se decidió a proseguir.
—Es relativo a las mujeres.
—Conque de eso se trata… Mi joven hermano ha despertado a la vida —comentó Pedro Ramón, jocoso, colocando sus manos en su cogote e inclinando su silla hacia atrás sobre dos patas.
—Ya hace muchas lunas que eso ocurrió —repuso Berenguer, un poco ofendido.
—No tengo demasiado tiempo, Berenguer. Decidíos a hablar claro o dejadme con mis cosas.
—Veréis, hermano, aún no he conocido mujer virgen.
Pedro Ramón volvió a colocar el asiento en su lugar y se acarició la barbilla, regocijado.
—No me diréis que aún no habéis jineteado a una hembra de esa condición, aunque sea una de las damitas de la condesa.
—Ni mucho menos. Si tal hiciera y se enterara mi madre, podría armarme un cuaresmal.
—Cualquiera de las criaditas de las cocinas estaría encantadísima de ofreceros su doncellez en tan delicioso introito —sugirió Pedro Ramón, sonriente.
—De entre las que he conocido, ninguna era virgen —explicó Berenguer, con aire compungido—. Además, no quisiera que nadie creyera que tiene un derecho sobre mi persona por haberme entregado su telilla y preferiría que esa primera experiencia ocurriera fuera de palacio.
Pedro Ramón fingió meditar unos instantes, como si se esforzara por comprender las razones de su hermanastro.
—Dadme tiempo y yo os proporcionaré la ocasión. Gozaréis de la más hermosa doncella subastada en la Boquería. La primera vez que se abre la corola de la flor y ésta sangra, siempre es importante y os aseguro que inolvidable. Os buscaré una Salomé que os transportará al séptimo cielo. Habrá que buscar la ocasión… el lugar ya lo tengo pensado —afirmó Pedro Ramón, seguro de sí mismo—. Confiad en mí. Antes de que cambie la luna satisfaréis vuestros deseos.
—Si tal hacéis, estaré en deuda con vos eternamente —prometió Berenguer.
—No me lo fiéis tan largo y dejad la eternidad para el otro mundo, tiempo habrá para cobrarme el favor en éste.
—Lo que de mí dependa, dadlo por hecho.
—¿Estáis seguro, hermano? —recalcó Pedro Ramón.
—No lo dudéis.
—Pues vos tampoco dudéis de que os brindaré vuestra gran noche.
La entrega
Simó medía con lentos pasos el entarimado del gabinete de Bernabé Mainar. Había dejado a Zahira en la antecámara, al cuidado de la mujer que guardaba la entrada. La joven, asustada, había colocado su breve hatillo a sus pies, en el banco donde esperaba nerviosa lo que la vida le deparara. Pensaba en Ahmed y sufría más por él que por ella misma. Por un lado estaba contenta de haber podido enviarle recado a través de Bashira. Por otro, sin embargo, temía que el muchacho tomara una decisión equivocada.
La zancada de Mainar sonó en el largo pasillo e hizo que el gordo Simó se girara hacia la puerta. Ésta se abrió y apareció en su quicio la figura del tuerto.
—¿Tal vez os he hecho esperar en demasía?
—Eso no es importante, nada tengo mejor que hacer que aguardaros.
—No creáis que regir esta casa es cualquier cosa. Son miles los cometidos que me atosigan cada día. Estoy rodeado de una cuadrilla de inútiles.
—No quisiera molestaros, ni interrumpir vuestro quehacer diario.
—Nada es más importante que atender a mi socio y sin embargo amigo, o eso creo —le halagó Mainar.
—No lo dudéis: lo que empezó siendo una relación comercial se ha convertido al conoceros en una sincera admiración por vuestro trabajo y por vuestro valor al iniciar empeño tan arriesgado.
—Sentémonos y vayamos al asunto, Simó.
Ambos hombres se acomodaron bajo la ventana y, tras un breve preámbulo, el subastador del mercado entró a fondo en el asunto que allí le había traído.
—¿Habéis reparado en la muchacha que hay a la entrada?
—Venía de las cocinas, de revisar lo que comen esos vagos y he entrado directamente al gabinete, pero aclaradme, ¿quién es y a qué ha venido?
—Preferiría, si no os importa, que la hicierais pasar y que opinarais.
—¿Es una nueva pieza de vuestra inagotable cantera?
—No exactamente.
—¿Entonces? —inquirió Mainar.
—Miradla, si sois tan amable, y opinad, luego os contaré.
Bernabé Mainar se puso en pie y se encaminó a la mesa con un pequeño mazo, cuya bola estaba envuelta en piel de cabra; con él golpeó un gong cuyo sonido rebotó por las paredes.
Al punto se personó en la estancia un gordo eunuco de tez oscura, con la cabeza cubierta por un turbante y una gruesa cadena de oro de la que pendía un medallón de jade en el cuello, un colgante que le llegaba hasta el generoso escote de su abierta túnica.